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sábado, 25 de octubre de 2008

LA NOTA DE HOY



Alfonsina Storni. A 70 años de su fallecimiento*


Es difícil para nosotros, transeúntes de la primera década del siglo XXI, imaginar cómo un siglo atrás podría vivir en una sociedad como la de Argentina del 1900, una jovencita que insinuándose talentosa, adormecía sus dones esperando, tal vez, el momento justo en que toda su esencia se manifestara. Alfonsina tendría antes que atender las mesas del Café que sus padres poseían en Rosario, Provincia de Santa Fe, cuando llegados de Suiza en procura de mejores horizontes, se decidieron por el norte del país; y más tarde trabajar en una fábrica de gorras haciendo uso de sus facultades para la costura, aprendidas en el seno familiar. Pero la muchacha ya observaba de cerca el mundo al que quería pertenecer... y no tardó en dar los primeros pasos en él. Fue en escenarios artísticos donde a los catorce años procuró, decidida, a mostrar sus dotes de actriz. Quizás fue eso, o su sensibilidad o su destino, lo que hizo que se conectara con grandes obras de la literatura, con notables literatos más tarde. Sin pausa y sin siquiera pensarlo construía su futuro de poeta reconocida y admirada en el mundo de las letras. Mientras tanto necesitaba un sustento seguro que le posibilitara contribuir con su numerosa familia y, para entonces, la docencia era un bien que ubicaba a quien la ejerciera en un lugar privilegiado. Por supuesto, ¡ya escribía! ¿Cómo no hacerlo una joven romántica, sensible y transgresora, que buscaba afanosa expresar su mundo interior? La poesía era su forma, su mundo y su atracción. La esperaban también obras de teatro, cuentos y hasta algún ensayo, pero ella era lírica en esencia, como suelen serlo quienes encuentran en la soledad una buena compañía. Y la soledad era para Alfonsina Storni, supongo, un modo de reencontrarse con lo más virtuoso de sus entrañas, y soportar sin testigos esos estados anímicos adversos que comenzarían a dominarla.
A los 19 años tuvo a su único hijo, quien jamás conocería a su padre. Imagino que para una familia como los Storni el hecho tiene que haber producido singulares conflictos, pero la mujer que ya era Alfonsina, con su coraje innato y su rebeldía, la convirtieron en una madre que caminaba con el mentón en alto, en la certeza de que el niño era el mejor regalo que la vida podía ofrecerle. Transcurre así su vida, en medio de fuertes decisiones, de amistades profundas, de creaciones literarias que van encontrando su lugar en revistas, periódicos, diarios... y poco después se convierten en libros. Y vendrán muchos volúmenes en la vida de esta mujer firme pero apenada, chispeante aunque depresiva, simpática y sagaz.
Sin embargo el suicidio formaba parte de sus días, de sus afectos más caros, de su perspectiva de vida. Lo hizo primero su gran amigo Horacio Quiroga, más tarde Leopoldo Lugones...
Alfonsina había tenido el mundo a sus pies, algún tropiezo y frustraciones, el designio de estar rodeada por intelectuales y sensibles, y la desventura de una psiquis que la traicionaba hasta devorarla. Su talento asediado por la depresión, su carisma por la angustia recurrente y su vida social postergada por la fuerza atroz de la enfermedad que la había mutilado y acrecentaba su neurosis.
Quién sabe cuánto y cómo luchó contra su designio.
Ya había escrito:

Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar.
Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como una romana, para concordar
con las grandes olas, y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar.
Con el paso lento, y los ojos fríos
y la boca muda, dejarme llevar;
ver cómo se rompen las olas azules
contra los granitos y no parpadear
ver cómo las aves rapaces se comen
los peces pequeños y no despertar;
pensar que pudieran las frágiles barcas
hundirse en las aguas y no suspirar;
ver que se adelanta, la garganta al aire,
el hombre más bello; no desear amar...
Perder la mirada, distraídamente,
perderla, y que nunca la vuelva a encontrar;
y, figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido perenne del mar.

Si bien la leyenda ubica a Alfonsina como aquella mujer que hace de su muerte el poema más doloroso, que se retira de la vida caminando lentamente hacia el mar que la fascinaba, dándole la espalda a la ciudad, lo más probable sea que esta mujer que disfrutó y amó pero mucho más sufrió, haya decidido darle fin a su agonía de un solo salto.
Con toda valentía. Como ella estaba acostumbrada a tomar sus decisiones.


*Olga Starzak
Setiembre de 2008

domingo, 19 de octubre de 2008

EN EL DIA DE LA MADRE

UN POEMA ALUSIVO:

En la espera*

Ella renace
en ese ser que crece.
Lo cobija en su seno.
Renueva su aliento.

Le cuenta sus sueños:
lo mece en silencio.
Se regalan la vida
que presienten en ellos.

La cálida caricia
que sostiene su mano
se apoya en el vientre.
Se va transformando.

Un rayo de luz
desafiante destella.
Sin prisa, sin pausa,
con desmedida fuerza.

Nace una sonrisa
fresca, profunda, sincera...
Hay brillo en sus ojos,
ternura en su mirada.

Es el resplandor de ese niño
que ya se apropió su alma.



*Olga Starzak

domingo, 12 de octubre de 2008

EL CUENTO DE HOY



EL HOMBRE DE HIELO
Por Enrique Jorge Martínez Llenas*

Debo comenzar aclarando que mi mente es la de un investigador, calculadora y fría, tanto como el objeto de mis estudios, el agua y sus cambiantes estados. Por eso siempre hasta el día de hoy me he resistido a creer que pudieran haber sucedido los hechos que voy a relatar a continuación, pues contradicen en forma abierta y notoria las leyes de la física, la más elemental razón y la palmaria evidencia de nuestros sentidos. Me enteré de los mismos leyendo unas memorias manuscritas que encontré en el Museo de La Plata, escritas alrededor de 1872 por un poco conocido explorador galés que se aventuró en la zona de los glaciares de la provincia de Santa Cruz, concretamente en el que luego fuera denominado Perito Moreno. Por otra documentación que hallé en el mismo museo, supe también que dichos sucesos le depararon tan graves consecuencias a su relator, que finalizó sus días internado en una institución para enfermos mentales. Stephen Jones, que tal era su nombre, había llegado a la Patagonia argentina como parte del primer contingente de colonos galeses en 1865. Imbuido de un espíritu aventurero potenciado por su juventud, se dedicó a viajar, reconocer y mapear la zona de la cordillera en compañía de algunos indios tehuelches que, al mismo tiempo que le prestaron su auxilio y conocimientos, le transmitieron oralmente las viejas leyendas de sus antepasados tsonekas, las que nuestro hombre registró meticulosamente en sus diarios. El galés viajaba en esa ocasión en compañía de un argentino que compartía con él el gusto por la exploración y la aventura, el inquieto y algo irascible capitán Julián Silva, retirado del ejército poco tiempo antes por causas un tanto imprecisas, que él mismo tampoco se ocupaba de dejar claramente establecidas, y que planeaba radicarse en alguna de las colonias que los galeses habían fundado en el sur, para así poder viajar por esos desconocidos territorios con más facilidad. Ambos formaban una buena pareja: combinaban el arrojo de Silva, en verdad algo excesivo en ocasiones, con la tenacidad y la capacidad de observación de Jones para registrar fielmente los acontecimientos y hallazgos de sus andanzas; se dice que el propio Perito Moreno tomó luego en cuenta éstos datos para su trabajo de delimitación de la frontera argentino-chilena. Sucedió, siempre según el relato de Jones, que estando cercanos al que hoy conocemos como glaciar Perito Moreno, se vieron obligados por una imprevista tormenta de nieve a hacer noche en unas cuevas a las que los guiaron los tehuelches, que ya desde tiempos remotos eran conocidas y utilizadas por la tribu durante las primaveras, en ocasión de sus migraciones anuales en busca de caza y sustento. Después de la comida, unas rebanadas de charque, galletas duras y queso, acompañadas por agua, los exploradores se sentaron alrededor del fuego que habían encendido, para tomar un trago del añejo whisky que siempre acostumbraba a llevar Jones, fuera adonde fuera. El capitán Silva bebió primero y luego le siguió el galés, que pasó la botella al veterano guía tehuelche, y éste a su vez a sus otros dos compañeros. Se sucedieron las rondas y la conversación se animó, pese a algunas dificultades en la comunicación, ya que los indios hablaban poco el español, ése no era tampoco el idioma nativo de Jones, aunque lo dominaba bastante bien, ya que además ninguno de los dos aventureros era muy conocedor de la lengua indígena. Sin embargo la buena voluntad y el alcohol hicieron lo suyo y lograron entenderse. Afuera, mientras tanto, en la oscura noche, el viento frío y la nieve castigaban la superficie de la tierra. Espoleado por el whisky el guía tomó la palabra y, con deliberada lentitud, para permitirles una mejor comprensión, les relató una vieja leyenda, la del Hombre de Hielo, que todos escucharon con atención, sobrecogidos por el efecto que producía sobre sus sentidos la combinación del fuego, el alcohol y los elementos desatados. Dijo el indio: «Elal nos ha transmitido su ancestral mandato: quienes se internen en el Ta-arr, el Hielo, deben hacerlo con su corazón puro y limpio, sin odios ni rencores, sólo dispuestos a amar y respetar a los espíritus de la nieve, la montaña, el viento y la foresta. Así Kóoch, el Creador, les permitirá estar en armonía con la naturaleza por él creada, y gozarán de paz y serenidad, como si fueran una más entre todas sus partes. Pero quienes entren con odio, enojo, envidia o maldad serán atrapados por el gran Hielo y sólo saldrán de su interior bajo la forma de Hombres de Hielo, como castigo a sus malas acciones». Un opresivo silencio, acentuado por el contraste con el agudo silbido del viento, parecía aplastar las paredes de roca de la cueva sobre los ateridos cuerpos de los viajeros, impidiéndoles respirar con soltura y naturalidad. Ambos exploradores se miraron entre sí, esbozando al principio una sonrisa trémula, que casi inmediatamente se transformó en una quizás algo exagerada risa, que los indios observaron sorprendidos, sin entender qué podría causar en esos dos hombres tal reacción ante una leyenda que hasta los niños de la tribu conocían y respetaban escrupulosamente. Finalmente, ellos también rieron para agradar a sus amigos y, luego de avivar un poco el fuego, se retiraron hacia el fondo de la cueva para dormir, lo que a su tiempo hicieron Jones y Silva. A la mañana siguiente el clima había resuelto volver a su estado normal para esa época del año, por lo que el grupo pudo continuar la marcha hasta aproximarse al pie de la inmensa muralla del glaciar. El suelo de roca, entre la pared de hielo, blanca y turquesa, y los árboles de la orilla del lago, estaba alisado por la erosión que había producido el avance y retroceso de la imponente masa del glaciar a lo largo de los siglos. El galés y el argentino estaban petrificados de asombro y admiración al pie de la gélida mole, de unos treinta metros de altura, que transpiraba gotas de agua y tenía tonalidades que, además del turquesa, iban del azul profundo al violáceo y que mostraba incluidas en su interior innumerables piedras redondeadas que habían sido atrapadas por el hielo en su desplazamiento. No podían dar crédito a sus propios ojos: era el espectáculo más hermoso que hubieran contemplado en lo que llevaban de vida. Decidieron acampar sobre la orilla, algo alejados del glaciar, para evitar que algún desprendimiento de hielo generara alguna ola que pudiera barrer con ellos y sus pocas pertenencias. Aquella fue la trágica noche en que se produjo la desgracia que alteró sus facultades mentales y persiguió a Jones por el resto de su vida. El manuscrito describe fielmente los hechos de los que fue testigo y da por supuestas algunas circunstancias que, si bien no le fue dado presenciarlas, pudieron haberse desarrollado tal y como las cuenta. Después de la comida, Silva, descubriendo al fin la faceta de su persona tan cuidadosamente ocultada, comenzó a beber más de la cuenta. Ya borracho, acusó a uno de los indios de haberle robado un cuchillo que tenía en mucho aprecio, por haberlo ganado en un torneo del ejército. El más viejo de los tehuelches defendió a su compañero, alegando que dicho cuchillo quizás se le hubiera extraviado en el camino, al saltar sobre un obstáculo, o cruzar un vado. Silva, mientras retenía la botella y continuaba bebiendo, comenzó a insultarlo y a gritarle de mal modo, lo que obligó a Jones a interponerse entre ellos para tratar de tranquilizar los ánimos y no perder el favor de los indios, su única posibilidad de salir con vida de esos remotos lugares. Cuando Silva vio eso, acusó a Jones de parcialidad y, ya fuera de sí, le asestó un violento puñetazo en la cara, que lo tumbó. Los tehuelches quedaron sorprendidos al ver la pelea entre los blancos pero, prudentemente, no intervinieron y se apartaron unos metros. Jones, sangrando por la nariz, logró incorporarse, pero ya Silva se había alejado corriendo del campamento. El galés aprovechó el momento para calmar a los indios, disculparse y asegurarles que su relación con ellos no corría peligro, que cumpliría cabalmente con todo lo convenido y que dejaran las cosas así, que ya el nuevo día traería la calma al espíritu del otro hombre blanco. Los tehuelches aceptaron sus excusas y se dispusieron a descansar, algo molestos pese a todo. Fue una larga, muy larga noche. Jones, inquieto, esperaba escuchar a Silva retornar al campamento, para hablar con él antes de que se encontrara con los indios, por lo que apenas consiguió dormir poco y con sobresaltos. Mientras tanto Silva se alejó cada vez más del grupo, corriendo como poseído y vociferando insultos, su sentido de la realidad totalmente alterado por el exceso de alcohol. La luz de la luna llena le permitía ver con bastante claridad. Subió por la pared de roca lateral del glaciar hasta llegar al hielo, en el que, con frecuentes resbalones, se internó gradualmente. Llegado casi al centro del glaciar patinó y cayó, deslizándose dentro de una profunda grieta. En la caída su pierna izquierda golpeó contra una saliente del hielo, y sintió un crujido que le hizo temer lo peor; pero el temor le duró poco, ya que anestesiado por la bebida como estaba, prácticamente no sintió dolor. Sólo cuando quiso ponerse de pie y descubrió que no podía, se percató del horrible ángulo que formaba la parte inferior de su pantorrilla. Quedó tumbado en el lugar, confuso, sin poder moverse y a la intemperie, por lo que bajo el efecto combinado del frío y de la bebida, finalmente se durmió. Por la mañana, viendo Jones que su compañero no había regresado, dispuso salir inmediatamente a buscarlo. Los tehuelches, duchos en el rastreo de presas, inmediatamente hallaron las huellas de Silva, que iban oscilando sin un rumbo definido, hasta que finalmente se internaban en el hielo del glaciar. Continuaron un trecho por la blanca e irregular superficie y vieron que el rastro se perdía en una grieta del hielo, en el fondo de la cual yacía un cuerpo. Lo que Jones detalló en su escrito sobre el hallazgo del cadáver es lo que a mí tanto como a él, a más de cien años de distancia y pese a todos los conocimientos que la ciencia ha acumulado en ese lapso, nos dejó anonadados. Según el relato, uno de los indios bajó con una cuerda hasta el fondo de la grieta. Cuando estuvo allí dio un grito desgarrador y comenzó a farfullar «Elal, Elal, Elal», lo que hizo que inmediatamente lo subieran. Su rostro estaba desencajado. Se dirigió al mayor de los tehuelches y le contó en su lengua, con expresiones de terror, lo que había visto. El indio jefe lo tranquilizó, se ató a la cuerda y bajó él mismo a la grieta, atando el cuerpo de Silva a otra soga para subirlo. Cuando el cadáver estuvo en la superficie Jones pudo constatar lo que fue la cosa más extraña e inexplicable que vio en toda su vida: el cuerpo de Silva era de hielo. Pero no de carne congelada, tal como los cuerpos que había visto en otras ocasiones, sino efectivamente de un hielo blanco y con tonalidades turquesa, igual que el del glaciar, y mostraba claramente definidas todas las venas, los pelos de una barba poco crecida y hasta los más mínimos detalles e irregularidades de la anatomía de Silva, incluso la herida de la fractura en la pierna izquierda, con el hueso saliente. Según cuenta, con letra imprecisa y temblorosa, en las últimas líneas de su relato, les resultó imposible llevar el cuerpo de regreso con ellos al poblado, pues se derritió irremisiblemente en el camino pese a todos los intentos por conservarlo. Del ex capitán sólo quedaron sus ropas, en medio de un charco de agua límpida.


*Enrique Jorge Martinez Llenas (57) es médico cardiólogo y reside actualmente en Valencia, España, con su familia. Oriundo de Buenos Aires, ha vivido en Río Grande, Comodoro Rivadavia, Mar del Plata y Neuquén-Cipolletti, por lo que -asegura- la Patagonia le resulta no sólo conocida, sino muy entrañable. Otros trabajos literarios del autor pueden leerse en http://escribidor-diligente.blogspot.com, y en el blog del mismo nombre de http://www.escribirte.com.ar.

jueves, 9 de octubre de 2008

EL POEMA DE HOY



EN UN LUGAR DE MI PUEBLO*

“Trataré de estar siempre
en un “lugar de mi pueblo”.

Donde pueda escuchar
toda su danza.

Los arrullos del
pájaro en su nido.

El bramar de su viento
allá en la pampa.

Sus arpegios andantes
nota a nota

Al compás de su gente
Pueblo y Chacras

Y escribirle mis versos
con cariño.

Hasta el día
que no sienta más sus besos
ni sus cantos.

Y me quede sin palabras.”


Del libro “Desde un lugar de mi pueblo”, del poeta sarmientino Andrés Gómez. Homenajeado como “Poeta del pueblo” por la municipalidad de Sarmiento en 1997, es autor de varios libros de poemas. Rodolfo Montenegro, escritor de Río Mayo, lo llamó con justicia “Maestro de poetas del sur chubutense”.

sábado, 4 de octubre de 2008

LA NOTA DE HOY

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“Cien años de Soledad” de Gabriel García Márquez

Por Olga Starzak*



No hace tanto que leí Cien años de soledad. Debo decirlo, a mi criterio la novela de Gabriel García Márquez remite a la esencia y al objetivo mismo de la Literatura: la lengua al servicio de quien hace de ella una obra de arte, la estética al servicio de la creación, y el escritor experto al servicio del lector exigente. La pregunta que surge después de haber disfrutado de esta novela es si tendremos que resignarnos a la muerte de los Buendía como una forma de conformarnos con la desaparición de los “García Márquez”.
Hago esfuerzos por recordar contemporáneos que hayan escrito una obra de la magnitud de Cien años de soledad y no viene a mi mente ningún nombre. Hablo de obras escritas en nuestra lengua, claro. ¿O es que el arte sólo se aprecia en el ocaso del autor (en la mejor de las circunstancias), o después de su muerte? Esta variable que quizás sea válida en muchos casos no lo ha sido para Gabriel García Márquez porque, ya sabemos, antes de escribirla, sólo con unas cuantas páginas, algunos visionarios de las letras pudieron predecir su futuro.
Ahora bien ¿qué estado mental, de lucidez, intelectualidad, objetividad, imaginación y destreza técnica tiene que tener una persona para escribir una novela de casi cuatrocientas páginas sin dejar librado al azar un sólo párrafo? Cien años de soledad es un ir y venir de sucesos concatenados, de historias paralelas, de conexiones exactas… Y todo eso ocurre en un tiempo que el autor inaugura como tiempo real de los protagonistas, y los hace volver al pasado con la misma espontaneidad que en algún momento dice refiriéndose a Pilar Ternera: “Años antes, cuando cumplió los ciento cuarenta y cinco años…” . ¿Qué estado de desvinculación con sus personajes tuvo que lograr el autor para convertir a Úrsula (personaje que sobrepasa todas las fronteras de la saga), al final de su vida, en un juguete destinado al entretenimiento de los más chiquitos de la casa (¡un juguete propiamente dicho!); y a la hora de su muerte transmutarla en un ser que ocupaba “una cajita apenas más grande que la canastilla donde trajeron a Aureliano”?
Todo está permitido en Cien años…: lo inexistente, lo místico, lo imposible; la magia, lo esotérico, la leyenda; la ternura y la crudeza. Hasta el incesto. Esto último es un eje que va a estar presente, atravesándola, durante todo el desarrollo de la obra, desde las primeras páginas hasta las últimas: Úrsula y José Arcadio, Aureliano y Pilar Ternera (aunque esta última por ser su madre, lo evite), Aureliano José y Amaranta, Rebeca y José Arcadio (hermanos de crianza, aunque no de sangre), y muchos años después otro Aureliano Buendía y Amaranta Úrsula.
En tiempos de guerra García Márquez se permite narrar los hechos desde la pasión de los fanáticos, de la violencia sin límites y la muerte como tema central de toda la novela, tanto que prolonga, desafiándola, la vida de los personajes que elige y la inaugura en Macondo. No se cansa de imaginar y no le teme a lo inverosímil porque toda su obra es un conjunto de circunstancia que, hiladas, demuestran la profunda coherencia interna del relato. Desde José Arcadio, tendido al pie del castaño víctima de la locura, hasta Aureliano Babilonia, último de la estirpe, en su destino de descifrar los mensajes de la alquimia... Remedios elevándose en cuerpo y alma al cielo, Fernanda entregada a una operación quirúrgica espiritual, José Arcadio enajenado a su regreso de la vida con los gitanos, Melquíades y su resurrección y continuas apariciones, Petra Comes con su poder para fertilizar a los animales, Meme y su condición de boba, Aureliano y su mentira episcopal, Rebeca y su encierro eterno.
Podría seguir enumerando porque cada uno de los personajes es “el personaje”.
Y la novela, una obra maestra.
A quienes todavía no la leyeron, ¡los invito a disfrutarla!

*Escritora chubutense.


*Escritora chubutense.