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sábado, 30 de junio de 2012

EL CUENTO DE HOY





LA DAMA DE BLANCO


Por Jorge Castañeda (*)





Por mi propia formación nunca he sido un hombre de exagerar situaciones ni de creer en fantasmas ni aparecidos. Eso sí, siempre he sido respetuoso de las creencias de los demás. Y antes que hablar más me gusta escuchar.

Estoy orgulloso de mi trabajo cuando presté servicios en la Policía de Río Negro. Pocos se podrán imaginar que esta profesión tiene muchos sinsabores y algunas pocas satisfacciones, sobre todo cuando uno se ha esforzado por hacer las cosas bien. Y también que por los traslados, que generalmente se producen cada dos años, a pesar del perjuicio que ocasionan a la familia, tienen de positivo que uno se enriquece conociendo muchos lugares, personas y costumbres. Ciudades, pueblos chiquitos y hasta parajes perdidos en la meseta patagónica, en los que hay que hacer de todo, desde juntar leña, carnear algún animal para la comida, traer un enfermo al pueblo y a veces hasta oficiar de partero donde no hay centros asistenciales. 

Después de trabajar en la comisaría de Bariloche, sorpresivamente, como habitualmente se hace, un día recibí el radiograma donde desde la Jefatura se ordenaba mi traslado a un pequeño lugar de la Línea Sur conocido como Sierra Pailemán, a casi sesenta kilómetros de Valcheta; un hermoso pueblo éste que ya conocía por haber pasado alguna vez. Siempre me interesó conocer la historia de cada lugar y preguntando me enteré que Pailemán quiere decir en lengua mapuche “cóndor echado de espaldas”. Pero yo miraba el cielo y nunca  veía un cóndor, hasta que muchos años después en ese paraje un programa llamado “Desde los Andes al mar” los reinstaló allí con todos los cuidados.

Estaba habituado a los rigores del clima patagónico, pero en Pailemán los inviernos son realmente muy crudos con temperaturas de muchos grados bajo cero y los veranos sumamente calurosos. El paraje es muy bonito y su gente muy buena. Hay algunas plantaciones de frutales y siempre  algún asado está aguardando, es que no hay muchas diversiones para que los pobladores se puedan entretener en sus horas libres.

Yo tenía en aquellos años una camioneta Ford F 100, porque en el campo hay que tener vehículos fuertes, nobles y de mecánica sencilla para andar entre los pedreros y las rutas de ripio. La 23 todavía no estaba pavimentada como ahora. Como me hacían falta algunas provisiones tomé la decisión de viajar hasta Valcheta para comprar sobre todo verduras frescas y algo de indumentaria, entre otras cosas. Salí temprano de Pailemán y cosa rara esta vez viajaba solo, no tenía ningún acompañante que necesitara viajar al pueblo por alguna necesidad. Siempre me gustó mucho pensar. Y en este oficio de policía había visto muchas cosas y pasado por situaciones donde había que demostrar cierto coraje y valentía. Sin embargo…

Venía con estas cavilaciones cuando en la primera tranquera veo a una figura humana que estaba esperando seguramente que alguien la lleve hasta el empalme con la 23.  Voy aminorando la marcha y distingo a una señora que portaba una especie paraguas y  estaba vestida de blanco como una dama antigua, situación que mucho no me llamó la atención porque la gente de campo raramente anda a la moda como los puebleros. Freno, bajo el vidrio, y le pregunto en que la podía servir, si necesitaba algo. Aclaro que en la Patagonia toda la gente en la ruta es más servicial para dar una mano al que lo necesita.

La mujer, cuyo rostro no me llamo mucho la atención porque no era nadie que hubiera conocido, me pidió si no la podía llevar para dejarla en el cruce porque tenía que ir hasta la ciudad de Viedma y allí era más fácil encontrar un  medio de transporte que la deje en su destino. Yo pensé que a lo mejor la mujer estaba de visita en alguno de los establecimientos cercanos. Por supuesto que accedí a lo solicitado. Me bajé, le abrí la puerta del lado del acompañante y la invirté a subir a la camioneta. La cercanía a su cabello, que llevaba ceñido con una cintita de color, me invadió con una aroma como a violetas, que me hizo recordar un perfume que muchos años antes usaba mi madre.

Cuando me acomodo nuevamente al volante de la Ford, mi oficio de policía siempre despierto, advirtió nuevamente en la rareza del vestido de la dama, en el aroma a violetas que exhalaba su cabellera, en el extraño paraguas cuando el día estaba completamente despejado y en especial un detalle muy particular, que a cualquiera lo haría sospechar: no llevaba ningún equipaje. ¡Qué cosa más rara! Al hacer menos de una legua y atento al camino que estaba en muy malas condiciones, intrigado quise hacerle algunas preguntas para aclarar el misterio, pero cuando miro a mi lado: ¡No había nadie! ¡La misteriosa dama de blanco se había esfumado en el aire! ¡Estaba yo solo en la cabina de la camioneta!

Y allí a pesar de mi formación policial, tuve miedo, mucho miedo. Y comencé a temblar. Ni siquiera podía controlar mis movimientos y solamente me aferraba al volante imprimiendo al acelerador una velocidad desacostumbrada para mí. Algo más calmado llegué a Valcheta. Pero ¿qué hacer?  ¿A quién contarle mi historia?  ¿Al Comisario?  Me tomarían seguro por un fabulador o lo que es peor por un insano y hasta me podía costar un sumario.

Pasaron los días y los años y nunca perdí del todo el miedo a los caminos solitarios. Después, mucho después, en alguna guitarreada donde también se hablaba de luces malas, de aparecidos y de fantasmas, un viejo poblador para mi sorpresa comenzó a mentar la desventura de la “dama de blanco” que se aparecía en la primera tranquera de Pailemán. Y explicaba que fue la dueña de un establecimiento de campo que había heredado y que siempre vio siempre frustradas sus ganas de irse del paraje para regresar a su ciudad, muriendo y siendo allí sepultada. Y es por eso que su fantasma, en algunas ocasiones, hace dedo en la ruta para irse del lugar y cumplir de alguna forma los sueños que estando en vida no pudo concretar.

Han pasado los años, yo ya estoy retirado del servicio activo, pero a veces cuando me invaden los recuerdos de tantas cosas vividas, me viene a la memoria la figura de la dama de blanco y su paraguas, parada haciendo dedo en la primera tranquera de Sierra Pailemán.





(*) Escritor valchetense.

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martes, 26 de junio de 2012

EL POEMA DE HOY





AHÍ VA EL POETA


Por Carlos Dante Ferrari
                            
                       




Ahí va el poeta
andando, pensativo.
Lleva por equipaje la voz 
de su tristeza
y un callado designio.


Un perro callejero
le huele la sonrisa 
en la mirada
y se apega a sus pasos
sin destino. 


Ahí va el poeta, andando,
pensativo,
reconociendo las rejas y portones
de un pueblo más antiguo.


Los suspiros humeantes
del postrer cigarrillo 
calcinan los retazos 
de un anhelo perdido.


En su delirio,
va construyendo con gajos de recuerdos
de esquinas y baldíos,
de patios solitarios 
y ventanales fríos, 
un parapeto de estrofas 
sin sentido.

Y con el último verso claudicante
se acomoda en un banco 
de la plaza
para darse un respiro.


Ahí está reposando, 
ahora, 
callado
el vagabundo
con el rostro transido.
Ha parido en su mente 
un poema desgarrado
que nunca será escrito
(y el corazón le duele
como un útero sangrante,
latido
tras latido.)




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sábado, 23 de junio de 2012

EL POEMA DE HOY




LEJOS SE VE LA ESTACIÓN



                                



Por Angelina Covalschi (*)




2 de noviembre de 1994



Una calle larga desde las chacras al pueblo

y en el medio la Estación.

Guarda la memoria,

los olvidos,

como los viejos de Sarmiento.




La calle junta veranos

a la una y media de la tarde.

Mis pies chicos destiñen

la senda de piedras y vientos amarillos.




Desde lejos ya veo la estación.

Busco ojos en los patios,

saludos de manzanas y de perros.

Camino despacio;

siempre es temprano para la llegada

del tren.




La estación huele a guisos y a retama.

Un montón de espaldas aguarda en los bancos.

Siesta de ojos abiertos.

Cebollines los ojos.

Andenes mirados,

vueltos a mirar.

Caras de arpillera y de maíz.

Brazos de canales y de río.




Dos bancos de madera, en la estación.

El humo salta desde el tren

como las riendas de un caballo.

Nos busca con silbatos, con hierros chillones.




Las caras pegadas

contra las ventanillas.

Uno a uno, los dos rostros:

el del vidrio y el que se hamaca

en el aire.




El tren empuja a la calle.

La acuesta entre los álamos.




Despierto la tarde de los abuelos,

en Colhué Huapi.

Les cuento que en la estación

quedó don Jenkins,

el tío Baltuska, don Casimiro.




La estación es un gajo de la vida;

dobla los ojos,

lengüetea en los vástagos,

abraza los silencios,

la llegada,

la partida.







(*) Reconocida escritora patagónica. Nacida en Sarmiento, reside actualmente en Rada Tilly. Es profesora de Lenguas y Literatura. Publicó, entre otras obras, “El puente” (cuentos, 1976), “La profanación” (novela, 1993), “Más fuerte que el fuego” (vida y obra del Padre Juan Corti, novela, 1998), “Monsieur el Rey” (novela, 2009. Segundo premio del Bienal Premio Federal 2008) y “Las dunas” (novela, 2011). Sus poemas y cuentos fueron recogidos en varias antologías nacionales y extranjeras.


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miércoles, 20 de junio de 2012

LOS MICRORRELATOS DE HOY




RETRATOS



 Por Pablo Lautaro (*)








De “Retratos de vida”


Milagro




Ella reía con lágrimas en las mejillas. 
Él lloraba con sonrisa de asombro. Confundidos en un profundo abrazo, ambos se maravillaron.
El niño jugaba al costado del camino, veía todo dado vuelta, en ese momento comenzaban las llamas. La ambulancia clavó los frenos… la sirena no cesó de sonar.



La represa




Estaba sólo, absolutamente a la deriva.
El sol atravesaba su embebida silueta, endeble, huérfana de ternuras.
Masticaba silencios de otras épocas, de momentos más prósperos cuando extrañamente recordó aquel beso, el de la última noche; de hacía tres o ¿acaso dos noches atrás?
No pudo sostenerse más, no quiso permanecer a salvo y soltó lo único que lo mantenía  a flote. 





De “Retratos de las Sagradas Escrituras”


Caín




El joven lloró hasta exhalar el último aliento, hasta languidecer de angustia.
La madre trató de revivirlo  con todas sus fuerzas, con toda su alma. Ahora sólo se oyen sollozos. El padre asistirá a la mayor prueba,  perdonar a Caín  quien ha sacrificado a su propio hermano y la madre deberá convivir con algo desconocido...hasta ese momento.




De “Retratos de amor y amoríos”


Temblor 3




La noche me ilumina y cabalga erizada de azules, acogedora como almohada. Mis pasos avanzan postergados de arrabales. Las luciérnagas en un dos por cuatro entonan Nostalgias. El sereno desciende como  solo de violín, me arropa de pétalos púrpura. Deambulo impregnado de melancolías, solitario,  noctámbulo. La misma noche remueve mi corazón…y tiemblan tus recuerdos.






De “Retratos de mitos y mitologías”


Ansiedad




La orden fue precisa, camina delante de ella y no gires para mirarla hasta que estés fuera del inframundo. Orfeo obedeció y aunque los peligros acecharon no se dio vuelta. 
Pero la ansiedad lo superó y creyendo estar fuera volvió la mirada para ver el hermoso rostro de su amada. No advirtió que las sombras todavía cubrían parte de los pies de Ella. Eurídice se desintegró sin más posibilidad de regreso… esto habría cambiado si  hubiera existido el espejo.




Hazaña



La incansable Penélope sigue tejiendo a través del tiempo.
Los pretendientes también esperan quien sabe qué.
En otros territorios Odiseo seguirá conquistando mujeres. Por último luchará en Troya…luego, regresará a matar a los pretendientes.




De “Retratos sobre misterios”


Transeúnte



El joven dijo al policía: esas no son mis pertenencias. Le contó también que la vidriera estaba rota, que la luna salió de ella, que una silueta extraña le preguntó si le podía cuidar esas cosas. Dijo además no pertenecer a ese lugar, que estaba dando vueltas porque alguien le avisó que frente al museo, justo en la esquina, llegaría la nave. Esa que lo llevaría a casa. 
Minutos después una luz potente encandiló al agente, quien no logró salir del asombro, quien no pudo convencer a sus superiores de la veracidad de esa historia. Motivo por el cual fue detenido y puesto a disposición de la justicia. Ahora espera sentencia y jura ser inocente aunque es el único imputado del robo a la joyería…los diamantes no aparecen.







(*) Escritor neuquino, integrante del Centro de Escritores Ing° César Cipolletti, que actualmente preside. Autor de los libros “Huellas” (Poemas, 2007) y “Retratos” (Microrrelatos, 2010); del cual se tomaron estos relatos. Participó en diversas antología: una en Argentina y dos en España. También integra la antología “Refugio de Palabras”, del Centro de Escritores, presentada en mayo de (2012). Es docente, maestro de enseñanzas prácticas. Se inició en el género poético e incursiona en la micro ficción y los cuentos breves.
 Mail de contacto: pablolautaroescritor@yahoo.com.ar

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sábado, 16 de junio de 2012

EL POEMA DE HOY





INVIERNO EN LA PATAGONIA


De Héctor Delmas (*)






La letanía de la lluvia en los cristales
Música en el huraño desierto
Brota del secano un efímero olor a tierra fértil
Tu sonrisa enmarca las esperanzas
De la semilla abandonada a su suerte
Pequeñas corrientes de ocres arroyos
Erosión del terreno firme
Que deja a la vista la fábula milenaria
Con el aura de julio
Los sentidos se agudizan
La piel se estremece
Preparándose para la nevisca que se anuncia
Llega el tiempo de la tregua
La naturaleza dispone la futura explosión de fertilidad
Es el tiempo de las intimidades
De abrigarme en tu cálida y suave corteza
De estremecimientos y ensueños
De compartir ilusiones y futuros
De abonar nuestras carnes
En profundos y húmedos laberintos




(*) Escritor de Cipolletti.

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miércoles, 13 de junio de 2012

EL RELATO DE HOY






ALERCES (*)


Por Antonio Dal Masetto



a Andrea Salvatori

         

              Había llegado al extremo de uno de los brazos del Menéndez, en el Parque Nacional Los Alerces, viajando parte de un día y de una noche en el trencito desde Ingeniero Jacobacci hasta Esquel y después en un ómnibus y finalmente en una lancha a través de las aguas calmas del lago, bajo el resplandor del glaciar del Cerro Torrecillas. Iba a encontrarme con los árboles que tienen 2.500 años.

         La casualidad quiso que fuera mi cumpleaños y todo el tiempo me habían acompañado las exigencias que suelen caminar con uno en esas fechas: realizar balances, cumplir con los compromisos siempre postergados, tomar determinaciones. En resumen, clarificar el panorama y empezar de nuevo.

           Me había parado en la proa de la lancha y, mientras miraba los bosques y los perfiles de las montañas contra el cielo sin nubes, en la cabeza me daban vueltas, juntas, la cifra de los 2.500 años con cuya evidencia me enfrentaría en unos minutos y mi propia cifra, la de mi edad. Un poco alucinado por la falta de sueño, oscilaba entre una impaciencia que por momentos se volvía casi angustia y un vago sentimiento de resignación. No hubiese podido decir cuál de las dos cifras provocaba impaciencia y cuál resignación.

          La lancha atracó en un muelle de madera y nos metimos por una senda cuesta arriba, entre la vegetación espesa. Había mariposas alrededor. Después de andar un rato vimos el primer alerce. El guía habló de los 2.500 años y nos informó que sobre otra orilla del lago, una  zona donde no se permitía el acceso de turistas, había alerces de mayor antigüedad, que superaban los 3.000 e incluso llegaban a los 4.000 años. Éramos unas veinte personas detenidas en semicírculo a un par de metros del hermoso tronco claro y recto. Mirábamos hacia arriba. A través de las hojas del alerce llovía luz. Me di cuenta de que todos se sentían obligados a bajar la voz.

         El guía propuso seguir. Dejé que el grupo se alejara, lo perdí de vista y quedé solo. Me acerqué al alerce y lo toqué. Entonces, la imaginación galopó hacia atrás, hacia el fondo de los 2.500 años. La imaginación partió y regresó trayendo nombres, fechas y geografías. Traté de mirar en ese torbellino, establecí asociaciones, hice cálculos, llegué a conclusiones simples y obvias y que sin embargo me costaba aceptar. Pensé, por ejemplo, que cuando las legiones romanas marchaban y el imperio se expandía, el árbol sobre cuyo tronco ahora yo apoyaba la mano ya estaba ahí. Y estaba cuando en algún lugar de Palestina supuestamente se produjo el nacimiento que marcó el comienzo de una era. Cuando las tres carabelas avistaron las playas del nuevo continente, hacía dos mil años que el árbol estaba. Mientras el mundo cambiaba, evolucionaba o se desangraba, el alerce siguió estando, creciendo en el secreto de los bosques y los lagos.

         Y estaba ahí ahora. No era una roca, no era un monumento. Era algo vivo. Había recibido el sol, el agua, el viento de veinticinco siglos. Y yo, que medía mi tiempo en horas, en minutos, y había llegado a ese rincón del mundo en el día de uno de mis cumpleaños, podía tocarlo. Me dije: estoy frente a algo extraordinario, tal vez me ocurra algo extraordinario. Apoyé la otra mano y también la frente contra el tronco, y esperé. Primero llegó el silencio. Un bautismo de silencio. Luego sobrevino una calmada euforia en la que se fue disolviendo toda dureza y toda tensión. Y después sólo hubo humildad y respeto ante el gran árbol.





(*) Fragmento de “El padre y otras historias”, Ed. El Ateneo, Bs. As., 2012


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sábado, 9 de junio de 2012

LA NOTA DE HOY




LA LITERATURA ES UN TREN


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




   Ese apasionado de la Patagonia que fue Germán Sopeña publicó, en 1985, el libro “La libertad es un tren”; dedicado a otra de sus aficiones: los ferrocarriles. La posibilidad de recorrer extensos territorios, pensando libremente al ritmo acompasado de una locomotora, lo llevó a nombrar así su obra. Parafraseando el título de Sopeña, y forzando la metáfora, podría decirse que también la Literatura es un tren; porque viajar en ferrocarril siempre tiene algo de aventura, al igual que internarse en un texto literario. Tal vez se conozca el destino, pero no se sabe lo que sucederá en el trayecto; ni a bordo de ese ingenio donde convive una heterogénea población, ni entre las páginas del volumen en las que el escritor oculta sorpresas.



   Sin embargo, el autor que tanto se interesó por la región no profundizó en su libro el periplo en un tren patagónico. Sí lo hizo, en cambio, Paul Theroux; quien destina los dos últimos capítulos de “El viejo expreso de la Patagonia” a sus viajes en sendos “expresos” australes: el “de los lagos”, que lo lleva de Buenos Aires a San Antonio Oeste y desde allí por la “línea sur” hasta Ingeniero Jacobacci; y el que da nombre al volumen, referido a la “trochita”. En sus páginas Theroux acumula el valor agregado de una prolongada entrevista a Borges, en la que éste da una definición de la Patagonia: “Es un lugar desolado. Un lugar muy desolador”.

   Existen en la Patagonia siete ramales ferroviarios; unos en servicio, otros inactivos. Desde la provincia de Río Negro hacia el sur, los primeros rieles son los que unen Bahía Blanca con Río Colorado; y de allí a Zapala. Raúl Gorráiz Beloqui los pinta en su libro “Huroneadas”, de 1931. Aplicados hoy al transporte de carga, hay un par de proyectos para ampliar su actividad. La siguiente vía férrea, mencionada por Roberto Arlt en su serie de notas de 1934 reunidas con el título de “En el país del viento”, partiendo de la misma Bahía Blanca llegaba, por Carmen de Patagones, a Viedma; y de allí a Bariloche. Sólo está en servicio ese último trayecto. De esta línea se separa en Ingeniero Jacobacci el ramal de trocha angosta que termina en Esquel; cuyo tramo final, a partir de El Maitén, tiene ahora un uso turístico. Fue objeto de atención de varios autores, como Sergio Sepiurka y Jorge Miglioli con “La Trochita”, Jorge Oriola en “La Trocha y los ferrocarriles patagónicos”; y Erica Yamila Paludi con “Rieles en la Patagonia”.



   En la provincia del Chubut se sitúa, además de la terminal de la “trochita”, el tren que unía Puerto Madryn con Trelew. En esta ciudad conectaba con los carriles que iban de Playa Unión hasta Alto Las Plumas, con una derivación al Dique Ameghino. Ambas líneas se desactivaron en 1961. Su historia es contada por Clemente Dumrauff en “Ferrocarril Central del Chubut”, por Kenneth Skinner en “El ferrocarril en el desierto”; y también por Matthew Henry Jones en el primer tomo de su obra “Trelew”. Más al sur, se halla la vía que une Comodoro Rivadavia con Sarmiento, cerrada en 1978, sobre la cual trabajó Alejandro Aguado en “Aventuras sobre rieles Patagónicos” y “Cañadón Lagarto. 1911- 1935. Un pueblo patagónico de leyenda, sacrificio y muerte”. Cabe mencionar que en la zona existía además un corto ramal, entre Comodoro Rivadavia y Rada Tilly; escenario de un terrible accidente en 1953.



   Dos líneas se emplazan en la siguiente provincia, Santa Cruz. La primera unía, hasta 1978, Puerto Deseado con Las Heras. Se refieren a ella muchas obras, por ejemplo “El tren y sus hombres” escrito por Andrés Lagalaye, Emilio Camporini y Florencia De Lorenzo; “Historia de un ferrocarril patagónico” de Graciela Ciselli, Susana Torres y Adrián Duplatt; “A la orilla del Ferro-carril” de José Alberto Alonso; y “Mi vida, el Ferrocarril”, de Diego Esteban Aguirres y Carlos Gómez Wilson, con la colaboración de Pedro Urbano y Ricardo Vásquez. La otra línea, el Ferrocarril Carbonífero entre Río Gallegos y Río Turbio, subsiste aun con morosa frecuencia.

   Por último, en la provincia de Tierra del Fuego hay un ramal solitario, no incluido en los siete mencionados al inicio. Es el que se usó en el penal de Ushuaia entre 1909 y 1947 para transportar la madera extraída en el bosque cercano, del que se habla en el libro “El Tren del Fin del Mundo” de Hernán Pablo Gávito. Líneas de este tipo, construidas con fines específicos, hay varias. Una de ellas se empleó a principios del siglo XX a fin de acarrear el mineral extraído en las Salinas de Península Valdez hasta Puerto Pirámides, descripta con mucho detalle por Juan Meisen en uno de sus “Relatos del Chubut Viejo”. Otra se destinó a transportar material de construcción en el Dique Florentino Ameghino, hacia 1960. Una de sus dos máquinas, la llamada “Rodolfo”, languidece en la parte trasera del Museo Regional de Trelew.



   La ficción patagónica también tomó a los ferrocarriles como tema: tal es el caso de los cuentos “Los amigos”, de Angelina Covalschi, de Rada Tilly; y “En viaje”, de Marta Perotto, de El Bolsón. Lo que no es raro porque, ya sea plenos de vida y de andares agitados o apenas recordados por las instalaciones abandonadas “donde los cardos rusos celestes taparon hasta el tanque de agua”, al decir del poeta Cristian Aliaga en “Las estaciones se repiten” de su “Música desconocida para viajes”, los ferrocarriles serán siempre motivo de inspiración para el escritor.

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miércoles, 6 de junio de 2012

EL POEMA DE HOY





¿QUÉ NOS HA TRAÍDO EL DÍA?


Por Camila Raquel Aloyz de Simonato (*)





Interminable preocupación, ajetreo,
incontables idas y venidas.
Cansada, escucho los últimos
sonidos del día.
El “swish” de la escoba
sobre el piso de la cocina.
El “pit -pat” de los piececillos descalzos,
las voces de los niños susurrando
sus plegarias.
La casa acomodándose para descansar.
¿Y qué nos ha traído el día?
Ha traído la vida
simplemente vivida.
Las pequeñas alegrías y penas
que gota a gota han formado
el arroyo henchido, que en
arroyante marejada
ha inundado
cada rincón
de este
nuestro hogar.



(*) Escritora de Comodoro Rivadavia.

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domingo, 3 de junio de 2012

EL CUENTO DE HOY




Esclavo por herencia


Por Olga Starzak 






Bajé la cabeza  y una vez más accedí; como lo venía haciendo desde que mi cuerpo había adquirido la suficiente fuerza para sostener sobre mis espaldas las cargas impuestas, o soportar el ardiente sol de Senegal mientras me sometían a las más arduas tareas rurales,  cumpliendo la función del arado, la del buey. 
Era esclavo por herencia. Lo habían sido mis padres y lo eran todos mis hermanos. A los catorce años, al tomar conciencia de mi condición, decidí que no lo serían mis hijos. Y cada vez que la impotencia azogaba mi sangre, el dolor  mis huesos y la invalidez  mi alma, aumentaba el afán de huir, de vivir una vida que –como en una película- veía disfrutar en los otros; a los que vaya a saber por qué razones del destino se les había  dispensado la gracia divina de conocer la libertad.
Con Atheer había tenido la bendición de aprender a leer, de saber en qué lugar del universo se ubicaba el país que me condenaba, cuáles eran las aguas que podían convertirse en mi salvación.
Él era el menor de los ocho hijos de la familia a la que servíamos; tenía mi misma edad y un sentimiento diferente al de esos hombres y mujeres que espontánea y deliberadamente se apropiaban de nosotros, con el mismo ímpetu y el mismo fervor de los bebés aferrándose al pecho de la madre, en busca de saciar sus más básicas necesidades. 
En las horas  de calma, cuando la mayoría de las personas se entregaba al descanso en sus camas de lujo, entre sábanas de seda y paredes recién pintadas, Atheer golpeaba la puerta de mi cuarto. Nos reuníamos en la costa del río. Llevaba siempre en su bolsa hojas y lápices, libros y láminas; y un pequeño ejemplar del Corán que rezábamos al comenzar y al terminar el encuentro, rogando por no ser descubiertos. En ese caso mi vida se esfumaría, él sería severamente castigado.
Nunca dejaré de agradecerle al muchacho el riesgo que corría, la actitud desprovista de diferencias y su persistente deseo de compartir los  conocimientos que, a diario, iba aprendiendo en la escuela.

Cuando llegó el momento de emprender la partida, sin saber muy bien siquiera hacia  adonde iría, me despedí de los míos con un apresurado abrazo. Era consciente de que las probabilidades de volver a vernos, eran escasas. Le prometí a mi hermana más joven que apenas tuviese un lugar seguro donde morar, encontraría la manera de rescatarla.

Y en una noche cerrada de pleno invierno caminé sin descanso por tierras nunca pisadas; en pocos días y a juzgar por mi intuición más que por mis conocimientos,  me acercaría a la orilla del río, único sitio que podía resultar un aliado. Siempre que encontrara a alguien que, ignorando mi condición, me acercara a la costa. Siempre que antes no cayera otra vez en las redes que apresaban mi vida. 

No podría precisar cuántos días  anduve perdido  entre campos desérticos, otras veces guiado por las señales naturales,  pero siempre abrigando la fe. En noches de desasosiego, cuando el sueño vencía  la esperanza de ver pronto  las aguas del río, las pesadillas más atroces me devolvían al estado de vigilia. Era entonces cuando pensaba, exhausto, que mi actitud estaría siendo pagada por mi familia, en manos embravecidas de hombres que no aceptarían la traición y descargarían su furia sobre mis hermanos o sobre mis padres que -ateridos de miedo por  mi suerte-  entregarían una vez más sus cuerpos  como ofrendas  a la ofensa. Podía imaginar esos minutos de agonía, de gritos acallados y sangre exacerbada regando sus piernas, sus pies; regando la misma tierra que después  serían obligados a nutrir con el estiércol de animales.
Eran los momentos en los que se acrecentaba mi odio y se enardecía mi espíritu de libertad. Era también cuando las culpas me agobiaban y pensaba en el retorno. Pero siempre la voz de Atheer me devolvía la ilusión y dominaba cualquier impulso de debilidad.

La arena moja mis pies. Tres o cuatro embarcaciones están ancladas en la costa. Son hombres de piel dorada y rostros marcados por los rayos de tanto sol. Son hombres que, perplejos, observan mi humanidad como quien observa un animal nunca visto.
Me acerco tembloroso con la ilusión que la caridad -aquella que presumían los  hombres a través de las escrituras bíblicas-  sea su fortuna. Encomiendo, con plegarias, mi destino a ese Dios del que tanto escuchaba hablar. 

Mientras soy enlazado con cuerdas por la cintura y un hombre anuda por detrás mis muñecas, observo  impávido  cómo otro  baja   su mano armada con una pequeña hacha  sobre mis pies descalzos.
Es el instante en el que alzo mi mirada y reparo en  la presencia de Atheer. 
Gruesas lágrimas anegan su rostro.



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