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sábado, 29 de agosto de 2009

LA NOTA DE HOY


CULTURA BOER

Jorge Eduardo Lenard VIVES




Unos años después de la llegada de los galeses, otra vertiente colonizadora arribó al Chubut. En 1902, dieciocho colonos de origen “boer” desembarcaron en cercanías de la que luego sería la ciudad de Comodoro Rivadavia para poblar los campos aledaños. Con el correr del tiempo se sumaron muchas otras familias sudafricanas. Más allá de su significado social y político, la llegada de los “boere” (“boere” es el plural de “boer” en afrikáans) aportó una nueva vertiente cultural que enriqueció aún más el acervo patagónico. Dueños de una tradición muy particular que fusionaba elementos holandeses, franceses, alemanes y británicos, madurada en el ambiente exótico de África del Sur donde tuvo contacto con las costumbres de poblaciones vernáculas como los hotentotes y los zulúes, los “boere” enfrentaron en el sur argentino un ambiente geográfico particular que, actuando como un catalizador, produjo una nueva síntesis. La historia de este pueblo, previo a su desembarco en las costas comodorenses, es un ejemplo de templanza. La colonia que Holanda funda en Sudáfrica en 1652 recibió aportes de inmigrantes de ese país, pero también alemanes; y, después de las guerras religiosas en Europa, de franceses hugonotes. Luego se incorporaron británicos de las diversas naciones; aunque con Inglaterra la relación fue conflictiva.
El Reino Unido ambicionaba explotar las riquezas del sur africano; finalmente en 1814, tras varios intentos, llega a un acuerdo con Holanda y se hace cargo de la Colonia del Cabo, a partir de donde inician su avance hacia el resto de los territorios sudafricanos.
La situación no convenció a los pobladores originales, los “boere”, “campesinos” en idioma holandés, que iniciaron una “larga marcha” (la “groot trek”, una gesta de rasgos épicos) para establecerse lejos del dominio inglés. Crean así tres estados, el Transvaal, Orange y Natal (aunque este último se mantiene independiente por breve tiempo), que mantienen relaciones hostiles con los británicos de El Cabo.
Se enfrentan en dos guerras. La segunda, entre 1899 a 1902, culminó con el predominio inglés; lo que motivó la emigración de muchos boere que no quisieron aceptar esa circunstancia. Y así arriban a la Patagonia. Las principales características de la cultura boer son la práctica de la religión protestante (encuadrada en dos denominaciones, la “Iglesia Reformada” y la “Iglesia Holandesa Reformada”) y la presencia de un idioma propio, el “afrikáans”. Otro contenido cultural es su tradición culinaria, representada por comidas tales como el “melktert”, las “koeksisters”, la carne a la olla con verduras, el arroz con pasas de uva, aderezos como curry, cúrcuma, jengibre; los “tameleikie” (caramelos de leche), las “beskeid” (galleta con pasas de uva), las “frecadele” (albóndigas), las “koeksusters” (masitas fritas). Pero tal vez la característica sobresaliente no sea material sino espiritual: en ese sentido, el principal rasgo cultural de los boere es su espíritu de sacrificio, forjado en el “karoo” sudafricano, que les permitió adaptarse a la meseta patagónica. Las tradiciones del pueblo boer perduran desde hace más de un siglo sin perder identidad; lo que habla a las claras de su fortaleza intrínseca. Un ejemplo de ello es la realización anual de los “Boere sports”, manifestación de la simbiosis entre la cultura boer original y las vivencias en la nueva tierra, desarrollados sin interrupciones desde su llegada a la Patagonia. Consiste en competencias deportivas, pedestres y a caballo, a las que se suma una gran actividad social. También constituye una muestra de su tradición cultural la “Asociación Cristiana de Mujeres”; una institución aglutinante en los momentos iniciales de la colonización, que aun funciona.
Esta cultura dejó en la Patagonia una huella clara y permanente. Sin embargo, no existen muchas creaciones literarias que traten sobre la colonización boer. Una de las obras más importantes referidas al tema, es “En la tierra del viento” de Liliana Esther Peralta y María Laura Morón. También hay algunos artículos como el de Ramón Gorraiz Beloqui, “Fundación de la colonia bóer de Escalante”, en Argentina Austral; o “La inmigración boer en la Patagonia” de Mario Raúl Chingotto, en el Boletín del Centro Naval.
Otro antecedente valioso es la conferencia que en idioma afrikáans pronunció en Sudáfrica la Sra Rufina de Bruyn de Rabelink en el año 2008, titulada “Herinneringen aan Patagonia” (“Recordando la Patagonia”).
Pero la presencia de los “boere” en el Chubut aún no ha sido rescatada del todo por la literatura ni la historia regional. Sin dudas, esa es una deuda que se tiene con este pueblo esforzado y luchador, que tanto hizo por el poblamiento de la Patagonia.




Nota: el autor agradece a la Sra Juana Cornelia de Bruyn, descendiente de colonos “boere” que mantiene vigente el recuerdo de sus antepasados, la valiosa y abundante información brindada para redactar este artículo.




miércoles, 26 de agosto de 2009

EL CUENTO DE HOY




SOMBRAS


por Enrique Martínez Llenás



El sol, nuevamente herido de muerte, se ocultaba avergonzado bajo el horizonte, tiñendo de rojo el cielo con su sangre. No muy lejos la luna, todavía pálida y desdibujada, comenzaba su periplo habitual, acompañada por un viento brusco, seco y arrogante, que hacía crujir las coyunturas de la vieja casa de madera dentro de la cual ella, sentada en la penumbra del ocaso, miraba sin ver la botella de ginebra que descansaba sobre la rayada y vetusta mesa de madera del comedor.
De pronto se inquietó, y miró rápidamente hacia los lados. «Otra vez», pensó, sin poder saber con certeza si la sombra era real o un producto de su imaginación, desbordada por la soledad y el hastío desde la reciente muerte de él. Si, de él, que la había dejado huérfana de compañía para siempre, huyendo de la vida como el cobarde que siempre había sido; eso si, muy macho para pegarle a ella, para insultarla y basurearla sin piedad durante muchos y olvidables años. Y sin embargo, aún con remordimiento por su alegría ante la muerte de él, ella sabía que lo necesitaba, que nada volvería a ser lo mismo.
Se interrumpió nuevamente; el veloz y casi imperceptible movimiento a su alrededor la sacó de sus negros pensamientos por segunda vez. Había comenzado a aparecer, creía sin seguridad, a los pocos días de la muerte de él cuando, ya sola, volvió a la casa después de pasar una semana en el hospital acompañándolo en su agonía, desgarrada por la culpa ante lo que había hecho. Claro que fue a petición de él, pero eso no la absolvía; podía haberse negado escudándose en los consejos del médico, que le había prohibido terminantemente el alcohol. Pero fue débil, o cómplice, según como se lo quiera ver.
«Andá al mercado y traeme dos botellas de ginebra de la que me gusta. Estoy harto de ésta vida de parásito. Si me revientan las tripas, mejor. No aguanto más», le había dicho. Ella, mansa, las compró y se las trajo. No llegó a tomar más que la primera, porque en menos de media hora el terrible vómito de sangre lo arrojó al suelo hecho un guiñapo gimoteante, y ya nunca despertó; pasó una semana en coma en el hospital hasta que se fue.
La sombra apareció de a poco, como su culpa, haciendo crujir las tablas del piso de madera justo por debajo de donde se había filtrado la sangre de él. Luego comenzaron los ruidos de arañazos en los tabiques del baño y la cocina. Más tarde la vio correr apresurada y furtiva, para esconderse cuando ella abría la puerta, al volver del mercado o de la panadería. No lograba definirla con nitidez: era como una idea fugaz, como un pensamiento indefinido que quiere brotar y no puede. Hasta llegó a fingirse dormida para tentarla a salir, pero la muy astuta no se dejó engañar: se presentó sólo cuando ella se despertó por la mañana, en el momento de emerger de la bruma de las pesadillas, y se le escapó, como siempre. Y así día tras día de jugar a las escondidas y de sufrir por la ausencia de quien creía odiar.
Tomó la botella de ginebra que aún quedaba y la destapó. No pensaba beberla, el olor la asqueaba y le traía malos recuerdos y remordimientos. «Cómo pudiste matarte con ésta porquería, estúpido», pensó, en la penumbra de la sala, mientras se levantaba y, lentamente, con circunspección y casi devoción, comenzaba a mojar con la bebida las desteñidas cortinas, la tela raída del único sillón que tenía, sus propias ropas y, por fin, las tablas de donde había brotado ella, la mala sombra que la acompañaba y torturaba con su silencio en los inútiles días pasados desde la muerte de él.
Después, encendió por fin el fósforo y lentamente lo acercó al charco sobre las tablas del piso.




viernes, 21 de agosto de 2009

LOS POEMAS DE HOY

Dos poemas de Sandra Pien*





LAGO ARGENTINO


Todavía extraños
avanzamos cautelosos

el viento se escurre

en el horizonte

la pausa del silencio

es tan distinta.

Las matas del fruto elegido

el calafate humilde

detienen el camino sin fin.

Aún somos dos

y la fábula amenaza

con el atardecer

montañas añorantes del cielo.

Paso a paso

siento fuego

en las orillas

nacimiento brillante

de la luz.

Ausente y eterna

soy

me reencuentro

con el agua









SEÑALES


Como dos sonámbulos
sin noche ni descanso

caminamos
en silencio.
La Patagonia

no acepta lo apacible

apenas es seducida

por la distancia.

Sabíamos de la antigua

deuda con la tierra

habíamos encontrado

las señales.

Recién entonces

regresamos.

Todavía sin rumbo fijo

asistimos
en la roca viva
al tenue dibujo

de la mañana.




*Escritora y periodista de la Capital Federal, que vivió en El Calafate. Basada en sus vivencias patagónicas escribió una serie de poemas, que incluyen “Lago Argentino” y “Señales”, reunidos en su libro “Rumbo Sur”. Literasur publicó anteriormente sus poemas “Sin rastro de sal”, “Bosque de lengas”.y “Río Pinturas”.







lunes, 17 de agosto de 2009

EL CUENTO DE HOY


TRISTE ESPERA

Por Juan Bessonart


Lloraba. Su estómago no paraba de quejarse. Pina tenía hambre. La única ración de comida se había quemado mientras la recalentaba. Tendría que esperar al otro día.
Lloraba. Se enroscó sobre la almohada otra vez. Quiso seguir soñando.
Había sido un día agotador. Muy temprano caminó los cuatro kilómetros desde su casa al hospital. Llegó justo a horario. Tenía turno a las ocho con el médico.
No fue tan simple como esperaba. Un cambio de último momento impidió que le hagan la ecografía. No entendió si el médico estaba enfermo o el aparato estaba roto. Tampoco supo, ni pudo; ni quiso preguntar.

¿Para qué? ¿Acaso cambiaría algo? Estaba acostumbrada a ilusiones efímeras.
Se consoló pensando que un día, al fin, conocería el sexo de su hijo. ¡Que sea varón carajo! gritó. Tendría que esperar.
Estaba sola en todo esto. Estaba sola en la vida.
Se preguntó si su mamá también habría deseado un varón. Sintió culpa por haber forjado el destino de esa mujer.
Pina nunca conoció a su padre. Sin embargo conoció a muchos amantes de su madre. Desde muy chica. De algunos quisiera olvidarse para siempre, pero no podrá hacerlo jamás.
Lloraba. Caminaba bajando la pendiente; con la espalda arqueada buscaba el equilibrio. Le costaba mucho adaptarse a ese cuerpo de mujer. La panza la empujaba hacia delante.
Tal vez Lucas, su novio, se arrepienta. Tal vez cambie de idea y regrese. Cuando lo conoció se dio cuenta de que lo amaría toda la vida. Lo supo cuando la ayudó a escaparse de la casa. Lo supo desde que la poseyó por amor y no por dinero, como los amantes a su madre.
Quién sabe por qué se puso así cuando se enteró de la noticia. Nunca antes le había gritado. Nunca antes le había pegado.
Lloraba. Tuvo que detener su paso. La panza se hizo piedra. Tomó aire, se sentó en el tronco de un árbol caído. Eran casi las doce, tenía hambre y volvía con el alma triste y angustiada. Le hubiera gustado preguntar detalles, le hubiera gustado quejarse de algún modo, le hubiera gustado poder gritarle a alguien.

¡Nadie entendía lo que le pasaba! En ese lugar tan frío le respondieron simplemente: vuelva mañana.
Llegó a su casa. Panchi, alegre movió la cola al recibirla, se tiró al piso y se hizo pis.
Pina sintió el amor que le ofrecía, la acarició y juntas entraron a la casa.
Tenía más hambre cada vez. Por suerte quedaba algo del guiso de la noche. Era poco. Encendió la hornalla y lo puso a calentar. Panchi comprendió y no le pidió nada. Se tiró en el piso con la cola entre las patas.
Pina se recostó en la cama, se abrazo a la almohada. Cerró los ojos, estaba agotada.
La sorprendió el ruido de la puerta al abrirse bruscamente. Asustada se levantó y no pudo creer lo que veía.
Lloraba, el llanto le empañaba la visión. Todo había tomado otro color, más brillo, más nitidez. ¿Sería esto la felicidad?
Lucas la miraba, no sabía qué decirle; no podía hablar. Por un momento no supo si venía a perdonarla, o solo a saludarla por su cumpleaños. Había cumplido catorce el día anterior.
No necesitó decirle nada, ella entendió cuando dio un paso y la abrazó, después un beso secó las lágrimas hasta arrancarle una sonrisa. Hicieron el amor. Se quedaron acostados hablando un largo rato.
Coincidieron con un nombre, un nombre de mujer.
De repente todo se volvió borroso. Había humo, mucho humo, mucho olor.
Pina se despertó sobresaltada.
Lloraba. Su estómago no paraba de quejarse. Pina tenía hambre. La única ración de comida se había quemado mientras la recalentaba. Tendría que esperar al otro día.
Lloraba. Se enroscó sobre la almohada otra vez. Quiso seguir soñando.



Bajo el lema "¿Borrón y cuento nuevo?" El Hospital de Puerto Madryn llevó a cabo, durante el mes de marzo ppdo., un concurso literario donde invito a su personal a expresarse a través de las palabras, con el fin de rescatar y trasmitir sus deseos, fantasías, recuerdos o vivencias como trabajadores de ese nosocomio.
Juan Bessonart, médico pediatra de ese Hospital, obtuvo el primer premio con su cuento “Triste Espera”. Cabe destacar que Juan es alumno del Taller de Iniciación y Creación Literaria coordinado por Olga Starzak y auspiciado por Literasur.




viernes, 14 de agosto de 2009

LA NOTA DE HOY





Historia de la comunicación. El Alfabeto.

Por Kayra Wicz


El alfabeto es un sistema de escritura que representa cada fonema de una lengua por medio de un signo discreto y diferenciado. La palabra 'Alfabeto' es de origen griego, formada a partir del nombre de las dos primeras letras de su abecedario: ALPHA y BETA.

La invención de la escritura se debe a los sumerios, quienes en el tercer milenio antes de Cristo pasaron de la primera etapa pictográfica e ideográfica (dibujos sobre seres y cosas) a un sistema de signos verticales y oblicuos, impresos sobre arcilla. Para grabar sobre las tablas de arcilla, los sumerios utilizaban un estilo de caña, especie de punzón, que al imprimirse dibujaba signos con la apariencia de cuñas (del latín cuneus, “clavo”), de ahí el nombre de cuneiforme, con el que se lo conoce.
Los egipcios desde el año 3000 a.C. poseyeron escritura,”el jeroglífico”; palabra de origen griego que significa “complicada escritura sagrada utilizada en textos oficiales, religiosos y manifestaciones artísticas”. Si bien tuvieron una avanzada cultura, no inventaron un alfabeto de caracteres independientes, debido en parte a que consideraban sagrada la escritura jeroglífica.

Egipto tuvo tres tipos de escritura: la jeroglífica, la hierática (usada por los sacerdotes) y la demótica, empleada para usos más sencillos y cotidianos. La hierática fue una escritura adoptada por varios pueblos de las culturas mediterráneas, que le fueron sacando todo lo que tenía de pictográfica e ideográfica, hasta convertirla en un sistema de sonidos puros.
Fue el pueblo fenicio el primero en modificar la escritura jeroglífica. Sin duda su mayor legado fue la invención del alfabeto. Los pueblos de la antigüedad utilizaban la escritura para fines religiosos y administrativos, a la cual sólo accedían escribas y sacerdotes.

Los fenicios en cambio, la necesitaron para fines comerciales, entonces procuraron simplificarla. Inventaron así, 22 signos, que representaban otros tantos sonidos que al combinarse formaban palabras. No poseía vocales, era netamente consonántico y se escribía de derecha a izquierda.
Ciertas leyendas suponen que fue Cadmo, personaje entre histórico y legendario, hijo del rey Agenor de Fenicia, quien introdujo el alfabeto en Grecia, hacia los siglos IX y VIII a.C., con el objeto de difundir la cultura y el progreso.

En 1822 el arqueólogo francés Jean Françoise Champollion, logró la interpretación de la impenetrable escritura jeroglífica, a través de la llamada piedra Roseta, en la que figuraba un texto repetido en caracteres jeroglíficos, demóticos y griegos. Y así se abrieron las puertas de la epistemología para esta cultura.
El alfabeto comenzó a difundirse alrededor del año 1600 a.C.; y dada la practicidad fue adoptado por otros pueblos rápidamente. En la medida que la escritura es tecnología, no es de extrañar que esta eficaz herramienta, sea necesariamente producto del primer imperio histórico de dominio geográfico, vía el macedónico Alejandro Magno (alrededor del 300 a.C.). De los griegos pasó a manos de los romanos, sentando estas dos culturas las bases del pensamiento occidental.

En sus orígenes, es decir la etapa anterior a la representación del fonema por un signo, hay denominadores comunes tanto en la Mesopotamia, China o América Central: el pictograma, el contexto urbano, las funciones de estado. Fue mucho más tarde que el sistema reemplazó la tradición oral, como transmisión de costumbres, artes, y pensamientos.

Cuando Colón llegó a América en 1492, el idioma español ya se encontraba consolidado. En este nuevo mundo se inició otro proceso, el del afianzamiento de esta lengua, llamado hispanización. La América prehispánica se presentaba como un conglomerado de pueblos y lenguas diferentes, en etapa pictográfica, que se articuló políticamente como parte del imperio español y bajo el alero de una lengua común. La iglesia y sus misiones fueron uno de los troncos principales del desarrollo del idioma.


Los soportes de la escritura, el mecanismo mental por el cual una persona interpreta lo escrito; la definición de los idiomas; la trayectoria del texto hasta llegar a lo correcto e incorrecto; el nacimiento de la gramática, semántica, y ortografía; la adaptación humana: mano, ojos, trazo, memoria; todas las relaciones que el hombre ha creado, ya sean materiales o espirituales. Todo cambio en Fenicia para siempre. Y lo más importante es, que en esta forma de plasmar el mundo y su historia, sin importar la distancia y el lugar, sentir que, mientras haya una palabra escrita esperándonos, jamás estaremos solos.













viernes, 7 de agosto de 2009

LA NOTA DE HOY


EL ÚLTIMO GUARDAHILOS
Por Jorge Gabriel Robert


Desde este edificio construido especialmente para sede de Correos y Telégrafos, se escucharon los últimos estertores del manipulador alfabeto Morse, desarrollado por Alfredo Vail mientras colaboraba en l835 con Samuel Morse en la invención del telégrafo eléctrico. Las telecomunicaciones comienzan en la primera mitad del siglo XIX con el telégrafo eléctrico, que permitió el enviar mensajes cuyo contenido eran letras y números. Mas tarde se desarrolló el teléfono, con el que fue posible comunicarse utilizando la voz y posteriormente, la revolución de la comunicación inalámbrica: las ondas de radio.

La palabra "tele" que significa “lejos”, “distancia”, junta con “comunicación”, nos muestran el avance sobre un pasado no muy lejano; cuando esas distancias se cubrían a caballo. Las telecomunicaciones en lo físico, estaban formadas por postes altos, aisladores y alambre, “hilos” que era necesario mantener, cuidar. Ahora me pregunto: ¿dónde quedó el “último guardahilos?” La multiplicidad de sus funciones fueron poco conocidas y comprendidas a través de los años en que a lomo de su fiel parejero recorría los campos lisos, hondonadas, montes y cuchillas por donde el telégrafo, generalmente con postes de quebracho y alambre de 8 mm. extendía sus cuatro líneas sujeta a la topografía del terreno, abarcando zonas bajas donde el invierno acumulaba nieve que era necesario despejar con precarias herramientas que soportara el caballo, arreglar el desperfecto y así continuar la comunicación entre los pueblos. El guardahilos, múltiple funcionario mezcla de gaucho samaritano, amado por los puesteros que con sus familias, vivían pendientes de su paso circunstancial, de su asistencia, de sus encargos, de su altruismo.
Al regresar a su punto de partida, una vez reparado el inconveniente en la línea telegráfica el guardahilos, luego de atender su cabalgadura, saludar su familia que con ansias esperaba su regreso, acudía a la oficina donde el jefe lo esperaba no con un premio a su esfuerzo de muchos días sino con la correspondencia que por ausencia del mensajero, debía repartir y luego seguir practicando con el manipulador por si era necesario atender los mensajes del Morse. ¿Dónde estás, guardahilos gaucho? ¿Qué misterio de la mente humana avasalló tu oficio?...
Ya no se oye el relincho de tu pingo, los ganchos de escalar postes se herrumbran en un galpón entre telarañas y tu compañero el perrito que trotó tantas leguas bajo tu estribo, descansa sobre un apero sin dueño. El benteveo cierra su pico. Contiene su canto esperando tu paso, desde su altar, UN POSTE DE TELEGRAFO.








lunes, 3 de agosto de 2009

EL CUENTO DE HOY



EL SIGILO DEL MAESTRO


Por Alejandro Javier Panizzi*



Hasta donde se sabe, la primera noticia de cierto suceso fue proporcionada o concebida por el abogado Julián Ripa.

Mucho antes de convertirse en escritor, fue incapaz de declinar su vocación docente y la ejerció en la Escuela rural con internado N° 15 de la Colonia Pastoril Cushamen, en la Provincia del Chubut, entre los años 1936 y 1943.

En su libro “Recuerdos de un maestro patagónico”, el doctor Ripa evoca, de modo idealizado, su peripecia en una mísera comunidad indígena, en el corazón de la meseta patagónica, y sus crónicas pertenecen a un ambiguo género entre la literatura y la historia o la geografía.

Allí, anotó cómo se las arreglaba, en ese caserío atormentado por la escasez, el viento terroso y el frío, para enfrentar las penurias que se habían situado delante de sus ojos y llevar alimento a aquellas mesas rústicas, para medio centenar de niños, sin recursos de ninguna clase.

Sobre Cushamen, un terreno yermo, raso y desabrigado, de viento implacable, en donde el tiempo ha dejado de existir, Ripa describió la suerte, más o menos adversa, de los primeros estudiantes de la escuela: Valeriano, Rosita, Josefina, Casimiro, Victoriano, Leocadio, María Rosa...

Hasta que se atrevió a escribirla –y lo hizo con minuciosidad–, negó la realidad de una historia extraordinaria o terrible. Fuera de esta única alusión, la mantuvo cuidadosamente reservada y oculta.

No obstante esa precaución, no logró evitar que el misterio se hiciera público.

Ocurrió durante una gélida madrugada de 1943, su último año como maestro rural. Los varones de la escuela, aterrorizados, lo despertaron porque en el aula empleada como dormitorio había un diablo, que se les arrimaba, se trepaba a los bancos y se colgaba de los tirantes del techo. La descripción que de él hicieron los escolares se detiene en los detalles más pequeños, incluso en los gestos y en el color de los ojos. Era un demonio ágil, menudo y brillante como el fuego.

La crónica del docente describe el enorme esfuerzo con el que, sin éxito, procuró convencer a sus estudiantes, linterna en mano, de que no había tal diablo, que era una mera superstición y que sólo existía en las leyendas de los antiguos araucanos.

El alboroto de los varones hizo despertar a las niñas. María Rosa le pidió a gritos al maestro que creyera en lo que, con unanimidad, clamaban las voces lastimosas de esa veintena de chicos, requiriendo protección, estremecidos por el demonio.

La partida de Ripa del paisaje disperso de Cushamen se atribuyó a la decisión de iniciar su carrera de abogado. Aunque no es difícil conjeturar que el repentino cambio fue orientado por aquel suceso, cuya ocurrencia prosiguió asignando a la imaginación de sus discípulos, hasta el fin de sus días.

La mayoría de esos niños y niñas pasaron toda su vida en Cushamen y adquirieron allí una buena educación en trabajos rurales, a pesar de que muchos de ellos vivirían después de sueldos públicos.

Hasta la llegada de otro director, los Calfuquir, Valeriano y Leocadio, luego de la partida de Ripa de la aldea, a duras penas, se hicieron cargo del grupo. Leocadio –cuya fama de invencible domador de caballos se extendió por toda la Patagonia– no se marchó, sino hasta poco después de la muerte de su hermano mayor.

María Rosa, con el tiempo, contrajo la capacidad de invocar al dueño de la tierra y de los hombres y se le atribuían destrezas extrañas a la razón.

Desde chicos, los Calfuquir, fueron diestros en las faenas de campo tradicionales. Para ganarse la vida, recorrían la meseta y el sur de la provincia participado de festivales de jineteada acá y allá y con frecuencia, practicaban la esquila de ovejas.

Una madrugada de otoño, Leocadio soñó, con vigor, que estaba obligado a huir, pero sus piernas no podían moverse. Despertó apenas. Sintió que no contaba con la lucidez suficiente como para reconocer la diferencia entre el ensueño y la vigilia. Pero sí bastante como para concebir la esperanza de algún vestigio, un rasgo inmaterial que le permitiera interrumpir ese entresueño.

Con esa inteligencia precaria, supuso que otros ojos lo veían, que atraían la tenue luz de la luna reflejada en su cara. Se sintió observado y reconocido. Oyó una respiración y por fin, unos pasos que se alejaron. Quiso abrir los párpados y acabar con esa ardua representación. Poco a poco fue recobrando la conciencia. Al fin, la opresión del corazón y la dificultad de inhalar y exhalar el oxígeno de sus pulmones lo obligaron a despertar por completo.

Pudo levantarse y fue hasta la pieza de Valeriano. Lo halló enfermo, duro como un vidrio y con los ojos abiertos mirando a la nada. En todo su recorrido creyó sentir el vaporoso calor de una presencia próxima.

A la mañana siguiente, María Rosa anunció al poblado que el demonio y su sombra habían visitado una vez más a los Calfuquir.

Durante los días sucesivos, Leocadio se negó a encontrar explicación a la dolencia de su hermano, que siempre tuvo, igual que él, una salud infranqueable a los deterioros.

Valeriano empeoraba. Comenzaron a petrificarse su piel y sus huesos y después, sus órganos. Nadie supuso que su muerte fue provocada sólo por una grave enfermedad.

Para entonces, también comenzaron a percibirse ruidos inexplicables y otros fenómenos físicos en las casas de adobe. Estos hechos y la revelación de María Rosa excitaron las inquietudes de todos.

Tres días después del funeral de Valeriano, promovido por aquella sublevación colectiva de los ánimos, el cura de la localidad de El Maitén, distante de Cushamen, apenas a un viaje de ambulancia, compareció inopinadamente para hacerse cargo del asunto y desbaratar las supersticiones autóctonas.

Horas antes del arribo del sacerdote a la aldea, en una infeliz jineteada, Leocadio se animó con un potro invicto de Sarmiento, bautizado Conmigonó, como para tornar ociosa toda explicación. Un jinete imbatible montaría un caballo indomable.

De un corcovo irreal, el potro frustró la exhibición de la destreza del jinete y le hizo perder, por completo, el movimiento de sus piernas. Lo llevaron al hospital de Esquel, donde sólo permaneció internado unos pocos días.

El cura era un hombre viejo, proveniente de Italia, rudo y de ingenio perspicaz, que abominaba de los indígenas, en especial, de los antiguos mapuches y tehuelches, a quienes acusaba de idólatras y politeístas.

Todos, de inmediato, lo ungieron como exorcista, como representante de la comunidad y enemigo legítimo contra el espíritu maligno. El sacerdote no contradijo esa investidura.

No esperó al domingo sino que dispuso que esa tarde se efectuara la misa contra el ángel de la perversión. Mientras una camioneta trasladaba a Calfuquir a la ciudad, se hacían los aprestos para la ceremonia.

En Esquel, Leocadio compartía la sala con dos hombres, un joven albañil que se recobraba de una cirugía del apéndice y un policía que había recibido un disparo accidental en el abdomen, al que los médicos no se animaban a operar. A poco del arribo de Calfuquir, el policía, como se esperaba, falleció.

Esa noche el albañil abandonó a toda prisa su convalecencia pidiendo auxilio. Dijo que Leocadio hablaba con la voz del policía muerto. Aunque nadie se lo tomó con seriedad el joven no permitió que lo reinstalaran en la misma sala que Leocadio.

A partir de ese incidente, se lo culpaba de generar la sospecha de algo peligroso, de un daño muy próximo.

En el hospital no se atrevían a mirarlo a los ojos por temor a que leyera en ellos lo que pensaban.

Más allá de esas desmedidas valoraciones, lo cierto es que Leocadio no presentaba mejoría alguna y los médicos habían resuelto trasladarlo a otra ciudad para someterlo a una cirugía. O para deshacerse de él.

Como no había capilla, el cura llevó el conjuro a cabo en el aula de la Escuela N° 15. El anciano esperó el silencio perfecto y luego de persignarse fue directo al grano.

–Mi misión en la Tierra es evitar que los espíritus inicuos dominen este mundo. El mismo Satanás y los sirvientes que se le unieron en su rebelión contra Dios pueden convertirse en personas reales. Seamos fuertes y enteros contra las maquinaciones del Diablo. ¡No nos dejemos dominar ni abatir! Me pongo al frente de esta guerra que no es contra hombres, sino contra el amo de la oscuridad, contra las fuerzas espirituales malvadas, enemigas de la humanidad y del Altísimo. ¡Fuera de este pueblo, Satanás!

Al día siguiente, el cura murió. Lo encontraron muy temprano, frente a la escuela, en un canal de agua seco, que un par de décadas atrás Ripa y sus alumnos habían desviado del arroyo Cushamen, con picos y palas.

Tenía un corte en todo el borde del cuero cabelludo desde una sien hasta la otra, y pasaba por sobre las orejas y la base de la nuca. Le habían levantado la coronilla y le taparon la cara con ella. En la parte interna de la piel que cubría el cráneo, habían colocado los ojos en el lugar de las órbitas de donde fueron extirpados.

La mañana de ese mismo día, Conmigonó murió indómito y llevaron su cuerpo al predio de jineteada Sarmiento, en el que fue sepultado con honores.

El hecho de que Leocadio estuviera en Esquel en ese momento constituía una coartada irrefutable de ambos sucesos, pero no una buena excusa.

La séptima noche de su internación, Leocadio recuperó la movilidad sin esperar la opinión ni el alta de los médicos y regresó por sus propios medios a Cushamen.

El pueblo se atestó de policías, quienes a pesar de su excesiva cantidad, la agitación y la dedicación empeñosa, no lograron conquistar ninguna pista del homicidio del sacerdote, ni comprenderlo, ni explicarlo. El mero transcurso del tiempo y el fracaso de la pesquisa consagraron al asunto como irresuelto, hasta que, con la aprobación de la comunidad, se disipó.

Leocadio Calfuquir carecía de toda inclinación pecaminosa, pero, además del don de la curación propia, era capaz de imitar la voz de los muertos. Según dicen, hasta de hablar con ellos. Todavía doma caballos en el campo de Malerba, en Buen Pasto. No lejos de donde enterraron al tenaz potro que lo dejó tullido por una semana.

Oficialmente, aquellos eventos carecen de realidad y sólo consisten en la imaginación de mapuches tardíos.

Acaso para eludir la tragedia universal de los hombres y de su historia, no hay persona en Cushamen que se atreva a admitirlo, pero saben que existe un diablo brillante o invisible en la meseta patagónica.

Todos conocen que hubo un secreto, pero nadie, que hubo dos. O casi nadie.

Julián Ripa lo sabía.



*El autor es nacido en Lomas de Zamora (Prov. de Buenos Aires) y está radicado hace años en la Patagonia. Además de escritor, es Ministro del Superior Tribunal de Justicia de la Provincia del Chubut.