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viernes, 9 de octubre de 2009

LA NOTA DE HOY



UN GAUCHO PATAGÓNICO EN LOS TIEMPOS DEL FORD T

Por Jorge Gabriel Robert

El Ford T modelo 21 zigzagueaba por la actual ruta 1 con destino a Camarones. Por el costado izquierdo, las Islas Blancas bordeadas de espumante blanco sus riberas, muestran las primeras aves migratorias marinas, en una algarabía de gritos, intercambiando picotones a diestra y siniestra con las amas de casa, las gaviotas. Buscan un lugar para su nido y sus pichones.

En la costa, las aves más pequeñas, pájaros de tierra llegados de un largo viaje; el chorlo, la corralera, preparan sus nidos en la parte alta donde el color de sus huevitos se confunde con el fino canto rodado, haciéndose invisible para el hombre y quizás otros predadores que gustan ese manjar. Sin embargo algunos polluelos ya han roto su casita y, confundidos en el incipiente prado verde con flores a la vera del camino, corren por el sendero sinuoso hecho por los carros de entonces. El Ford T modelo 21, detiene su marcha a cada instante, preocupado el conductor, evitando pisar alguno de los inocentes y casi invisibles nuevos habitantes que, una vez en condiciones su plumado cuerpecito, regresarán con sus progenitores a su lugar de origen.


Un sol de primavera va proyectando sombras sobre el mar que parece de aceite por la quietud, mientras se va tiñendo de azul oscuro; las aves de la Isla continúan con sus gritos, activando la pesca en el cardumen de pejerrey que se acerca. En el camino, el Ford T se ha detenido; un hombre de mal aspecto solicita ser transportado hasta el pueblo donde se ven brillar las primeras luces. A juzgar por los atuendos que lleva en su hombro, no hay duda, es un linyera.
El chofer, que no va solo, hace subir en la cajita de atrás a su compañera, su esposa que se sienta junto a sus dos hijos, una nena y un varón menor. El inoportuno personaje es invitado a subir junto al chofer, quien una vez en el poblado, se dirige a la comisaría, habla con el comisario para que esa noche hospede por ahí a su improvisado pasajero, ofreciendo a la vez algún dinero para el gasto de comida. Al día siguiente cambia un neumático pinchado, carga en el comercio un cajón de nafta (2 latas de 18 litros), con letras grabadas a fuego que dicen: MADE IN UNITED STATES OF AMERICA, algunos víveres y con su familia vuelve al hogar por el mismo camino, hacia un establecimiento ganadero que fundaron sus padres en puerto Santa Elena. Pero, ¿quién era el atribulado personaje que evitó pisar un pichón de pájaro y que en su coche, lleno de familia permitió subir a un vagabundo tan solo por tratarse de un ser humano? Era tan solo un gaucho. Un gaucho de bombacha, botas y cuchillo en la cintura, pero no hijo de aborigen y español como se solía reconocer al gaucho, sino hijo de inmigrantes franceses que llegaron muy jóvenes a Argentina y se casaron. Él era el primer hijo de seis que completaron la familia. Y además, era mi padre. Yo, el más pequeño que iba en la cajita del Ford T con mamá y hermanita.


El regreso no es igual porque debe cortar campo, o campo traviesa lejos de la ribera, donde pululan los pichones de aquellas pequeñas aves migratorias a que aludimos y que arrastran sus alitas contra el piso en actitud amenazante, enfrentando esa mole ruidosa que para ellas sería el Ford T mod. 21, con su poderoso motor.
En la estancia, varios vecinos festejan alborozados la llegada del único vehículo a motor que les ayudará a distribuir rollos de alambre, entre los campos recién poblados y en plena colonización.
El cuidado de hacienda lanar en campo abierto significa un esfuerzo sobrehumano y es necesario alambrar. Nuestro gaucho, a quien los vecinos llaman “el maragato” por haber nacido en Carmen
de Patagones, les sonríe mientras rodea el fogón y el asado de capón con que lo esperan. Cuenta el viajero que debió destrampar un gato montés que alguien cazó por su piel.


El Ford T mod. 21 ya está listo para llevar a la ruta a varios “buscadores de oro”, no de las minas, sino de la ribera del mar, pues suponen que de acuerdo a los vetustos mapas que poseen, hay un tesoro enterrado por piratas perseguidos y es necesario encontrarlo. El gaucho, o el maragato como quisieran llamarlo, o el matemático, cuando cubica el bañadero de todos los vecinos a efectos de aplicar el antisárnico adecuado en el agua, o el filántropo, cuando acepta en la mesa familiar a los buscadores de oro, hombres de baja catadura; muchos, escorias de las cárceles chilenas que fueron librados a combatir en la guerra del pacífico en 1876, siempre prontos a desenvainar la navaja, pero hambrientos y atentos a la hospitalidad bíblica del gaucho en su morada.
La dignidad, la hospitalidad y el apoyo moral hacia su coterráneo, fueron valores que el gaucho brindó como aporte a la civilización rápida de esta Patagonia que elegimos para vivir.








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