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sábado, 14 de marzo de 2009

LA NOTA DE HOY

Av. Fontana y 25 de Mayo - Trelew (Chubut) -Gentileza de Vistas del Valle.com.ar




EL ALMACÉN


Quiero creer que ya estaría resentido; apenas me apoyé con el codo buscando reclinarme para abrir el cajón de abajo, el vidrio se hizo trizas. Y cientos de pedazos cayeron sobre los fideos delicadamente acomodados en la vitrina. No sé cuántos kilos de pasta seca dibujando un moñito, quedaron invendibles por culpa de la rotura; al principio y antes de que llegue mi madre intenté separar uno por uno los fideos de los cristales que los afectaban, pero pronto desistí; era imposible. Y por otra parte la imposibilidad de no poder limpiar en su totalidad esa mercadería me aterraba.
El vitral había llegado con mis padres desde Europa, en la segunda década del siglo pasado. Durante mucho tiempo estuvo casi abandonado en el fondo de la casa donde habitábamos; y nos acompañaba en el almacén desde el año 1937 cuando abrió sus puertas en la calle Fontana al 350, entre 25 de Mayo y San Martín. Con esmero, mi padre y yo lo habíamos reacondicionado. Tenía cuatro patas de roble viejo, altas y torneadas y seis cajones de exposición, divididos de dos en dos. Medía cerca de un metro veinte de largo y unos ochenta centímetros de alto. Todos guardaban fideos.
Mi viejo, ese día y por casualidad, porque el negocio era responsabilidad de mi madre, estaba colocando productos no perecederos en el sótano; esa semana no había podido cumplir con su actividad de mercachifle debido a las vicisitudes climáticas que afectaban la región.
Yo podía escuchar sus movimientos pausados, el correr cuidadoso de las cajas, e imaginar con cuánta dedicación trataba de hacer lugar para toda la mercancía que había llegado en esa quincena. Los dos escalones resquebrajados que servían para llegar a ese recinto oscuro y frío habían quedado desplegadas y entonces grité:
-Papá. ¡Me vas a querer matar! Se rompió el vidrio.
-¿El vidrio de qué? –preguntó.
-El del mueble de los fideos.
-¿Qué pasó?
-No sé; estaba rellenando los de abajo y se quebró.

Mientras esta conversación se suscitaba mi padre subía las escaleras; yo pensaba en su enojo y en la dificultad para recuperar los comestibles y conseguir que nos cortaran una tapa de la misma medida para el expositor
-¿Te lastimaste?
-No; no creo. ¿Qué hago con estos fideos?
-¿Y qué vamos a hacer? Hay que tirarlos.
-Y mamá, ¿qué va a decir?
-Vos no te hagas problema; ya veré como lo arreglo.

Me tranquilizó su voz comprensiva. No debiera haberme sorprendido; el viejo era así. Ni siquiera sé por qué me inquieté tanto, tal vez porque era consciente del sacrificio que significaba tener completa esa vitrina. Esa y todos los estantes del almacén. Y como si fuera poco, se daba el gusto de tener reservas en el entrepiso del local.

No tenía más de catorce años pero él me trataba como un adulto, y en consecuencia me responsabilizaba de las actividades que me encomendaba. Era el mayor de los hijos y –evidentemente- tenía mucha confianza en ese muchacho bastante tímido y reservado que no le traía grandes disgustos. Juntos habíamos compartido -a esa altura- varios trabajos. Lo había acompañado primero en sus habituales viajes por la zona del valle llevando a alguna gente, mensajes y paquetes; más tarde, cuando la situación lo permitió fui su compañía inseparable en el colectivo que tres veces al día hacia el recorrido Trelew-Gaiman-Dolavon.
Me había enseñado los gajes de ese oficio de mercader, el buen trato que merecían los clientes y -en especial- darle buen uso a la escasa propina que recibía al hacer llegar un recado, o al entregar un diario o una encomienda.
Habíamos compartido también las largas horas de frío invernal tratando de solucionar alguna avería del vehículo ya gastado, que era su herramienta de trabajo; o cambiando una cubierta deshecha por las irregularidades de un camino pedregoso.
Pero, ahora era necesaria mi presencia allí, ayudando a mi madre que se repartía entre las tareas domésticas y la atención del almacén que era también verdulería.
Con la posibilidad de alquilar ese salón y convertirse en comerciantes, habían recuperado la esperanza de un futuro más próspero; y yo me sentía feliz de ayudarlos en mis horas libres, que eran muchas. Mis tareas en la escuela no me insumían demasiado tiempo y la colaboración era, en definitiva, una prioridad.

Con los años adquirí el mismo porte de mi padre. Heredé de él sus ojos claros y la miopía; su delgadez y la curvatura de la espalda, las manos de dedos largos y de huesos promisorios; e imité el bigote que él usaba por opción y yo por necesidad. Él llevaba grabado en el rostro los rasgos eslavos, en la voz el timbre suave y grave, difícil de elevar; en su andar el paso lento y acompasado. En su sien la amplitud de los hombres que albergan la inteligencia que las naturaleza les asignó, y la que los años le sumaron.
Yo admiraba a mi padre; su tenacidad y la vida sacrificada que le había tocado afrontar. Aún no comprendía sus debilidades, su carácter demasiado lábil ante el impetuoso de mi madre, su temperamento apacible, su vocación de callar antes de irrumpir en discusiones innecesarias o en altercados que siempre conducían a reproches por algún hábito mal visto, que en definitiva no era más que el gusto que podía darse el fin de semana, en el único bar del pueblo, con unos cuántos amigos que como él, añoraban la tierra lejana.

El almacén era el orgullo familiar. Mis hermanos pasaban por allí y apenas se atrevían a entrar. No había que dispersar a quienes trabajábamos y menos aún interrumpir la atención de algún cliente, o ensuciar con el barro de los zapatos el piso siempre encerado. Yo lo recuerdo como el mejor mercado de Trelew. Estaba en la calle principal, a mitad de cuadra. Tenía una puerta de doble hoja, con postigos de madera que se colocaban cada noche y se ajustaban por dentro con una gruesa traba. El techo de chapa era lo suficientemente alto como para mantener fresco el ambiente durante todo el verano. En el exterior, la vereda de adoquín marcaba el límite con una casa de fotografías de un lado, un consultorio odontológico del otro y en el frente estaban las instalaciones de Transportes Patagónicos.

Y la marquesina, adosada justo arriba de la entrada y pintada con los colores verde y negro, con orgullo exhibía “Almacén y Verdulería “La Nueva Polonia” de Adam Starzak”.


Olga Starzak




N. de la A. : "El almacén" es producto de uno de los tantos relatos que mi padre, Eduardo Starzak, me contara a lo largo de su vida, con la emoción de quien bucea en aguas cálidas y profundas.







4 comentarios:

Jorge Gabriel dijo...

Por consejo de mi hermano Gerardo de Camarones, ingresé en Literasur enseguida encontré apellidos conocidos, Ferrari, si, es mi amigo y luego Starzak, me suena,Olga?... no no la conozco. Ahora si, por la belleza de su literatura, y seguro, prima de Marina la espos de Starzak y de Totona su hermanita, hijas de mi amigo, extinto Hector Navarre de Camarones, que familia por Dios!...
Jorge Gabriel Robert. Camarones.

Olga Starzak dijo...

Sí, Jorge, así es: Marina (Gugú) es la esposa de Rodolfo (Rudy) hermano de mi padre. Y con Cristina (Totona) bella mujer si las hay, en todo el sentido de la palabra, pasaba yo mis vacaciones adolescentes en la casa de los Navarre, en ese Camarones que hasta hoy ansío.
Un abrazo para usted -que por haber nacido en el mismo momento que nuestro Gabo y ser hermano de Gerardo (con quien compartí lindísimos momentos)- merece todo mi respeto y aprecio.

Jorge Vives dijo...

Olga, si bien por lo general evitamos hacer comentarios de nuestros artículos entre los colaboradores habituales de Literasur, no quería deja pasar la oportunidad sin manifestarte lo agradable que me resultó leer “El almacén”. El relato tiene un valor doble. Por un lado, es de lectura muy amena, ya que está escrito con tu particular estilo, claro y ágil; y además se destacan retazos de gran calidez literaria, como la evocadora descripción de tu padre. Por otro lado, es un valioso testimonio que, transmitido por tu padre a través tuyo, pero recuperando los recuerdos de una generación anterior (recurso para cuyo análisis se debe recurrir a la deixis), forma parte de la historia de nuestra ciudad. Es una historia íntima, que cuando se suma a otras forma la historia pública. No tengas dudas que espero leer, ojala que pronto, más de estos recuerdos; para disfrutarlos tanto como éste.

Olga Starzak dijo...

Gracias Jorge! En verdad ha sido un placer para mí escribir la historia del almacen de mis abuelos; mucho más escucharla de la cálida voz de mi padre y su ferviente relato.
Mis cariños