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lunes, 6 de septiembre de 2010

EL CUENTO DE HOY




MUSEO DE GOTAS (*)



Por Juan B. VALLÉS




El edificio era todo blanco y como estaba al final de una bajada por la que corría el agua de la lluvia, se lo notaba desde lejos. Su blancura contrastaba con la vegetación achaparrada que lo rodeaba por tres de sus irregulares lados. También con el azul del mar que se confundía con el cielo límpido y formaban el telón de fondo por el cuarto lado.
Como suspendido en el espacio, pasé de la altura mesetaria a casi el nivel del mar.
Sin trámites ni abono de entradas, de pronto estaba yo ahí.
Comencé a caminar por una galería recta que transcurría hasta casi perderse en el artificial horizonte. Su techo era liso, del mismo material que las paredes y el piso, y totalmente blanco. No pude descubrir la fuente de la luz, sólo que todo estaba iluminado sin variaciones.
Tan sólo una pared, que imaginé la que daba al exterior, poseía aberturas y éstas no eran uniformes.
Lo primero que observé, a modo de ventana, fue un parabrisas de automóvil sobre el que resbalaban gotas de agua enjabonadas y que inútilmente trataban de secar dos escobillas. Desdibujado por el agua, atrás se veía el azul intenso del mar o el cielo.


Más adelante un hueco con todos los lados desiguales dejaba ver un ambiente cuyo destino se intuía. Eran gotas amontonadas cuando caían líquidas y se iban secando rápidamente sobre el candelabro de una sala mortuoria.
En la siguiente parada una vidriera con forma de ojo mostraba unas pocas gotas de sudor de rostros de obreros. Hoy estaban incoloras pero dicen que hay días que toman el color negro de las minas de carbón que visitó Van Gogh.
Encontré, luego, una ventana exactamente igual a la de la Université de Paris sobre el Boulevard Mariscal Fuch en el que gasté tiempos de juventud para educarme, y sin buscarlo encontré el amor verdadero. Unas gotas de lluvia de la ciudad otoñal, en una tarde fría, me transmitían –no sé de qué modo- un amor correspondido. Podía saborear el salobre gusto de las acuosas esferas, tan parecido a las lágrimas.
En otro exhibidor, unas gotas de vidrio ya frías y con forma de caireles, transparentes y reflexivos de luz de luna o de sol, meditaban acerca de su origen, creyendo por momentos venir de un salón de baile principesco y en otros de un comedor de una casa de clase media.
Luego, delante del visitante, se ponían unas pocas gotas extraídas del pañuelo de un reo escuchando el veredicto final. La adrenalina atraviesa el vidrio y la huelo sin querer hacerlo.
Se muestran, seguidamente, gotas unidas como hermanas, a través de tiempos más cercanos a la eternidad que a mi condición de hombre, formando estalactitas. Caen como lanzas invertidas dispuestas a perforar la distancia entre el piso y el techo de la caverna oscura y húmeda.


Por fin la siguiente vidriera muestra unas gotas de tinta negra caídas sobre una hoja de papel blanco como caen las hojas de los castaños sobre la sureña calle donde vivo. Aquellas se deben al temblor de una mano con infinitas arrugas añosas. Unos pueden pensar que estaba redactando el testamento de sus bienes terrenales. Otros, algo referido al amor.
Me encontré, de pronto, en una sala de paredes altas, mucho más que las de la galería, donde sentía más el silencio que el blanco o la luz y comprendí que era un lugar de meditación. El silencio llegó a dolerme y me sentí desamparado.
Pasado este ambiente ingresé a un pasillo ancho que elocuentemente llevaba a la salida. A un costado apareció un microscopio varias veces agrandado y mirando por el ocular vi que en el portaobjeto había un vidrio con diversas manchas de múltiples tonos rojizos, Un cartel me informó que eran gotas de sangre recogidas de diversos tiempos y lugares del mundo. Algunas eran de esclavos, otras de generales victoriosos, de adolescentes revolucionarios las menos, y varias más, todas con un detalle que observé que era imposible distinguir cuál correspondía a cada uno.
Más adelante había una lágrima sola como suspendida del alto techo por hilos invisibles. Era la de un bebé que sabía a inocencia y era imposible descifrar si era de un niño blanco, negro o amarillo.
Ya llegando a la puerta una larga rama exhibía, en su parte superior, un hermoso capullo de rosa coronado por una gota de rocío eterna y fresca.
Debí pasar por un lugar en el que caían del techo racimos de gotas en distintos materiales: vidrio, agua, líquidos de variados colores. Entendí que no existían gotas de madera ni de fuego. Cuantiosas pequeñas gotas descendían desde el cielorraso y golpeaban objetos diversos asincrónicamente.
Busqué la salida y me preparé para trepar la cuesta. Inicié la ascensión y no pude dejar de dar vuelta la cabeza para observar el mar que me llamaba con un ruido ronco y persistente. Entonces descubrí millones de gotas que en la cresta de una ola se dejaban llevar por el viento mientras refractaban rayos de luz fugaces. Pensé en qué gotas dejaré yo en este museo al que todos, obligadamente, debemos aportar.
Esperé volver en otro sueño, aunque sé que éstos son caprichosos ingobernables.


(*) Del volumen de cuentos “Desde el Sur esquina Viento”



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