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miércoles, 1 de junio de 2011

EL CUENTO DE HOY





Rafael Barrios (*)



Por Olga Starzak






En la quietud de su cuarto de escritor lo único que se escuchaba era el pulsar de los dedos sobre el teclado. Las palabras surgían a borbotones en la pantalla del aparato.
Rafael Barrios había decidido escribir su vida. Se había resistido durante mucho tiempo. Sin embargo, en los últimos años –mientras se acercaba al ocaso- comprobó que si él no lo hacía, lo harían otros; y no evitarían la mentira y la profanación con el objeto de que la biografía no autorizada de uno de los escritores más famosos de la época, vendiera miles y miles de ejemplares en todo el mundo.
Era un personaje polémico, tanto por su desapego a las cuestiones afectivas como por la frontalidad con la que manifestaba su opinión sobre temas políticos, religiosos o filosóficos.

No se detuvo demasiado en su niñez en Pompeya. Tampoco en las altas calificaciones que motivaron una beca para realizar sus estudios secundarios en el mejor colegio privado de Buenos Aires. No contaría en detalle el distanciamiento que ello originó en su familia, en cambio, sí y con esmero su intensa vocación por la literatura. No tenía aún quince años cuando ya había leído a Platón, Homero, Alighieri y Shakespeare. Mientras los jóvenes de su edad procuraban divertirse, él pasaba largas horas en el silencio de la Biblioteca Nacional. Luego proclamaría, no sin soberbia, que el resultado del éxito que había obtenido era consecuencia de su formación y de sus vivencias por el mundo, cuando ya editadas sus primeras obras, pudo concretar el anhelo de conocer todos los continentes.
Se había casado tres veces. No eludió particularidades de sus matrimonios ni de la personalidad de las madres de sus cinco hijos. Con todas se había casado motivado por su afinidad con las letras.

Tenía con sus hijos varones un vínculo sólo basado en el respeto; con las mujeres -que eran las dos mayores- había perdido contacto muchísimos años atrás, cuando separado de su primera mujer y acusado de abandono familiar, pagó una cifra millonaria por un juicio que lo llevó a la ruina. Salió de ella apenas editó el siguiente best seller.
Contaría de épocas en las que se silenció su mente, abrumado por angustias y depresiones. Narraría de otras en las que dedicó más de catorce horas diarias a escribir; de cuando fue galardonado en varios países. Confesó adversidades y frustraciones. Las compensó con éxito y reconocimiento.

Lo que jamás diría, y rogaba que no se conociera era su acción más indigna, su vergüenza, la eterna culpa, el secreto que se llevaría consigo y que el mundo conocía como la muerte súbita de la afamada poeta chilena, Noalí Pérez Escobar, ocurrida en su departamento en una fría mañana del invierno porteño.
Se le paralizaron los dedos al llegar a ese momento, al evocar la noche en la que -sosteniendo una relación prohibida- preso de los celos empujó a la mujer, sin piedad, contra la ventana del lujoso balcón de la calle Libertad. Noalí se había golpeado la cabeza en las gruesas barandas, cayendo desplomada para siempre. Acostumbrado a las visitas reservadas que le realizaba, había escapado sin dejar huellas, dejando un manto de misterio que jamás pudo ser develado.

Quedaba en blanco el capítulo que lo enfrentaba a esa realidad.

Cuando superó el bloqueo emocional que le produjo sentirse en la obligación de omitir la circunstancia más oscura de su vida, continuó. Lo hizo sin tregua. Habló de competencia profesional, de instituciones que vendían premios y de algunos colegas que los compraban; de editoriales, periodistas, analistas y críticos literarios.
Declaró adicciones y obsesiones, gustos y placeres, debilidades y preferencias. Expresó su imposibilidad para tener amigos y la facilidad para hacerse de enemigos.

Relató hasta el cruel momento en el que, afectado de una enfermedad terminal, se sintió obligado a escribir su vida como última obra de su autoría.

Cuando concluyó la producción, la releyó detenidamente. Como era su costumbre, casi no hizo correcciones. Dejó reposar el borrador unos pocos días. No podía darse el lujo de que fueran demasiados.

Pero volvió sobre el capítulo en blanco y sin ahorrar palabras, escribió ininterrumpidamente, revelando al mundo los detalles de la muerte de la poetisa Pérez Escobar.

Retrocedió las páginas de las hojas recién impresas, hasta la primera, y redactó en letra cursiva la dedicatoria.
“A la única mujer que amé”.
Lacró el sobre con el contenido de su autobiografía. Lo firmó sellando la veracidad de los hechos allí narrados. Y en el paquete escribió:
Para ser editado después de mi muerte.
Rafael Barrios


(*) De “El lenguaje del Silencio”, Cuentos. Editorial Vinciguerra- Buenos Aires, 2007



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1 comentario:

Jorge Vives dijo...

Había leído este relato en “El lenguaje del silencio”; pero al releerlo encontré un nuevos motivos para que me guste. Es un cuento muy bueno el de Olga; demuestra mucha técnica literaria. Y el tema es interesante: ese secreto, ese “esqueleto en el ropero”, que a veces algunas personas llevan como una oculta carga y provoca actitudes distintas ante la vida... y proporciona material para la obra literaria. En este caso el protagonista lo resuelve con una confesión de resultado impredecible; con su propia muerte descifra la muerte de la que fue culpable.