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sábado, 28 de agosto de 2010

EL CUENTO DE HOY


Los niños no existían



Por Héctor Roldán (*)



Los niños no existían. Nadie los veía retozar en las laderas verdes de aquellas lejanas colinas. Nadie los veía deslizarse en sus carros de maderas, cuesta abajo, gritando alborozados, alzando los brazos, riendo a carcajadas que se mezclaban con la brisa primaveral, con el gorjeo de los pájaros. Sombras errantes, juguetonas y coloridas que se recortaban suavemente en las gratas sinuosidades del paisaje. Solo yo los veía, solo yo observaba como sus barriletes remontaban al cielo sacudiendo sus largas colas, agitando sus cabezas solemnes de dragones chinos. Nunca sentí miedo de sus presencias y esperaba con ardorosa paciencia aquella hora de la tarde cuando el sol recostaba sus rayos y el fresco aroma del río hacia estremecer las flores.

Aparecían sobre la ladera oscura de la colina, la que el sol ya había abandonado. El pasto de un húmedo verde oscuro se agitaba y arremolinaba por la brisa. Y entre las ondulaciones del aquel tapiz, repentinamente, surgían sus cuerpos lanzados en una carrera hacia la cima. A veces se detenían a desenterrar tímidos cascarudos, a patear hormigueros, a cazar temerosos cuises. Eran crueles con aquellos pequeños animales. Las mariposas huían y las que caían en sus fantásticas manos dejaban el polvo de sus alas en sus dedos traviesos.

Ya en la cima, bajo los resplandores del último sol, comenzaban sus juegos y encendían sus fogatas bailando al son de una canción que jamás escuché. Todo parecía una película muda, sus sombras recortándose en el oscuro azul del cielo donde remolinos de nubes rojas aumentaban la sensación de un fuego dionisiaco, alimentado por extrañas y frágiles criaturas. Eran tres niños y dos niñas, de largas trenzas una y las otras de doradas cabelleras que alborotaban en la cima como candelas encendidas. Debían ser bellas, debían reír, debían ser profundas como un océano pues ellas ordenaban los juegos como un ritual. Brujitas saltarinas.

Los niños se encargaban de alimentar el fuego, arrojando en él ramas de abedules, piñas que estallaban como granadas haciendo volar a dormidas torcazas, a nocturnos somorgujos. Ese sonido podía oírlo, como podía también oler el dulzón perfume de los insectos sacrificados en esa pira. Me preguntaba si eran cazadores de algo más que inocentes bichos.

En ocasiones, se detenían y, por un intenso instante, me observaban. Quietos, inmóviles sobre el borde de la colina, en la frontera del mundo. Detrás, el sol se hundía en un agonizante horizonte. Juraría que a pesar de la distancia, podía ver el brillo de sus ojos. No sabría si alegre o siniestro. Sólo el brillo plateado en el iris de aquellos fantasmas, reflejo especular de las estrellas que nacían a mis espaldas. Después salía una intensa luna y se desvanecían.




(*) Escritor santacruceño, radicado en Buenos Aires. Este cuento fue incluido en su libro "El espectro de las cosas", editado por “Rúcula libros”.



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1 comentario:

Jorge Vives dijo...

Ciertamente, es un cuento inquietante. La precisa descripción, tan real y exacta – sin dudas, así lucirían los niños jugando en el atardecer sobre la loma –, permite ver el revuelo del pelo dorado encendido por el sol poniente; agitándose en una infantil danza pagana, resabio de antiguos ritos que sobreviven en los juegos de los chicos. Permite escuchar el sonido de las piñas al estallar; y sentir el acre aroma de la hoguera propiciatoria. Hasta parece que deja ver las pupilas brillantes de sus enigmáticos ojos de pequeños djinns. Disfruté del cuento. Creo que Héctor Roldán tiene un estilo propio, muy personal, cuya calidad ya se había notado en “Un lento respirar” (publicado hace un tiempo en Literasur).