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martes, 10 de mayo de 2011

EL CUENTO DE HOY





NECESITO QUE ME CREAN




Por Martha Perotto (*)





Entre Gualjaina y Paso del Sapo hay un mojón que marca la entrada a una comarca extraña, de agreste belleza. El mojón, Piedra Parada; la comarca, El Mirador.
La Piedra Parada, junto al río Chubut, alza su mole de más de cien metros de alto, marrón rojiza, como un prisma olvidado, el juguete gigantesco de algún dios niño. La región a la que abre paso guarda sorpresas en los miles de tonos y formas que se suceden. Sólo es posible admirarla como se merece en un lento paseo a caballo que dure varios días o desde la altura, si se pudiera volar con las alas fuertes de un cóndor o de un buitre.
Un día de invierno, hace ya tres años, bajó de la camioneta que lo había levantado en la ruta. Llevaba en la mochila todas sus pertenencias, todo lo que tenía en el mundo sobre sus espaldas.
De pie en el centro del camino, miró al vehículo hasta que se perdió a lo lejos. Saltó el alambrado y se acercó a la enorme piedra, la tenía enfrente. Caminó un trecho y divisó el vado, las huellas lo marcaban.
Se sacó los botines y los colgó de la mochila, se remangó los pantalones por encima de la rodilla y empezó el cruce en diagonal.
El río estaba hondo, el agua se arremolinaba. Hacia la mitad del recorrido una piedra floja lo hizo trastabillar y cayó de espaldas. Sintió que el pie se doblaba de manera anormal apresado en el fondo. Luchó para incorporarse venciendo el peso de la mochila, finalmente pudo hacerlo y liberarse. Le extrañó no sentir dolor, el frío del agua debía haberlo insensibilizado. Probó y al notar que podía apoyar el pie se apresuró a salir.
Empapado, llegó a la orilla y revisó sus pertenencias. Por suerte los fósforos y el escaso pan, que estaban envueltos en bolsitas plásticas, se habían salvado de la mojadura.
Pensó en hacer fuego para secarse pero calculó que en tres horas llegaría. Si se demoraba se haría de noche.
Se ajustó los botines y empezó a caminar. Rengueaba un poco. Decidió confiar en sus fuerzas y para ahorrarlas enderezó hacia el Cañadón de la Buitrera, un tajo profundo en la montaña, que le acortaba el camino.

Entró en él sin prestarle atención, miraba el suelo ensimismado. ¿Le darían el trabajo? ¿Lo dejarían pasar allí este invierno que amenazaba ser duro en todo sentido? Sus amigos no le iban a fallar. ¿Y si no estaban? Forzaría alguna ventana, luego la arreglaría... o podía meterse en el galpón, con los animales, hasta que llegaran. Se sintió más seguro, no iba a tener problemas ¿dónde iban a encontrar un peón para toda tarea más barato? Lo que necesitaba era gente amiga, lo había pasado mal últimamente.
Llevaba ya un buen trecho recorrido cuando levantó la vista y sintió que el alma se le encogía. Los paredones tan altos y del mismo color y material que la Piedra Parada parecían venírsele encima.
Estaban tan cerca las murallas del desfiladero, separadas sólo unos cincuenta metros una de otra, que sintió claustrofobia. Miró hacia atrás y ya no vio la entrada. Había girado en una curva y no divisaba más que encierro. El sol no llegaba, una difusa claridad lo envolvía todo.
El hilo de agua, que corría junto a la senda apenas marcada, estaba orillado por un poco de pasto tierno y algunos matorrales. Las paredes tenían cientos de agujeros. También se veían algunas cuevas enormes en lo alto. La sensación de encierro se hizo más profunda. Estaba aterido.
Debía de ser el frío y el tirón en el tobillo los que le daban esa pesadez a su espíritu. Pisó un guijarro y sintió un pinchazo en la médula del hueso. Hizo un esfuerzo para recuperarse, no debía detenerse. Así, en caliente, no era tanto el dolor, si paraba sería peor.
Limpió una rama seca y la usó de bastón.
El camino ascendía. El lo había recorrido hacía tiempo, de a caballo y con un compañero. Le había parecido más fácil, no recordaba tanta piedra, tanta trepada.
Otra vuelta y más roquerío. El tobillo no resistía el esfuerzo. El botín le atenaceaba la pierna que comenzó a latirle.
Decidió tomar un respiro, le aflojaría los cordones al zapatón. Se sentó en una piedra junto al arroyo y soltó la atadura. Un gran alivio lo reconfortó, pero pronto el frío le hizo castañetear los dientes. ¿Frío o fiebre? Se tocó la frente..., ardía.
La noche llegaba aprisa allí, en el fondo. Se le ocurrió pensar que nadie sabía de su viaje. Los de la camioneta que lo había traído iban lejos y ni siquiera lo conocían. Sus amigos no lo esperaban. Sintió miedo.
Se paró e intentó caminar. El zapato flojo le había dado un alivio momentáneo. No podía apoyarse. Sentía el pie como algo ajeno, capaz de imponérsele. Lo obligaba a continuar el descanso.
Menospreció el suceso, peores cosas le habían ocurrido durante su vida aventurera.
Miró alrededor. Estaba en un punto un poco más ancho del cañadón. Saltando en un pie reunió unas matas secas para encender fuego y aprovisionó más para mantenerlo durante la noche. Al día siguiente, luego de un descanso, todo iría mejor. La aurora es la esperanza del centinela y el viajero.

El fuego le costó un poco de trabajo y unos cuantos fósforos pero lo logró. El chisporroteo de las ramitas frágiles le encendió también el corazón.
Mordisqueó un pedazo de pan duro, resto de su almuerzo del día anterior y recordó que no había comido con el ajetreo del viaje. Extendió junto al fuego el contenido de la mochila para que se secara y se acostó en el suelo, la manta estaba demasiado húmeda, usó la mochila de almohada y se durmió.

Despertó con el cuerpo rígido y un dolor terrible en el pie. Tenía mucho frío, la cabeza ardiente de fiebre. El fuego se había reducido a unas minúsculas brasas que luchaban por no extinguirse. Calculó que era la medianoche. La luna llena, una luna clara, de frío, suspendida en lo alto de la brecha, iluminaba las altísimas paredes.
Moviéndose con dificultad agregó primero unas ramitas al fuego; luego, con desesperación, echó matas enteras, el miedo lo iba ganando. Las llamas ágiles y altas multiplicaron las sombras en el desfiladero. Un bulto grande, dando chillidos desafinados cruzó sobre su cabeza. ¿buitres? Probablemente, un lechuzón.
Cerró los ojos, algo más frío que la helada nocturna le traspasó el alma. Se encogió haciéndose pequeño, un latido tan solo en lo inmenso de la soledad.

Afuera, sombras y miedo; adentro, sueños y miedo.

De cada uno de los agujeros del paredón de piedra empezó a salir una masa blancuzca que se descolgó en cascada de las oquedades que cribaban las paredes. Las puntas sueltas danzaban como movidas por los alambres invisibles de un titiritero macabro. Se elevaban, se unían para dibujar suspendido en el aire, de pared a pared, un inmenso rostro de mujer. Fatídica medusa con cabellos de gusanos.
Extrañamente se asemejaba a la que lo había hecho sufrir tanto, aunque ésta era más hermosa, más helada, (miró sus ojos) más atractiva...Se fue acercando...Extendió las manos y aunque creyó que sólo tocaría el humo de un ensueño febril sintió un contacto viscoso. Un frío glacial le entró por las yemas de los dedos, le recorrió las palmas, le trepó por los brazos y le fue ganando el cuerpo. Luchó por su vida con una concentración mental que nunca creyó haber poseído. Su yo pareció refugiarse en lo más recóndito hasta desaparecer aún de su propia conciencia. No supo más...



El rostro de su amigo estaba sobre el suyo. El joven le agarró la mano con desesperación; era algo real, cálido.
Dejó que sus ojos recorrieran el lugar. Estaba en un rancho, mucha gente silenciosa los rodeaba. El que se reuniera tanta gente se daba sólo en los velorios.
La mirada de su amigo estaba llena de compasión al preguntarle:
-¿Qué te pasó?
Un temblor extraño, imparable, le recorrió el cuerpo. Contó una sola vez lo ocurrido con palabras entrecortadas. Nunca más lo repitió. Su historia pudo haber sido interpretada como el sueño de una mente afiebrada, sólo eso, pero él sentía que había vivido algo sobrenatural.
Buscó explicarse de la mejor manera posible, necesitaba que lo comprendieran...ese terror no se vive sin perder la cordura.
Lo tranquilizaron asegurándole que le creían pero él insistía tratando de transmitirles aunque sea una idea aproximada de su tortura.
Nadie apartaba la vista de él.
Cuando terminó, el más viejo de los presentes, con un profundo suspiro, se levantó, tomó algo de la cómoda y le dijo:
-Le creemos. No hay que pasar la noche en los cañadones. A usté lo visitó la muerte. Y le acercó un espejo.

Se miró con asombro. Tenía el pelo completamente blanco.





(*) Escritora de El Bolsón. Ha escrito numerosas obras, entre ellas las novelas “De un castillo en la Patagonia” y “Territorio: Waj Mapu. Patagonia secreta”; y los volúmenes de cuentos “Cuentos para un invierno largo” y “En viaje y otros cuentos”. También incursionó en la literatura infantil, con obras como “Aventuras en el fondo del mar” y “El secreto de la caverna”. Obtuvo importantes reconocimientos a nivel nacional. El presente relato fue tomado de su libro “Cuentos para un invierno largo” (Ediciones FEAP, El Bolsón, 2000).




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3 comentarios:

Jorge Vives dijo...

Me alegra ver en el blog la presencia de Martha Perotto, escritora que tiene una numerosa y valiosa obra literaria; de la que conozco su excelente novela “De un castillo en Patagonia” y sus libros de cuentos “Cuentos para un invierno largo” y “En viaje y otros cuentos”. En este último volumen se encuentra una interesante narración, “En viaje”, que fue incluida en la serie de antologías “Leer la Argentina” del Ministerio de Educación de la Nación. Allí describe, con mucha precisión, la sensación de intensa soledad que siente quien debe permanecer sin compañía en un sitio aislado de la Patagonia, bajo sus particulares condiciones climáticas. Por otro lado, el cuento publicado ahora en el blog me agrada por su ambientación en un paraje cuya peculiar naturaleza lo presenta como terreno propicio para apariciones espectrales como la narrada.

Rosanna dijo...

Este verano estuve en el lugar, incluso recorrí sola algunos km del mismo.
No lo había pensado antes pero en algún momento tuve una extraña sensación al caminar frente a esas enormes paredes y con la intriga por meterme en los pequeños cañadones que desembocan en él.
No puedo imaginármelo de noche y bajo las circunstancias del protagonista.
Debo ser sincera pero al principio no me parecía un cuento aunque a medida que se lo lee, uno entra también en la historia y quiere seguir leyendo entusiasmado y más aún, cuando parecía que había llegado el desenlace más fácil, me encuentro con un final diferente, inesperado y muy bien logrado.

Ada Ortiz Ochoa (Negrita) dijo...

¡Marthita! ¡Realmente es chico el mundo! Soy Negrita de Sierra Grande y nos conoicemos de los encuentros de Villa Dolores. Escribime a adaortizochoa@yahoo.com.ar y te envío una foto en la que estamos las dos junto a otros querido escritores. No pude regresar más allá, a Villa Dolores, tengo entendido que son todos nuevos. La querida Teresa Atala, se comunicó por un tiempo y luego dejamos la comunicación. te sigo, sé que estás vigente, sos una talentosa escritora y una querida amiga. Besos, escribime, chau. ¡Ah! esta narración que acabo de leer es fantástica, he vivido cada momento ¡tan bien lo relatas! Te admiro, chau. Negrita