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viernes, 29 de julio de 2011

EL POEMA DE HOY



VIVIR EN LA PATAGONIA


Por Ana María Manceda (*)





Ayer he comido cerezas y soleadas frutillas
con Vientos del bosque
Hoy he bebido nieve granizada
con Cenizas del Puyehue.
Mañana las lágrimas no empañarán mi mirada
y sé
que podré observar el turquesa del Lago
cuando éste se acople
en una entrega sensual e infinita
más allá de la Cordillera,
con el rojizo horizonte.




(*) Escritora de San Martín de los Andes






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martes, 26 de julio de 2011

EL POEMA DE HOY




TRÍPTICO PARA UNA CIUDAD SIN MONTAÑAS



Por Magda Massacese (*)




-I-

Pasó que un día juntamos caracolas
pasó que pasaron muchos días,
la caracola vacía persistió en su muerte
y la volvimos al mar, a la esperanza.


- II –

Pasó que el puente se quedó dormido,
pasó que pasaron muchos años,
y los barcos no volvieron a inquietarlo
y las gaviotas se afincaron en el puerto.


- III –

Pasó que pasan y pasaron vidas,
trajes anónimos, corbatas, guardapolvos,
pasillos rectos con sinuosos caminantes.
El viejo puente se obstinó en su amnesia
pero a su vera la ciudad crecía,
porque entre todos los que aún creían,
los que habían sido, los que estaban siendo,
fueron sembrando una vez más los sueños
y a pesar de todo persistió la vida.




(*) Escritora nacida en Esquel y radicada en el Valle desde 1986. Sus poemas han merecido premios en diversos certámenes literarios; entre ellos el Premio “Ciudad de Rawson” en 1986 por "Tríptico para una ciudad sin montañas", el Primer Premio “Donald Borsella” de la Sociedad Argentina de Escritores filial Chubut en 1990 por "Viejo Juan", el Segundo Premio del V Concurso Literario Patagónico de Santa Cruz en 1991 por "Domicilio legal", el “Gran Premio de Honor” en el Concurso Hispanoamericano de Poesía en 1995 por "Saga del Sur"; y la Corona del Poeta en el Eisteddfod del Chubut del año 1999 con su obra “Duelo Criollo”.

viernes, 22 de julio de 2011

EL RELATO DE HOY





Vincent Van Gogh



Por Juan Bautista Vallés (*)



Ignoro por qué motivos, en esa estancia tan breve como casual, elegí visitar el museo de Orsay. París me regalaba un día de otoño, aunque muy cerca del verano, y decidí entrar en esa estación de trenes reciclada y convertida en museo de los impresionistas, según rezaba una propaganda que leí. El cielo era intensamente azul, el aire fresco y el río, paralelo a esa calle ancha, me fueron preparando para ver cuadros. Anatole France daba nombre a esa avenida desde un cartel municipal incipientemente despintado.
Por razones de tiempo elegí la sala de Van Gogh.
Recorrí los viejos y disimulados andenes, trepé escaleras, aspiré el perfume de estación de trenes, único sobreviviente de un pasado de locomotoras y vagones, perdidos en las vías del tiempo y pasé indiferente a todo lo expuesto, hasta encontrar la sala de Vincent.
Creo que le correspondía el número cuatro. Llegué y recorrí con la vista lo expuesto. Muchas personas iban y venían, con intereses muy variados.
De todo lo que de mi primera ojeada me impactó fue un autorretrato, parece que de los últimos años de su vida. ¿Fue el color? ¿La mirada profunda y penetrante? ¿La oreja, que me instaló la duda acerca de si fue la derecha o la izquierda que se cortó y regaló a una prostituta?
Vi en el cuadro algo que estaba más allá de la técnica, los colores, el estilo. No pude dejar de imaginar el cuarto en que vivía, el pintado y expuesto en otra parte del salón. Había transferido desde su paleta una vasta gama de combinaciones de colores y llamativamente el único blanco era el espejo, pero enmarcado en negro. Solo una mancha blanca en un muestrario de colores.
Sabía que muchas veces Vincent había pintado su figura, pero en ésta su mirada es de búsqueda. Ojos inquisitivos del destino, del ser, del futuro.
Creo que descubrí el tormento más grande del hombre, que era el que generaba esa figura para nada indiferente.
Por casualidad, o no, se desocupó un sillón que estaba justo frente a la pintura. Me senté y esto me permitió pasar por encima del ir y venir de las personas. Imaginé la soledad de un hombre que lo acosaba tanto como para pintarse él solo. Sin niños alrededor, sin una mujer. Solo de total soledad.
Esa mirada gritaba un mensaje que nadie entendía y era la angustia por la muerte y su anticipo, las sombras, por las que ya muchas veces había deambulado.
Era la necesidad de quedar cuando su alma partiera y su cuerpo no encerrase ya la vida y el no recuerdo lo invadiera todo, poco a poco. Pero jugar a que quedara en el cuadro su vitalidad, o menos, pretenciosamente, su existencia.
No me costó imaginar a Vincent en su cama de madera, de color marrón, cubierto por su colcha roja y cavilando en las cosas de su más absoluta intimidad. Pasar a un estado de indiferencia respecto del mundo total y absoluto. Cerrarse en sí mismo y dejar ajenas las hojas de los árboles que en otoño bañan los parques y las veredas. Las mismas que hacía un rato yo había hollado por un costado del Sena, mientras crujían bajo los pasos caminantes.
De pronto algo lo llama y siento que lo inunda la desesperación y esta pone en juego sus energías hasta ahora dormidas. Y, como el huracán, se levanta, lava sus manos y su cara. Se ve en el espejo de negro marco que cuelga de la pared, y queda un rato absorto en su propia figura. Se sienta en la silla de paja y lo invaden alternadamente visitas a su interior y fuerzas para proyectarse.
Por fin, sentado, se pone las medias, los zapatos. Calza sus pantalones y se coloca el saco. Arma su atril en el cuarto espartano en el que vive. Ignora las huellas de pintura adheridas al marco, como no recuerda los girasoles y plantas y flores y templos que se estamparon en sus ojos y de ellos pasaron a las telas vírgenes.
Acomoda pinceles y colores. Toma la distancia entre el atril y el espejo, lo ubica para poder verse.
Mezcla pinturas y comienza. Trazos rápidos. Colores iguales para el fondo y el personaje. Lo impresionan los ojos que, sin saberlo o sentirlo, son sus propios ojos.
Cuando finaliza la pintura un agotamiento retenido lo invade. Deja todo como está. Abre la ventana para que se seque antes el autorretrato. Y observa su mirada y los ojos que la emiten y teme por sí mismo. Se tira en la cama y dormita un poco.
Por el pasillo sigue viniendo sin anunciarse, la locura. Y detrás de ella, la muerte.



(*) De “Tercer Libro”








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miércoles, 20 de julio de 2011

LA NOTA DE HOY






LLUVIA DE LUNAS EN MI BUZÓN




Por Olga E. Cuenca *






Créelo, han llovido lunas en mi buzón!

Pensé en ordenarlas alfabéticamente, pero ... ¿cómo hacerlo? ¡eso es imposible! me respondió sorprendida la voz interior. Sorprendida de mi ignorancia, por supuesto.

¿De qué otra manera agruparlas? ¿Por colores? ¿tamaños? ¿fases?

¡No! poetas, astrónomos, curiosos, muchos ... ya han elaborado sus propios cuadros.


¿Qué hacer entonces con las lunas?

¿Remitirlas a la esférica pastelería donde el bollo entibiado por el sol, al levar, no pudo borrar las marcas del tridente de Neptuno y encomendar a las sirenas para que- al menos-, le den la adecuada forma de un croissant?




Pero ... se trata de una luna. ¿Y las otras?

Tengo ante mí un único objeto de análisis: nuestro satélite, aunque a estas alturas, pueda leérseme un tanto confusa; errabundos mis condensados pensamientos, declinando y ascendiendo entre Aries y Libra.

Por cierto, ésta ... la que se arrima a las varas desnudas, a los cañaverales, a la mesana y al palo mayor, pertenece al mundo de la magia. Es la primera bola de cristal, la que sirvió para que luego, más adelante en el tiempo, gitanas y hechiceras leyeran los sucesos del futuro. En ella, si la observas, en su lenguaje elíptico, que es como decir metafórico, está el epítome de la clarividencia.




Esto así no acaba. Más retos para mi intento.

De profeta viajera en su vía de estrellas, la luna no contenta con ocultar una de sus caras, incursiona en otros disímiles y curiosos rumbos que no se incluyeron en el Almagesto.

Hela aquí, hay quienes dirán, recordando sus orígenes ...




Precipitándose sobre la pala cargadora para emerger luego, contagiada de sol ...Capturada una vez más por esta Tierra que la lleva como lazarillo desde hace muchos millones de años; por cada uno de ellos, las marcas en su cara. Mas, sin duda lo más acertado, aunque menos científico, es pensar que la luna es operaria y capataz en el Valle de las Manzanas. En el jardín de las camelias es un abanico de nácar que deslumbra a la flor.

Es la gran ausente esta noche...

No. No es así!

Está a los pies hecha miga, cáscara, pestaña,

está en el árbol, fantasma y ánima

está detrás de la túnica lilácea

traspasada de palidez.



Su aroma

es un conjuro de lilas.

Adolescente

espera.

Cuando en unas horas

la humedad vuelque su tinaja:

andando sola, despierta, desnuda,

distante

mojará su faz en los espejos de la escarcha.







*Imágenes de Esteban Carmona.



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sábado, 16 de julio de 2011

EL RELATO DE HOY


La buena madera

(Catherine Davies fue la primera persona adulta que los galeses enterraron en la Patagonia.

Su tumba fue hallada en Punta Cuevas, Puerto Madryn, en 1995 y sus restos aún no fueron devueltos a la tierra.)



Soy la madera del ataúd que se descubrió por casualidad en 1995, en Punta Cuevas, muy cerca de las ruinas de las viviendas de los galeses. Pasé 130 años bajo tierra, por eso estoy tan arruinada.

Me acuerdo muy bien de ese día de agosto de 1865 ¡pobre mujer! ¡Venir de tan lejos para terminar así! Pero en realidad se ve que estaba enferma de antes y los dos meses de viaje, sin comida fresca y amamantando a un bebé, la enfermaron del todo.

El nenito, John, murió en alta mar. Cuando ella agonizaba, mandaron a buscar al marido, Robert, que había tenido que ir al valle del Chubut. No sé si alcanzó a volver a tiempo para verla con vida. Fue muy triste. Sus hijos, William de 8 años y Henry de 6, daban mucha pena.

(Después me enteré -yo no lo ví porque ya estaba enterrada- de que Robert murió 3 años más tarde de tuberculosis. Entonces sí que William y Henry quedaron solitos, pero los adoptó una familia muy buena -Davies también- Thomas y Eleanor.)

Me acuerdo bien, insisto, de aquel agosto.

A los pocos días oí ruidos de pala y otra vez los llantos, muy cerca.

Esta vez era una chica de 4 años. Y ahí quedamos... la nena, otros tres bebitos que estaban de unos días antes, y yo, cobijando a Catherine.

Nadie más vino a acompañarnos en Madryn. A los pocos años, nos tapó un médano... y quedamos sepultados todavía más profundo.

No quiero ser pedante, pero esto de ser ataúd es un accidente. No siempre mi vida fue tan triste. Tengo noble estirpe, soy Pinus strobus, “White pine” como dicen los ingleses, un buen ejemplar de pino norteamericano.

Llegué acá bastante antes del Mimosa, tanto que ya no me acuerdo exactamente cuándo. Yo formaba parte de un barco, lobero si mal no recuerdo, y como tantos otros andábamos por todas estas costas.

Pero mi barco tuvo la mala suerte de encallar, y aquí nos quedamos...

En 1865, otras tablas como yo fueron a parar a las casas que los galeses levantaron en la punta. Creo que en 1867 -yo ya estaba bajo tierra y no lo vi- los galeses volvieron a usar las tablas para cerrar y techar un poco los socavones en los que vivían ahí en la punta...

Dicen que todas ellas fueron quemadas en 1870. Parece que unos loberos de las Malvinas las usaron como leña para calentar sus calderos-derrite-grasa. Yo me salvé. Tuve una vida más aburrida, cierto, pero más tranquila. Y aquí estoy, ¡de nuevo bajo el sol!, quién sabe por cuánto tiempo...

Durante 130 años cobijé a Catherine, ella me contó muchas historias de Gales, del puente de Llandrillo, del anillo irlandés que le regaló Robert para el compromiso... (creo que todavía anda suelto el chiquito lustroso aquel).

Sí, Catherine alcanzó a contarme muchas cosas mientras todavía tenía voz. Luego se fue callando de a poco, era apenas un susurro, ... no me di cuenta exacta de lo que pasaba, pero estaba transformándose en tierra, en Patagonia...

En cambio, yo, Tabla de Pino, todavía sigo hablando, por si alguien quiere escuchar viejas historias...

Fernando Coronato








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miércoles, 13 de julio de 2011

LA NOTA DE HOY






ENTRE LIBROS Y BIBLIOTECAS




Por Jorge Castañeda (*)




Me descalzo. Traspaso el umbral de la biblioteca y penetro a un ámbito sagrado, a una mezquita del saber. Adentro todo es anaqueles y en ellos adocenados los libros formando hileras donde las paralelas jamás se tocarán o tal vez sí.
Para mí la biblioteca es como mi segunda casa; para Jorge Luís Borges el paraíso. Es un laberinto ordenado del conocimiento. Una enjundia encuadernada de la historia de la humanidad. Un tiovivo temático y simultáneo. Un Aleph encerrado entre cuatro paredes. Una biblioteca es un espacio silencioso para celebrar los banquetes del espíritu. Para libar el néctar destilado del conocimiento. Para acercarse a la santidad laica de la cultura.
Yo quiero palpar los libros, olerlos en toda su densidad. Mirar sus láminas, extasiarme con sus grabados, gozar con las distintas tipografías, buscar el pie de imprenta, introducirme en el prólogo, en el introito feliz, en el prefacio que augura el contenido como una sibila sentada a la puerta de su templo.
Quiero descolgarme en el colofón, ilustrarme con el escolio, husmear en las enciclopedias, colocarme los quevedos para leer los ensayos, entretenerme con las novelas, temblar de miedo con las de misterio, transportarme con la poesía, atisbar por las celosías del teatro el alma de los personajes.
Porque yo amo los libros…Y aunque no los lea me gusta tenerlos, saber que están cerca de mí, al alcance de mi mano.
Yo hinco la rodilla en tierra y les rindo pleitesía: a las tablillas de Nínive allende la biblioteca de Assurbanipal, Rey del Mundo y de Asia en las que se cuenta la épica de Gilgamesh.
A los rollos escritos por los judíos sobre la piel de animales y conservados en vasijas de barro contando precisamente la epopeya del “pueblo del libro”. A los conservados por el tirano Pisístrato en Atenas, el primero en establecer una biblioteca pública con libros relacionados a las artes y las musas. A la “Biblia del Oso” del “Casiodoro aquel que me hace muchos males”.
Una biblioteca es como un árbol, (la tradición dice que era una higuera), bajo la cual el Buda recibió la Iluminación. Es un universo donde los libros se agrupan en galaxias que encierran mundos dispares y múltiples. En sus mesas de lectura hay tanto respeto como en un templo y un silencio de hospital pero más feliz.
Tomo un libro. Miro si tiene la distinción del ex libris, observo si es una edición príncipe, escudriño si está firmado por el autor, si tiene anotaciones al margen. Abro sus páginas al azar y leo por el sólo placer de leer.
Yo me quedo a vivir en las bibliotecas a pesar de la tiranía de los horarios y de la impaciencia de los bibliotecarios. Soy un impertinente de la cultura. Busco como el hombre del evangelio la perla perdida…encuentro gemas, verdaderas joyas salidas de la máquina que inventó Gutemberg. Y en el recinto ordenado y luminoso de las librerías soy un comprador compulsivo.
Pienso en los monjes copistas sentados en la umbría oscuridad de las abadías; en la biblioteca perdida de Alejandría; en las joyas literarias de Cartago, perdidas para siempre; en la Bagdad donde el persa escribió sus Rubaiyat; en la biblioteca de los atálidas, gobernantes de Pérgamo; en la de Marco Tulio Cicerón, tan abundante de libros “que usaba frecuentemente”; En la Bernardino Rivadavia de mi ciudad natal de Bahía Blanca donde pasé tantas horas de lectura con alegre solaz.
Quiero consultar algún autor, busco un dato insólito, estoy investigando sobre algún tema olvidado, quiero un libro para aprender un oficio, otro que hable de plantas o de animales, porque hay abasto de conocimiento si vamos a la biblioteca.
¿Dónde estará la de Babel? ¿Y la que reúne todos los libros quemados en la hoguera, los enterrados, los tapiados para siempre por la intolerancia de los tiranos de turno?
Busco una escalera para trepar a los últimos anaqueles casi linderos con el techo. Observo el lomo de los ejemplares alineados y leo los rótulos de sus títulos y el nombre de sus autores. Tomo uno, tomo dos. Los abro, los miro, los huelo y nuevamente los repongo en el lugar que el bibliotecario les ha asignado para dormitar hasta que alguien los despierte de su sopor.
Conservo como un tesoro entre otros tantos documentos personales mi credencial de socio. Señala mi pertenencia. Es mi llave de entrada.
Soy feliz en las bibliotecas. Los libros son mis amigos y yo les retribuyo le lealtad que me dispensan.




(*) Poeta, escritor y periodista nacido en la ciudad de Bahía Blanca y radicado en Valcheta. Publicó, entre otros, los siguientes libros: “La ciudad y otros poemas”, “Poemas breves”, “30 poemas”, “Poemas sureños”, “Sentir patagónico”, “Los atabales del tiempo”, “Valcheta, un pueblo con historia”, “Suma Patagónica”, "Arturo y los soldados", "Como Perón en el cuadro" y "Poemas cristianos". Tiene inéditos: “El lirio de los valles”, “Crónicas & Crónicas”, que incluye la prosa que aquí se reproduce, y“Donde llora el ornitorrinco”. Figura en varias antologías, tanto nacionales como extranjeras; y recibió numerosos premios por su obra literaria. Es conferencista sobre temas patagónicos. Integra más de veinte asociaciones literarias y culturales, nacionales y del extranjero, incluyendo la SADE, la Unión de Poetas y Escritores Argentinos, la Sociedad de Escritores Latinoamericanos y Europeos con sede Milán, Italia; y la Asociación Latinoamericana de Poetas, Escritores y Artistas con sede en Cuzco, Perú.

Su obra literaria, que presenta un inconfundible tono patagónico pero a la vez una visión universalista, ha sido declarada de “Interés cultural” por la Honorable. Legislatura de la Provincia de Río Negro; la que también lo designó “Ciudadano Ilustre”, por su extensa trayectoria literaria que le significó reconocimientos internacionales y por su contribución invalorable a la cultura nacional. Recientemente fue premiado por la “Latin Heritage Foundation”, en el concurso que organiza esa importante casa editorial de EEUU, por su poema “Valchetango”.Fue nombrado integrante del Directorio de "Personalidades del Arte Universal", con sede en Washington, que promociona y difunde la obra de artistas de todo el mundo; y “Embajador Universal de la Paz” por el Círculo de Embajadores Universales de la Paz con sede en Ginebra, organismo vinculado a las Naciones Unidas.



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domingo, 10 de julio de 2011

EL CUENTO DE HOY




Aguas turbias



Por Olga Starzak


Con destino incierto dirijo mi andar hacia la zona rural; camino lento pero sin tregua, empañada mi mente de culpas tan recientes como irremediables.

No sé cuánto tiempo después me sorprendo parada en el Puente Hendre, sobre el río Chubut. El abrupto deshielo de las intensas nevadas de toda la región me hacen desconocer esta riada, a veces salvaje pero siempre previsible, de mi pueblo. Las riberas se confunden con la tierra que poco antes resplandecía esperando la llegada de la primavera. Sauces, álamos y otros árboles están, ahora, debajo de las aguas. Las chacras próximas a la población sufren en tierra propia la agresión de la napa freática; las quintas que sus dueños han elegido para morar, en un intento por alejarse del bullicio urbano, están cubiertas de líquidos enlodados.

Mi ser, igualmente corrompido, se hace eco de esta situación.

Mi madre, nacida en un paraje vecino, recorría todos los días el largo y estrecho sendero que la llevaba a la escuela, a orillas del río, apenas cruzada la pasarela. Sólo las vicisitudes climáticas o algún estado de enfermedad justificaban la falta. El colegio primario que aún hoy, después de sesenta años funciona allí, era el único en el lugar. Mi abuela me contaba, siendo yo aún una niña, cómo cada uno de sus hijos llevaba una especie de mochila de hule realizada por ella misma; allí guardaban todos los útiles escolares: el cuaderno prolijamente forrado con hojas de diario, el manual, el tintero involcable, la funda para la lapicera de pluma, un abrigo y las botas de agua; las niñas incluían el bastidor para bordar.

Ella se complacía en narrarme anécdotas de aquella época y aún cuando el desborde del río alguna vez sucedía, nunca había llegado a ser tan devastador como este. El crecimiento poblacional de toda la localidad era, en gran parte, causante de esta inundación.

De alguna manera me alegro de que la abuela no pueda ser testigo de tanta desdicha.

El puente ha tenido un singular significado en la vida de mi madre; quizás por esa razón hoy, desolada, estoy sobre las gruesas y resecas vigas de madera que permiten sólo el paso de las personas y vehículos livianos. La estructura sigue siendo firme, aunque el paso del tiempo la muestra herrumbrada y descolorida. Me apoyo sobre sus viejas barandas con cierto temor y dejo caer mi mirada en las aguas imponentes del río, más ancho que nunca... amenazante, sombrío como todo el paisaje que lo rodea. Desesperanzado como mi propia existencia.

Detengo mis ojos en la escuela. Evoco a mi madre, a sus hermanos y a todos los hombres que han pasado por allí. Es posible que sus experiencias hayan tenido mucho que ver en sus formas de pensar, de ser y sentir.

Unos obreros, muy cerca del edificio, cavan pozos profundos que pronto se inundan; tratan, desenfrenadamente, de colocar bombas que devuelvan el agua a su sitio, de donde jamás debiera haberse esparcido.

Me siento sobre un costado del deteriorado puente.

Desabrocho el botón de mi jardinero y saco del bolsillo la carta que horas antes encontré mientras buscaba unos documentos. Conozco su contenido; sin embargo, comienzo a releerla:

“Es difícil que entiendas mi decisión...” , empieza escribiendo mi madre.

Va dirigida a mi padre. Y continúa:

“Ya conversé con el médico y acordamos en hacerlo la próxima semana. Me preguntó si estabas de acuerdo y le contesté que sí. Consideré vano explicarle que hacía más de dos meses que no te veía y no estabas enterado del embarazo, menos aún decirle que la situación económica te había obligado a radicarte en el norte del país y que esto había sido sólo un descuido”.

En otro párrafo de la carta anticipa:

“Estoy segura de que me condenarás por este atrevimiento... Ustedes, los hombres, no entienden. Me paso todo el día cuidando de los niños, cocinándoles, lavando sus ropas, acompañándolos a la escuela. Me siento muy... muy agotada y no deseo tener uno más. Decididamente no lo quiero. Creo que será una determinación acertada, para vos, para mí... para los niños. Sólo espero tener las fuerzas necesarias para hacerlo. No será nada fácil”.

Mientras sigo leyendo, una y otra vez miro la fecha en la que ha sido redactada esta nota. Las estampillas corroboran que fue enviada al destinatario. No necesito más elementos para comprender que mi madre está refiriéndose a mí. Conociéndola, es fácil imaginar las razones por las que no ha concretado los hechos.

La admiro y la amo más que nunca. Entiendo, ahora, las excesivas manifestaciones de afecto recibidas en mi niñez, tal vez como consecuencia de sus culpas; las diferencias percibidas en el trato con mis hermanos convirtiéndome siempre en la niña mimada. Y el amor desmedido y preferencial que mi padre demostraba hacía su hija más pequeña.

Siento un profundo agradecimiento.

Mis lágrimas dejan manchas en las amarillentas hojas, corriendo la tinta de las palabras que ya no quiero volver a repasar.

Absorta, todavía, por el descubrimiento, observo a mi alrededor a mucha gente. Van y vienen haciendo crujir al puente con su andar; contemplan anonadados las viejas construcciones de los alrededores. Pronto comenzarán a derrumbarse, el terreno cederá y las paredes empezarán a partirse.

Intuyo que mi futuro compartirá este designio.

Ajenos a la tragedia, un grupo de jóvenes en bicicleta recorre el lugar; se divierten, cantan, ríen. Una pareja, en un vehículo estacionado, delibera visiblemente preocupada.

Escucho a lugareños conversando sobre la caída de árboles frutales, los perjuicios venideros y la posibilidad de construir tajamares que eviten la entrada de agua a determinados predios. Pensamientos de pérdida, congoja e incertidumbre se mezclan con los propios.

Para ellos existirá, quizás, una nueva oportunidad.

Conmocionada, llevo ambas manos a mi vientre vacío, vilmente despojado de vida, y siento enormes deseos de gritar.






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