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miércoles, 30 de junio de 2010

EL CUENTO DE HOY


La presidiaria (*)


Por Olga Starzak




Mientras me trasladaban desde la seccional hasta el servicio penitenciario donde quedaría alojada, mi mente estaba en blanco, imposibilitada del más mínimo pensamiento.
El tiempo transcurrido me pareció eterno, aunque sabía que se trataba de unos pocos kilómetros. Si hubiese podido compararlo con el que me tocaría vivir poco más tarde, seguramente lo habría sentido diferente, tal vez hasta lo hubiese disfrutado.
Al ingresar al penal me llevaron a una oficina donde dos policías comenzaron con los trámites de rigor. Fotos de frente y perfil, registro de huellas dactilares, datos y fechas que me esforzaba en recordar. Vaciaron mi bolso, se apropiaron de algunas pertenencias y me lo devolvieron revuelto. Después me ordenaron que me sacara la ropa.
-Toda –dijo la oficial. Y apurate que no tengo tanto tiempo.
Lentamente cumplí con el mandato
-Subí los brazos. Date vuelta. Agachate; agachate más.
¡Por Dios!, ¿qué esperaba encontrar esta mujer? Con el trasero en su cara me sentí ridícula y avergonzada. Pero allí no terminaba la requisa.
-Date vuelta, acostate ahí –dijo haciendo un gesto que señalaba el piso. -Abrí las piernas. Más, abrítela con los dedos. Ustedes se conocen todas las artimañas para esconder la droga.
No era habitual en mí sentir el impulso de golpear a alguien, pero en esta oportunidad tuve que hacer enormes esfuerzos para no hacerlo. Esa infeliz no tenía derecho a humillarme así. Pronto comprendí que esa actitud era de las más benévolas que me tocaría vivir. Para entonces no tenía idea de las rutinas de las cárceles y aun, habiendo escuchado algunas experiencias, ilusamente siempre pensé que exageraban.
Me vestí con premura y pregunté si podía fumar. Me contestó que sí.
-Seguime –agregó.
Atravesamos un largo pasillo y no sé cuantas puertas de rejas. Se cerraba una y poco después aparecía otra; y otra. Fueron agolpándose mil sensaciones. Impotencia y bronca. Rencor y odio. Pero sobre todo, el sabor amargo del engaño.
Me habían hecho pasar droga, y de las pesadas; me habían asegurado que estaba todo preparado, que los “canas” lo sabían, que no harían ningún control. Y lo hice sin medir las consecuencias.
Por primera vez estaba con un tipo que se preocupaba por mí, había logrado salir de la casa de mi vieja donde el hambre y la miseria se habían instalado. Cuando descubrí a qué se dedicaba el hombre del que estaba enamorada, era tarde. Ya era parte de ellos. Cuando quise separarme me hicieron conocer las reglas del juego. Eran demasiado riesgosas. Me quedé por mi vieja. Cuando me pidieron el favor, mi hombre juró que sería la única vez. Y le creí.

Me asignaron una celda estrecha, de paredes despintadas y piso de cemento. La compartiría con dos mujeres. La oficial, una muchacha con el rostro enmarcado por la dureza, se paró delante de la puerta y me dijo:
-Ya conocés las reglas. Si las cumplís, mejor para vos. ¡Che! -le dijo a una de las reclusas tirada sobre la lúgubre cama, también de cemento. -Poné a la nueva al tanto de las costumbres y no te hagás la loca. La chica no tiene experiencia.
-¡Andá a cagar! –le contestó sin mirarla. -A mí no me vas a decir lo que tengo que hacer.
La Pocha era una mujer de poco menos de treinta años. Pronto supe que era la líder del pabellón; con ella nadie se metía. Yo había tenido el privilegio -según se decía- de compartir el calabozo con ella, lo que me convertía en su protegida; siempre que estuviera a su disposición y no me metiera con la otra mujer, una chica de poco más de veinte años.
Tiré el bolso sobre la cama y me senté. Un frío extraño se apoderó de todo mi cuerpo; me temblaban las piernas y el corazón latía con fuerza.
- Bienvenida, nena. ¿Qué te trajo por acá? No, no digas nada… a vos te cagaron. La cara te vende; seguro que te la hicieron comer. Son los hombres; son unos hijos de puta, ya vas a aprender. ¡Bah!, si salís. Si te agarraron con la pesada vas a pasar acá un buen rato. ¿Tenés cigarrillos?

No podía articular ni una sola palabra, mi lengua parecía haberse paralizado. Intenté abrir el bolso para pasarle lo pedido pero no podía correr el cierre. Estaba conmocionada; no quería mirar lo que ocurría alrededor. No quería darme cuenta del encierro al que acababan de someterme.
-¿Qué te pasa, nena?, ¿estás muda? Ya te vas a adaptar.
La otra me alertó.
-La Pocha te hizo una pregunta. Más vale que le contestés. A la Pocha nadie la deja con la palabra en la boca; ya te vas a enterar.
-Dejala Dina, no te das cuenta del cagazo que tiene. Dejala en paz.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que saqué los cigarrillos y se los alcancé.
Poco a poco me contaron las costumbres de la cárcel y las estrategias para pasarla mejor. Por ser nueva me tocaría limpiar el cuarto y lavarle la ropa a ambas por un mes. Si recibía visitas, debía darles la mitad de todo lo que me traían. Y debía procurar conseguir porros.
-Imposible –dije en un hilo de voz. ¿Quién me los va a traer? José no va a aparecer por aquí; y mi vieja y mi hermana están lejos de esas cosas.
-Bueno, ya veremos cómo arreglamos. Por ahora que sean puchos y chocolates… y revistas.

No quería pensar en quién me visitaría. Tal vez ni siquiera lo hicieran. En casa la pobreza mataba pero eran honestos. Para mi madre esto era una vergüenza y mi hermana no me lo perdonaría. En realidad prefería que no vinieran.

Pronto fui conociendo los hábitos carcelarios que -suponía- me permitirían sobrevivir. Me apropié del lenguaje, de los códigos y los lunfardos. Al lado de la mayoría me sentía diferente. Yo había terminado la escuela secundaria y hasta había empezado en la facultad, pero cuando murió el viejo las cosas cambiaron. Mi madre, que nunca había trabajado, tuvo que salir a planchar ropa y mi hermana cuidaba a un pibe en el barrio. Con lo que ganaban las dos no alcanzaba más que para comer. Desde que vivía con José les llevaba buena plata por mes, pero ahora… ahora sí que la había embarrado.
En los recreos y en los espacios comunes con las otras reclusas trataba de no hablar. Era severamente juzgada por ello. Me insultaban y maltrataban. Creían que lo hacía por desprecio, pero en realidad no era otra cosa que miedo. Una gorda que estaba presa por doble homicidio me miraba demasiado. Se comentaba que me la tenía jurada. De algún modo se iba a vengar de que fuera la protegida de La Pocha.
Con las chicas, en la celda, estaba más tranquila. Si bien ellas eran las que ponían las condiciones, yo las aceptaba a cambio de no sentirme tan sola.

Es brava la soledad ahí adentro. Es la soledad impuesta desde las bajas paredes del recinto que se ha convertido en morada, del techo mohoso y de las frazadas despidiendo un hedor ácido y penetrante. Es la soledad del abandono de los afectos; la soledad del alma arrepentida e impotente.
El tiempo se transforma durante el encierro. Es interminable y doloroso. Mientras afuera se vive apurado queriendo detener la vida, allí se sueña con que se aceleren las agujas del reloj; y parecen detenidas. A veces no se sabe si se está vivo. En las eternas noches de insomnio se lucha por imaginar el calor de los rayos del sol sobre la piel, o una caminata con los pies descalzos en la tierra recién llovida. Se recuerda la luz que se mete entre las rendijas de alguna ventana; y se desea una mano que acaricie el cuerpo sediento de afecto.


La Pocha me enseñó cómo parecer enferma para que me trasladen, cada tanto, al servicio médico. Le interesaba que me llevaran para conseguir psicofármacos.
Allí veía a otra gente, olía otros olores que, aunque igualmente inmundos, eran otros. Dormía entre sábanas menos gastadas y comía algo diferente. A mis compañeras ya no les prestaban atención; lo habían intentado demasiadas veces. Con sólo acusar desvaríos, intensos dolores de cabeza o crisis nerviosas, los daban sin restricciones. Les convenía. Te constituías en un problema menos; no comías y te pasabas la mayor parte del día durmiendo. Las pastillas circulaban en forma habitual en todos los pabellones. También había marihuana. Yo nunca había consumido. Lo hice por primera vez allí. Ayudaba a soportar el encierro, la marginación y las constantes agresiones físicas y psicológicas que propinaban algunas celadoras.

Aquella mañana fueron tres las que entraron. Dieron vuelta nuestros bolsos y desarmaron las almohadas. Era una requisa de las habituales que tenía el objetivo de humillarnos, de hacernos reaccionar. Mezclaban nuestros alimentos, el arroz con el azúcar, la polenta con los fideos. Eran tácticas que potenciaban nuestro odio y favorecían los deseos de venganza. Era también una manera de tener motivos para aislarnos en celdas de castigo.
Cuando levantaron mi colchón encontraron un paquete envuelto en diario; dijeron que contenía un pequeño cuchillo de hoja muy fina. Fui la primera sorprendida. Grité mil veces que no me pertenecía. Mientras me pateaban me exigían que me callara. La Pocha intervino dándole fuertes trompadas a una de las celadoras, pero entre las otras dos se la llevaron. A mí, aún tirada en el piso, me levantaron de los pelos y me arrastraron por un angosto pasillo. Mientras me quejaba, desafiaban:
-Te hubieras acordado antes, boluda. Ahora es tarde. Te vas a comer diez días ahí adentro.
El lugar era todo lo amplio como para que mi cuerpo, estirado en el piso, no rozara las paredes. Era fría y húmeda. Me dieron una manta y cerraron la puerta. Cuando mis ojos se acostumbraron a esa oscuridad pude comprobar que todo lo que allí había era un pozo, un pozo donde vomitar y hacer las necesidades fisiológicas.
Una rendija que no tendría más de quince centímetros dejaba pasar un halo de luz. No sé cuántas horas mis ojos se detuvieron en ella; cuando se encandilaron y dolieron, me animé a cerrarlos.
Los tres primeros días no me dieron de comer, sólo agua una vez, por la mañana. Después, por un pasador, tiraban un sucio plato con la ración diaria de comida. Y nada más.
Nada más.
El silencio se había apoderado de mi existencia. El silencio es el mayor poder del castigo. Asegura un sentimiento de muerte. Estás allí pero no estás. Estás enterrada en una tumba para sobrevivientes. El silencio total es el castigo que mayor poder ejerce sobre la mente. Y ellos lo saben.
Alguna vez se acercaba la celadora y detrás de la puerta me sacaba del sopor; preguntaba si estaba viva. Escuchar esa voz era un regalo del cielo; al menos sabía que no se habían olvidado de mí. La única compañía eran unas cuantas cucarachas que husmeaban entre mis piernas cuando el sueño me vencía, atraídas -seguramente- por el olor de mis intimidades.
Me esforcé en dejarme morir; supliqué que mi corazón se detuviera. Creí que me volvería loca.
Y no tengo más recuerdos que una puerta que, quién sabe cuándo, se abrió; una luz que dañaba mis ojos y de la sombra de una mujer que intentó pararme, mientras otra la ayudaba.
-Con esta nos pasamos, vieja.
Fueron las últimas palabras que escuché.

Estoy acostada en una cama; oigo voces difusas. Observo sondas que salen de mi boca, de la nariz, del brazo… Intento quejarme del dolor que perfora mi pecho; y no tengo fuerzas para emitir sonidos. Mi cuerpo arde debajo de las mantas. Todo sucede en cámara lenta. No puedo respirar.
A mi lado, sentada, creo ver a La Pocha.
¿Me parece, o seca lágrimas de sus ojos?



(*) De “Estigmas” - Cuentos no tan cuentos – Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2007.


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