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sábado, 12 de junio de 2010

EL CUENTO DE HOY






EL OLVIDADO



Por Jorge E. Martínez Llenas




En toda historia hay siempre alguien que queda de lado, perdido y oculto entre el fárrago de hechos y comentarios, pese a que quizás su presencia hubiera sido una de las más determinantes para el desarrollo de la historia. La presente es un elocuente y demostrativo ejemplo de lo dicho. Me fue relatada hace ya un lejano y casi olvidado tiempo, por un anciano hombre de campo que se encontraba muy próximo a la muerte, cuyo abuelo había sido un arriero riojano de nombre Rosauro Ávila. Éste Rosauro, el abuelo de quien me relató la historia, era en ese entonces, allá por 1840 o 1850, época de la incordiosa guerra entre Unitarios y Federales, un jovencito, y deambulaba por los pajonales y campos de la provincia argentina de San Juan buscando hacerse su lugar entre los veteranos arrieros de la zona. Ese imberbe muchacho tuvo el privilegio de ser testigo privilegiado y uno de los principales actores de un drama que luego se convertiría en leyenda popular.

Mi confidente escuchó éste y muchos otros relatos de propia boca de su abuelo Rosauro, durante las pausas vespertinas en las que el calor menguaba y daba un merecido descanso, entre mate y mate, a los hombres y caballos que habían pasado el día en el arreo de las reses. Siempre retuvo éstos cuentos en su memoria, tanto más por cuanto que al crecer se percató de la importancia que tenían por provenir de uno de los personajes principales en el desarrollo directo del drama, la leyenda de la Difunta Correa, que no por ser de sobra conocida deja de asombrar y de suscitar devociones incondicionales hasta el día de hoy.

El abuelo Rosauro, por ese entonces un ignorado peoncito, cabalgaba habitualmente con otros dos arrieros también vecinos, como él, de la localidad de Malazán, Tomás Romero y Jesús Nicolás Orihuela, quienes lo habían tomado a su cargo para enseñarle los secretos de la vida del campo y de los animales. Llevaban arreos de ganado entre las provincias de San Juan y La Rioja, con ocasionales destinos a Córdoba o Santiago del Estero, discurriendo con las tropas de vacunos por los campos bajo un sol inclemente durante días y días, teniendo sólo el respiro de la noche y alguna solitaria aguada que, de tanto en tanto, les permitía abrevar en ella y refrescarse. Es una sacrificada vida la de arriero, que va lentamente minando la salud del hombre a fuerza de quebraduras, golpes y fiebres; pero Rosauro era joven y animoso, y en esa época tenía una comprensible sed de aventuras y ganas de aprender un oficio que, aunque duro, le daría patente de hombría y coraje. Además también tenía la inmensa suerte de contar con unos compañeros muy avezados en el oficio, nada reacios a transmitirle sus conocimientos.

La época era difícil; la guerra entre Unitarios y Federales ponía en peligro la supervivencia de las familias, por los abusos que cometían los dos bandos, que saqueaban a los vencidos, reclutaban por la fuerza a los hombres para ir a combatir, y no se detenían ante nada para saciar su lujuria con las mujeres de los muertos o reclutados. Pero por su juventud, y por contar con la protección de los dos veteranos arrieros, Rosauro se encontraba todavía a salvo de ser víctima de esos atropellos, y confiaba en que, ya cuando fuera mayor, hubiera llegado a su fin tan insensata como inútil contienda.

Pero volviendo a la historia; nuestros hombres llevaban más de una semana arreando la tropa de ganado sin mayores dificultades que las usuales, cuando al aproximarse a la zona conocida como Vallecito, el ardiente viento llevó a sus incrédulos oídos un inusual pero inconfundible sonido: el llanto desgarrador de un niño de muy corta edad, de una cría humana que no tenía nada que hacer en esos parajes, y menos todavía a esas abrasadoras horas del día. Atemorizados, pero curiosos, optaron por dirigirse, con extremada cautela, hacia el lugar de origen de dicho sonido. No tuvieron que recorrer mucho trayecto. En el suelo, sobre la tierra y el polvo, rodeada por unas pocas pertenencias desperdigadas aquí y allá, encontraron el cuerpo sin vida, seco, sin lágrimas ni saliva y con la piel ajada por el despiadado sol, de una mujer joven que pudieron reconocer, a duras penas, como una vecina de Malazán, Deolinda Correa. Calcularon que llevaría muerta uno o dos días, según lo que les pareció, y probablemente de sed. Pero lo más asombroso de todo eran los feroces berridos y llantos que emitía el crío que estaba a su lado, apoyado sobre un costado de ella, sobre el descubierto y aún milagrosamente turgente seno de la que a todas luces era su madre.

Los supersticiosos hombres, Rosauro incluido, se santiguaron, murmurando «milagro…milagro…» ante el hecho incomprensible y misterioso: la supervivencia de ese niño, de tan solo unos pocos meses de edad, por obra y gracia de la leche que todavía se podía ver brotar del pecho de su madre muerta. El crío había sido salvado por ella, pero también por la fuerza, la tenacidad y la duración de su propio llanto infantil, que se había hecho escuchar desde lejos, atrayendo la atención de los arrieros.


Los dos hombres mayores decidieron enterrar allí mismo a Deolinda, no sin antes permitir al niño una última mamada, para asegurarse de que pudiera llegar al poblado más cercano. Le tocó en suerte a Rosauro, el más joven, hacerse cargo del niño y llevarlo adonde alguien pudiera cuidarlo, mientras los otros, más duchos en el oficio, continuarían llevando el ganado a su destino. Partió raudo en su caballo, llevando al pequeño sujetado a la grupa con un tiento. Soportó durante todo el trayecto, que duró sus buenos dos días, sus llantos y quejidos lastimeros, y lo mantuvo vivo dándole a beber del agua que llevaba en una vejiga de oveja, mediante el sencillo método de hacerle chupar un paño embebido en la misma. No bien llegó al poblado, lo dejó al cuidado del cura del lugar y volvió con sus compañeros. Ya no lo volvió a ver.

Tiempo después los tres volvieron a Malazán, y allí se enteraron de la triste historia de Deolinda, la madre de ese pobre niño. La joven, enamorada y desesperada porque una montonera riojana había reclutado por la fuerza a su flamante esposo, Baudilio Bustos, había salido detrás de él con su hijo de pocos meses de edad y unas pocas pertenencias a cuestas, desoyendo todas las advertencias de sus vecinos y firmemente resuelta a alcanzarlo. Pero no sólo no pudo lograr su objetivo, sino que además perdió la vida en ese tan loco como inútil intento de mantener unida su familia.

Años después, ya mayor, Rosauro, quizás picado por cierta incómoda sensación de culpabilidad, sintió curiosidad por conocer algo sobre el destino del niño, el gran ausente de esa trágica historia que ya comenzaba a convertirse en leyenda. Volvió al poblado en donde lo había dejado y habló con el cura. Éste sólo pudo decirle que lo había entregado a una familia que, huyendo de la violencia montonera, iba de paso hacia Córdoba, llevando consigo otro pequeño lactante, por lo que su sustento parecía estar asegurado, dado que la mujer se había quedado prendada de la criatura y le prometió que la cuidaría como si fuera de ella misma. También el cura le confió a Rosauro que no había hecho ningún registro oficial sobre la identidad del niño porque creyó que en su pueblo natal ya alguien debería haberlo hecho, y si no, lo mismo daba, pues desde ese momento pasaría a ser parte de una nueva familia que le daría un nuevo nombre. A los fines prácticos ni él ni nadie sabía nada más sobre el destino de esa criatura.

Como buen arriero que era, Rosauro conocía a mucha gente, y se aprovechó de ello para dedicar muchas de sus horas de merecido descanso a tratar de averiguar quienes serían aquellos que se habían encargado del pequeño. Lamentablemente nunca obtuvo ningún otro dato: se perdieron en la vasta tierra, como tantos otros obligados a migrar para esquivar la violencia fratricida y salvar sus vidas, valiosas para los jefes montoneros únicamente como carne de cañón.

Lo que Rosauro, el abuelo de mi relator, no pudo jamás olvidar, fue el llanto incesante y desgarrador del niño; cada vez que lo mencionaba se le ensombrecía la mirada y una lágrima inoportuna brotaba de sus ojos. Siempre recordaba el trayecto en que lo llevó en la grupa de su caballo, llorando sin cesar, como pidiendo algo que no sabía expresar por su corta edad. Ese llanto lo persiguió durante años en sus sueños, y el llanto de sus propios hijos durante la noche siempre se lo hizo recordar.

¿Dónde estaría, pensaba Rosauro en sus desveladas noches, el principal actor de ese drama desolador que había marcado indeleblemente su vida para siempre? Con todo lo que ese niño había luchado por vivir, nada se sabía ni probablemente se sabría de él en el futuro; viviría su vida desconociendo lo importante que había sido para el desarrollo de una leyenda que ya estaba en el corazón de la gente, siempre necesitada de algún milagro para soportar las adversidades de la vida. Y para la vida de él mismo, un pobre arriero que a partir de entonces no había podido disfrutar nunca más de una noche de sueño tranquilo y reparador.

Lo que pese a todo era indudable es que, por llorar y llorar, ese crío se había ganado a pulso el derecho a vivir, a ser cuidado y querido como cualquier otro hijo de Dios. Quién sabe cuál sería su destino, en quién se convertiría, qué recuerdos ocultos emergerían en algún momento de lo más hondo de su mente. Rosauro desconocía todo eso, pero siempre a lo largo de su vida, con esperanzada tenacidad, se encargó muy bien de repetir la historia en cada fogón, en cada mateada, en cada pulpería o fiesta familiar en las que estuviera, deseando que quizás algún día alguien, inesperadamente, echara luz sobre las tinieblas de esa oscura zona de su vida que para siempre ocupó el olvidado hijo de la Difunta Correa.



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