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domingo, 27 de septiembre de 2009

EL CUENTO DE HOY


EL REVÓLVER

Jorge Eduardo Lenard VIVES



En una vitrina del museo de historia regional de ..., localidad situada en el valle inferior del río Chubut, en la provincia epónima, se exhibe un revólver de seis tiros Colt Navy modelo 1851. El cartel que describe la pieza dice: “Arma que perteneció al capitán Artemio Cruz, expedicionario al desierto. Circa 1884”. Sin embargo nunca existió un oficial con tal nombre. En realidad, Artemio Cruz fue un poblador de la zona que encontró el revólver en cercanías de Corral Charmata. Unos años después de su muerte, un familiar que conocía de oídas la historia lo donó al museo. La proximidad del hallazgo al lugar donde el sargento mayor Martín Laciar fundara el Fortín Villegas provocó una confusión que nadie se interesó en corregir. El cartel original de cartulina fue reemplazado por otro de madera; y éste a su vez por una prolija placa de acrílico transparente con letras doradas; pero ya se sabe que la forma no hace al fondo y la inscripción actual es tan errónea como la primera.
El verdadero propietario del revólver, al menos en lo que interesa a este relato, fue un soldado de la Guardia Nacional de la provincia de Buenos Aires de apellido Gauna, quien fuera dado por muerto en el combate de San Antonio de Iraola el 13 de septiembre de 1855. Y si los lectores se preguntan como lo sé, debo decirles que como autor de este cuento me reservo el derecho de mantener en secreto mis fuentes de información; y si aún así se me acusa de inventar al propietario como inventé la misma existencia del arma, recurriré a parafrasear un conocido refrán diciendo que “invención que menta a invención tiene cien años de perdón”.
Al término de la lucha y cuando los indígenas se habían retirado del lugar de la pelea, Gauna salió del escondite que había encontrado en un pozo oculto entre un frondoso matorral. Era de noche. Los cuerpos de los muertos en la sangrienta jornada yacían a la luz de la luna. En la claridad lóbrega y fría, el sobreviviente se preparó para abandonar rápidamente el lugar, reuniendo algunos pertrechos que le servirían para continuar el milagro de mantenerse con vida. Entre otras cosas alzó el revólver Colt, seguramente perteneciente a un oficial caído en la contienda, para el cual reunió unas cuantas balas que colocó en un municionero de cuero. Luego emprendió la fuga, rumbo al sur.
Gauna tenía en ese momento unos veinticinco años. Era oriundo de Entre Ríos y había llegado a Buenos Aires con el Ejército de Urquiza. Después de combatir en Caseros se enroló en la Guardia Nacional que resguardaba la frontera sur de la maloqueada. Y en esa situación lo había sorprendido la encerrona del Corral de Iraola.
Como es lógico, dado su poco tiempo de residencia en la zona, no era baqueano de esos andurriales. Pero era un hombre instruido –le habían enseñado a leer y escribir en una de las numerosas escuelas que Urquiza fundara en su provincia–; y era además curioso e inteligente. Había aprendido a ubicar los puntos cardinales por las estrellas; sobre todo por la Cruz del Sur. Sabía que en esa dirección, aunque no a qué distancia, existía una población llamada Bahía Blanca. Colegía que hacia el norte volvería a toparse con los atacantes que diezmaran su escuadrón; quienes seguramente seguirían su malón hacia Azul. Y además como ni al norte ni al sur tenía quien lo esperase, su salvación le abría inesperadamente la puerta a una nueva vida; y puesto en la encrucijada pensó que ese rumbo era tan bueno como cualquier otro.
Si en un mapa moderno siguiésemos el derrotero de nuestro héroe, podríamos suponer que su camino tocó el sur de la sierra de Pillahuinco y que pasó por el lugar donde actualmente se alza la localidad de Cabildo. Debe haber obtenido agua de los ríos y arroyos de la zona, como el Quequén Salado y el Sauce Grande. Comía de lo que cazaba, la mayoría de las veces piches y peludos. Marchaba de noche para evitar ser observado por algún eventual merodeador de la pampa; aunque cuando estaba muy seguro de su soledad se animaba a caminar bajo la luz del sol. No cabe duda que lo ayudó a mantenerse con vida el hecho de encontrarse en primavera; la tibia temperatura le permitía dormir sin cobijas, a la intemperie, acurrucado y oculto entre los pajonales.
Al cabo de varios días de marcha -¿una semana, quizás?-, vislumbró a lo lejos un rancho de adobe con techo de paja. En un corral de palo a pique dos matungos cinchones; y una nube de galgos famélicos que salió a chumbarlo. Detrás de los perros apareció el dueño, un gringo grandote y con una cara de pocos amigos tapada parcialmente por la carabina con la que, apoyada en el hombro, le apuntaba. El hombre desconfió de Gauna, creyéndolo un renegado puesto a bombero; sin embargo el entrerriano, hábil para la lengua, lo convenció de su error. Esa noche Gauna pudo matear y comer un buen pedazo de asado; y durmió al reparo del alero del rancho. Pero al día siguiente lo despertó el ruido de unos cascos que se alejaban. Temeroso de una entrega por parte del poblador el fugitivo tomó el otro caballo que, alejado del corral por su dueño, había vuelto amadrinado a las cercanías del rancho; y con unos cueros viejos y un coscojero que había por ahí, mal que mal lo equipó. Y presuroso, luego de ubicar donde estaba el sol, partió en la dirección contraria.
E hizo bien; porque su ocasional hospedador, luego de abandonar la creencia en un espía de los indios, lo había sospechado un desertor del Ejército y había ido efectivamente a entregarlo a la autoridad. Cuando llegó con la partida –dos milicos adustos– no quedaban ni las huellas de Gauna. Pese a los ruegos y amenazas del poblador, los dos uniformados decidieron no salir en persecución del ladrón de ganado: se rumoreaba de un ataque pampa a Bahía Blanca y no era cuestión de descuidar la Guarnición. Además, en su interior, los dos hombres pensaban que era una buena lección para ese gringo delator que había pretendido traicionar a quien primero había dado asilo.
Gauna ahora estaba peor que antes: huido de la policía, cuatrero, sin una tapera donde cobijarse. En el momento de partir decidió seguir hacia el sur. Había escuchado hablar de otro poblado, el último bastión de la civilización, llamado Carmen de Patagones; y hacia allí enfiló su cabalgadura. Por un momento pensó que, por lo que había oído decir, unos años antes no hubiera tenido éxito su fuga. En los tiempos de Don Juan Manuel la campiña bonaerense no era un lugar amable para los fuera de la ley, cuyas correrías y filiación se transmitían por adelantado de pueblo en pueblo; hasta que en alguno de ellos un juez los esperaba y caían presos. Y a veces no los aguardaba sólo la prisión, sino también la muerte.
Luego de una travesía más corta que la anterior, pero más difícil por la escasez de agua, llegó a un gran río de cuya presencia había sido advertido. No dudó en quitarse la ropa e internarse con el caballo en la corriente: poco obstáculo era el río Colorado para el entrerriano, nacido en una mesopotamia rodeada de cauces caudalosos y bravíos. Además había cruzado el Paraná en Diamante con las tropas del Supremo Entrerriano; una larga columna de hormigas metiéndose en el agua y peleando trabajosamente con la corriente, hasta llegar al otro lado. Algunos no lo habían logrado; pero Gauna era un hábil nadador. Y ahora lo volvió a demostrar, cruzando en un santiamén el cauce prendido a las crines del caballo y con sus pocos avíos liados en un bulto sobre el lomo.
Ya del otro lado siguió corriente abajo, en dirección al mar. El chapuzón, trayéndole recuerdos de sus años mozos y de la patriada que lo había llevado a los campos porteños en los cuales por poco dejara su osamenta, lo había vivificado. La segunda noche de marcha estaba por detenerse a vivaquear cuando a lo lejos percibió el reflejo ambarino de una fogata. Se acercó en silencio; a cierta distancia vio que eran tres hombres que mateaban alrededor de unos troncos ardiendo. En una cruz de hierro se asaba un costillar de capón que le hizo agua la boca. Simultáneamente los hombres advirtieron su presencia y uno de ellos tomó un fusil. Gauna saludó con voz estentórea y se acercó con los brazos en alto, mostrándolos libre de armas. El del fusil siguió apuntándolo unos metros y luego lo bajó. Los otros también se distendieron y continuaron tomando mate mientras lo miraban.
–Acérquese, paisano– dijo el del rifle y se unió al corro, en tanto el recién llegado se aproximaba.
Confiando más en estos hombres que en quien lo había alojado unas noches atrás les contó con detalle su historia; aunque obvió comentar el robo del caballo. En esos lugares a nadie le gustaba el abigeato; pero de todas maneras tampoco los hombres inquirieron mucho sobre el particular; ya que era impensable andar por allí sin caballo. Los otros hablaron de su trabajo: iban al valle del río Chubut, donde un inglés, o algo así, de apellido Jones había montado una empresa para faenar las vacas ariscas que pacían en aquel lugar. No tuvieron éxito y se volvieron al norte en barco. Ellos estaban encargados de ir por tierra a recuperar la caballada; dejada al cuidado de un par de peones. Gauna nunca había escuchado hablar de ese valle ni de ese río, pero vio la posibilidad de obtener allí su sustento. Además le convenía desaparecer de la zona por un tiempo, hasta que el asunto del caballo fuera olvidado. Los arrieros aceptaron incluirlo en el grupo: tenían comida de sobra y un par de brazos más iban a ser de ayuda. Pronto esto último quedó demostrado porque debieron cruzar otro río ancho y caudaloso; y la veteranía de Gauna para el agua les fue de gran utilidad.
Luego de algunas peripecias la cuadrilla llegó al valle. El ex soldado observó con deleite el lugar. Era una tarde templada de octubre, el cielo despejado y una brisa tenue que venía de la costa y apenas rizaba las aguas del río que corría cerca de los ranchos de adobe rodeados de un parapeto, daban al paisaje una beatífica imagen. Los dos hombre dejados por Jones salieron a recibirlos. Les explicaron el fin de la empresa: no habían logrado atrapar ni una vaca de las que se suponía pastaban en la vasta extensión del valle. Todos le echaban la culpa a los indios que les habrían precedido; aunque otros dudaban si realmente alguna vez había existido ganado en ese lugar. De todas maneras Jones no prestaba mucha atención a la cacería. Más bien se dedicó a estudiar la zona; a veces emprendía excursiones de dos o tres días de las cuales volvía cansado y silencioso. Finalmente el patrón decidió irse. Los hombres se dividieron: los que se iban en el barco y ellos dos que se quedaron a esperar los arrieros que llevarían la numerosa caballada al norte.
Pero los planes de retornar de inmediato se alteraron cuando los recién llegados se enteraron que a falta de vacas podían tener algunos dividendos cazando avestruces y guanacos para obtener plumas y cueros. Durante unos diez días se dedicaron a la caza, logrando abundante botín. Al cabo de ese tiempo de dispusieron a partir. Pero el entrerriano, súbitamente enamorado del paisaje desolado y el clima áspero y, tal vez temeroso de que aun su delito no hubiese sido olvidado, decidió quedarse.
Desde una casucha que había elegido como residencia entre las chozas del fuerte, Gauna vio como el arreo se perdía en la lejanía, en dirección a las bardas blancas que encajonaban el valle. Acompañado sólo por unos perros aquerenciados al fortín, tenía lo elemental para subsistir un tiempo. Después se las arreglaría: dominaba el arte de la pesca y tanto el río como el mar cercano podrían proveerle de alimento; además de su revólver contaba con un fusil Remington, canjeado por plumas y cueros a los arrieros, para cazar los guanacos que ramoneaban continuamente en las lomas cercanas. Y ahora era dueño de un par de caballos más: si aquello no andaba, podría volver al norte. Pero él intuía que no sería necesario; que iba a encontrar la forma de sobrevivir en esas latitudes.
Como era pleno verano decidió aprovechar el clima para recorrer un poco el valle, que ya había conocido un poco durante los días de cacería. Sabía de un lugar aguas arriba donde el río se acercaba a las lomas y hacia allí se dirigió. Viendo el lugar reparado y acogedor, decidió trasladar su alojamiento hacia ese paraje donde además los frondosos sauces criollos de la ribera le aseguraban leña y eventual refugio. Construyó una precaria choza de adobe; conociendo que las crecientes del río eran traicioneras la levantó sobre la pendiente de una loma. Y allí se dispuso a pasar el invierno.
El tiempo transcurría morosamente. Gauna se sorprendió un día preguntándose que estaba haciendo allí; y comenzó a rumiar la idea de volver a la civilización. Pero un hecho cambió completamente la situación. Una mañana pescaba percas en el río cuando se sintió observado. Al volverse vio un grupo de cinco o seis indios que lo miraban en silencio. Instintivamente se arrojó sobre el revólver que había dejado en la orilla para evitar que se mojase; pero uno de aborígenes, hablándole en castellano, le aclaró que no traían ánimos de pelea.
El entrerriano reconoció que los recién llegados eran de una etnia distinta a quienes había combatido en las llanuras de Buenos Aires. Eran más altos y robustos. Volvieron juntos a la choza de Gauna, quien vio que el resto de la tribu estaba levantando sus toldos de cuero en las inmediaciones. No eran más de treinta personas, que permanecieron en el lugar unos pocos días. Le habían explicado que luego seguirían viaje hacia Carmen de Patagones, donde comerciaban sus plumas de avestruz y cueros de guanaco. Durante esos días Gauna acompañó en las cacerías a los hombres, lo que le permitió una provisión de carne que saló y preservó para más adelante. Mientras tanto las mujeres en la toldería hacían varias tareas; entre ellas buscaban en las lomas trozos de roca áspera que usaban para afilar los utensilios cortantes.
Como siempre sucede cuando hay seres humanos de los dos sexos, se produjo la atracción propia de la especie. A los pocos días Gauna comenzó a echarle el ojo a una joven bonita y pizpireta, quien también se había fijado en él. Al padre de la joven, que era el cacique de la tribu, no parecía molestarle aquel flirteo; sino que, por el contrario, lo aceptaba. Quería mucho a sus hijas, tenía varias, y no vacilaba en darles todos los gustos. Pero la joven también tenía un pretendiente en la tribu. Cuando los indígenas se fueron siguiendo su camino hacia el norte, la mujer se quedó con Gauna; lo que originó en el despechado novio un odio cerval.
La compañía de Ariskaiken dio nuevos ánimos al aventurero. Trazó proyectos más firmes para su futuro. Viendo la posibilidad de aprovechar el río para regar alguna plantación como había visto hacer en su Entre Ríos natal, había pedido a su nueva familia que al regreso de Carmen de Patagones le trajeran algunas semillas; y además municiones y otros enseres necesarios para aliviar la vida en el perdido rincón que habitaba. En tanto se dio a la caza del guanaco y el avestruz, para hacer acopio de cueros y plumas con los que pensaba pagar la mercadería. Recorrió de punta a punta el valle y la meseta cercana.
Un día tuvo un encuentro que algún tiempo después creyó imaginado porque no se volvió a repetir; aunque le quedaron unos magullones para recordarle lo real del episodio. Se había adentrado río arriba, donde los pajonales y el bosque de sauces que lo bordeaban eran más tupidos. Su caballo se movía cuidadosamente entre las cortaderas, cuando un súbito bufido lo alertó. Frente a él, a unos cuarenta o cincuenta metros, vio a un toro alto y nervudo, con enormes cuernos de punta aguzada. Tan sorprendido como él, el animal lo contemplaba inmóvil. Y de repente cargó. El caballo huyó espantado, esquivando el fiero ataque; y arrojó a Gauna al suelo. Enceguecido, el toro no se detuvo; y con un estrépito de bramidos, golpear de pezuñas y ramas rotas, se perdió en el monte. Gauna se paró trabajosamente; pronto pudo recuperar su caballo que se había quedado cerca y regresó, dolorido, a su rancho. Nunca más volvió a ver una res en el valle.
En otra oportunidad descansaba a orillas del río, en un promontorio de rocas bermejas que las aguas rozaban con un zureo adormecedor, cuando escuchó el relincho de su caballo. Miró a su alrededor hasta que vio al puma, agazapado unos metros más allá, en amenazante actitud. El animal rugió y encogió el cuerpo, pronto a saltar. El Remington colgaba inútil del recado del caballo, que tiraba espantado de sus riendas a punto de romperlas; pero Gauna siempre llevaba el Colt a la cintura. En el momento en que el animal iniciaba una veloz carrera hacia el, disparó. El puma cayó, retorciéndose en un torbellino gris de garras y colmillos. Gauna disparó de nuevo. Esa noche apareció en su rancho llevando la piel gris perla y unos trozos de carne oscura, que al probarla tuvo un sabor dulzón que no le agradó.
Llegó la primavera. La panza de Ariskaiken comenzaba a abultarse con el fruto del amor de la solitaria pareja, cosa que enorgullecía profundamente a Gauna, cuando un día vieron aparecer a lo lejos unas siluetas que se fueron agrandando lentamente. Pronto reconocieron a la tribu de la futura madre. El reencuentro fue efusivo. Al enterarse el cacique de la noticia organizó esa noche una fiesta; a la cual sólo permaneció ajeno, mirando torvamente desde la oscuridad, el galán despechado.
La tribu no permaneció mucho tiempo en el lugar. Luego de dejar algunos elementos que habían traído para el matrimonio y pactar lo relativo al comercio de las pieles y plumas con Gauna, se despidieron para continuar su marcha. También quedó en el rancho una anciana de la tribu para ayudar a Ariskaiken en su parto; lo que obligó al marido a ampliar las comodidades de su modesto campamento. Una mañana ya cerca del verano, cuando los matorrales del valle mostraban una pobre policromía que allí cobraba la importancia del jardín más imponente, Gauna, su mujer y la comadrona, los vieron cruzar el río, esta vez rumbo al sur.
Al día siguiente Gauna salió temprano con su caballo y un pilchero de tiro. Ahora que su mujer estaba acompañada, había decidido ir río arriba más lejos de lo habitual para guanaquear en una zona de la meseta de la que le había hablado la familia de Ariskaiken. Cabalgó todo el día. A la noche vivaqueó cerca de las rocas coloradas donde había matado el puma; y el recuerdo del ataque del animal lo llevó a adoptar la previsión de encender un gran fuego. Se levantó al alba, ensilló y reinició la marcha. Pasado el mediodía estaba ya sobre la meseta, donde a la sombra de un matorral se apeó del caballo para comer un poco de charqui con un trago del vino que le habían traído de Carmen de Patagones. En eso, a lo lejos, vio un jinete. Era un espectáculo insólito en ese lugar. Por precaución, montó su caballo y se dirigió hacia el recién llegado, cuya silueta se iba agrandando. Pronto vio que era un indio. Se detuvo a esperarlo.
Cuando estaba a tiro de fusil, el otro también se paró. Entonces Gauna lo reconoció: era el antiguo festejante de su mujer. Entendió que se había separado de la tribu para seguirlo y vengar la afrenta del único modo que conocía: matándolo. Presto, sacó el Colt Navy su cintura. Pero era tarde: el otro echó su rifle al hombro, apuntó y disparó. El tiro impactó en el pecho del entrerriano y lo hizo sacudir. El agresor quedó unos instantes mirándolo; pareció satisfecho del resultado de su disparo y dando media vuelta a su cabalgadura, salió al galope hacia el valle.
Herido de muerte sobre su caballo Gauna soltó el revólver; que cayó entre unas piedras donde quedaría oculto, cubierto de arena, hasta que Artemio Cruz recorriendo su campo cincuenta años después lo iba a encontrar. Mientras su homicida huía a galope tendido empuñando el arma asesina, trataba de aferrarse a la vida y a su cabalgadura. Pero se desangraba de a poco. Anduvo así más de una legua hasta llegar a una punta de la meseta. Desde allí pudo ver el valle donde había morado, tan lejos de su hogar natal. Y no podemos asegurarlo, pero tal vez en ese momento, mientras la vida lo abandonaba y se dejaba caer del caballo para reposar de su mortal cansancio sobre el pedregoso suelo, nuestro héroe sintió nostalgia por los verdes pagos entrerrianos donde cantan las calandrias en las siestas de verano; y el río Paraná, deslizándose majestuoso, baña vivificante las feraces tierras.







miércoles, 23 de septiembre de 2009

EL POEMA DE HOY



SECUENCIA



Sutilmente asomó el génesis, corrió los escombros, se esfumaron
las tinieblas, los abismos, surgió la claridad, el cielo se engalanó
con los matices del amanecer, movilizó la Creación y nació el hombre
caminó sin explicaciones, abrió espacios, exploró, descubrió el fuego
¿Prodigio?

Comenzó la historia de las tribus hebreas, de Abraham, Isaac, Jacob,
por designios del Creador se multiplicaron...
y fueron los llamados pueblos de Dios.

Entonces...se perfiló el universo con sus lenguas, culturas, el ser se nutrió
de sabiduría y la tierra con el mismo lenguaje le ofreció a los ojos de la humanidad
toda la maravilla de su producción.

Después entre el vaivén de las mareas y esplendores de frescas lunas,
el hombre acopió bienes y avanzó por la pugna del poder, hasta que se desnudó
la crisis actual, con más conflictos, desesperación y la impactante desigualdad.

Así, los pueblos poderosos se volvieron ciegos al dolor, la indiferencia a más acumulación
sobre las poblaciones más pobres del planeta, y la ostentación de riqueza
predomina en detrimento de la solidaridad, el amor al prójimo

Ante el marcado individualismo, pensemos en los jóvenes, en los derechos del niño,
para tomar nuevos rumbos que puedan contener los sueños de la niña palestina,
la niña afgana, el hambre de los niños del África y de América Latina que palpita...
con las venas abiertas.
En la actualidad hay señales de Dios, de la madre tierra que respira
hostigada,
¡basta de guerras y de industrias bélicas!

Y el llamado que proviene de los pueblos nativos, milenarios,
cuidar la tierra, preservar la vida,
¡ese don precioso!

Hoy como nunca, la historia universal nos convoca a la búsqueda de un nuevo comienzo,
con la mirada enriquecida por la diversidad y belleza...
que nos brinda la Creación.

Y es nuestro deber Sagrado construir mejores paradigmas,
donde tenga un lugar la esperanza,
y retorne el vuelo de la utopía.


Alicia Cabral Colman

sábado, 19 de septiembre de 2009

LA NOTA DE HOY





ALGO MÁS SOBRE EL MAR AUSTRAL

Por Jorge Eduardo Lenard VIVES


En un artículo anterior se describió brevemente la importancia del mar como fuente inspiradora para la narrativa patagónica testimonial. En este nuevo trabajo se tratará de precisar la influencia que el mar patagónico ejerció sobre los escritores de ficción.

Cita obligada es referirse a las obras de Julio Verne. El escritor francés, con su visión decimonónica y romántica de países lejanos y exóticos a los que no conocía personalmente, muestra una Patagonia eminentemente marítima, en especial en dos de sus obras: “El faro del fin del mundo”, que transcurre en la Isla de los Estados; y “Los náufragos el Jonathan”, desarrollada en el archipiélago magallánico chileno. Estas obras, plenas de aventuras como todos los libros de Verne, fueron publicadas, respectivamente, en 1905 y 1910.

Pero algunos años antes ya había incursionado en esta temática un escritor argentino. José Ciríaco Álvarez, más conocido como Fray Mocho, ambienta su novela “En el Mar Austral” en Tierra del Fuego, los canales fueguinos y la región Magallánica chilena.

Cada capítulo de su obra es un fresco de la vida en aquella zona a fines del siglo XIX. Sobre ella comentó Roberto J. Payró: “Sus cuadros son completos, vivos, palpitantes de verdad y están pintados con el arte instintivo e invisible en sus “ficelles” del verdadero poeta y del escritor de raza”. Álvarez, al igual que Verne, nunca estuvo en los lugares que describe; por lo que su creación, subtitulada “Croquis fueguinos”, revela una gran imaginación y un cuidadoso estudio de la zona. Esta escena de “calma chicha” durante un atardecer en la bahía de Ushuaia lo demuestra:
“Veía a lo lejos el mar sereno y tranquilo, teñido con la luz suave de los crepúsculos australes, que es inimitable por la dulzura y variedad de sus tonos, y nuestro cutter con sus velas recogidas, que cabeceaba blandamente sobre el ancla, saludando a otros barquichuelos diseminados en la vasta rada...”.


No son muchos, sin embargo, los escritores patagónicos que optaron por la problemática marinera. El reconocido autor comodorense Hugo Covaro, con sus diez “Pequeñas historias marineras” que entremezclan realidad y ficción, es uno de ellos. Otro es Rodolfo Peña. Una de sus últimas novelas transcurre casi íntegramente en el “Explorador IV”, un buque que surca las aguas del mar austral en dirección a la Antártida. Pero en “Misterio en Bahía Paraíso”, tal el nombre de la obra, el mar no es protagonista, sino mero escenario de obscuras intrigas políticas.
No obstante, como buen patagónico, este autor reconoce la importancia del mar e intuye la deuda que tiene con él la literatura regional. Es por eso que en su obra cumbre, “Triste gaviota patagónica”, el viejo Cachimba sufre ese extrañamiento del océano al que conoce de vista; y en la soledad de su rancho incrustado en la meseta construye meticulosamente un barquito a escala con el que sueña recorrer los océanos. Desde el mismo nombre la novela, pese a transcurrir tierra adentro, menta al mar. Fermín Leuterio tiene en su puesto un ejemplar del libro de Fray Mocho y lo ojea a menudo. Súbitamente aparece en su cielo la gaviota ceniza que lo une al mar que conoció años atrás y por el que siente una suave nostalgia. El escritor describe así esta relación:
“Y allí, tal vez recónditamente agazapada, estaba la razón de aquella afinidad entre su amor por los barcos y su tenacidad a “vincularse”, de alguna manera imprecisa o no definida, con la gaviota ceniza de todos los días. Tenían algo de trágico, de bello y de poético (...) aquellas nostalgias (...): un barco que nunca sería el suyo, verdadero, conocedor de antiguas sales marineras y pletóricos vientos desbocados; una gaviota, símbolo presente pero inaccesible, celosa defensora de la libertad nunca alcanzada, y una vida, en fin, que se le escurría como arena inevitable entre los dedos impotentes”.

Esta visión es tal vez la que más claramente muestra la conexión que existe entre el habitante de la Patagonia y el mar próximo. El mar está allí, concita la atención del poblador sureño; aunque semeja más a un espejismo entrevisto en la distancia que a la realidad palpable y cotidiana con la que convive. La región se une a su mar a través de símbolos, como el barco de juguete del viejo Cachimba, como la triste gaviota ceniza; pero son nostalgias sólo presumidas, no son las añoranzas producto de una relación tangible. Si el vínculo entre el mar y la meseta se estrecha; si las dos llanuras, la azul y la ocre, se amalgaman definitivamente en el espíritu de quienes habitan la Patagonia, seguramente esta comunión se verá reflejada en la literatura; tanto en la testimonial como en la de ficción.



Nota: el autor agradece a la locutora comodorense Adriana Ortigoza su dedicación por integrar la cultura marítima a las manifestaciones artísticas regionales, del cual este trabajo se hace eco.






martes, 15 de septiembre de 2009

EL CUENTO DE HOY


VOLVER A ESA PLAYA


Carlos Dante Ferrari


Recuerdo que me sorprendió su llamado. No nos veíamos desde aquella tarde infausta, hace varios años. Llegué a la costanera en pocos minutos. Caminé hasta el monumento, como ella me había indicado y miré hacia la playa casi vacía. Allí estaba, junto al agua, con el cuello de la campera subido tapándole la boca. Corría un viento helado. Me acerqué casi a la carrera. Me impresionó su rostro pálido, los ojos húmedos, brillantes.

"¿Vos querías una explicación?", me preguntó. "Está bien; ahora voy a contarte todo".

No sé si fue por la emoción o el miedo, pero en aquel mismo instante desperté. Ya había amanecido.

Ahora hace tres noches que estoy intentando volver a soñar la misma escena para saber la respuesta. No conozco otro modo posible de dialogar con una persona muerta.


Tampoco imaginé que, interponiéndose entre la duda y la verdad, el insomnio podía convertirse en el guardián más fiel de un secreto llevado a la tumba.






lunes, 14 de septiembre de 2009

LOS POEMAS DE HOY


Hoy: dos poemas de Olga E. Cuenca



Un nuevo día



Se desgarró la noche. Oscuridad empetrolada,

Negación agazapada, escurriéndose

En las huellas de la arenosa playa.

Con viseras de opalina el día ya se proclama…

En los charquitos hay fuego,

Por sobre la mar escapan

Chispas del oro líquido que el sol lejano regala.






Nostálgico



Entre pausas de nubes el sol avanza.

Se queman en los hogares las últimas brasas.

Se incendia el pino, y la nostalgia

Se mira en la memoria profunda

-que sin llamarla- algunos días

inunda el alma.