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lunes, 28 de febrero de 2011

LA NOTA DE HOY




TERROR BLANCO



Por Jorge Eduardo Lenard Vives




A través de la Península Antártica, la Patagonia se prolonga en el Continente Blanco. Por ello, en las discusiones referidas al alcance de la Literatura Patagónica, también se consideran, a veces, las obras que versan sobre las regiones colindantes al Polo Sur. Pero la bibliografía de esa zona es enorme. Su tratamiento abarcaría muchas páginas de “Literasur”; empresa difícil teniendo en cuenta que el estudio de las letras del sector continental, de por sí, toma su tiempo.
Sin embargo, hay un género que es interesante analizar en relación a esos vastos territorios congelados: el de terror; que encuentra en aquel lugar espacio propicio para sus fantasías. Existen dos novelas básicas al respecto; “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”, de Edgard Allan Poe, y “En las montañas de la locura”, de Howard Phillips Lovecraft.
El viaje del que participa el marino Pym, ingresa a la Antártida en las vecindades de la Península; donde vive aventuras que lo van aproximando al punto más austral del globo y, en sus cercanías, a un desenlace inquietante: “Unas aves gigantescas de color blanco muy pálido vuelan incesantemente, saliendo de detrás de aquel velo, y su grito es el eterno ¡Tekeli – li! ¡Tekeli – li! al huir de nosotros... Entonces nos precipitamos hacia la catarata, donde se abre un abismo para recibirnos. Pero de pronto se alza ante nosotros, envuelta en un blanco sudario, una figura humana, mucho mayor de proporciones que ningún ser terrenal. Y el matiz de la piel de la figura es de la perfecta blancura de la nieve...”
Retomando esa temática, Lovecraft describe la expedición antártica del profesor Frank Pabodie, realizada también en tierras contiguas a la Península: “Planeábamos cubrir una zona tan extensa como lo permitiera una estación antártica, operando principalmente en la cadena de montañas y en las llanuras situadas al sur de Ross Sea, regiones exploradas más o menos por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd”. En su final, se liga con los horrores que narra Poe: “Oímos de nuevo el grito burlón... ¡Tekeli – li! ¡Tekeli – li!, y finalmente recordamos que los demoníacos Shoggoths, careciendo de lenguaje propio, se habían visto obligados a imitar la voz de sus amos”.
Otro cuento ambientado en la Antártida y relacionado con el ciclo de los “mitos de Cthulhu”, es “En la tienda de Amundsen”, de John Martín Leahy; con epicentro en la carpa dejada como testimonio por el explorador noruego Roald Amundsen al alcanzar el extremo más meridional del mundo y encontrada luego por Robert Scott y sus desdichados compañeros de expedición. Se publicó por primera vez en la revista “Weird Tales”, en 1928. Por su lado, John W. Campbell fantasea sobre una nave extraterrestre, con su extraño y aterrador tripulante, extraída del hielo en un sitio aledaño a los 90 grados de latitud sur. El cuento, “Visitante del espacio”, fue escrito en 1948; y se llevó al cine con el nombre de “The thing from outer space” (en la Argentina: “El enigma de otro mundo”). En 1968, René Barjavel escribió “La noche de los tiempos”, novela que trata de una civilización desaparecida eones atrás y sumergida en los hielos australes. La obra no tiene un tono ominoso, sino el conocido estilo casi filosófico del autor.
“Las brumas del Terror” es un relato de Liborio Justo, del volumen “La tierra maldita”, que transcurre en la Antártida. Pese a su prometedor título, no pertenece al género. Su argumento es “de aventuras”; el “Terror” se refiere al monte cuyo nombre fue impuesto por la expedición de James Ross, en honor a uno de sus buques. En realidad, es un volcán; y en la narración su actividad genera nieblas... y una grata sorpresa para el protagonista. Tampoco es del género, pese a su título, el film “Terror en la Antártida”, de Dominic Sena, estrenado hace un tiempo. Se trata de un mero policial de acción.
Es cierto que, en la actualidad, ese continente “al sur de todo” dejó de ser lo que era. Poblado por bases de numerosos países, recorrido por satélites que fotografían detalladamente su superficie, visitado por el turismo, ha perdido gran parte de su misterioso encanto. Empero, en las largas noches del invierno antártico, cuando el viento blanco impide a los seres humanos asomarse a la intemperie, nadie sabe qué seres innominados, con formas ajenas a este universo, podrían caminar por las estepas nevadas; persiguiendo propósitos ocultos y, quizás, profiriendo cada tanto los sonidos que les enseñaron sus espantosos amos: “¡Tekeli – li! ¡Tekeli – li!”








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miércoles, 23 de febrero de 2011

EL CUENTO DE HOY




UN CUENTO


Por Héctor Roldán (*)




Nunca pudo poner los pies sobre el piso. Flotaba sobre él imperceptiblemente, apenas unos dos milímetros en el aire, casi nada. Nunca pudo pisar firme, ansiaba ese contacto pleno de fuerza de gravedad, fuerza que daría un sentido vertical, descendente a su cuerpo, que le permitiría elevar sus ojos soñando una próxima elevación. Un ascenso.

Siempre caminó de puntas de pie, forzando ese contacto, simulando una participación en las leyes de la física que en su caso no se cumplían. Excepción extraordinaria que siempre ocultó. Talón, punta; le repetían sus padres de niño. Talón, punta; creyendo que su hábito era un mal caminar y no un intento de participar con normalidad en el mundo. Siempre sintió una liviandad de ángel, de aparecido, de insólito fantasma pues sentía su solidez y no dudaba de su existencia. Aunque esa sensación, en vez de consagrar una diferencia que lo santificara como un niño milagroso, lo obligó a esfuerzos descomunales para humanizarse como el resto. Eso sí, le permitió ser un buen arquero ya que, liberado de esa atadura con la tierra, volaba de palo a palo con una gracia de pájaro que le permitía hacerse con las pelotas más difíciles.

Pero su desdicha era que mientras todos los hombres ansiaban el cielo, él ansiaba la tierra. Sentir sobre sus pies la masa de su cuerpo, sentir sus vértebras comprimirse por su peso, aplastando sus espacios intervertebrales. Soportar su vida no solo en el alma sino también en el cuerpo. Hundir sus pies en la arena con la misma facilidad que todos.

¿Cómo orar si no sentía el castigo de su carne convocada por el polvo en cuyo seno debería descansar como decía la Biblia? ¿Cómo orar si estaba más preocupado por descender que por elevarse? En una época cargaba peso en sus bolsillos, se ataba pesas en sus tobillos. Su ropa tenía en sus vericuetos cientos de pequeños pedacitos de plomo. Se sentía entonces como una boya, que anclada en el fondo del mar, era sacudida por el oleaje feroz de un océano que lo rodeaba y que no lo dejaba hundirse en su organismo hasta el fondo oscuro de la vida que pululaba dos milímetros más abajo. Ese abismo.

Se preguntaba. ¿Era un soplo divino? ¿La pestilencia de un demonio? O nada de eso, porque comía, bebía, lo curaban los médicos. Podía ver sus radiografías donde sus huesos quedaban expuestos como el testimonio anticipado de su cadáver. No era un fantasma, ni un ángel, solo flotaba sobre el suelo. Y ese hecho tan sencillo, y esa distancia tan insignificante hacía que todo cambiara. Por eso en la metáfora de la caída que prometía la futura reconciliación con los dioses, estaba él en el limbo de aquellos que podían ser ignorados. Fuera de la plegaria de los penitentes, fuera de la bendición de los justos.

Fue así que decidió pecar, convencido de que la culpa lo hundiría. Y en las misas golpeaba su pecho: por mi culpa, por mi propia culpa. Confesaba atrocidades y las cometía. Primero las confesaba y después las cometía.



(*) Escritor santacruceño. De su blog “El espectro de las cosas”.




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viernes, 18 de febrero de 2011

EL CUENTO DE HOY




La carta

por Olga Starzak


Cuando llegué ya habían retirado el cadáver. El comisario me preguntó el nombre y qué relación tenía con la víctima.
- Soy Alejandro Ibarra; éramos amigos.
- ¿Cómo dijo que se llama?
Mientras reiteraba mi nombre, el policía sacó un sobre de un pequeño maletín.
- Me temo que es para usted; estaba en la mesa de luz de la mujer.
Distinguí la prolija letra de Camila. Me estremecí al leer mi nombre; un subrayado completaba la escritura. Dudé un momento. No me parecía oportuno abrirlo delante del hombre aunque –quizás- fuera lo que él estaba esperando. Lo doblé con manos temblorosas y lo guardé en el bolsillo interno de mi campera.
Esperé su reacción. Con un gesto contemplativo, agregó:
- Si puede ayudarnos en algo, se lo agradeceremos. De todos modos no hay dudas de que fue un suicidio, una sobredosis de psicofármacos. Lo confirman las cinco tabletas vacías caídas en el piso. Estuvo sola las últimas horas y no hay signos de violencia. Según el médico forense la muerte fue rápida –explicó.
- ¿Dejó alguna otra carta? –pregunté. Tiene una hermana que vive en el interior. Los padres fallecieron hace unos años en un accidente automovilístico.
- No; la que acabo de entregarle es todo lo que encontramos. Fuimos los primeros en entrar al departamento. Una vecina se comunicó con la seccional sospechando algo por los insistentes ladridos de su perro.
- Sí, lo sé. También me avisó a mí –aclaré.

El guardia estaba acompañado de un oficial. Durante todo el tiempo sentí sus ojos acusadores posados sobre los míos. No dijo ni una palabra, sin embargo asumía una actitud de mucha desconfianza.
El sobre comenzaba a quemarme el pecho. Debía abrirlo pronto, conocer su contenido.
- ¿Puedo retirarme? –pregunté cortésmente mientras le entregaba una de mis tarjetas de identidad.
Aún me costaba entender cómo no había sido impulsado a compartir el tenor de la carta. Desconocía las normas legales, pero suponía que la misma podía constituirse en un documento importante.
Me alegré de que me dejara ir. Repasé con la mirada el cuarto; me detuve en la cama tantas veces compartida. Se agolparon en mi mente las fuertes discusiones, los constantes reclamos... Recordé su cuerpo cálido apretado al mío suplicándome lealtad y los intentos por hacerle comprender mi situación.
Hacía más de un mes que no nos veíamos. De alguna manera así lo habíamos acordado. Sería mejor para los tres.
No estaba en condiciones aún de retornar a mi casa. Me sentía realmente conmocionado. Mi mujer pronto sospecharía que algo grave había ocurrido.
Me senté en el primer bar que apareció ante mis ojos, busqué un lugar con cierta privacidad y abrí el sobre. Antes imaginé que me responsabilizaría de su decisión. Supuse que me acusaría de inmoral, cobarde... hipócrita. Para mi asombro, no contenía ningún escrito; sólo una hoja con un dibujo esbozado en lápiz negro. Era la caricatura de una persona... de una mujer. ¡De mi mujer! Un círculo grotescamente remarcado con fibra roja parecía atravesar su pecho.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Recordé que hacía poco más de doce horas que había dejado a Inés. Esa noche había trabajado en la fábrica como todos los domingos. Abandoné el café. Corrí sin parar en busca de un taxi. El camino se hizo eterno... mi imaginación ilimitada.
Debía tranquilizarme. El dibujo, tal vez, querría significar el inmenso odio que le tenía. Ella estaba segura de que mi esposa era el único obstáculo que le impedía ser feliz.

Antes de llegar a mi casa comencé a escuchar el ruido de la sirena; había una ambulancia en la vereda. Había mucha gente reunida en la calle.
- Rápido, por favor; es allí –le grité al taxista.
Apenas bajé me encontré con mi padre. Su rostro sombrío no podía ocultar la desazón. Reclamó:
- Hace horas que tratamos de localizarte.
- ¿Qué pasó? ¿Inés? –pregunté desesperado.
- Lo lamento, hijo. Está muerta. Una llamada anónima alertó a la policía. Te están esperando.
- ¡No puede ser! –susurré.
- Te acompaño. En la mesa de luz dejó un sobre para vos.




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domingo, 6 de febrero de 2011

EL POEMA DE HOY




Soneto a la lluvia de la tarde



Por Jorge Alberto Baudés (*)




Cae suave, pertinaz, casi insolente.
Se entremezcla como sombra sigilosa
tiene piel de brillantes, transparente,
acaricia como pétalo de rosa.

Nos sustrae del afuera y nos convoca
a mirar interiormente nuestra vida
pues la mente perturbada, se sofoca
y retoma la calma antes perdida.

Ella es mucho más que lluvia, es elixir,
ya que invade sutilmente los sentidos
y devela las razones del vivir.

Transformando nuestra ruta en cada paso
caminando de regreso de un fracaso
nos provoca de los males, el olvido.




(*) Escritor chubutense. Este poema resultó “Mención Especial” en el Eisteddfod del Chubut- Año 2009


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martes, 1 de febrero de 2011

LA NOTA DE HOY






PRIMALEON Y LOS PATAGONES



Por Jorge Eduardo Lenard Vives



En 1524 Antonio de Pigafetta redacta su obra “Primer viaje en torno al globo”; en la que expone los avatares de la expedición de Hernando de Magallanes, de la que formó parte. Al describir los varios encuentros de los marinos con los habitantes del extremo austral de las tierras americanas, termina diciendo: El capitán general llamó a los de este pueblo "patagones".


El significado del nombre muere con el navegante portugués en la isla filipina de Mactán. El cronista no da más detalles sobre su origen; pese a que luego lo emplea para designar a la “Región Patagónica” y al “Estrecho Patagónico”. Este misterioso término dio lugar a muchas conjeturas, una de las cuales hace referencia al supuesto gran tamaño de los pies de los pobladores. Sin embargo, tal característica anatómica no es mencionada por Pigafetta. Menos probables aún son las interpretaciones que asocian su acepción a lenguas nativas americanas, desconocidas por quien dio el nombre a los pobladores de esas zonas. Pero hay una explicación que, por su relación con la Literatura, resulta de especial interés para este blog. La menciona, entre otros autores, Virgilio Zampini en su “Chubut, breve historia de una provincia patagónica”; y es en la actualidad la versión más aceptada (aunque hay autores de fuste que defienden otras etimologías).

En el año 1512 se publica en Salamanca una novela de caballería llamada “Primaleón”; la segunda parte de una saga iniciada con la obra “Palmerín de Oliva”. El autor de ambos textos sería Francisco Vázquez. Primaleón era un caballero que andaba de isla en isla solucionando entuertos. En una de esas islas se le informa que “hay muy grandes montañas” y que “moran en ellas una gente muy apartadas de todas las otras que hay en ella... y son muy bravos y esquivos... no traen sino vestiduras de pieles de las animalias que matan... Más todo es nada con un hombre que ahora hay entre ellos que se llama Patagón... que tiene cabeza como de can... y los pies de manera de ciervo y corre tan ligero que no hay quien lo pueda alcanzar. Y algunos de los que lo han viso dicen de él maravillas. Y él anda de continuo por los montes... y trae un arco en sus manos con saetas muy agudas con las que hiere... Y trae un cuerno a su cuello y tañéndolo viene muchos de aquellos patagones a le ayuden, y hacen gran daño que no temen por sus vidas”.

Patagón es derrotado por Primaleón; y ante sus bramidos “acudieron allí dos de aquellos patagones de su linaje y estos traían asimismo cuchillos muy agudos como él, que otras armas no tenían, más era muy fuertes y ligeros... cuando tales vieron a Patagón fueron muy espantados y muchas cosas decían, más Primaleón no las entendía...”

Compárese esta descripción con la que hace Pigafetta de los moradores de la región austral: "... alcanzamos a los 49 grados y 30 minutos de latitud meridional, donde encontramos un buen puerto.... Un día en que menos lo esperábamos un hombre de figura gigantesca se presentó ante nosotros. Estaba sobre la arena, casi desnudo, cantando y danzando al mismo tiempo (...). Su vestido, o mejor dicho, su manto, estaba hecho de pieles, muy bien cosidas, de un animal que abunda en el país (...). Llevaba este hombre también una especie de zapatos hechos con la misma piel. Tenía en la mano izquierda un arco corto y macizo, cuya cuerda, algo más gruesa que la de un laúd, estaba hecha con un intestino del mismo animal; en la otra mano empuñaba unas cuantas flechas de caña pequeñas, que por un extremos tenían plumas, como las nuestras, y por el otro, en lugar de hierro, una punta de pedernal blanco y negro”.

Y más adelante: “Seis días después... vieron a otro gigante, vestido cómo los que acabábamos de dejar y armado igualmente por arco y flechas... Este hombre era más grande y estaba mejor formado que los otros; tenía también los modales más dulces, danzaba y saltaba tan alto y con tanta fuerza que sus pies se elevaban muchas pulgadas de la arena”.

Las similitudes respecto a la vestimenta, las armas, la agilidad, la fuerza física, incluso el habla intrincada, permitirían suponer que el navegante bautizó al pueblo que había hallado recordando a los patagones descritos en “Primaleón”, entre quienes habitaba el peculiar Patagón. ¿Conoció Hernando de Magallanes la novela? Dado que su expedición zarpa en 1519 y la obra, al parecer exitosa, se habría reeditado por primera vez en 1516; no sería raro que supiese de ella. A lo mejor, no en persona; pero alguno de los más de doscientos expedicionarios pudo haberla leído. Pigafetta nada dice sobre cómo Magallanes eligió el nombre, tal vez surgió de una charla con otros tripulantes.

Este artículo no presenta nada novedoso. Su tema fue objeto de estudio por parte de muchos investigadores; y nada se pretende agregar a sus conclusiones. Sólo se quiere recordar, una vez más, como la Patagonia se liga por caminos impensados con la Literatura universal.



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