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miércoles, 13 de junio de 2012

EL RELATO DE HOY






ALERCES (*)


Por Antonio Dal Masetto



a Andrea Salvatori

         

              Había llegado al extremo de uno de los brazos del Menéndez, en el Parque Nacional Los Alerces, viajando parte de un día y de una noche en el trencito desde Ingeniero Jacobacci hasta Esquel y después en un ómnibus y finalmente en una lancha a través de las aguas calmas del lago, bajo el resplandor del glaciar del Cerro Torrecillas. Iba a encontrarme con los árboles que tienen 2.500 años.

         La casualidad quiso que fuera mi cumpleaños y todo el tiempo me habían acompañado las exigencias que suelen caminar con uno en esas fechas: realizar balances, cumplir con los compromisos siempre postergados, tomar determinaciones. En resumen, clarificar el panorama y empezar de nuevo.

           Me había parado en la proa de la lancha y, mientras miraba los bosques y los perfiles de las montañas contra el cielo sin nubes, en la cabeza me daban vueltas, juntas, la cifra de los 2.500 años con cuya evidencia me enfrentaría en unos minutos y mi propia cifra, la de mi edad. Un poco alucinado por la falta de sueño, oscilaba entre una impaciencia que por momentos se volvía casi angustia y un vago sentimiento de resignación. No hubiese podido decir cuál de las dos cifras provocaba impaciencia y cuál resignación.

          La lancha atracó en un muelle de madera y nos metimos por una senda cuesta arriba, entre la vegetación espesa. Había mariposas alrededor. Después de andar un rato vimos el primer alerce. El guía habló de los 2.500 años y nos informó que sobre otra orilla del lago, una  zona donde no se permitía el acceso de turistas, había alerces de mayor antigüedad, que superaban los 3.000 e incluso llegaban a los 4.000 años. Éramos unas veinte personas detenidas en semicírculo a un par de metros del hermoso tronco claro y recto. Mirábamos hacia arriba. A través de las hojas del alerce llovía luz. Me di cuenta de que todos se sentían obligados a bajar la voz.

         El guía propuso seguir. Dejé que el grupo se alejara, lo perdí de vista y quedé solo. Me acerqué al alerce y lo toqué. Entonces, la imaginación galopó hacia atrás, hacia el fondo de los 2.500 años. La imaginación partió y regresó trayendo nombres, fechas y geografías. Traté de mirar en ese torbellino, establecí asociaciones, hice cálculos, llegué a conclusiones simples y obvias y que sin embargo me costaba aceptar. Pensé, por ejemplo, que cuando las legiones romanas marchaban y el imperio se expandía, el árbol sobre cuyo tronco ahora yo apoyaba la mano ya estaba ahí. Y estaba cuando en algún lugar de Palestina supuestamente se produjo el nacimiento que marcó el comienzo de una era. Cuando las tres carabelas avistaron las playas del nuevo continente, hacía dos mil años que el árbol estaba. Mientras el mundo cambiaba, evolucionaba o se desangraba, el alerce siguió estando, creciendo en el secreto de los bosques y los lagos.

         Y estaba ahí ahora. No era una roca, no era un monumento. Era algo vivo. Había recibido el sol, el agua, el viento de veinticinco siglos. Y yo, que medía mi tiempo en horas, en minutos, y había llegado a ese rincón del mundo en el día de uno de mis cumpleaños, podía tocarlo. Me dije: estoy frente a algo extraordinario, tal vez me ocurra algo extraordinario. Apoyé la otra mano y también la frente contra el tronco, y esperé. Primero llegó el silencio. Un bautismo de silencio. Luego sobrevino una calmada euforia en la que se fue disolviendo toda dureza y toda tensión. Y después sólo hubo humildad y respeto ante el gran árbol.





(*) Fragmento de “El padre y otras historias”, Ed. El Ateneo, Bs. As., 2012


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1 comentario:

Jorge Vives dijo...

Como es proverbial tropezar dos veces con la misma piedra, vuelvo a cometer la imprudencia – o la temeridad – de comentar una obra de Antonio Dal Masetto. Pero no puedo dejar pasar este relato, también dedicado a la Patagonia, sin intentar hablar sobre él desde el punto de vista de un sureño. En el primer relato, “Patagónica”,el escritor hablaba de la costa y el mar de la región; aquí se refiere a su otra faz: la de la montaña y el bosque. Paisaje patagónico que sintetiza en un símbolo, el del alerce milenario. Porque si hay algo que se siente en la cordillera es esa sensación de eternidad. Todo parece eterno, las montañas, las rocas, los bosques, los espejos de los lagos; lo que los presenta como testigos del paso del tiempo. Pero el alerce, y eso es lo que creo que el autor hace resaltar, además de su cualidad testimonial, nos muestra una cualidad vital. No sólo es un testigo de otras épocas, sino que es un testigo vivo; por eso, por compartir el milagro de la vida, el ser humano se siente unido a él en forma más íntima; y, al comparar la edad del árbol con la propia, a esa unión se agrega el respeto. Sin dudas, es la reflexión que surge a quien se acerque a los longevos alerces caminando bajo el bosque donde “a través de las hojas llueve luz” – una imagen reconocible para todo aquel que ha frecuentado la zona, y que describe muy gráficamente las luces y sombras del “bosque alto” -, y los contemple dejándose llevar por los pensamientos y sentimientos que los árboles le inspiran, haciendo abstracción del resto del universo que lo rodea.

(Una acotación: en “Patagónica”, el autor se preguntaba “¿Qué dioses habitan estas vastedades?” También estos bosques son ámbito propicio para que vivan vaya a saberse que dioses, de esos que nuestros lejanos antepasados adoraban, incluso hasta el sacrificio sangriento, en la figura del árbol. Imaginemos un bosque cordillerano aislado, como el del relato, de noche: solitario, silencioso, atrozmente obscuro o iluminado apenas por la luz fría de las estrellas y la luna lloviendo a través de las ramas milenarias. ¿Qué de endriagos no nos haría ver entre las sombras nuestra imaginación, que suele jugar malas pasadas en momentos así?).

Por otro lado, leyendo, “El padre y otras historias”, libro en el cual “Alerces” está incluido entre otros relatos de diversa temática, encontramos dos nuevos escritos cortos también ambientados en la Patagonia. En uno de ellos, “Caballo”, la referencia a la región es muy sutil, son rasgos como los que forman el boceto de un pintor: una cerca de madera, un incendio de bosque, un cerro, un lago y una planta de rosa mosqueta; pero bastan esas pinceladas para representarnos el paraje cordillerano donde transcurre la escena. En el otro, “Ballena”, la referencia a la Patagonia es explícita. Aquí también la ballena avistada con su ballenato, constituye, al igual que el alerce, un símbolo. Es el símbolo de lo primordial de la naturaleza, contrastando con la civilización alambicada; y es, también, la tentación de escapar de ésta última para retornar a la primera.