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martes, 8 de diciembre de 2009

LA NOTA DE HOY


EL CONSCRIPTO


Por Olga Starzak




Nos reunieron en el regimiento 8 de Infantería de la ciudad de Comodoro Rivadavia; éramos más de cien. La voz tan fuerte como firme del sargento pidió cinco voluntarios para cumplir con el Servicio Militar en la Base Aérea Militar de “El Palomar”. No se escuchaba ni un murmullo entre los conscriptos, sólo -si alguien se lo hubiese propuesto- el acelerado latir del corazón de jóvenes de todas partes de país con destino incierto, acorralados por la duda y el temor de ser sometidos diariamente al alto grado de entrenamiento físico que ya se había exigido.

Miré alrededor sin mover la cabeza; parecía que nadie hubiese acusado recibo de la petición realizada. En mi mente aparecieron los rostros de los seres queridos, ya lejos de este lugar; y un dejo de esperanza iluminó mi desazón. Si tenía que estar por más de un año lejos de ellos qué mejor hacerlo en un lugar que, para mí y hasta entonces, había sido casi utópico.

Levanté, sin titubear, mi brazo derecho. Todas las miradas recayeron sobre él. En escasos segundos otras manos se elevaron, algunas seguras, otras temblorosas; y sentí que mis posibilidades comenzaban a desgranarse.

Se nos había adelantado que eran sólo cinco los cupos para ese lugar. Los superiores estarían obligados a realizar un sorteo que determinara, sin arbitrariedad, quiénes accederían a ese destino.

El azar quiso que fuera uno de los cinco muchachos que cumpliría con la obligación del Servicio Militar en Buenos Aires.

Dos días más tarde, con el fulgor en el alma y la emoción en la piel, partí a esa ciudad que me cautivaba desde las imágenes periodísticas, las pocas revistas que llegaban a mis manos y los libros de geografía que arrobaban mi espíritu de joven pueblerino con ansias de descubrir nuevos horizontes.

El período de instrucción fue breve, o al menos así lo sentí en ese momento. Pronto me designaron como asistente y chofer del 2º jefe de Instrucción. Su nombre tendría en toda mi vida un significado particular y definitorio. Lo recordaré por siempre por su hombría de bien, su calidad profesional y su calidez humana. El teniente Coronel Emilio Cardalda marcó, sin saberlo, mi futuro: la integración de la familia en el lugar que me viera nacer y la posibilidad de un trabajo seguro y reconocido en el que permanecí hasta el momento de la jubilación.

Conocí a través de este hombre de actitud sencilla y el poder usado a partir de la honestidad y la justicia un mundo desconocido, que ni siquiera imaginaba.

El 5º piso de la calle Alvear y Libertador pasó a ser mi lugar de residencia, en las comodidades de un departamento tan luminoso como decorado, con un gusto rayano en la más sutil delicadeza.

Mis compañeros eran el chofer de la familia, la cocinera, la mucama y un mucamo: me integraron rápidamente a ese grupo humano al servicio del teniente, su esposa y la madre de esta.

Éramos tratados con absoluta amabilidad y respeto; y allí aprendí que las diferencias individuales sólo surgen del sentimiento de quienes quieran hacerlas notorias.


Conocí, en Buenos Aires, a las únicas tres tías que vivían también en Argentina y que avisadas por mi madre del lugar donde residía, me visitaban con frecuencia. Angela, Tecla y Elena eran físicamente muy parecidas a su hermana. Esta última tenía una hija sordomuda. Yo pasaba muchos fines de semana en su casa de Turdera y nos habíamos hecho grandes amigos. Sus dificultades para comunicarse pronto fueron resueltas por su tenaz deseo de manifestarse y fui habituándome a ese lenguaje gestual que, acompañado por el lento movimiento de mis labios, hacían posible interesantes conversaciones.

La casualidad o quien sabe qué quiso que un día sucediera un hecho singular, que me enternece cada vez que lo recuerdo. Estaba yo mirando por la ventana de ese 5º piso de Libertador cuando observo, como lo hacía habitualmente a los estudiantes secundarios en el patio de la escuela que en la planta baja se enfrentaba al living del departamento. Y allí, haciendo comentarios a sus amigas, con la cabeza elevada e inmensa alegría, mi prima señalaba con su dedo al primo sureño que acababa de descubrir. Hasta que el timbre del recreo debió haberlas vuelto a sus obligaciones permanecieron allí, saludando, agitando sus brazos, asombradas por la coincidencia y hasta quizás eufóricas por la presencia del joven que desde lo alto no dejaba de mover sus manos en un intento por corresponderles.


Aprendí, en la gran ciudad, el trato cortés que había que dispensarle a los jerárquicos del servicio. Pero también aprendí de trenes y subtes, de colectivos y anchas avenidas, de teatros y cines, de un lugar que –aunque lejano en mi realidad- existía para tantos.

Añoré, muchas veces, mi Trelew natal. También supe que el mundo citadino estaba escondido en mi sangre, en las entrañas de ese joven que era y del adulto que anhelaba ser; en la posibilidad del acceso a una cultura que me cautivaba, de un destino que aunque negaba por múltiples razones, hubiese deseado para mí, para los míos y para las posibilidades que se agotaban en un abrir y cerrar de ojos en la vida pueblerina.


Cuando concluí con mis obligaciones y aún tentado a permanecer allí, con trabajo y un futuro promisorio, regresé. Me agobiaban las presiones que sentía por ser el mayor de los hijos varones de una familia numerosa. Me alentaba un amor que esperaba.

Con ayuda del Teniente Caldalda me radiqué, con trabajo, en Comodoro Rivadavia. Por actitudes del mismo hombre y los lazos de afecto creados a partir del mutuo respeto y la desestimación a las diferencias sociales, poco más de un año más tarde volví trasladado al correo de mi pueblo, el entonces Encotel que me albergó hasta que, a los sesenta y cinco años, accediera a la jubilación.


Siempre volví a Buenos Aires. Muchas razones, todas de tipo afectivo, me llevaban a retornar a esa gran ciudad; visitar a la familia de mi madre, a la de mi esposa, a amigos allí dejados.

Siempre mantenía el contacto con aquel hombre que había depositado en mí su confianza. Supe que, a su retiro, se había radicado en una quinta de San Isidro.

La vida, las rutinas o quién sabe qué hicieron que perdiéramos durante algunos años nuestra comunicación. Cuando fui a su encuentro un jardín abandonado, paredes tapadas de yuyos y las persianas bajas y desaseadas de la casa, hablaron por el destino de aquel hombre que hoy, más de sesenta y cinco años después, evoco con emoción.




"El conscripto" es producto de uno de los tantos relatos que mi padre, Eduardo Starzak, me contara a lo largo de su vida. Siempre con profunda emoción y reconocimiento hacia los suyos.
Olga Starzak


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