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miércoles, 17 de junio de 2009

LA NOTA DE HOY




Descripción de un otoño patagónico



Por Olga Starzak



La lancha que acababa de zarpar de Puerto Chucao nos iba, poco a poco, internando en ese apasionante lugar de la cordillera patagónica donde haríamos una caminata por la selva valdiviana, en procura de conocer el alerzal milenario, propiedad del Parque Nacional. El agua del lago, insondable e impetuosa, delataba la brisa propia de la época en que estábamos. Durante el transcurso de la navegación ascendimos a la cubierta y pronto decidimos regresar: el aire frío se alojaba en nuestro cuerpo como queriéndonos recordar la particularidad de ese clima tan propio del sur; y a la vez no dejaba de exponernos el azul intenso y puro de esas aguas. Llegamos al puerto poco después del mediodía y para nuestra sorpresa, en ese sitio, la calidez era sumamente envolvente.

Iniciamos la marcha a paso lento, mientras escuchábamos al guía de la excursión.

Poco después quedé abstraída por el paisaje y sólo mi cuerpo permaneció con los compañeros de viaje.

Elevé innumerables veces mis ojos al cielo, tratando inútilmente de encontrarme con ese firmamento que completaba el cuadro que tenía ante mí. Pocas veces el bosque me permitió verlo, pero cuando pude observé la bóveda celeste velada por tenues nubes, algunas muy bajas. Sentí la alegría de quien, aún inmerso en la estrechez de la selva, recibe la claridad de una atmósfera colmada de pureza.

El sendero que debía transitar era de una tierra negra, muy volátil y maderada; al apoyar cada pie sobre ella podía intuir su oquedad, producto del aire que se entremezcla en capas más o menos profundas. Cientos y cientos de árboles, después de haber cumplido su misión, o ateridos por circunstancias naturales, descansaban en ese suelo fértil.

Todo mi ser ahora formaba parte de esos colihues, de sus cañas que al tocarlas desde mi altura podía ver cómo se movían allá en lo alto queriendo penetrar en el aire; de esos alerces de troncos rugosos, de esmeriladas cortezas. En ellos apoyé ambas manos y quedé sorprendida por la temperatura cálida de su superficie; superficie de una textura tan irregular como única. Sus copas, de alturas inimaginables, mostraban el poderío de una naturaleza privilegiada. A cada momento, los arrayanes con sus troncos desnudos, con el color canela que los identifica, denunciaban la impertinencia de sus ramas: caprichosas, osadas, ocupando el espacio a su antojo. De esos troncos casi aterciopelados, se elevan audaces las copas de hojas tan verdes como firmes, ovaladas y de poca nervadura.

El verde húmedo de los helechos llamó mi atención. Crecían desde las ramas que acostadas o bajas imposibilitaban a cada momento mi paso, y me obligaban a agachar el cuerpo entre túneles naturales e inmensamente atractivos por su belleza.

A medida que avanzaba podía sentir, sin ningún esfuerzo, la muda vibración del silencio. Anegaba mis oídos y me producía una paz desmesurada; y de pronto era interrumpido por otros sonidos, el de algunas aves que al observar la visita, daban su bienvenida con un trinar agudo y rítmico, en un canto que era un canto a la naturaleza misma.

A cada paso aromas distintos me remitían a esencias conocidas, a olores cotidianos. Esas plantas me traían nostalgias; hasta entonces sólo las había visto en las hojas trituradas y acondicionadas para la venta que, a diario, consumía para preparar platos exquisitos o infusiones que degustaba con placer.

Fueron pasando las horas y yo seguía confinada en ese paisaje que cada vez resultaba más diáfano, aunque el sendero se cubriese con una alfombra de sutiles ocres, amarillos y verdes pálidos; dorados e impertinentes plateados. Y al recoger un puñado de esas hojas no podía dejar de estrecharlas en mi mano, en el afán de escuchar sus voces, de sentir el crujir armonioso que, sometido al esfuerzo, las diseminaba, volviéndolas en partículas que echaría al suelo para que se fundieran con su reino.

Pronto comencé a divisar las aguas del lago Verde, bebí de su costa ese líquido dulzón, ignoto y fresco al que se le adjudicaban poderes milagrosos.

En algún momento del trayecto pude sentarme y contemplar, desde un lugar más abierto, la cordillera plena, elevada con sus picos aún nevados y su vegetación apretada; podía imaginarla húmeda y helada. En lo alto, como tendidos en esas tierras enlomadas aparecían pequeños glaciares azulados que evocaban otros, ya conocidos y de inmensurable atracción.

Una telaraña se exhibía entre dos ramas de un colihue joven. Me pregunté qué arácnido podría sobrevivir en esa jungla apacible donde parecía difícil la presencia de criaturas agresivas. No debería ser más que alguna arañita inofensiva y, a juzgar por su obra, de muy poco tamaño.

Alguien me habló. Sentí su voz primero lejana; después más cerca.

En ese momento caí en la cuenta de que no estaba sola. Decenas de personas me acompañaban. Estábamos frente al alerce más añejo del país. Exuberante. Después de apreciar su grandeza, caminé unos pasos más y frente a mí, el Lago Cisne se mostró en todo su esplendor.

La caminata había concluido. Puerto Sagrario nos esperaba para el regreso.

El murmullo de los presentes me sacó de la obnubilación a la que estuve sometida durante más de dos horas por la magia del otoño patagónico.








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