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martes, 30 de agosto de 2011

EL POEMA DE HOY









El Roble





Por Mónica Jones












Elevada en su copa



es un abanico de pájaros



la tarde replegando sus trinos.



Por sus raíces trasplantadas



ascienden historias



de princesas desterradas



y dragones de otras tierras.



Amalgama el viento



melodías de arpa,



invocando al espíritu



del druida



que vaga entre sus hojas.



Y cuando llama el angelus



a su alquimia de duendes,



es la fortaleza de su tronco



el papiro donde las épicas



historias de los celtas



desmayan su cansancio



de la morada lejana



aquí, distante de su nativa tierra.



El seguirá multiplicando historias



de mi linaje en flor,



cuando mi cuerpo



se fusione con mi sombra.



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EL POEMA DE HOY





El Roble


Por Mónica Jones






Elevada en su copa

es un abanico de pájaros

la tarde replegando sus trinos.

Por sus raíces trasplantadas

ascienden historias

de princesas desterradas

y dragones de otras tierras.

Amalgama el viento

melodías de arpa,

invocando al espíritu

del druida

que vaga entre sus hojas.

Y cuando llama el angelus

a su alquimia de duendes,

es la fortaleza de su tronco

el papiro donde las épicas

historias de los celtas

desmayan su cansancio

de la morada lejana

aquí, distante de su nativa tierra.

El seguirá multiplicando historias

de mi linaje en flor,

cuando mi cuerpo

se fusione con mi sombra.

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jueves, 25 de agosto de 2011

EL CUENTO DE HOY







Cuento breve de temática patagónica (*)






Por Iris Lloyd de Spannaus





- ¿Me das mi panuelo?

- Se dice pañuelo.

- No, mi mamá dice panuelo, así que, se dice panuelo.

- Es que tu mamá es una gringa y no sabe hablar castellano. Y vos tampoco sabés castellano ¡GRINGA!

El insulto sonó como latigazo y algo se rompió en su corazoncito, algo fuerte, fuerte que subió a sus ojos y se deshizo en lágrimas.

- ¡Gringa, gringa, galensa pan y manteca!

Los gritos cada vez más fuertes se sucedían como letras de un estribillo, y más y más chicos se
sumaban a los insultantes:

- ¡Galensa, galensa... !

Ceinwen agarró sus libros y corrió y corrió llorando a más y mejor hasta que se perdió la voz de los que le gritaban. Su tierna cabecita no podía entender lo que acababa de suceder.

Es todo tan rápido y cruel, ¿por qué se enojaron con ella?, ¿qué había hecho?

Todo había empezado porque Nelly no le quería devolver su 'panuelo' ¿o era pañuelo? Al llegar a casa preguntaría a su mamá.

El camino hasta la chacra era largo, así que tuvo tiempo de limpiar sus lágrimas y casi de olvidarlo antes de llegar.

El hogar le dio la bienvenida con sus olores tan conocidos. Olor a pan, a jabón, a limpieza, olor a mamá. ¡Qué bien se estaba aquí realmente! Guardó su guardapolvo y cartera, fue a tomar el té a la cocina y pensó en preguntar un montón de cosas a mamá, pero parecía que ella no estaba de humor para muchas preguntas.

- Mam.

-¿Hum?

- ¿Yo soy gringa?

- Well, sí, me imagino que sos algo gringa.

- Pero ¿qué significa ser gringa, mam?

- Oh, bueno, tomá el té ahora y dejate de preguntar pavadas que tengo mucho que hacer.

Viendo que evidentemente no era el momento de hacer preguntas, Ceiwen terminó su té, lavó su taza, guardó las cosas y salió un rato al patio a jugar; vio a Lewis pateando una pelota y pensó que su hermano podría explicarle lo de hoy.

- Lewis -llamó- ¿nosotros somos gringos?

- ¡No hinches querés! ¿No ves que estoy ocupado?

En realidad éste no era su día de suerte. Parecía que todo el mundo estaba de mal humor o apurado; tendría que guardar sus preguntas para mejor momento.

Siguió caminando y se sentó a orillas de la zanja, a tirar piedritas al agua. Sabía que si su madre la veía recibiría un buen reto, porque siempre vivía atemorizada ante la idea de que uno de sus niños se ahogara. Habían ocurrido ya tantos casos así, que se había constituido en obsesión.

El ruidito del agua corriendo y el zumbido de las abejas le daba a ese rinconcito un especial encanto. Ceiwen sabía que podía estar tranquila allí por un rato.

Entonces se dedicó a meditar acerca de lo ocurrido esa tarde. Ser "gringa" debe ser algo muy feo, por lo menos los chicos gritaban como si lo fuese. Sin embargo su madre la acababa de decir que ella lo era, y no le había dado ninguna importancia aI asunto, así que muy, muy feo no podía ser, sino su madre no lo hubiera aceptado tan tranquila. Entonces, Si no era tan malo, exactamente, ¿qué querría decir "gringa"? Realmente necesitaba una contestación ahora. Se levantó con la rapidez característica de los niños y volvió a atacar a su hermano que seguía pateando la pelota contra la pared del galpón. Ceiwen inició el diálogo:

- Hoy en la escuela me dijeron gringa pan y manteca.

Su hermano siguió pateando, pero contestó:

- ¿Y vos les contestaste, "gallegos pata sucia"?

- No, ¿por qué había de hacerlo?

- ¡Qué sé yo, pavota! pero siempre que a alguno de los nuestros le dicen galenso pan y manteca, contestá enseguida gallego pata sucia y ahí nomás se agarran a las piñas.

- ¡Pero yo no puedo dar piñas!

-Ufa! ¡Entonces dejáte de embromar y andate a jugar con tus muñecas!

Era inútil. Este hermano era realmente intratable. Nunca conseguía estar con él más de un ratito sin pelear. Tendría que esperar que Dada y Edgar volvieran a la casa. No quedaba más remedio.

Estuvo mirando por todos lados lo que se hacía rodos los días, tratando de que el tiempo pasara.

- Howen, ¿cerraste los terneros? vamos, hay que entrar la leña antes de que se haga la noche. La voz de la madre impartía las órdenes y Ceinwen la veía andar de un lado al otro, ocupada y ceñuda.

"Claro” –pensó– “hoy es lunes y hay más trabajo que cualquier día de la semana". Mam había rdeñado y hecho pan además de la tarea diaria de limpiar la casa y cocinar. ¿Todo ese trabajo sería la causa de que mam fuese "gringa"? Oh, bueno, mejor esperar a que Edgar llegara a la casa.

¡Al fin sintió las ruedas del carro que se acercaba al galpón y ahí estaban su padre y su hermano mayor. Una sensación tibia, confortante le llenó el pecho cuando Dada la alzó y tiró alto, alto, mientras la llamaba con esos nombres dulces y tontos que tenía para su niña: “Petch fach”, “Dwdlah”, “Hogan fach yr dada”. Palabras galesas que eran para Ceinwen como el pan de mam o la cama limpia con olor a lavanda.

- Vamos a la casa, así me lavo y tomamos unos mates antes de Ia cena. Mejor dejá el caballo en el corral atrás del galpón, Edgar, porque mañana tenemos que seguir acarreando pasto.

- Edgar, ¿sabés lo qué me dijeron en la escuela?

La niña soltó la pregunta mientras el padre cebaba mate y la madre preparaba la cena.

- Y… te dijeron, tal vez, que eras muy inteligente.

- No, me gritaron gringa y me dijeron que yo era una galensa pan y manteca.

Edgard quedó serio un ratito y después dijo:

- Y bueno. Vos sabés que Ios latinos siempre nos llaman así.

- Pero, ¿por qué? ¿Es muy feo ser una gringa?

- No, ¡qué va a ser feo! Lo que pasa es que nos ven distintos y a la gente no le gusta ver gente distinta. Cuando eso ocurre siempre los atacan.

- Pero, ¿por qué?

- No sé por qué; pero es así.

- Y ¿qué es ser gringo?

- Un extranjero.

- Pero yo soy argentina.

- Pero hablás galés. Y Mam y Dada son galeses.

- ¿Y eso nos hace distintos de los demás?

- Claro.

- Entonces es mejor ser hija de gallegos.
- ¡Ja Ja! Y, ¿por qué?

- Porque así hablás bien el castellano y nadie se ríe de uno.

El padre tomaba mate y no tomaba parte en la conversación, pero escuchaba todo el diálogo y se dio cuenta del pequeño drama que estaba viviendo su hija.

- Ceinwen -llamó.

- Sí, Dada.

- Vení, sentate aquí, así charlamos un ratito.

Así diciendo señaló una silla cerca de la mesa sobre la que depositó un libro grande.

- ¿Te acordás de Taid?

- Un poco. Me acuerdo que tenía barba y pelo blanco y que a veces me traía caramelos.

- Bueno, él era galés. Nació en Llanuwchlyn. Él y Nain vinieron en un barco que se llamaba “Mimosa"; yo era entonces, un bebé de sólo diez meses de edad...

Y así mientras el padre con voz grave le contaba a Ceinwen la casi increíble historia, en la mente de la niña se iban desarrollando uno a uno los hechos que aunados darían como resultado una Colonia floreciente.

- ¿Y Nain vio a los indios?

Asombro y delicia. Temor y también una casi reverencia. La tristeza de saber que el río se había llevado todo cinco veces para que fuese vuelto a construir. ¡Tozudos los galeses! De vez en cuando el padre detenía el relato para mostrar alguna foto y así podía la niña, ponerle rostro al héroe del momento.

Para la hora de la cena, Ceinwen tenía todo bien clarito en su cabeza. Ella no era gringa pero no le importaba que la tomaran por una. Sus abuelos habían sido gringos, y también lo eran sus padres. Ser argentina era hermoso porque significaba que uno podía vivir en un país libre donde el gobierno era elegido por uno. No había reyes aquí; ni reinas, pero ser descendiente de galeses era saber que sus padres y abuelos habían ganado para la Argentina un pedazo de tierra que hasta entonces nadie había querido. Significaba que los indios no habían sido perseguidos ni muertos, sino que había sido conquistada su amistad con amor y buenos tratos. Quería decir que uno sabía cantar, que ir a la capilla era hermoso y que llamarse Ceinwen en lugar de Irene o María era lindo.

Suspiró satisfecha. Si mañana alguien en la escuela la llamaba gringa o galesa, que lo hicieran nomás. Total ella ya sabía quién era y de dónde venía.







* Primer premio. Eisteddfod del Chubut - Competencia: Cuento breve de temática patagónica. Año 1975.



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domingo, 21 de agosto de 2011

EL POEMA DE HOY




LA SIESTA (*)



Por Nadine Aleman





Te modelo la piel.



Tus gemidos burlan la tarde

que convida solo silencio.



Me sumerjo solemne

en la revelación

de tenerte.



Comprendo a Dios

en la sensualidad.



Te empujo al delirio.

Te avivo.



Comparten nuestro misterio

la mirada de las esculturas.




(*) De la obra titulada "Letal intensidad".



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jueves, 18 de agosto de 2011

LA NOTA DE HOY




LA CULTURA Y LA CRISIS DE LA MITAD DE LA VIDA




Por Julia R. Chaktoura






La trayectoria vocacional/profesional/ocupacional de una persona da como resultado un desenvolvimiento productivo, medido en logros individuales, que otorgan plenitud, satisfacción personal y sirven para lanzarse constantemente hacia adelante con nuevos y más intensos planes. Así se trazan los proyectos de vida que nos movilizan hasta el último de nuestros días. Esos proyectos son los que mantienen viva la llama de la ilusión y nos hace permanecer jóvenes de espíritu y creativos, sin importar la edad cronológica que tengamos.

Cierta crisis de la mitad de la vida suele aparecer entre los 40 y los 50 años. Tiene una duración promedio de 5 años desde que se instala hasta que se resuelve; y es necesario ser poseedor de un equilibrio dinámico capaz de adaptarse a los cambios exigidos por el vivir, para poder transitar ese período que demanda energías suplementarias no sólo físicas, sino (y especialmente) psicológicas.

Las personas están sometidas constantemente a empujes desequilibrantes, pero por lo general cuentan con recursos para solventar estas vicisitudes. Si los estímulos son desbordantes o las partes comprometidas son significativas, hablamos de crisis.

La personalidad que se va formando a lo largo de la historia de un individuo se resuelve mediante un equilibrio que se da naturalmente; la producción y la creatividad son una manera de expresarse vitalmente en el mundo, y por lo tanto, también expresan esa historia.

Entre los 20 y los 25 años, se crece, se define la vocación y se realizan los aprendizajes sociales. Antes de llegar a la mitad de la vida se funda una familia, se afirman los aspectos vocacionales y las profesiones se han integrado a una ocupación.

En el momento en que el equilibrio dinámico se supone asentado por completo, aparece la crisis de la mitad de la vida.

Es cuando se registran algunos cambios corporales y descubrimos inquietudes sobre el aspecto personal: algunas pequeñas disfunciones físicas, alguna curiosidad sobre técnicas estéticas cuando nos miramos en el espejo...

En cuanto al mundo de los afectos, la muerte de los padres ya es una realidad o una amenaza razonable. Amigos de antiguo se pierden. Los hijos han tomado las riendas de sus propias vidas o están por hacerlo en breve plazo.

Lentamente van apareciendo en la conciencia ciertos temores que nos resultan novedosos por lo cual engendran angustia.

¿Qué está ocurriendo? El sistema endocrino y las presiones sociales empujan al adulto a pensar en los años transcurridos, en el tiempo perdido que ya es irrepetible, en todo lo que fuimos dejando para mañana y que ese mañana puede no llegar nunca, en las vocaciones postergadas, en las asignaturas pendientes. Es cuando se toma conciencia de la propia muerte.

Habitualmente se atribuye la muerte a un asunto del azar. Suele ser algo que le ocurre a otros. Darse cuenta de lo inexorable es una vivencia dolorosa que se tiende a sofocar.

A partir de los cuarenta años es cuando uno debe aprender a separarse de la vida. Es cuando se afina la puntería y las personas se vuelven más selectivas, eligen “las mejores manzanas” (como diría Alberto Cortés), le restan importancia a muchas cosas que antes les demandaban horas de análisis, reducen su círculo de amistades a los más íntimos y elaboran su balance personal. Es el momento de reconocerse como sujeto histórico: se es la resultante de lo hecho; no hay responsables por las elecciones propias, se han perdido oportunidades irrecuperables y hay proyectos a los que hay que renunciar porque ya no son viables.

Es el tiempo de pensar en las renuncias.

Aún hay capital psíquico suficiente como para hacer este trabajo que afecta la capacidad creativa y productiva de una persona.

Crear requiere la posibilidad de establecer conexiones entre partes o aspectos que antes nunca habían interactuado, es contar con la libertad de pensar y hacer.
Las renuncias que impone la realidad ponen a prueba a la persona en un todo.

Toda pérdida demanda un período de duelo, proceso psíquico de reacomodamiento ante las carencias que se avecinan. Este trabajo íntimo, que se realiza en absoluta soledad, requiere capacidad y espacio afectivo para poder pensarse a sí mismo como sujeto finito, capaz de separarse y despedirse de muchas cosas de la vida, ya vividas y de las no vividas.

De acuerdo a cómo se transite este período, el resto de la madurez podrá ser una época creativa y vital.

Es el tiempo de pensar en uno mismo. De desempolvar vocaciones. De atreverse.

Estudiar, escribir, pintar, esculpir, componer música, aprender artesanías, atreverse a participar de un taller de teatro, acercarse a la cultura en cualquiera de sus expresiones. Vivir para crear belleza.

Eso es lo que da sensación de permanencia, porque la belleza es eterna. Y la creatividad nos acerca a ella, nos permite mirarla aunque sea de soslayo, nos impulsa a perseguirla aunque no la alcancemos nunca y nos deja la sensación de que valió la pena, de que el segundo tiempo recién comienza y estamos dispuestos a sacarle el máximo provecho.

La vida es una tramposa, “promete más de lo que da”, decía Ortega y Gasset. A menos que lo sepamos con anticipación y le arrebatemos a tiempo los frutos maduros que guarda para los elegidos. Aquéllos que hicieron de sus vidas un asunto hermosamente productivo y dejaron su impronta en este mundo por medio de la creatividad, el talento y el deseo magnífico de trascender la muerte con la propia obra.








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sábado, 13 de agosto de 2011

EL POEMA DE HOY





UNA ESPIGA EN EL RASTROJO




Por Jorge Castañeda (*)




No te inquietes tanto amiga
si me pongo a divagar,
a veces me ando buscando
y no me puedo encontrar.

Soy como un niño perdido,
una hoja en el vendaval.
Son para mí salobres
las aguas del manantial.

Siento que me faltan cosas
que no puedo precisar.
Voy como un pájaro herido
al que le cuesta volar.

A fuerza de andar y vivir
nunca dejé de buscar.
Si yo me hubiera encontrado
otro sería mi cantar.

Llevo un dejo de tristeza
y mucho de soledad.
Yo busqué los absolutos
y no los pude encontrar.

Si me encuentras preocupado
no te debes extrañar:
una espiga en el rastrojo
no me canso de buscar.




(*) Escritor de Valcheta (Provincia de Río Negro)







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lunes, 8 de agosto de 2011

EL CUENTO DE HOY




CERTEZA




Por Ada Ortiz Ochoa (Negrita*)



Mariana quedó sola. Su esposo la había humillado una vez más.
Recogió sus ropas. Las guardó en el pequeño bolso.
Se miró las manos. Temblaban.
Recordó las amenazas veladas de Pedro. Parecía odiarla.
Por primera vez la hizo sentir un estorbo. Algo desechable.
Como en un sueño vio llegar a su vecina, mujer bondadosa aunque poco demostrativa, que la ayudó a vestirse. Se ocupó también de cerrar las puertas, revisó las llaves de gas, apagó luces. Siempre en silencio.
-¡Vamos, Mariana! Ya es la hora en que debe internarse- le habló suave.
Antes de subir al taxi se detuvo y miró su casa.
-¡Otra intervención quirúrgica! ¿Regresaré? - se preguntó a sí misma.
Algo helado pareció aletear en su pecho. ¡Pedro! ¿Qué pasó con él? Debe haber otra mujer. Si la hay... ¿quién es? ¿Cómo es?
Se entretenía agregando tizones al fuego interior.
Llegaron al sanatorio. La esperaban.
Ocuparía una habitación compartida. La silueta asaetada apenas era visible entre las ropas de cama. Era una anciana.
Ella, Mariana, ocuparía el restante lecho.
Ya acostada comenzó a receptar los apagados ruidos exteriores.
Recordó que alguien había dicho:
-¡Es la mujer de Pedro!- fue sólo un cuchicheo pero ahora lo recordaba.
Esta amargura. La soledad. Ahogó un sollozo.
Una bonita y jovial enfermera entró y comenzó a prepararla. Apenas si reparó en su apatía parecida a un sopor. Sin voluntad la dejó hacer.
Otras enfermeras se alternaron requiriendo diferentes datos.
Los ojos negros atrajeron su atención. Ambas quedaron así. Mirándose.
Pero fue tan fugaz ese instante, que Mariana quedó dudando que fuera real. Todo parecía fantasía, producto de su imaginación.
Apenas durmió a pesar del calmante.
Su mente barajó imágenes. Las sensaciones al rememorar lo vivido fueron de bueno para abajo.

Despertó al sentir que quitaban la frazada. La enfermera hacía su trabajo con eficiencia.
-¡ Bueno, llegó la hora!- se dijo Mariana.
Su mirada buscó a Pedro con ansiedad. Sintió en el brazo el pinchazo. Sabía que era la pre-anestesia.
En breves minutos el efecto la dejó indefensa manejada por manos hábiles.
Es rápido el traslado en la camilla. Cerca del quirófano está Pedro. En su mirada no vio afecto.
En la aséptica sala observó minuciosamente. Podía ver a través de una puerta entreabierta, otra puerta y del otro lado de ella..., a Pedro, que cambiaba palabras con una joven del equipo del establecimiento.
Estaban solos.

Quiso gritar pero su lengua parecía estopa dentro de la boca.
El grupo fue formándose a su alrededor. Ropa de cirugía. Guantes. Gorras. Voces acalladas y precisas. Sus brazos fueron sujetos. Alguien trabajaba a su lado. Sintió el pinchazo en la vena como una presión. Automáticamente miró los ojos de esa mujer que adivinaba joven. Las negras pupilas que asomaban sobre el barbijo le mostraron la burla sonriente de un destino prefabricado.
- ¿Ella y Pedro?... Mariana supo que no regresaría.





(*) Escritora y artista plástica nacida en Río Cuarto, radicada en Sierra Grande desde el año 1978. Editó las obras “Esperá que te cuento.”, “Esperá que te cuento II- Sueño Patagónico”, “Palabras de Otoño” y “Después.., será un mañana.” Trabaja en su novela “Los Silencios” y en el relato autobiográfico “Mi vida no es un cuento”. Obtuvo diversos premios literarios. Participó en numerosos libros compartidos y en encuentros, congresos y talleres literarios, tanto en el país, como en el exterior. Corresponsal Nacional de la Sociedad Argentina de Letras, Artes y Ciencias. Fue corresponsal de periódicos, aportó entrevistas y colaboraciones en semanarios y revistas. Jurado en varios concursos de artes plásticas y literatura. Creó y dirigió dos revistas literarias impresas: Verbonautas y El Timonel. Miembro de diversos “sitios” literarios en la Red virtual. Miembro y corresponsal del Círculo de Escritores del Comahue. Integra el Grupo de Escritores Independientes Avefénix.



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viernes, 5 de agosto de 2011

LA NOTA DE HOY





LAS CAPILLAS DEL VALLE EN LA LITERATURA


Por Jorge Eduardo Lenard Vives

Entre las principales manifestaciones culturales legadas por la Colonia Galesa del Chubut se encuentra la religión. Las denominaciones protestantes mayoritarias en el Valle fueron la congregacionalista (o independiente), la metodista y la bautista. También hubo anglicanos.

Inicialmente, cada iglesia tuvo sus propias capillas, pero diversos factores incidieron para que se agrupasen durante una reunión llevada a cabo en la Capilla Bethel “Vieja” de Gaiman en 1902; verdadera experiencia ecuménica que finamente derivó, hacia los años 60, en la Unión de Iglesias Cristianas Libres del Chubut. El servicio religioso mantenido a lo largo del tiempo, junto con la preservación de los edificios donde se celebra el culto, permitió conservar hasta la actualidad las tradiciones de aquellos primeros pobladores; y contribuyó a perpetuar su idioma. El total de capillas erigidas en el valle entre 1865 y 1925 fue de 34.

No existieron en forma simultánea; la cifra abarca todas las edificaciones que se hicieron, incluyendo aquellas destruidas por diversas causas y las que fueron construidas para reemplazarlas. Al día de hoy existen 16 capillas en pie: “Berwyn” en Rawson, “Moriah” y “Tabernacl” en Trelew, “Nazareth” en Drofa Dulog, “Bethlehem” en Treorcky, “Seion” en Bryn Gwyn, “Bethel Nueva” y “Vieja” en Gaiman, “Salem” en La Angostura, “Bryn Crwn”, “Bethesda” y “Glan Alaw” en los parajes que llevan sus nombres, “San David”, anglicana, en Maes Teg, “Ebenezer” y “Carmel” en Dolavon, y “Bethel” en Tir Halen. De las 18 faltantes, 12 fueron arrasadas por inundaciones (10 de ellas durante la gran inundación de 1899); en tanto 6 se derribaron por distintos motivos. Ejemplo de estas últimas es la “Capilla de Piedra”, construida en 1877 por John C. Evans y William T. Griffiths en el predio donde luego se ubicó la Escuela Nro. 34 en Gaiman. Este resumen no menciona la ya desaparecida capilla de chapa de Puerto Madryn; en uso durante varios años.




La Literatura reflejó la permanencia de estas costumbres; haciendo hincapié en los edificios que albergaron el culto. Entre las primeras obras dedicadas a su difusión, se encuentra “Capillas del Valle”, del Dr. Alberto Abdala y Matthew Henry Jones, un libro editado con motivo de los cien años de la llegada de los colonos galeses. Luego de una reseña general de la religión en la zona, desarrolla la historia de cada capilla. Un dato interesante es que habla de 17 construcciones en pie; ya que en ese momento aun se erguía la capilla de Tair Eligen; cuya localización sobre la Ruta 7 entre Trelew y Rawson está actualmente señalada con una placa. Años más tarde, en 1977, se publicó un pequeño opúsculo, con dibujos muy precisos de las capillas realizados por el artista galés I. R. Daniel y breves textos descriptivos sobre cada una en castellano, inglés y galés. Su título es “Capillas Colonia Galesa Valle del Chubut” (Sic).

Hacia fines de la década de los 90’, el entrañable amigo Edi Dorian Jones presentó un volumen que reunía fotos de su autoría, llamado “Capillas Galesas en Chubut”. Al inicio de la obra resume la historia del culto valletano, agregando al exhaustivo estudio de Abdala y Jones abundante información obtenida durante sus investigaciones. En su capítulo “Recuerdos”, sintetiza de esta manera el sentimiento que genera en el espíritu la serenidad de las capillas del valle: “En su interior, aún hoy, se siente que perduran ese silencio de lugar sacro, el viejo y fuerte olor a madera, mezclado con el de libros antiguos y del tiempo. Aún en las que están vacías, silenciosas de himnos y de gente, el ingresar a ellas en soledad y permanecer sentados en uno de sus bancos, nos lleva a sobrecogernos y observar nuestro propio interior”. Existe una tendencia actual a hurgar en los tiempos pasados, indagando sus detalles. Es así que comenzaron a estudiarse los antecedentes de cada uno de estos lugares de culto y se redactaron obras de importante valor documental. Uno de estos libros es “Moriah. Una capilla en la Patagonia”, de Carrie Hughes. Otro es “Reseña de las Iglesias Anglicanas en el Valle del Chubut” de Lottie Williams de Jorge. En ambos casos, sus autoras pormenorizan los anales de distintas capillas; y agregan anécdotas que ayudan a profundizar en la historia del Valle. Es de particular interés la cálida “Remembranza” de Carris Hughes, que epiloga su obra; al igual que las reminiscencias de Lottie Williams respecto a las épocas de mayor afluencia de fieles a las capillas de su congregación.

Las obras mencionadas en esta nota nos señalan que analizar la historia de la colonización galesa del Valle del Chubut sin tener en cuenta su dimensión religiosa, generará una visión incompleta de la gesta. Este aspecto también debe ser considerado por la Literatura de ficción que pretenda reflejar la esencia del hecho. Pero conocer en profundidad el tema requiere indagar en el verdadero origen de las iglesias presentes en la zona; sin tomar leyendas como hechos históricos ni realizar apreciaciones anacrónicas juzgando la acción de los seres humanos de fines del siglo XIX y principios del XX con criterios actuales.




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martes, 2 de agosto de 2011

EL CUENTO DE HOY



“El rictus II”
Por Olga Starzak
Tomó el último mate y dirigió sus pasos hasta el cuarto donde dormían sus dos hijos; sólo los miró con ternura. Ni siquiera se acercó a sus camas. Un beso a esa hora de la mañana hubiese podido alterar su descanso y no tenía esa intención. Después de todo en apenas cuatro o cinco días los volvería a ver. No sería para ellos más que una de las tantas ausencias. Martha se levantó para despedirlo, rompiendo con la costumbre habitual de saludarlo desde el lecho matrimonial.
-¿Qué hacés levantada? –le preguntó. -Andá a dormir. ¡Son las cinco de la mañana!
-Me desvelé. Te acompaño con algunos mates y aprovecho para ponerme al día con el planchado de la ropa; por lo menos hasta la hora de levantar a los chicos.
-Vuelvo entre el miércoles y el jueves y me quedo un par de días. Antes del fin de semana podríamos darnos una vueltita por el pueblo. Esa nena necesita una campera.
-Sí, te lo iba a proponer. No te olvides de que la próxima semana es su cumpleaños. Podríamos regalársela.
Miró la hora. Acomodó sus guantes en uno de los bolsillos del pantalón y corrió el cierre.
Julio Godoy salió de su casa, esa madrugada, con un bolso de lona y una campera más abrigada que la de costumbre. Corría el mes de mayo y el frío invernal comenzaba a hacerse notar.
La mañana no era diferente a tantas otras de ese pueblo capitalino separado del puerto por apenas unos minutos de viaje. Cuando el chofer de la camioneta hizo sonar la bocina se despidió de su esposa con un beso fugaz.
Mientras viajaba esos escasos kilómetros pensó que tal vez -algún día- podría dejar su trabajo de pescador, olvidarse de los barcos y disfrutar más de sus hijos; tener una actividad menos sacrificada y mayor estabilidad económica. Pronto pensó: ¡debo estar loco!, ¿dónde voy a ir a trabajar? ¡No me va nada mal! En pocos años terminaré con el crédito de la casa, y hasta podría cambiar el auto. Y si la cosa sigue así, traeré a los viejos por lo menos una vez al año.
Sus padres, y también los de Martha, vivían en el norte argentino y hacía tiempo que no se daban el gusto de tomarse unas vacaciones para disfrutar de sus compañías.
Embarcaron antes de la seis de la mañana; eran siete los tripulantes del pesquero “El rictus II” que, con más de 15 metros de eslora, 5 de manga y 3 de puntal, cubría habitualmente un trayecto de 500 kilómetros.
A bordo todos compartían las distintas tareas: pescar, cocinar, mantener todo ordenado y hasta asumir el rol de enfermeros cuando la situación lo requería. Todos estaban expuestos a las mismas vicisitudes del tiempo y del espacio que les tocaba compartir.
Se conocían lo suficiente como para formar un grupo más o menos orientado a los mismos intereses, y no había lugar para las discrepancias en esas largas horas de altamar.
Navegar las aguas del Atlántico era siempre arriesgarse a las características de un mar que, generalmente embravecido, los sacudía y los desafiaba; los conmovía y los mantenía expectantes durante horas. Era excepcional ver esas aguas en quietud, amansadas por la calma que pocas veces se decidía a acompañarlos. El viento era casi constante cuando apenas traspasaban las 200 o 300 millas del puerto.
A Julio no le correspondía participar de la pesca hasta pasadas las diez de ese mismo día. Preparó el mate y se unió a los compañeros que estaban abocados a la tarea de redes.
-Esta vez se viene en serio –dijo uno de los más jóvenes.
-¿Qué es lo que se viene? –lo provocó otro.
-No te hagas el boludo, sabés bien a qué me refiero.
-No será diferente a otras... Parece que no te vas a acostumbrar nunca, ¿no? –le dijo tratando de embromar.
Era una conversación más de aquellas que se suscitaban diariamente en los tiempos marítimos. Una de las muchas bromas que a veces hacían menos difíciles los inconvenientes, o atenuaban el miedo, o intentaban quebrar el clima de inquietud que las tormentas imprimían en todos. Hasta en el hombre de más experiencia, hasta en el más osado.
Julio dejó la cubierta y se dispuso a reemplazar al Gordo Ibáñez, un hombre silencioso y audaz, impenetrable y tranquilo. Este se limitaba a hacer su tarea con responsabilidad, preparar los mejores platos de comida y jugar al truco cuando el trabajo les permitía un momento de distracción.
La nave se movía al ritmo del oleaje que, aunque elevado, era hasta ahora soportable. El viento dejaba un manto de espuma que no terminaba de evaporarse cuando otra oleada de igual magnitud volvía a acometer la blanca estela. El frío había enrojecido la cara de los cuatro pescadores de turno, y sus manos comenzaban a ponerse rígidas.
De pronto el Gordo Ibáñez gritó:
-¡Miren eso!
No hubo tiempo. Una ola de altura inusitada acababa de alzarse frente a ellos, e impetuosa, en un instante, dio vuelta el barco.
Gritos y desconcierto se hicieron eco en ese mediodía sureño.
Alguien tenía amarrado a sus manos el bote salvavidas que, quién sabe cómo, había logrado sujetar. El Gordo Ibáñez iba, también, sujeto a uno de sus extremos. Cuando esa ola dejó lugar a otra, aún de mayor altura, Julio pudo observar que aquel hombre ya no estaba allí. A los otros cuatro no los había visto más desde el momento del vuelco de la embarcación.
El Gordo, asido con todas sus fuerzas logró subirse al bote y desde allí remó hasta donde Julio trataba de acercarse a nado.
-Tranquilo, viejo; tranquilo. Ya estás, ya estás –repetía como en un ruego.
En el momento en que logró subirse, pensó en Martha y sus dos hijos, y se prometió no dejarse abatir por las circunstancias.
-Gordo, no tengo idea para dónde hay que ir. Estoy desorientado. Los muchachos…. ¡Tratemos de encontrar a los muchachos!
-No jodas, viejo. Sabés que ya es tarde. Un imposible, viejo. Un imposible.
Mientras trataban de ponerse de acuerdo sobre el rumbo a tomar para tener alguna posibilidad de alcanzar la costa, los tapaba una ola tras otra desconcertándolos cada vez más. Aferrados a la vida y ateridos de frío se consolaron pensando en el rescate. Según sus propios cálculos, hacía más de una hora que debían haberse encontrado con otro barco de la flota. De no haber sucedido la misma tragedia, el otro pesquero se reportaría dando aviso de la ausencia de “El rictus II”; y así, buques de la prefectura, buzos y helicópteros de la Fuerza, recorrerían la zona hasta encontrarlos.
La tormenta no cedía; sólo lo suficiente para mantener la balsa a flote y darles aliento para su salvación. Eran conscientes de que la visibilidad dificultaría la tarea de rastrillaje.
Ya no podían remar. Se limitaban a gastar la menor cantidad de energía posible, y tratando de juntar sus cuerpos en el afán de conservar el calor, supieron que estaban frente a la muerte misma.
Julio, con los dedos entumecidos, destrabó el cierre de su bolsillo y extrajo los guantes que horas antes había guardado en un acto puramente cabalístico, pues jamás los usaba. Le dio uno de ellos al Gordo y colocó el otro en su mano derecha. Ni siquiera sabía por qué ejercía esa acción inútil. Cuando recordó que habían sido un regalo de Martha, lo ganó la angustia y no pudo contener el llanto.
-No te hagas el maricón, viejo. Tenés que armarte de paciencia, ya van a venir. ¡No nos pueden dejar acá!
Por momentos, a lo lejos, divisaban el casco del buque y también algunos cajones que a la deriva parecían sumarse a sus alabanzas. Cuando el crepúsculo se hizo presente se dieron cuenta de que llevaban muchas horas a la deriva.
De pronto una renovada tormenta acometió la balsa dándole una vuelta de campana.
-¡No, no!, Gordo, ¿dónde estás? Maldito seas, ¡no me abandones!
La voz aturdida de Julio parecía provenir de muy lejos. Luchó breves segundos; cuando su cuerpo se hundía y sólo se podían ver sus brazos, el Gordo -tirado en la base del bote- alcanzó a tomarle la mano enguantada y acercarlo hasta él.
Fue en el mismo momento en el que elevó su rostro al firmamento, arrastrado por el ruido del motor de un helicóptero que lentamente se acercaba.




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