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jueves, 12 de noviembre de 2009

LA NOTA DE HOY


LA FRUSTRADA VOCACIÓN

por Olga Starzak



Mi afición al mundo que encierran los talleres mecánicos comenzó siendo casi un niño. Quizás fue por esa necesidad de entonces de saber de todo un poco y poder ayudar a mi padre a solucionar los problemas de los vehículos que eran sus instrumentos laborales; con pocas herramientas y mucho ingenio. Y él lo tenía, ¡vaya si lo tenía!


A mí me gustaba observarlo metido en la fosa que había construido en el fondo del patio, adentro del galpón. Tanto podía arreglar una dificultad técnica, como acondicionar una cubierta, reparar un tanque de nafta o refaccionar una manguera. Pero también, tal como el artesano que siempre fue y que después, por vocación también yo me convertí, podía tapizar un asiento, coser las cortinas que protegían los vidrios de los autos, pintar una leyenda en la chapa o recubrir con cintas apropiadas el desgastado volante.


Y poco a poco fue delegando en mí esas tareas que me producían no sólo el placer de saberme elegido para reemplazarlo, sino el ensueño de penetrar en ese fascinante universo de olores fuertes y penetrantes.


Un mameluco que alguien me había facilitado, unos guantes que me rehusaba a calzarme y unas zapatillas tan viejas como raídas eran el uniforme impuesto para entrar al improvisado taller. Había que tener en cuenta que luego de esa actividad, realizada más por necesidad que por cualquier otra cuestión, debía hacerme cargo de las ocupaciones que como ayudante de su oficio de mercachifle, estaba obligado a realizar en condiciones óptimas de presentación; con la poca ropa que pendía del ropero, limpia y planchada, con los zapatos lustrados y con las manos y las uñas prolijamente aseadas.


Entrar al barracón era algo así como la retribución a una extensa jornada de trabajo. Era el desafío diario de comprobar mi aptitud para incorporar nuevos conocimientos, hasta el juego en donde el contrincante era una manga averiada que urgía dar con el parche que la devolviera a su función.

Las herramientas que poco a poco íbamos sumando requerían de un lugar para ser encontradas con facilidad y mantenerse en buen estado. Juntos, mi padre y yo, construimos un tablero que adosamos a la pared. Y después sobrevino el banco, como el de los carpinteros. Más tarde seleccionamos decenas de recipientes de vidrio para contener tuercas, clavos, arandelas y tornillos. Y como si fuera hoy recuerdo el día en que estrenamos la prensa reluciente y acerada que un cliente nos regaló.


Fue así como muchos años después de concluir la escuela secundaria y debiendo una materia que no rendí jamás, motivado por las razones que les cuento, ingresé a la recién inaugurada Escuela Industrial que funcionaba en las instalaciones de la Escuela Nacional, en la calle Sarmiento de Trelew. La única especialidad allí era la de radio operador, pero los aspectos académicos de la carrera me acercaban a muchos temas que eran para mí especialmente atractivos.


Con esa capacitación accedí al puesto de maquinista en la Usina Eléctrica y trabajé –siempre que el tiempo me lo permitía- en varios contextos en donde esos saberes eran menester.


Así, el sueño del pibe, era una realidad palpable.


El advenimiento de la obligatoriedad de Servicio Militar me alejó de esos proyectos y cuando concluyó, la urgencia de un puesto seguro y rentable que ayudara a construir mi inminente futuro familiar me llevaron a aceptar un empleo en el Correo, donde cuarenta años después me jubilé.


Fui tentado en varias oportunidades para dedicarme a esa actividad que tanto me gustaba, pero el empeño de mi madre por ver al hijo de oficinista y no entre trapos impregnados de lubricantes y grasas primero, cuando aún era muy joven, y más tarde quien sabe qué decisiones postergadas por inseguridad o falta de coraje, opacaron para siempre esa posibilidad.


Aún entonces y por siempre (hasta hace pocos años) el garaje de mi casa fue testigo silencioso de mi frustrada vocación. En él, con una fosa de cemento y todas las herramientas que puedan imaginar, mis manos –abandonando las lapiceras que sostenía cada día y lo hicieran durante tantísimos años- se entregaban al deleite de complacer mi espíritu.


"La frustrada vocación" es producto de uno de los tantos relatos que mi padre, Eduardo Starzak, me contara a lo largo de su vida. Siempre con profunda emoción y reconocimiento hacia los suyos.
Olga Starzak




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