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miércoles, 1 de agosto de 2012

EL CUENTO DE HOY





LA PUERTA


Por Héctor Roldán (*)




   La puerta de la casa estaba abierta y más allá de su umbral se extendía la enorme presencia de la desierta meseta. Adentro de la casa, sentado en una silla rota, él observaba cruzar por ese enceguecedor rectángulo: jarilla seca, nubes blancas, columnas de tierra arremolinada, gaviotas extraviadas. No le importaba mucho lo que sucediera afuera, solo observaba el inalterable fondo celeste de un cielo, que detrás de las cosas, parecía inalcanzable.

   ¿Hace cuánto que estaba sentado en esa silla? El reloj se había detenido hace tiempo, el almanaque había perdido todas las hojas. Debía ser hace mucho, sus uñas estaban largas, su pelo apelmazado, la barba desprolija y el olor de su cuerpo denunciaba un largo periodo de abandono.

   ¿Qué hacía sentado en esa silla? No lo sabía, no tenía un mate en la mano, ni escuchaba la radio, ni siquiera esperaba a nadie, pues tenía la extraña sensación de que lo esperaba ya había sucedido, ya había llegado.

   Un perro apareció y miró hacia dentro de la casa. Un perro cualquiera, amarronado, feo, de patas cortas y cola torcida. Sus ojos se cruzaron y los pelos del animal se erizaron mientras gemía alterado a su presencia. Se rió en silencio; asusto a los perros, pensó. Y su mente escapó buscando una idea. ¡Hace tanto tiempo que no tenía una idea!

   ¿Qué es una idea? Se preguntó. Una idea es algo que aparece en tu cabeza, una idea es como una flecha, una idea es algo que puede ser, es quizá una manera de existir, se contestó.

   El perro se perdía entre las nubes de polvo que arrastraba un viento en aumento. Huía con la cola entre las patas, corría entre aullidos provocados por el pulso de un dolor que surgía de la casa y que lo llenaba de temor.

   Solo estoy sucio, se dijo. Solo estoy sucio, oloroso, abandonado, no es para tanto. Se dijo. Quizá sean mis ojos, reflexionó. No sé por qué pero pienso que mis ojos son rojos. Rojos, tan rojos como este atardecer patagónico que está incendiando la puerta de mi casa.

   ¿Mi casa? ¿Es mi casa? Y tuvo la certeza en el mismo instante de la pregunta que no estaba en su casa.

   Estoy con mis ojos rojos en una casa que no es mi casa. Estoy asustando perros, sucio y hediondo, en el umbral de una puerta por la que nunca entré ni salí. Pensó restregándose los ojos rojos con manos rojas de uñas rojas también. Todo casi con el color del cielo que agonizaba sobre la meseta.

   ¡Tantas preguntas! Nada más sucedía en la forma resplandeciente de ese umbral. Nada más sucedía en el interior de la casa. Un silencio apenas alterado por el silbido de las ráfagas de viento, le decían que ya toda vida había terminado. Así de sencillo. La casa estaba muda, tan muda como él, que supo que su lengua también era roja y que también tenía un rojo sabor que se deslizaba por la comisura de sus labios. Una delgada línea de sabor salado y triste.

   Quisiera ser un animal, pensó, un pequeño mosquito gordo de sangre, un insecto zumbón, en esta tarde que no termina. Quisiera ser un roedor carroñero, una serpiente enroscada en su madriguera, una araña tejiendo, laboriosa, la trampa. Quisiera ser la caída de un rayo, el sonido de un trueno, la primera gota de una lluvia febril. Pensó, sentado en la silla mientras oscurecía.

   Y oscurecía primero a sus espaldas. Una negrura húmeda que crecía como musgo detrás de él. Oliendo como una casa vieja, oliendo como una frazada en un baúl, como una comida abandonada en el sartén desde hace días.

   Vio el resplandor del lucero aparecer sobre el horizonte. Vio la mirada de las estrellas espiar por el agujero de la puerta. La noche como un ojo, la luna como un agujero, las nubes como pensamientos cruzando grises delante de sus ojos rojos. No supo cuanto tiempo más debía estar ahí, oliendo a rojo, rascando con la uña el borde de una herida recién abierta. Ya se veía el tenue resplandor del hueso entre la carne. ¿Cuánto más podía estar ahí lastimando el cuerpo de esa casa que no era su casa? ¿A qué había venido?

   Seguía pensando en eso. Su mente deambulaba por la idea extraña de que algo había hecho, aunque hacer para él era una acción sin sentido. Cuando se es eterno, se dijo, hacer es nada. Y se supo eterno, inmortal en esa silla que chorreaba un color rojo y olía a rojo. A un rojo de carne y hueso, de pelo y uña, de piel y senos, de labios y pies. A rojo de un cuerpo desvanecido en la intensidad del color y el olor a rojo.

   Soy inmortal, se rió quedamente, al pensarlo. Tan inmortal que nada de lo que haya hecho tiene sentido comparado con el tiempo que llevo en esta silla.

   En esta silla, repitió, sin poder girar la cabeza. La noche ya empujaba en el umbral de la puerta y el viento que entraba trayendo el olor de un mar de fondo henchido de aromas de algas y moluscos, húmedo y frío, revolvía sus cabellos arrastrando jirones de vestidos que se enredaban en las patas de su silla, entre los rojos dedos de sus manos. Entonces supo.

   Lo hice, se dijo tomando el delicado bretel de una blusa rota. Por la puerta una nada extensa lo miraba llena de estrellas. Lo hice, se repitió, sabiendo que al fin había surgido de sus entrañas un odio que lo dejó rojo y vacío.

   Recién ahora puedo amarla, concluyó oliendo el retazo de aquella blusa sangrienta.

   Recién ahora. Y el viento siguió soplando hasta borrarle todos los recuerdos.




(*) Escritor santacruceño. Según el autor, es un “texto para futuro libro de cuentos, quizá inconcluso”.



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