google5b980c9aeebc919d.html

miércoles, 30 de junio de 2010

EL CUENTO DE HOY


La presidiaria (*)


Por Olga Starzak




Mientras me trasladaban desde la seccional hasta el servicio penitenciario donde quedaría alojada, mi mente estaba en blanco, imposibilitada del más mínimo pensamiento.
El tiempo transcurrido me pareció eterno, aunque sabía que se trataba de unos pocos kilómetros. Si hubiese podido compararlo con el que me tocaría vivir poco más tarde, seguramente lo habría sentido diferente, tal vez hasta lo hubiese disfrutado.
Al ingresar al penal me llevaron a una oficina donde dos policías comenzaron con los trámites de rigor. Fotos de frente y perfil, registro de huellas dactilares, datos y fechas que me esforzaba en recordar. Vaciaron mi bolso, se apropiaron de algunas pertenencias y me lo devolvieron revuelto. Después me ordenaron que me sacara la ropa.
-Toda –dijo la oficial. Y apurate que no tengo tanto tiempo.
Lentamente cumplí con el mandato
-Subí los brazos. Date vuelta. Agachate; agachate más.
¡Por Dios!, ¿qué esperaba encontrar esta mujer? Con el trasero en su cara me sentí ridícula y avergonzada. Pero allí no terminaba la requisa.
-Date vuelta, acostate ahí –dijo haciendo un gesto que señalaba el piso. -Abrí las piernas. Más, abrítela con los dedos. Ustedes se conocen todas las artimañas para esconder la droga.
No era habitual en mí sentir el impulso de golpear a alguien, pero en esta oportunidad tuve que hacer enormes esfuerzos para no hacerlo. Esa infeliz no tenía derecho a humillarme así. Pronto comprendí que esa actitud era de las más benévolas que me tocaría vivir. Para entonces no tenía idea de las rutinas de las cárceles y aun, habiendo escuchado algunas experiencias, ilusamente siempre pensé que exageraban.
Me vestí con premura y pregunté si podía fumar. Me contestó que sí.
-Seguime –agregó.
Atravesamos un largo pasillo y no sé cuantas puertas de rejas. Se cerraba una y poco después aparecía otra; y otra. Fueron agolpándose mil sensaciones. Impotencia y bronca. Rencor y odio. Pero sobre todo, el sabor amargo del engaño.
Me habían hecho pasar droga, y de las pesadas; me habían asegurado que estaba todo preparado, que los “canas” lo sabían, que no harían ningún control. Y lo hice sin medir las consecuencias.
Por primera vez estaba con un tipo que se preocupaba por mí, había logrado salir de la casa de mi vieja donde el hambre y la miseria se habían instalado. Cuando descubrí a qué se dedicaba el hombre del que estaba enamorada, era tarde. Ya era parte de ellos. Cuando quise separarme me hicieron conocer las reglas del juego. Eran demasiado riesgosas. Me quedé por mi vieja. Cuando me pidieron el favor, mi hombre juró que sería la única vez. Y le creí.

Me asignaron una celda estrecha, de paredes despintadas y piso de cemento. La compartiría con dos mujeres. La oficial, una muchacha con el rostro enmarcado por la dureza, se paró delante de la puerta y me dijo:
-Ya conocés las reglas. Si las cumplís, mejor para vos. ¡Che! -le dijo a una de las reclusas tirada sobre la lúgubre cama, también de cemento. -Poné a la nueva al tanto de las costumbres y no te hagás la loca. La chica no tiene experiencia.
-¡Andá a cagar! –le contestó sin mirarla. -A mí no me vas a decir lo que tengo que hacer.
La Pocha era una mujer de poco menos de treinta años. Pronto supe que era la líder del pabellón; con ella nadie se metía. Yo había tenido el privilegio -según se decía- de compartir el calabozo con ella, lo que me convertía en su protegida; siempre que estuviera a su disposición y no me metiera con la otra mujer, una chica de poco más de veinte años.
Tiré el bolso sobre la cama y me senté. Un frío extraño se apoderó de todo mi cuerpo; me temblaban las piernas y el corazón latía con fuerza.
- Bienvenida, nena. ¿Qué te trajo por acá? No, no digas nada… a vos te cagaron. La cara te vende; seguro que te la hicieron comer. Son los hombres; son unos hijos de puta, ya vas a aprender. ¡Bah!, si salís. Si te agarraron con la pesada vas a pasar acá un buen rato. ¿Tenés cigarrillos?

No podía articular ni una sola palabra, mi lengua parecía haberse paralizado. Intenté abrir el bolso para pasarle lo pedido pero no podía correr el cierre. Estaba conmocionada; no quería mirar lo que ocurría alrededor. No quería darme cuenta del encierro al que acababan de someterme.
-¿Qué te pasa, nena?, ¿estás muda? Ya te vas a adaptar.
La otra me alertó.
-La Pocha te hizo una pregunta. Más vale que le contestés. A la Pocha nadie la deja con la palabra en la boca; ya te vas a enterar.
-Dejala Dina, no te das cuenta del cagazo que tiene. Dejala en paz.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que saqué los cigarrillos y se los alcancé.
Poco a poco me contaron las costumbres de la cárcel y las estrategias para pasarla mejor. Por ser nueva me tocaría limpiar el cuarto y lavarle la ropa a ambas por un mes. Si recibía visitas, debía darles la mitad de todo lo que me traían. Y debía procurar conseguir porros.
-Imposible –dije en un hilo de voz. ¿Quién me los va a traer? José no va a aparecer por aquí; y mi vieja y mi hermana están lejos de esas cosas.
-Bueno, ya veremos cómo arreglamos. Por ahora que sean puchos y chocolates… y revistas.

No quería pensar en quién me visitaría. Tal vez ni siquiera lo hicieran. En casa la pobreza mataba pero eran honestos. Para mi madre esto era una vergüenza y mi hermana no me lo perdonaría. En realidad prefería que no vinieran.

Pronto fui conociendo los hábitos carcelarios que -suponía- me permitirían sobrevivir. Me apropié del lenguaje, de los códigos y los lunfardos. Al lado de la mayoría me sentía diferente. Yo había terminado la escuela secundaria y hasta había empezado en la facultad, pero cuando murió el viejo las cosas cambiaron. Mi madre, que nunca había trabajado, tuvo que salir a planchar ropa y mi hermana cuidaba a un pibe en el barrio. Con lo que ganaban las dos no alcanzaba más que para comer. Desde que vivía con José les llevaba buena plata por mes, pero ahora… ahora sí que la había embarrado.
En los recreos y en los espacios comunes con las otras reclusas trataba de no hablar. Era severamente juzgada por ello. Me insultaban y maltrataban. Creían que lo hacía por desprecio, pero en realidad no era otra cosa que miedo. Una gorda que estaba presa por doble homicidio me miraba demasiado. Se comentaba que me la tenía jurada. De algún modo se iba a vengar de que fuera la protegida de La Pocha.
Con las chicas, en la celda, estaba más tranquila. Si bien ellas eran las que ponían las condiciones, yo las aceptaba a cambio de no sentirme tan sola.

Es brava la soledad ahí adentro. Es la soledad impuesta desde las bajas paredes del recinto que se ha convertido en morada, del techo mohoso y de las frazadas despidiendo un hedor ácido y penetrante. Es la soledad del abandono de los afectos; la soledad del alma arrepentida e impotente.
El tiempo se transforma durante el encierro. Es interminable y doloroso. Mientras afuera se vive apurado queriendo detener la vida, allí se sueña con que se aceleren las agujas del reloj; y parecen detenidas. A veces no se sabe si se está vivo. En las eternas noches de insomnio se lucha por imaginar el calor de los rayos del sol sobre la piel, o una caminata con los pies descalzos en la tierra recién llovida. Se recuerda la luz que se mete entre las rendijas de alguna ventana; y se desea una mano que acaricie el cuerpo sediento de afecto.


La Pocha me enseñó cómo parecer enferma para que me trasladen, cada tanto, al servicio médico. Le interesaba que me llevaran para conseguir psicofármacos.
Allí veía a otra gente, olía otros olores que, aunque igualmente inmundos, eran otros. Dormía entre sábanas menos gastadas y comía algo diferente. A mis compañeras ya no les prestaban atención; lo habían intentado demasiadas veces. Con sólo acusar desvaríos, intensos dolores de cabeza o crisis nerviosas, los daban sin restricciones. Les convenía. Te constituías en un problema menos; no comías y te pasabas la mayor parte del día durmiendo. Las pastillas circulaban en forma habitual en todos los pabellones. También había marihuana. Yo nunca había consumido. Lo hice por primera vez allí. Ayudaba a soportar el encierro, la marginación y las constantes agresiones físicas y psicológicas que propinaban algunas celadoras.

Aquella mañana fueron tres las que entraron. Dieron vuelta nuestros bolsos y desarmaron las almohadas. Era una requisa de las habituales que tenía el objetivo de humillarnos, de hacernos reaccionar. Mezclaban nuestros alimentos, el arroz con el azúcar, la polenta con los fideos. Eran tácticas que potenciaban nuestro odio y favorecían los deseos de venganza. Era también una manera de tener motivos para aislarnos en celdas de castigo.
Cuando levantaron mi colchón encontraron un paquete envuelto en diario; dijeron que contenía un pequeño cuchillo de hoja muy fina. Fui la primera sorprendida. Grité mil veces que no me pertenecía. Mientras me pateaban me exigían que me callara. La Pocha intervino dándole fuertes trompadas a una de las celadoras, pero entre las otras dos se la llevaron. A mí, aún tirada en el piso, me levantaron de los pelos y me arrastraron por un angosto pasillo. Mientras me quejaba, desafiaban:
-Te hubieras acordado antes, boluda. Ahora es tarde. Te vas a comer diez días ahí adentro.
El lugar era todo lo amplio como para que mi cuerpo, estirado en el piso, no rozara las paredes. Era fría y húmeda. Me dieron una manta y cerraron la puerta. Cuando mis ojos se acostumbraron a esa oscuridad pude comprobar que todo lo que allí había era un pozo, un pozo donde vomitar y hacer las necesidades fisiológicas.
Una rendija que no tendría más de quince centímetros dejaba pasar un halo de luz. No sé cuántas horas mis ojos se detuvieron en ella; cuando se encandilaron y dolieron, me animé a cerrarlos.
Los tres primeros días no me dieron de comer, sólo agua una vez, por la mañana. Después, por un pasador, tiraban un sucio plato con la ración diaria de comida. Y nada más.
Nada más.
El silencio se había apoderado de mi existencia. El silencio es el mayor poder del castigo. Asegura un sentimiento de muerte. Estás allí pero no estás. Estás enterrada en una tumba para sobrevivientes. El silencio total es el castigo que mayor poder ejerce sobre la mente. Y ellos lo saben.
Alguna vez se acercaba la celadora y detrás de la puerta me sacaba del sopor; preguntaba si estaba viva. Escuchar esa voz era un regalo del cielo; al menos sabía que no se habían olvidado de mí. La única compañía eran unas cuantas cucarachas que husmeaban entre mis piernas cuando el sueño me vencía, atraídas -seguramente- por el olor de mis intimidades.
Me esforcé en dejarme morir; supliqué que mi corazón se detuviera. Creí que me volvería loca.
Y no tengo más recuerdos que una puerta que, quién sabe cuándo, se abrió; una luz que dañaba mis ojos y de la sombra de una mujer que intentó pararme, mientras otra la ayudaba.
-Con esta nos pasamos, vieja.
Fueron las últimas palabras que escuché.

Estoy acostada en una cama; oigo voces difusas. Observo sondas que salen de mi boca, de la nariz, del brazo… Intento quejarme del dolor que perfora mi pecho; y no tengo fuerzas para emitir sonidos. Mi cuerpo arde debajo de las mantas. Todo sucede en cámara lenta. No puedo respirar.
A mi lado, sentada, creo ver a La Pocha.
¿Me parece, o seca lágrimas de sus ojos?



(*) De “Estigmas” - Cuentos no tan cuentos – Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2007.


Bookmark and Share











votar

sábado, 26 de junio de 2010

EL CUENTO DE HOY






UNA TIERRA ANCHA Y BUENA



Por Oscar Camilo Vives*




Recostada en el marco de la puerta, contemplaba como la mañana se tiende sobre el valle; clara, transparente, inmensa, cincela precisa todas las cosas otorgándoles una insólita apariencia de inmediatez. Apunta a lo lejos destellante el dorso henchido del río Chubut; serpentea acariciando sensualmente los ribazos húmedos donde en apretada procesión verdecen algunos sauces; humillado el lacio ramaje, se copian en trémulas sombras sobre el espejo de las aguas enfangadas. Detrás de la casa unas jarillas animosas trepan serenas el fácil recuesto de la loma; más allá desbordando la muralla de colinas ensancha la meseta en todas direcciones su quietud primordial, inerte, cuajada en un letargo de milenios. Por único límite los inasibles confines azules del horizonte. Una paz densa, eterna fluye ascendente desde la profunda soledad sin tiempo del desierto; sobre este silencio vasto el cielo vuélcase en oleadas de azul y en el suelo pedregoso el sol se hace un millón de trozos de luz. En la hondonada contigua al río se distingue la figura de su marido; camina lentamente cabizbajo; escudriña el suelo negro y terronoso; la herramienta que empuña tintinea al chocar con las piedras y chispean los metales encendidos al sol.
Se siente cansada; mira abstraída esa tierra extraña, salvaje, sedienta, tan diferente del mundo doméstico, lejano ahora, de donde viene. Una sucesión de imágenes escapando al tiempo encadénase en su memoria; reflejan parcelas del pasado no muy lejano para ella. El caserío del pueblo natal arrebatándose, roto, disperso, por los faldeos de los cerros. Las praderas de verde alfombra donde acostumbraba a jugar de niña con sus hermanos. Corretear de la tribu infantil por las callejuelas diminutas que ascendían quebrándose en las pendientes. Vagabundeos detrás de las cercas de piedras. Frenéticos delirios de pájaros lanzados a volar sobre la frescura húmeda de los altozanos. Todos parecían muy felices en aquella época y ella también lo era. Los hombres de la aldea y entre ellos el padre y los hermanos mayores trabajaban en las minas de carbón.


Precisamente fue más tarde cuando las cosas cambiaron lentamente; el trabajo y por consiguiente el dinero escaseó y las discusiones agriaron la vida familiar. Por lo que supo adivinar los propietarios clausuraban las minas y la miseria asomó a muchos hogares. Entonces murió su madre y ella terminó casándose con Aaron. Ahora ambos estaban en este país lejano a muchas millas de su casa. Mitines y asambleas agitaron la aldea en los últimos meses, más al fin partieron. En ese momento supo repentinamente que no vería más el hogar. A su marido no pareció importarle; era impetuoso, decidido, aventurero; iniciarían los dos una nueva vida sin ser oprimidos en su religión y su lenguaje. Eso decía Aaron. A ella le costó muchas lágrimas partir.

Finalmente un día un centenar y medio embarcó. Dejaban atrás ataduras antiguas. Partían para conseguir algo y olvidar mucho; buscando fundar un mundo intacto viajaron a esta remota orilla del planeta en pos de sosiego, paz y tranquilidad. Presurosos construyeron sus casas; adobes crudos, madera y techo de ramas argamasadas con barro; luego las llenaron de mesas y sillas y vajillas y porcelanas; pusieron anaqueles en las paredes y los llenaron de libros; fabricaron tiestos y tuvieron flores; cubrieron con cristales los huecos vacíos de las ventanas y después encendieron luces detrás de los cristales.

Pronto retornaron las preocupaciones. Las cosechas fracasaban por la sequedad del cielo. En su distante país no sabían de esto y ahora la cruel realidad ennegreció el porvenir. Advertía del envejecimiento de las esperanzas y soportó en el alma las borrascas de considerar la incertidumbre del futuro. Lanzó un largo suspiro. Entró en la casa. ¡El nuevo hogar!. Echó una mirada a la habitación. Suelo de tierra apisonada, paredes enjalbegadas. Del techo de baja altura colgaba un candil; al fondo una puerta abre al dormitorio; en medio una mesa de pino desnudo y varias sillas; tiembla y gime la olla de fondo tiznado que cuelga sobre el fogón. Enroscado en un rincón duerme el perro.

Durante el almuerzo el marido permaneció callado, ella lo miraba a hurtadillas, interrogante, dudando sin atreverse a preguntar. El hombre acaricia con los dedos el vaso antes de tomar un sorbo y luego pensativo tabalea sobre la mesa. Finalmente, titubeando, con voz de tono bajo, pesaroso: “veremos, muchos quieren emigrara a otras tierras... yo no sé qué hacer”. Luego agrega: “nos reuniremos en la capilla para decidir”. Hace un silencio cargado de dudas. Es un hombre flaco, de cara angulosa; el rojo de las guedejas rizosas destaca la palidez del rostro pecoso; viste una camisa sudada y unos pantalones de color canelo; en los pies calza botines con abotonadura. Vuelve la mirada. Afuera el sol cálido, luminoso, llameante envuelve el paisaje decorándolo con un color caliente y el agrio adobo del abrasado jarillal reemplaza el olor fresco de la mañana. Los rayos solares metiéndose por la ventana cuadriculan el piso de la habitación.
Luego, por la puerta abierta ella contempló cómo su marido endomingado echó por el sendero lleno de polvo que costea el salitral y lo lleva a la casa del vecino; bracea esforzándose en apartar las ramas de los matorrales desbordantes sobre el camino. Mientras lo mira alejar crece su inquietud. ¿Es esta la decisión apropiada? Por lo menos en este país poseían un pedazo de suelo. Aunque el trabajo era duro y la vida difícil por vez primera sentía en su interior una sensación de libertad. No emigraría otra vez. Comenzaba a querer la tierra salvaje, fuerte, terrible. Nueva y virgen.

Bajo la tarde que cae tibia la luz solar se cierne sobre el valle revistiéndolo de una encalmada calidez. En un súbito impulso toma la pala y sale resuelta. El suelo arenoso de la orilla del río cede fácilmente al mordisco del afilado acero y poco a poco consigue excavar una somera zanja hasta el borde del terreno sembrado. Y entonces, de pronto, el agua, liberada, corre viva, ancha, rueda palpitante por la pendiente; se divide en arroyuelos alegres que arremolinados reptan juguetones; con inaudibles siseos apaga la sed de los terrones mudándoles en pellas de lodo; indecisa bulle y tiembla ante los obstáculos y luego venciéndolos prorrumpe en minúsculas avenidas; al final de su turbulenta carrera se esparce. Ahora, abierta, lenta, duérmese en delgada lámina espejando el sol y el cielo y las nubes; crece, se espesa y cubre tierna y protectora los brotes mustios. La mujer permanece callada ante el milagro que sus manos han generado. Ahora todo estará bien. Esta será la tierra buena y ancha de la promesa y de sus esperanzas. Las nubes altas, gruesas, apelotonadas navegan señoriales hacia el poniente y luego remansadas en algún recodo del firmamento se apiñan aborrascando el horizonte lineal; las últimas luces de la tarde ya cansada agrisan su rostro. Oye cercano el rumor de voces; reconoce el conversar caudaloso del vecino. Discute en tono alto, encendido, polémico.


Desde alguna parte llega el canto agudo de una mujer y el reír gozoso de un niño. A lo lejos un primer perro inicia el coro de ladridos. Crece la tiniebla. El valle se duerme lentamente.

Nota: Seleccionado en el Certamen Literario Provincial de la Provincia de Chubut, año 1982




Bookmark and Share















votar

martes, 22 de junio de 2010

LA NOTA DE HOY





La lectura: una elección personal



Por Olga Starzak


A menudo me pregunto cuántos medios de comunicación, sean estos televisivos, radiales o gráficos, recomiendan –a la hora de sugerir títulos literarios- a autores de la talla de los argentinos María Esther de Miguel, Sergio Bizzio, Héctor Tizón o Sara Gallardo, o de los chilenos José Donoso o Roberto Bolaño, los mexicanos Humberto Villafuerte y Mónica Lavin o el ecuatoriano Adalberto Ortiz… La literatura oriental es también un capítulo a descubrir y a la que tenemos poco acceso, tal vez de otra manera podríamos disfrutar de la obras del japónes Yukio Mishima o del turco Nedim Gürsel.
El objetivo de esta nota -y sólo a modo de reflexión- es comprender y valorar que más allá de aquellos autores de indiscutible imaginación como Dan Brown, Wilbur Smith, Patrick Ericson, J.K. Rowling o John Grisham, existen otros que, no tan dedicados a temáticas que cautivan en general a un gran público lector (ya sea porque escriban obras de perfil histórico, político, religioso, o de ciencia ficción) se constituyen en sí mismos referentes literarios -más por sus técnicas que por sus tramas- por su modo de narrar, de descubrir una época en la historia literaria de la humanidad.
Unos ofrecen (especialmente a los editores y también al autor) alternativas comerciales y por ende un atractivo económico; otros -autores de obras literarias con un legado estético, técnicas y estilo- la posibilidad de un crecimiento personal. La literatura de ambos es pasible de análisis y críticas…
Sin embargo y lo digo con preocupación, sólo los libros que reúnen las condiciones de “vendibles” llegan a todos los estamentos sociales; son los denominados best sellers. Muchas veces simplemente como consecuencia del oportunismo de un autor que –por alguna razón- buscó para su obra un tema de permanente dolor y conflicto como lo es la última dictadura militar, las crisis políticas, el interés común por los temas de auto-ayuda, o la catarsis colectiva de la que se aprovechan psicólogos o psicoterapeutas para publicar sus temáticas de diván, logrando que lectores asiduos de encontrar lugares comunes, devoren sus textos.
El lector tiene derecho a elegir. Para ello es necesario poner a su alcance, en las vidrieras de las librerías, en los titulares de los suplementos literarios o en el índice de cualquier medio gráfico, a todos aquellos autores que atravesados por la fuerza intrínseca del talento y la creatividad, recurren a la palabra escrita con el recurso mágico e irresistible de hacernos sentir parte de sus historias: la cautivante realidad del texto literario.



miércoles, 16 de junio de 2010

LOS MICRORRELATOS DE HOY

Tres microrrelatos de Carlos Dante Ferrari








UNA FORTALEZA INEXPUGNABLE

-¿Qué dijiste?, gritó el padre, furibundo.
-Nada, contestó el chico.
-Te oí. Dijiste una palabrota. ¿De dónde la sacaste?
-Mmm… De… la escuela…
-¿Ah, sí? No vuelvas a decirla, ¿entendiste?
El chico calló tan solo un instante. Luego se atrevió a preguntar:
-¿Entonces no puedo decirla?
-¡No, por supuesto que no!
-¿Y pensarla?
Desconcertado, el padre replicó:
-Si no la te la oigo decir…
El hijo lo miró, desafiante, dio media vuelta y se retiró diciendo:
-Ahora mismo la estoy pensando…








VIDA EXTRAGALÁCTICA

El hombre resopló. Hacía muchísimo calor. Dejó a un lado sus notas y levantó la vista para atender al visitante. Otra vez el secretario de informaciones volvía a la carga.
-Sí, ¿qué sucede ahora?
-Se confirmó la noticia, señor. Están analizando cómo la difundiremos. La idea es no alarmar a la población.
-¿Pero realmente hay vida inteligente o es sólo una conjetura?
-Depende de lo que entendamos por “inteligencia”, señor. Si se refiere a la capacidad de elaborar abstracciones para emplearlas en el diseño y fabricación de objetos, eso ya está comprobado. La sonda captada proviene de allí. Por lo demás, los habitantes se trenzan en guerras con frecuencia; en la faz social diría que se comportan como verdaderos idiotas.
-¿Y ya han decidido algún nombre para el planeta?
-Sí, señor: el mismo que ellos utilizaban desde tiempos primitivos.
-¿Ah sí? ¡Qué interesante! ¿Cuál era ese nombre?
- Gaia, señor: lo llamaban Gaia.









IDENTIDAD

La miró como la primera vez. Fue una sensación rara, casi impropia de dos seres que se conocen y se aman durante más de veinte años.
Con los ojos cerrados y una recobrada serenidad en el rostro durmiente, Ana se parecía mucho más a la adolescente del primer amor que a esa mujer adulta, agobiada por los sobresaltos de una profesión de riesgo.
“Es ella”, le dijo por lo bajo al empleado de la morgue. Y volvió a cubrirle el rostro con la sábana.




Bookmark and Share













votar

martes, 15 de junio de 2010

EL POEMA DE HOY




PLEGARIA PARA
UN TEHUELCHE


de Sandra Pien (*)


Viento galopante
privilégiame
compartiendo tu recado
tu matrón tejido
y un quillango de plumas
sobado y cosido
con venas de ñandú.
Hazme dormir
en tus orillas
consuélame
en tus bosques ermitaños.
Dale a mi espíritu
la dureza granítica
del rosado Chaltén
y brota en los espacios inmensos
ritmo elemental
de coirones.
Enderézame
maderas de calafate
con grasa caliente
para otra pelea
con mejores flechas.



(*) de Elegía Patagónica en el libro "Patagonia Rumbo Sur" - poemas - Sandra Pien - Ed. Vinciguerra, Buenos Aires, 1998


Bookmark and Share











votar

sábado, 12 de junio de 2010

EL CUENTO DE HOY






EL OLVIDADO



Por Jorge E. Martínez Llenas




En toda historia hay siempre alguien que queda de lado, perdido y oculto entre el fárrago de hechos y comentarios, pese a que quizás su presencia hubiera sido una de las más determinantes para el desarrollo de la historia. La presente es un elocuente y demostrativo ejemplo de lo dicho. Me fue relatada hace ya un lejano y casi olvidado tiempo, por un anciano hombre de campo que se encontraba muy próximo a la muerte, cuyo abuelo había sido un arriero riojano de nombre Rosauro Ávila. Éste Rosauro, el abuelo de quien me relató la historia, era en ese entonces, allá por 1840 o 1850, época de la incordiosa guerra entre Unitarios y Federales, un jovencito, y deambulaba por los pajonales y campos de la provincia argentina de San Juan buscando hacerse su lugar entre los veteranos arrieros de la zona. Ese imberbe muchacho tuvo el privilegio de ser testigo privilegiado y uno de los principales actores de un drama que luego se convertiría en leyenda popular.

Mi confidente escuchó éste y muchos otros relatos de propia boca de su abuelo Rosauro, durante las pausas vespertinas en las que el calor menguaba y daba un merecido descanso, entre mate y mate, a los hombres y caballos que habían pasado el día en el arreo de las reses. Siempre retuvo éstos cuentos en su memoria, tanto más por cuanto que al crecer se percató de la importancia que tenían por provenir de uno de los personajes principales en el desarrollo directo del drama, la leyenda de la Difunta Correa, que no por ser de sobra conocida deja de asombrar y de suscitar devociones incondicionales hasta el día de hoy.

El abuelo Rosauro, por ese entonces un ignorado peoncito, cabalgaba habitualmente con otros dos arrieros también vecinos, como él, de la localidad de Malazán, Tomás Romero y Jesús Nicolás Orihuela, quienes lo habían tomado a su cargo para enseñarle los secretos de la vida del campo y de los animales. Llevaban arreos de ganado entre las provincias de San Juan y La Rioja, con ocasionales destinos a Córdoba o Santiago del Estero, discurriendo con las tropas de vacunos por los campos bajo un sol inclemente durante días y días, teniendo sólo el respiro de la noche y alguna solitaria aguada que, de tanto en tanto, les permitía abrevar en ella y refrescarse. Es una sacrificada vida la de arriero, que va lentamente minando la salud del hombre a fuerza de quebraduras, golpes y fiebres; pero Rosauro era joven y animoso, y en esa época tenía una comprensible sed de aventuras y ganas de aprender un oficio que, aunque duro, le daría patente de hombría y coraje. Además también tenía la inmensa suerte de contar con unos compañeros muy avezados en el oficio, nada reacios a transmitirle sus conocimientos.

La época era difícil; la guerra entre Unitarios y Federales ponía en peligro la supervivencia de las familias, por los abusos que cometían los dos bandos, que saqueaban a los vencidos, reclutaban por la fuerza a los hombres para ir a combatir, y no se detenían ante nada para saciar su lujuria con las mujeres de los muertos o reclutados. Pero por su juventud, y por contar con la protección de los dos veteranos arrieros, Rosauro se encontraba todavía a salvo de ser víctima de esos atropellos, y confiaba en que, ya cuando fuera mayor, hubiera llegado a su fin tan insensata como inútil contienda.

Pero volviendo a la historia; nuestros hombres llevaban más de una semana arreando la tropa de ganado sin mayores dificultades que las usuales, cuando al aproximarse a la zona conocida como Vallecito, el ardiente viento llevó a sus incrédulos oídos un inusual pero inconfundible sonido: el llanto desgarrador de un niño de muy corta edad, de una cría humana que no tenía nada que hacer en esos parajes, y menos todavía a esas abrasadoras horas del día. Atemorizados, pero curiosos, optaron por dirigirse, con extremada cautela, hacia el lugar de origen de dicho sonido. No tuvieron que recorrer mucho trayecto. En el suelo, sobre la tierra y el polvo, rodeada por unas pocas pertenencias desperdigadas aquí y allá, encontraron el cuerpo sin vida, seco, sin lágrimas ni saliva y con la piel ajada por el despiadado sol, de una mujer joven que pudieron reconocer, a duras penas, como una vecina de Malazán, Deolinda Correa. Calcularon que llevaría muerta uno o dos días, según lo que les pareció, y probablemente de sed. Pero lo más asombroso de todo eran los feroces berridos y llantos que emitía el crío que estaba a su lado, apoyado sobre un costado de ella, sobre el descubierto y aún milagrosamente turgente seno de la que a todas luces era su madre.

Los supersticiosos hombres, Rosauro incluido, se santiguaron, murmurando «milagro…milagro…» ante el hecho incomprensible y misterioso: la supervivencia de ese niño, de tan solo unos pocos meses de edad, por obra y gracia de la leche que todavía se podía ver brotar del pecho de su madre muerta. El crío había sido salvado por ella, pero también por la fuerza, la tenacidad y la duración de su propio llanto infantil, que se había hecho escuchar desde lejos, atrayendo la atención de los arrieros.


Los dos hombres mayores decidieron enterrar allí mismo a Deolinda, no sin antes permitir al niño una última mamada, para asegurarse de que pudiera llegar al poblado más cercano. Le tocó en suerte a Rosauro, el más joven, hacerse cargo del niño y llevarlo adonde alguien pudiera cuidarlo, mientras los otros, más duchos en el oficio, continuarían llevando el ganado a su destino. Partió raudo en su caballo, llevando al pequeño sujetado a la grupa con un tiento. Soportó durante todo el trayecto, que duró sus buenos dos días, sus llantos y quejidos lastimeros, y lo mantuvo vivo dándole a beber del agua que llevaba en una vejiga de oveja, mediante el sencillo método de hacerle chupar un paño embebido en la misma. No bien llegó al poblado, lo dejó al cuidado del cura del lugar y volvió con sus compañeros. Ya no lo volvió a ver.

Tiempo después los tres volvieron a Malazán, y allí se enteraron de la triste historia de Deolinda, la madre de ese pobre niño. La joven, enamorada y desesperada porque una montonera riojana había reclutado por la fuerza a su flamante esposo, Baudilio Bustos, había salido detrás de él con su hijo de pocos meses de edad y unas pocas pertenencias a cuestas, desoyendo todas las advertencias de sus vecinos y firmemente resuelta a alcanzarlo. Pero no sólo no pudo lograr su objetivo, sino que además perdió la vida en ese tan loco como inútil intento de mantener unida su familia.

Años después, ya mayor, Rosauro, quizás picado por cierta incómoda sensación de culpabilidad, sintió curiosidad por conocer algo sobre el destino del niño, el gran ausente de esa trágica historia que ya comenzaba a convertirse en leyenda. Volvió al poblado en donde lo había dejado y habló con el cura. Éste sólo pudo decirle que lo había entregado a una familia que, huyendo de la violencia montonera, iba de paso hacia Córdoba, llevando consigo otro pequeño lactante, por lo que su sustento parecía estar asegurado, dado que la mujer se había quedado prendada de la criatura y le prometió que la cuidaría como si fuera de ella misma. También el cura le confió a Rosauro que no había hecho ningún registro oficial sobre la identidad del niño porque creyó que en su pueblo natal ya alguien debería haberlo hecho, y si no, lo mismo daba, pues desde ese momento pasaría a ser parte de una nueva familia que le daría un nuevo nombre. A los fines prácticos ni él ni nadie sabía nada más sobre el destino de esa criatura.

Como buen arriero que era, Rosauro conocía a mucha gente, y se aprovechó de ello para dedicar muchas de sus horas de merecido descanso a tratar de averiguar quienes serían aquellos que se habían encargado del pequeño. Lamentablemente nunca obtuvo ningún otro dato: se perdieron en la vasta tierra, como tantos otros obligados a migrar para esquivar la violencia fratricida y salvar sus vidas, valiosas para los jefes montoneros únicamente como carne de cañón.

Lo que Rosauro, el abuelo de mi relator, no pudo jamás olvidar, fue el llanto incesante y desgarrador del niño; cada vez que lo mencionaba se le ensombrecía la mirada y una lágrima inoportuna brotaba de sus ojos. Siempre recordaba el trayecto en que lo llevó en la grupa de su caballo, llorando sin cesar, como pidiendo algo que no sabía expresar por su corta edad. Ese llanto lo persiguió durante años en sus sueños, y el llanto de sus propios hijos durante la noche siempre se lo hizo recordar.

¿Dónde estaría, pensaba Rosauro en sus desveladas noches, el principal actor de ese drama desolador que había marcado indeleblemente su vida para siempre? Con todo lo que ese niño había luchado por vivir, nada se sabía ni probablemente se sabría de él en el futuro; viviría su vida desconociendo lo importante que había sido para el desarrollo de una leyenda que ya estaba en el corazón de la gente, siempre necesitada de algún milagro para soportar las adversidades de la vida. Y para la vida de él mismo, un pobre arriero que a partir de entonces no había podido disfrutar nunca más de una noche de sueño tranquilo y reparador.

Lo que pese a todo era indudable es que, por llorar y llorar, ese crío se había ganado a pulso el derecho a vivir, a ser cuidado y querido como cualquier otro hijo de Dios. Quién sabe cuál sería su destino, en quién se convertiría, qué recuerdos ocultos emergerían en algún momento de lo más hondo de su mente. Rosauro desconocía todo eso, pero siempre a lo largo de su vida, con esperanzada tenacidad, se encargó muy bien de repetir la historia en cada fogón, en cada mateada, en cada pulpería o fiesta familiar en las que estuviera, deseando que quizás algún día alguien, inesperadamente, echara luz sobre las tinieblas de esa oscura zona de su vida que para siempre ocupó el olvidado hijo de la Difunta Correa.



Bookmark and Share











votar

sábado, 5 de junio de 2010

LA NOTA DE HOY




LIBRERIAS DEL CHUBUT


Por Jorge Eduardo Lenard VIVES



Sin lectores no habría escritores. Sin un público que aprecie su creación, un autor podría pasarse la vida apilando hojas de una obra; a lo mejor magnífica, pero inédita. En ese caso nunca sería completamente un escritor, ya que el milagro de transformarse en tal, se da cuando alguien abre un libro y recrea, a través del texto, los sentimientos y los pensamientos del otro; y les da nueva vida. Ciertamente, sin lectores no habría escritores. Pero sin librerías no habría ni lectores ni escritores.

Porque este necesario nexo, interfaz entre la creación y la contemplación literaria, es el catalizador de la reacción química que une íntimamente al escritor, al lector y a la obra. También las bibliotecas logran producir tal amalgama; sin embargo, se dejará para otra oportunidad homenajear desde estas páginas tan valiosas instituciones.


El presente artículo quiere referirse, únicamente, a esos locales que suelen ser frecuentados por esperanzados bibliófilos buscando incorporar a su patrimonio libreril una obra anhelada; o que entran persiguiendo el placer de ser sorprendidos por un título del que nunca habían oído hablar y que, sin embargo, al hallarlo, encuentran que encaja justo con su estado de ánimo o sus apetencias, como las dos piezas sucesivas de un rompecabezas.


Dentro del inmenso universo de librerías, se mencionará en particular a las librerías del Chubut; algunas de ellas añosas, tradicionales; otras no tan viejas, pero que aspiran a incorporarse al espacio literario regional. Se excluyen, por ahora, las sucursales de la grandes librerías que, como las cadenas de supermercados, se expanden cada día más en las ciudades del sur; librerías desde ya que son elogiables porque también contribuyen a reunir al lector con el escritor.

Pero la nota quiere mentar, en esta oportunidad, a esas otras librerías, familiares, íntimas, muchas veces atendidas por sus dueños; en las que la clientela se componen más que por clientes, por amigos; que van a encontrarse con otros amigos, algunos de los cuales los aguardan detrás del mostrador; y otros, ordenados en los estantes, quietos, expectantes, ofreciendo su lomo para ser retirados por una mano interesada en prolongar la amistad.


Empezando la recorrida por Trelew, debe mencionarse la tradicional librería “Morón”, nacida hace ya unos cuantos años; sita ahora en la calle Belgrano. Sus estantes ofrecen una amplia colección de temática patagónica. Otra librería, que muestra un tentador tesoro de libros “viejos” y nuevos, es “El rincón del libro”; ubicado hasta hace poco donde estaba, en otros tiempos, “El gato de callejón”; y que ahora abre sus puertas en la calle España. Allí los anaqueles, invariablemente, guardan la sorpresa de algún título patagónico poco común. Y hace poco se agregó a esta lista la librería “Mandala”; que, además de dar un lugar de privilegio a los autores regionales, ofrece otras actividades literarias, como talleres y presentaciones.


En Comodoro Rivadavia, dos librerías constituyen referentes ineludibles de su vida literaria: “Real” y “Erboni”. La primera lleva muchos años en la ciudad; desde su local en la Avenida San Martín – allá lejos y hace tiempo – se trasladó a su actual en la calle Francia. “Erboni”, en tanto, a pocas cuadras de la anterior, reúne una importante cantidad de textos de escritores de la zona.

Hablar de una librería en Esquel, es mencionar la casa “Macayo”. Ubicada sobre la 25 de Mayo, la calle comercial por excelencia de la ciudad cordillerana, ofrece ya desde su vidriera la obra de los autores patagónicos. Sobre la misma arteria, aunque más cerca de la avenida San Martín, “La casa de Esquel” presenta una importante colección de libros usados y nuevos sobre la Patagonia; entre los que se pueden encontrar volúmenes de gran valor.


En Sarmiento, tiempo atrás, se instaló una librería, “La otoñal”; cuyo interior era tan acogedor como su nombre, que recuerda esa estación del año propicia para la lectura. No está funcionado ahora; sin embargo, su propietaria sigue siendo un referente para los lectores y los escritores sarmientinos.

En tanto en Puerto Madryn, la librería “Aykén”, siempre hace un lugar a la creación literaria regional.
Nuestro listado es incompleto. Día a día se agregan a nuevos locales que ofrecen su bagaje cultural. Queda, entonces, una deuda: la de incluir sus nombres en un próximo artículo.

Y, a lo mejor, en esta página, donde por ahora va este rápido recuerdo sólo para nuestras librerías chubutenses, se publique alguna vez una nota que hable de todas las librerías de la Patagonia. Será un merecido recuerdo; porque si bien para el amante de la Literatura, en cualquier lugar del mundo, el valor de las librerías es el de constituir esos lugares de culto donde se produce la comunión entre escritores y lectores; en la Patagonia tienen además otra tarea fundamental: la de contribuir a difundir los autores regionales y sus obras; las que no tienen muchas veces cabida en las grandes librerías del norte.




Bookmark and Share











votar

jueves, 3 de junio de 2010