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miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL CUENTO DE HOY











En la cima del Monte



Por Olga Starzak



El silencio, desde siempre, se había constituido en una parte significativa de mi vida. Este de ahora, aunque diferente porque dominaba de manera voluntaria, me recordaba a aquel que, desde niña, buscaba tan afanosamente.
Sentada en el doble sillón de hierro pintado de blanco, en la galería del que ahora era mi hogar, evocaba –no sin emoción- esos días de mis jóvenes años. No era este un día cualquiera. Era el aniversario del nacimiento de mi madre; el día en que muchos años atrás, con lágrimas en sus ojos me preguntó innumerables veces por qué. Acababa de anunciarle que había decidido ser monja. Si hoy viviera, si pudiera hacerse eco de la paz inmensa que habita en mi alma, las lágrimas ya no serían de desilusión.

Mis primeros años en el convento corroboraron mi vocación. Desde el día en que, frente a cientos de fieles, recibí el escapulario que me acompañaría por siempre, supe que atrás quedaban los afectos familiares, los amigos y el contacto con el mundo material que tanta incidencia tenía sobre la mayoría de los hombres.
Recordé el momento exacto en que, atrapada por una fuerza inexplicable, entregué mi vida a Dios. A ese Dios que hasta entonces sólo había irrumpido en casos de extrema necesidad, o a ese Dios al que de manera rutinaria recurría en mis oraciones aprendidas, aunque no sentidas.
Había sido simplemente así. El llamado a una existencia consagrada al servicio de Cristo. Y no necesité más explicaciones.
Mi vida ya no me pertenecía. En la mente habían quedado las imágenes más preciosas que había querido retener, y el amor que inundaba mi corazón alcanzaba para saciar las más profundas necesidades. Todo lo demás quedaba excluido; también las palabras.
Sin embargo, mi ser -sumido en los más íntimos pensamientos- era con frecuencia empañado por un hecho de mi infancia que, aunque lejano en el tiempo, estaba vívido en mi memoria como era vívida la mano de la Madre estrechando las mías, calmando el dolor que la herida había dejado en mis entrañas.
Ni aún en ese momento pude sentir odio, sólo un sentimiento de absoluta impotencia. Más tarde fue un insistente dolor. Y después una insoportable culpa.
La imagen del horror en el rostro suplicante de mi hermanita permanecía nítida, y la del hombre golpeándola, inalterable.



Mis días en el monasterio eran igualmente bellos. El amanecer, aún crepuscular, me encontraba en responso. Así comenzaba cada día, creado en una atmósfera de soledad y silencio. Las plegarias eran continuas, eternizadas en nuestro corazón. Las cálidas, aunque intencionalmente oscurecidas mañanas, eran consagradas a tareas de rutina. Con los momentos destinados a la alimentación llegaba la bendición de cada bocado que tocaban los labios. Y después, el mudo intercambio con mis colegas, todas mujeres de temple y fortaleza admirables. Era esperado el espacio cotidiano para cultivar la lectura que fortalecía el íntimo vínculo con la Virgen María, la comunión con su persona, la imitación de sus virtudes. Nos acompañaba el ejercicio de la meditación donde percibíamos que la “Madre de Todas” mantenía intacta nuestra energía.

Era en la noche, en la soledad de la celda, donde acudían invariables los ojos de aquel hombre, la violencia en sus manos. Un golpe y otro… Otro. Y otro.
Yo había observado la escena paralizada, sin intervenir, sin -ni siquiera- buscar ayuda. Sin poder moverme desde ese lugar donde permanecí oculta. Muchos minutos después, cuando pude gritar hasta quedar sin aliento, ya era demasiado tarde.

Sólo desaparecía el abatimiento ante la presencia divina protegiéndome. Como quizás ya lo había hecho entonces y no me había dado cuenta, cuando inmerso aún en la ira, el asesino escapó al comprobar que su indefensa víctima había muerto. Por haber frustrado un robo; uno más de los tantos que se consumaban en ese pueblo del sur de Italia ganado por el hambre y la pobreza post-bélica.

La carta episcopal llegó de la mano de un emisario en una de las fiestas marianas de la iglesia. Todas las monjas del claustro esperábamos ansiosas para conocer su contenido. Esta vez seríamos protagonistas de la conmemoración de la virgen en el mismísimo Monte Carmelo. La misión nos envolvía con una alegría renovada.

Fue allí, en la cima del Monte, en el éxtasis de la oración, donde veinte años después, ante la imponente presencia del Señor -en un acto inexplicable- se liberaron las culpas de aquella niña que aún vivía en mí.
Y evoqué por última vez el rostro del mal.





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