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miércoles, 6 de enero de 2010

EL CUENTO DE HOY


Una pasión ciertamente inexplicable

de Alejandro Javier PANIZZI



Siempre, siempre, ha tenido una obsesión con el fútbol.
Caminaba despacio por San Martín. A esa hora ya no hay nadie en Sarmiento. Bueno, nadie no, están las putas. Y nosotros, claro. Y los muertos también, como dice el Indio Berón. Acaso lo diga porque no se resigna a estar sin el viejo.

Siempre, siempre, ha tenido esa obsesión con los muertos. La idea por los difuntos que, con tenaz persistencia asaltaba la mente de Berón, volvía a aparecer una y otra vez, especialmente, después de un intervalo de angustia.

Cuando llegué al bar, tres locas miraban aburridas cómo él jugaba al billar. Nunca les daba pelota, a menos que no tuviera con quién jugar. A veces, les pagaba la copa para que trataran de hacer alguna carambola, para que lo miraran cómo jugaba solo o por mera solidaridad.
Me acerqué a la barra y pedí un Gancia. Un hombre grandote, acodado en el mostrador, a quien la banqueta le quedaba chica, fumaba un cigarrito hediondo. Menos porque estuviera solo que por su aspecto, me impresionó como un ser retirado, que ama la soledad. O que vive en ella.
Berón luchaba contra sí mismo en un duelo de billar que parecía grave. Me paré a un costado de la mesa para no importunarlo.
–¿Sabés quién es ese gordo? –me preguntó de pronto, como quien recuerda un secreto remoto.
En la barra, arrellanado arduamente en su banqueta, el grandote notó que lo mirábamos y nos saludó alzando el vaso.
–Me pareció que lo conozco de algún lado pero no me acuerdo de dónde.
–Soriano –dijo con el cigarro en la boca, mientras le pasaba tiza al taco.
–¿Qué Soriano?

–Soriano, el Gordo Soriano, el escritor.

–Tenés razón, se parece muchísimo.

–No, no se parece, es Soriano.

–¿Osvaldo Soriano? ¡Si se murió, boludo! Se murió hace más de diez años.

–Entonces es. Yo de muertos conozco.
Ambas cosas parecían ciertas. El Indio sabe, tiene ese desvelo permanente por los muertos y el gordo se parecía demasiado a Soriano. Más aún, el grandote aparentaba unos diez años más que el Gordo cuando se murió. Pero el Gordo estaba muerto y el gordo, no.

Entre sus infinitas aporías camperas, la más frecuente era “Lo que es, es; y lo que no, no”.

Pese a las irrefutables objeciones que pueden hacérsele hay, en esa teoría, algo de razonable. Su éxito confirma que este mundo es absurdo.

Acaso con menos avidez por conocerlo que curiosidad por lo que decía el Indio, abandoné la mesa de billar y me fui hasta la barra. Me acomodé en la banqueta que estaba junto a la suya y le pregunté.

–¿Usted no es de Sarmiento, no?

–No –dijo amablemente–, soy de Mar del Plata.

–¿Nunca le dijeron que se parece a un escritor?

–Cuando era flaco, hace años, me decían que me parecía a Horacio Ferrer. ¿Quiere tomar algo?
Le acepté una cerveza con el único propósito de intentar reconocer su voz, ya que mi vaso lo había dejado lleno, al lado de la mesa de billar. De pronto caí en la cuenta de que yo nunca había escuchado la voz de Soriano. Y de no ser así, seguramente la habría olvidado.
–¿Está de paseo?

–No, yo soy técnico de fútbol, ¿Sabe? Hoy a la tarde jugamos con el Deportivo Sarmiento, por el Argentino. ¿Usted es hincha? –me preguntó el gordo, como disculpándose.

–Bueno, acá todos somos hinchas del Depo.

–¡Les rompimos bien el orto! –profirió esa exclamación tímidamente, pero no pudo contenerla.
–Sí, pero nosotros los cagamos a palos –gritó Berón desde la mesa de billar mientras apuntaba con el taco.
De inmediato, el hombre me ofreció su vaso para que brindáramos y se lo alzó al Indio, en son de paz.

–Por el Depo –dijo.
–Bueno, yo no sé nada de fútbol –asentí mientras chocábamos los vasos– ¿Contra quién jugamos hoy?

–Perdieron contra Cipolletti.

–Usted es Soriano.

El Gordo se acodó en el mostrador y se tomó la frente con ambas manos. Sacó del bolsillo de la camisa otro de esos cigarros que fuma él, me ofreció otro a mí mientras lo prendía con el que estaba por terminar.
–Estoy fumando, gracias –no podía sacarle la vista de encima– ¿Usted es un espíritu?
–¡No sea pelotudo!, ¿Le parezco un fantasma?

–No, se parece a Soriano.

–Entonces debo ser Soriano, mi amigo.

Lo que es, es; y lo que no, no.

El Gordo se armó de paciencia para explicarme, con el único propósito de concederme la gentileza de que yo pudiera encubrir mi asombro.

–Mire, desde que fingí mi muerte usted es la primera persona que me reconoce. Me mudé con mi mujer a Cipolletti. Aun así, allá nadie me conoce como Soriano. ¡Y eso que viví años allá! Ni siquiera me reconocerían si no me hubiera cambiado el nombre.
El Gordo pareció ponerse triste.

–Todavía me duermo pensando porqué no habré hecho tal o cual gambeta cuando jugaba. Aún me despierto recordando a mi padre que me decía: “¿Porqué no se la cambiaste de palo?”. Escribía todas las noches y todas las madrugadas de mi vida, pero un día admití que lo que más me importaba en la vida era sacar campeón a Cipolletti.
Pero mi razón y mi habla aún estaban como en suspenso.

–¿De qué se asombra? ¿Usted nunca cambió una pasión por otra, nunca cambió de mujer o de trabajo?
Me puse a recordar las veces que había cambiado de mujer.

–¿Y no probó con hacer terapia? –le pregunté.

–¿Está loco usted? –protestó Soriano– No necesito que nadie me confirme que soy un canalla. O peor, un impostor.

–Ahora entiendo porqué ha escrito tantos cuentos sobre fútbol.
Poco a poco mi conciencia volvía a encenderse.

–Fontanarrosa también escribió muchos cuentos de fútbol –dije sin pensar– Una pena que se haya muerto tan joven.

–¡No, no! –interrumpió Soriano– El Negro montó un circo. Se hizo pasar por hemipléjico durante dos años con el propósito de dirigir. Pero bueno... Central es un equipo grande y ahora entrena a un club del norte, Atlético Tucumán.

El Gordo se rascó la pelada y bajó la vista. Tenía un gesto triste, solitario y final.
–No le va mal... –dijo pensando en su propia suerte– Nada mal.


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