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viernes, 22 de julio de 2011

EL RELATO DE HOY





Vincent Van Gogh



Por Juan Bautista Vallés (*)



Ignoro por qué motivos, en esa estancia tan breve como casual, elegí visitar el museo de Orsay. París me regalaba un día de otoño, aunque muy cerca del verano, y decidí entrar en esa estación de trenes reciclada y convertida en museo de los impresionistas, según rezaba una propaganda que leí. El cielo era intensamente azul, el aire fresco y el río, paralelo a esa calle ancha, me fueron preparando para ver cuadros. Anatole France daba nombre a esa avenida desde un cartel municipal incipientemente despintado.
Por razones de tiempo elegí la sala de Van Gogh.
Recorrí los viejos y disimulados andenes, trepé escaleras, aspiré el perfume de estación de trenes, único sobreviviente de un pasado de locomotoras y vagones, perdidos en las vías del tiempo y pasé indiferente a todo lo expuesto, hasta encontrar la sala de Vincent.
Creo que le correspondía el número cuatro. Llegué y recorrí con la vista lo expuesto. Muchas personas iban y venían, con intereses muy variados.
De todo lo que de mi primera ojeada me impactó fue un autorretrato, parece que de los últimos años de su vida. ¿Fue el color? ¿La mirada profunda y penetrante? ¿La oreja, que me instaló la duda acerca de si fue la derecha o la izquierda que se cortó y regaló a una prostituta?
Vi en el cuadro algo que estaba más allá de la técnica, los colores, el estilo. No pude dejar de imaginar el cuarto en que vivía, el pintado y expuesto en otra parte del salón. Había transferido desde su paleta una vasta gama de combinaciones de colores y llamativamente el único blanco era el espejo, pero enmarcado en negro. Solo una mancha blanca en un muestrario de colores.
Sabía que muchas veces Vincent había pintado su figura, pero en ésta su mirada es de búsqueda. Ojos inquisitivos del destino, del ser, del futuro.
Creo que descubrí el tormento más grande del hombre, que era el que generaba esa figura para nada indiferente.
Por casualidad, o no, se desocupó un sillón que estaba justo frente a la pintura. Me senté y esto me permitió pasar por encima del ir y venir de las personas. Imaginé la soledad de un hombre que lo acosaba tanto como para pintarse él solo. Sin niños alrededor, sin una mujer. Solo de total soledad.
Esa mirada gritaba un mensaje que nadie entendía y era la angustia por la muerte y su anticipo, las sombras, por las que ya muchas veces había deambulado.
Era la necesidad de quedar cuando su alma partiera y su cuerpo no encerrase ya la vida y el no recuerdo lo invadiera todo, poco a poco. Pero jugar a que quedara en el cuadro su vitalidad, o menos, pretenciosamente, su existencia.
No me costó imaginar a Vincent en su cama de madera, de color marrón, cubierto por su colcha roja y cavilando en las cosas de su más absoluta intimidad. Pasar a un estado de indiferencia respecto del mundo total y absoluto. Cerrarse en sí mismo y dejar ajenas las hojas de los árboles que en otoño bañan los parques y las veredas. Las mismas que hacía un rato yo había hollado por un costado del Sena, mientras crujían bajo los pasos caminantes.
De pronto algo lo llama y siento que lo inunda la desesperación y esta pone en juego sus energías hasta ahora dormidas. Y, como el huracán, se levanta, lava sus manos y su cara. Se ve en el espejo de negro marco que cuelga de la pared, y queda un rato absorto en su propia figura. Se sienta en la silla de paja y lo invaden alternadamente visitas a su interior y fuerzas para proyectarse.
Por fin, sentado, se pone las medias, los zapatos. Calza sus pantalones y se coloca el saco. Arma su atril en el cuarto espartano en el que vive. Ignora las huellas de pintura adheridas al marco, como no recuerda los girasoles y plantas y flores y templos que se estamparon en sus ojos y de ellos pasaron a las telas vírgenes.
Acomoda pinceles y colores. Toma la distancia entre el atril y el espejo, lo ubica para poder verse.
Mezcla pinturas y comienza. Trazos rápidos. Colores iguales para el fondo y el personaje. Lo impresionan los ojos que, sin saberlo o sentirlo, son sus propios ojos.
Cuando finaliza la pintura un agotamiento retenido lo invade. Deja todo como está. Abre la ventana para que se seque antes el autorretrato. Y observa su mirada y los ojos que la emiten y teme por sí mismo. Se tira en la cama y dormita un poco.
Por el pasillo sigue viniendo sin anunciarse, la locura. Y detrás de ella, la muerte.



(*) De “Tercer Libro”








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