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lunes, 22 de febrero de 2010

EL CUENTO DE HOY





Shaida

Por Olga Starzak





No podía apartar de sus pensamientos a la pequeña Behjat. Se la habían arrebatado, sin piedad, mientras participaba de un acto público bregando por los acuciantes derechos de las mujeres de su tierra. Entre latigazos y abusos verbales, los opresores fueron separando a las manifestantes y las azotaron con devastadora crueldad. A Shaida le partieron un palo en los tobillos y la sometieron a la invalidez. Con su pie derecho quebrado en cien pedazos y el dolor encarnizado en el alma, se arrastró hasta la vereda de esa calle, testigo diario de lágrimas y sangre.
Su hija de casi dos años estaba, ahora, custodiada por miradas asesinas. La habían despojado de su madre, de su cuerpo cálido y de su único alimento. Como tantos miles de niños, su destino estaba en manos del abominable poder de misóginos.
En algún momento que no podía recordar, Shaida fue rescatada por aliadas y asistida en uno de los pocos hospitales que, en forma clandestina, recibían diariamente a decenas de mujeres degradadas.
Cuando el estado de confusión comenzó a disiparse y el dolor la dejó pensar, gritó con desesperanza el nombre de su hija. Sus compañeras le prometieron que la buscarían; recorrerían los campos de concentración hasta dar con ella.
Sabía que sólo estaban tratando de consolarla. En el estado en el que se encontraba no podía, por el momento, hacer nada para aliviar tanto sufrimiento. Sin embargo, prometió, en nombre de Behjat, que nada ni nadie le impedirían intentar el reencuentro. Vivía, como muchas otras, atormentadas por las diarias persecuciones ultramachistas que habían prometido exterminarlas. Sólo por pedir caridad, sólo por exigir que se las tratara como seres humanos. Cuando sus piernas ulceradas comenzaron a tomar fuerza, fue derivada a un centro de refugiadas. En colectivos encubiertos, en la oscuridad de una noche impregnada de olores nauseabundos, viajaron hacia el exilio.
En aquel lugar, mientras no pudo hacer otra actividad, Shaida bordó, cosió e hizo otras manualidades para ser vendidas. Agobiada por el hambre, la discriminación y el desasosiego, encontró en la organización que la cobijaba el único sostén que le permitía escapar de la locura o el suicidio. Unos meses después, acompañada de su mahram, un hombre que compartía sus ideales, partió hacia la región endemoniada. Apresada en su jaula de tela, en el agobiante calor de un verano mucho más apesadumbrado que otros, emprendió la búsqueda.
Recorrió las mismas calles en las que meses atrás viera torturas y linchamientos; calles transitadas por hombres saciando su lujuria y escupiendo improperios. Hombres poseídos por el fanatismo y la ignorancia. Hombres que no eran hombres.
Recordó cómo, inmersa en el bélico escenario en el que se había convertido la tierra de sus padres, arriesgaba cada día su vida formando parte de un grupo que, con muy pocas posibilidades, luchaba sin cesar por un país diferente.
Rememoró el día en que parió a su hijita, ya sin padre; y soñó para ella una vida digna.
¡Tenía que encontrarla!
Siempre escoltada por su mahram buscó en orfanatos y hospitales, en centros de refugio clandestinos y en casas de familias protectoras. La imaginó rescatada por sus compañeras. Y cuando ya no le quedaron lugares para visitar, la imaginó en manos de los talibanes. Se derrumbaron, entonces, sus fuerzas.
Pasó días y noches albergada por familiares de su esposo muerto en combate, sumida en la depresión. Suplicó al mismo Dios por el que otros cometían barbaries. Oró cinco veces al día por obligación y otras tantas por desesperación. Buscó su rostro en cada niño que cruzó, le habló a su pequeña en las largas noches de insomnio. No la abandonó ni cuando, desfallecida en la miseria, no tenía energías ni siquiera para caminar.
Mendigó en calles desiertas evitando el castigo del opresor. Mojó con lágrimas, innumerables veces, la tupida red que cubría sus ojos. Y cuando el cuerpo ya no pudo resistir, su acompañante la llevó de regreso a Pakistán, único lugar en el que, en ese momento y en esas condiciones, podría evitarse su muerte.

Shaida sobrevivía gracias a las permanentes atenciones de mujeres que, como ella, tenían tallado en el corazón la insignia del horror. Se desesperaba al querer recordar el rostro de su amada hija; y comprobaba que se habían apropiado hasta de su memoria.

Pasaron varios años. La resignación llegó para ella como llegaba para todas. Acostumbrada a las pérdidas y la desolación, ocupaba sus días solidarizándose con otras refugiadas en una causa común que no estaba dispuesta a abandonar. Los fundamentalistas seguían sus rastros como el lobo sigue al de su presa; sin pausa… sin tregua.

Despojada de la burhka, trabajando la tierra y de cara al sol, Shaida fue sorprendida por una adolescente que -horas atrás- había llegado al hogar. La jovencita se acercó y le ofreció su ayuda. Si alguna vez hubiera visto su propio rostro reflejado en un espejo, no le habría sido difícil encontrarlo ahora en el de esa muchachita. Reparó en sus manos: le faltaban dos dedos. Observó sus ojos opacos y la mirada perdida. El sufrimiento metido en su piel.
-Fue sólo por pintarme las uñas –susurró.
-Ven, ven conmigo criatura. No será impedimento para que me ayudes a cosechar. Empieza por allí. ¡No podrán con nosotras… no podrán! Algún día venceremos. Llámame Shaida; ven, ven conmigo, ¿cómo te llamas?
-Behjat. Me llamo Behjat.




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