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miércoles, 20 de enero de 2010

EL CUENTO DE HOY




RIZOS NEGROS
*


Por Olga Starzak


Vi a los más viejos de la aldea sentados junto al fuego que estaba a punto de extinguirse. Frente a ellos, una anciana conocida como la más sabia, hablaba pausadamente. Escuché mi nombre entre algunos otros y no imaginé, hasta varios días después, por qué me nombraba. Con un gesto invitó a los presentes a una plegaria y, desde entonces, un murmullo invadió la reunión.

Mi madre había asumido una actitud silenciosa y la tristeza se evidenciaba en sus grandes ojos negros. Sólo ahora comprendo que aquellos días debieron ser interminables para ella y que, tal vez, sus propias vivencias infantiles habían acudido a su mente llenándola de dolor y odio.

Mis cabellos largos y rizados fueron tratados de manera especial. Durante toda una noche, un baño preparado con la savia aceitosa de un arbusto y mezclada con hierbas machacadas, cubrió mi cabeza. Envolvieron mis rulos en las hojas húmedas de aquella misma planta y al día siguiente los lavaron. Me asombró el brillo y la suavidad que ahora tenían. En una gran tinaja, con agua aromatizada con pétalos de flores silvestres, también lavaron cada una de las partes de mi cuerpo. Nadie hablaba; sabía que algo raro estaba pasando, pero desconocía aún que esto era ya parte de un ritual.

Un par de mujeres me vistieron con las mejores prendas y al finalizar tocaron con sus labios mi frente. Mi madre me tomó del brazo y salimos de la choza. Noté sus manos ateridas y sus ojos nublados. En la puerta me esperaba la misma anciana que había liderado a los congregados aquel día. Antes de dejarme sola con ella, mi madre -conmocionada- acariciando mi cabeza y con voz casi imperceptible, me dijo:

-Sé fuerte. Te prometo que muy pronto todo pasará.

Caminamos juntas por un sendero que atravesaba la montaña y dejaba muy lejos la aldea. Nos detuvimos para tomar agua de un arroyo y la vieja aprovechó para llenar un botellón de vidrio que traía en un bolso, colgado de su cuello. Cuando lo sacó pude ver un cuchillo de hoja muy fina y algunos trapos.

Llegamos a un pasadizo entre dos lomadas y, sin emitir una sola palabra, me hizo comprender que ese era nuestro destino.

No me animaba a hablar. Los niños no teníamos oportunidad de hacerlo y mucho menos frente a los aldeanos de edad avanzada. Era considerado una falta de respeto. De pronto ordenó:

-Acuéstate ahí.

Y mostró un lugar protegido por plantaciones.

-Tengo la obligación de preservar tu vida y procurar que, cuando debas casarte, tu hombre sienta orgullo por ti –comenzó a explicar. - Todas las niñas de nuestra raza pasarán por esta experiencia; así adquirirán buen juicio y se diferenciarán por siempre del sexo masculino. El Dios que nos ampara así lo exige. Sólo te dolerá un poco. Si superas la prueba con valentía habrás honrado a tus padres.

Enlazó mis manos, amordazó la boca, me despojó de la ropa interior y separó -sin delicadeza- mis piernas temblorosas. Recién ahí intuí lo que pasaría. En algún rincón de mi mente había quedado guardada una conversación entre jóvenes del lugar. Lo que jamás podía suponer, con nueve años apenas cumplidos, era que el acto sublime del que ella hablaba se convertiría en la experiencia más atroz que me tocaría soportar.

Antes de atar mi cuerpo sacó el botellón y con el agua enjuagó el cuchillo.

Lloré, grité en silencio y odié con fuerza desmedida hasta que me desvanecí. Cuando desperté, un sudor helado envolvía mi piel; mi espalda estaba mojada con sangre fría y los cabellos pegajosos, apretados al cuero cabelludo.

Ya no estaba amarrada.

Habían matado mis más preciosas fantasías, la dignidad de niña queriendo convertirse en mujer. Ya no me sentía viva. Cuando me animé a llevar la mirada hasta mi sexo, lo vi cubierto de una cataplasma verde y pastosa. La vieja dijo:

-Eso va a contener la hemorragia y ayudará a que pronto cicatrice la herida.

El dolor no me dejaba respirar. El ardor quemaba las entrañas.

Permanecimos allí, a la intemperie, durante dos o tres noches. Cuando pude pararme y caminar por mis propios medios, volvimos a la aldea. Allí esperaban nuestro regreso. Me expusieron como un trofeo y elevaron oraciones interminables.

El rencor y la desolación se instalaron en mi ser. La incomprensión fue convirtiéndose poco a poco en rebeldía.

Con el cuerpo mutilado y vacío de sensaciones escapé una noche de impenetrable cielo negro. Había cumplido quince años y acababan de presentarme al hombre que me desposaría. Peregriné por pueblos desconocidos, navegué mares cálidos y conocí a personas de todos los colores. Descubrí un mundo al que no pertenecía y me propuse apropiarme de él.

Hoy, veinte años después, luchando aún con las secuelas de la escisión a la que fui sometida, recuerdo los ojos negros de mi madre; me apiado de ella y de todas las niñas que en Somalia y muchos otros países de la tierra, sufren el cruel calvario. Mientras aparece este recuerdo, mi mano aprieta la de una niña que acaban de traer al hospital donde ejerzo mi profesión. Fue rescatada de los escombros de una choza deshabitada. Pese a los intentos médicos, no pudo controlarse la infección. Hace sólo unos minutos, mientras le acariciaba sus apretados y brillantes rizos negros, sentí cómo iba apagándose su vida.

No sé cuánto tiempo ha pasado. Alguien me ayuda a levantar mi cuerpo recostado sobre la cama de la niña. Con esfuerzo separan su mano de la mía.

Ya no hay más lágrimas en mis ojos. Un renovado odio las secó para siempre.



* "Rizos negros" es uno de los trece cuentos que la autora reunió en su obra Estigmas, cuentos no tan cuentos (Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2004)


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