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domingo, 30 de septiembre de 2012

EL CUENTO DE HOY





No es un cuento


Por Olga Starzak 




   Antes los cuentos eran cuentos. Me acuerdo cuando comencé a escribir, no hace tantos años atrás, poco menos de una década. Todo lo que pasaba por mi imaginación era fantasía pura, si hasta llegaron a tildarme de perversa porque contaba historias de sádicos, ocurridas a la vuelta de la esquina, o narcotraficantes que cenaban con alguno de mis personajes sin siquiera este sospechara sobre su actividad ilícita, o de una niña bellísima como un ángel, si los hay, en vaya a saber qué país,  asesinada por sus padres -profesionales, de excelente posición económica,  personas respetables- por resultarles “fastidiosa”. Ya sabemos... la imaginación todo lo puede y no es que esas cosas u otras no fueran factibles de ser reales, es que simplemente no acontecían antes, o al menos no con la frecuencia con que historias impensadas son noticia hoy en la primera plana de los diarios. Fue entonces que pensé que lo mejor sería escribir cuentos para niños, dotados de magia... con duendes y gnomos, con hadas y príncipes. Hasta que aparecieron esos chiquitos, “índigos” creo que les llaman, capaces de imaginar diálogos con las vírgenes, conversar con amigos imaginarios,  o asegurarnos que detrás del ciprés  del patio, unos seres diminutos de apariencia afable aparecen en noches claras.
   Si me dedicaba a narrar hechos misteriosos o esotéricos corría el riesgo de que mis cuentos fueran leídos por brujas y líderes de sectas religiosas, y eso me dio miedo. O que fuera desestimada como cuando escribí aquél donde el protagonista era llamado por una fuerza poderosa para convertirlo en testigo de un accidente donde yacía inmóvil el cuerpo de un niño, y mis colegas del taller literario al escuchármelo narrar me dijeron que no estaba a la “altura” de lo que yo solía escribir. ¡Como si yo no supiera que lo que habían querido transmitirme era algo muy distinto! Adiós al misterio y a las dimensiones de inaparente existencia. 
   Los thriller no eran mi fuerte pero los intenté. Claro nunca se me hubiese ocurrido hacer que los ladrones entren a robar un Banco, por ejemplo, ingresando por los caños de desagüe de la calle! No,  para tanto no me daba la imaginación. Y fracasé.
   Volví al drama. Es que en realidad pienso que la vida es, además de hermosa, una muestra dramática.  Y escribí esta historia que ahora transcribo:

   Tiago no había venido a dormir la noche anterior a ese día en el que pensé cuánto necesitaba volver a abrazarlo.
   Me di cuenta de su ausencia cuando a la mañana, muy temprano, al levantarme para ir a trabajar, vi su cama vacía. Los largos días de verano, su egreso del polimodal, el inminente inicio de sus estudios universitarios obligándolo a radicarse lejos de casa, había hecho que le permitiera (que le permitiéramos porque también su padre había accedido) por ejemplo, no tener la obligación de despertarnos al regresar de sus salidas nocturnas -con sus amigos del barrio o de la escuela- para avisarnos de su llegada. Después de todo sabíamos muy bien (o pensábamos que sabíamos) por dónde andaba y con quién; y confiábamos en él. Pero que no haya vuelto a casa era sumamente raro, y ya eran las ocho de la mañana. Creía que de habérsele hecho tarde o tener algún inconveniente nos hubiese avisado, y aunque con sus diecisiete años creía dominar la vida, y a menudo se empecinaba en  quebrar las reglas que han guiado nuestra vida familiar, mi intuición de madre me decía que algo no andaba bien.
   Y así era. Después de llamar por teléfono a sus amigos más íntimos y comprobar que si bien había estado con ellos durante el día,  no lo habían visto por la noche, me estremecí de horror. La visita a la policía fue inmediata. Entre sus hermanas y dos o tres amigos  recorrimos los lugares habituales de posible encuentro, y muchos más... pero la búsqueda fue en vano. 
   A Tiago se lo había tragado la tierra. Nadie lo había visto en veinticuatro horas.
  Cuando escuché, doce horas después la voz del interlocutor que en el teléfono me pedía una suma de dinero para devolverme a mi hijo, pensé que estaba soñando. Pero no, a nosotros, como a tantas familias, podía pasarnos algo así. Nos había ganado la inseguridad, y la delincuencia era cosa de todos los días también en esta apacible ciudad.
Traté de no desesperarme, de escuchar con calma las palabras poco claras del hombre del otro lado de la línea. Garantizó que Tiago estaba bien y que apenas dejáramos el dinero  en el lugar indicado, lo tendríamos de regreso en casa. Le pedí que le permitiera hablar sólo unas palabras conmigo, se lo imploré... mas cortó la comunicación; y en su próximo llamado, dos horas después, me dijo que “si no apuraba el trámite se vería obligado a tomar otras medidas”. Traté de hacerle entender que el cajero automático no me daba más que mil pesos, que seguramente él lo sabía bien, y que para conseguir los cinco mil que me pedía tenía que acudir al Banco, y eso significaba esperar al día siguiente. Que yo necesitaba escuchar a mi hijo. Dijo:“ a las ocho de la mañana, debajo del banco amarillo, el segundo de la vereda, contando desde la esquina de Martín García y Osorio, sobre esta última calle”. Me aseguré  de que me hablaba de la Plaza Libertad. Me dijo que sí. Que lo ponga en una caja de zapatos cerrada con cinta de embalar, y desaparezca de inmediato.
   Una nueva noche de angustia y desesperación nos acorraló. El papá de Tiago insistía en que, pese a los pedidos del secuestrador, teníamos que informar a lo policía de lo que estaba aconteciendo. Yo tenía miedo, mucho miedo. Pese a eso y pensando en todos los padres que en un futuro podían vivir algo similar a lo que estábamos pasando nosotros, accedí a que, con todas las precauciones que el caso necesitara, intervengan para apresar al delincuente. Éramos una familia de recursos económicos demasiado limitados para habernos elegido como víctimas, al menos por haber sido elegidos por profesionales del delito. Lo que no significara que no estuviéramos en manos de gente peligrosa. O en todo caso, muy enferma.
   Pensé en mis noches de vigilia cuando Tiago era bebé; en lo que daría porque esta fuera una de aquellas. Lo vi dar sus primeros pasos, estirar sus bracitos para que lo levante, dormirse al son de una canción de cuna. Posar para la foto con su delantal a cuadros en su primer día de Jardín. Me recordé abrigándolo cuando temblaba de frío en aquel episodio de fiebre, secando sus lágrimas cuando falleció el abuelo y él no entendía que ya nunca más vendría por él para llevarlo al parque. 
   Tiago era el primero de nuestros hijos, el que había despertado mi instinto maternal y la vocación machista de su padre. El primer nieto para ambos abuelos.  La luz de nuestros ojos; el milagro de la vida. Hasta la llegada de sus hermanas, dos y tres años más chicas que él, Tiago había acaparado toda nuestra atención y la de la familia. Y si bien nunca se destacó en la escuela por altas calificaciones sí lo hizo por su sentido de compañerismo y solidaridad. 
   Algo había cambiado en Tiago durante su adolescencia y quizás solo ahora, en esta noche larga de insomnio, yo podía precisarlo. Por algo mi hijo no podía dormir de noche. La luz de su cuarto permanecía prendida hasta altas horas, y después a la mañana, como era lógico,  era muy difícil lograr que se levante. Esa circunstancia lo llevó a cambiarse de turno en la escuela secundaria. Y eso conllevó al cambio de amigos. Cuando le preguntaba si le pasaba algo en particular que no le permitía conciliar el sueño simplemente repetía que “lo tenía cambiado como algunos bebés”. Y, lamentablemente y vaya a saber por qué, no indagamos más sobre el tema, sonriéndonos más de una vez por sus apreciaciones. 
  Me pregunto si ahora Tiago estará despierto, y en qué pensará. Me desespera imaginarlo con miedo, y que no pueda cobijarse en la tranquilidad de su cuarto; ya ni siquiera en mis brazos.

   La luz del día comienza a perfilarse, sin embargo está lejos aún la hora establecida para el pago del secuestro.
   ¿Quién pudo haber secuestrado a Tiago? Me pregunta su papá, y por primera vez puedo pensar en que “nadie”; y hasta creo que los delincuentes se han equivocado y que sólo al tenerlo de rehén descubrieron que era muy poco lo que podían conseguir; y que ya que se habían expuesto al menos sacarían algún beneficio. El dinero que pedían no era poco para nosotros pero tampoco era inalcanzable para una familia de clase media, trabajadores ambos de la Salud, con empleos estables y muchas horas de labor diaria.
   Sea lo que fuese mi hijo estaba en manos enemigas; y sólo Dios sabía cómo estaba pasándola.
   De ahí a la Plaza Libertad eran solo unos cuantos minutos. Fui yo la que depositó en el lugar convenido el dinero. Un policía vestido de civil seguía de cercas mis pasos, ya anunciados.
   Temblaba de miedo.
   Sólo pensaba en el regreso de mi hijo. ¿Y si eso no sucedía? Si habíamos caído en una emboscada y los delincuentes le habían hecho algo? ¿Y si lo habían matado? No, no me podía permitir ese tipo de suposiciones. Hacerlo era entregarme a una muerte lenta. 

   Ha pasado más de una hora desde el momento en que la caja con el dinero fuera depositado debajo del banco amarillo, el segundo de la vereda, contando desde la esquina de Martín García y Osorio, sobre esta última calle. 
   Todos esperamos sentados, inmóviles, en el living de nuestra casa. Tocan el timbre; y sabemos que no es Tiago. Es un agente de policía, uniformado, y con un documento en la mano.
   Nos pide que lo acompañemos. Le rogamos nos de algún tipo de información. Dice que lo disculpemos pero que no puede. Me aferro con ansias al brazo del hombre que algún vez amé. Siento que necesita, al igual que yo, unas manos que aprieten muy fuertes las suyas. Y lo hago.
   Ya en la oficina de la comisaría nos invitan a entrar a un recinto apartado. Caminamos autómatas por un pasillo sin fin hasta el sitio señalado. Allí está Tiago; su vista fija en el piso. De mi garganta emerge un grito que se mezcla enseguida con su llanto desesperado.  Quiero entender pero no comprendo. La caja de zapatos que con esmero cerré, descansa sobre el escritorio. 
   Y es entonces cuando el comisario nos dice:
   -Este muchachito se merece un escarmiento. Si fuera mayor de edad yo mismo lo metería preso. Pueden llevárselo. Que tengan suerte. Esa caja es de ustedes.
   Tiago nos pide perdón, una y cien veces suplica perdón.


Como de costumbre y cada vez que termino de escribir un cuento, pongo en el último renglón mi nombre; y como ya es tarde me dispongo a apagar la computadora.  
Observo que Tiago tiene aún prendida la luz de su cuarto. 



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1 comentario:

Jorge Vives dijo...

“Antes los cuentos eran cuentos”. Con esta frase Olga previene al lector que su cuento es ficción para la autora, pero puede ser real para algún lector. Y anuncia esa problemática de la Literatura actual, que daría para muchos comentarios: la delgada línea que a veces separa ambas dimensiones. A partir de allí desarrolla una historia, en un lenguaje directo, cuidado y preciso; sin florituras y con muchos pensamientos profundos. Una historia que habla de desconcierto, de estupor, de engaño y desengaño, de desilusión, de dolor y alivio. Y del surgimiento de otro tipo de dolor. Pero que habla - sobre todo - de lo difícil que es conocer a otra persona; por más cercana que sea; por más profundos que sean los afectos y los sentimientos que nos unen a ella. Cada ser humano es un mundo desconocido para el “otro”; que encierra luces pero también obscuridades; y el doloroso momento de ese descubrimiento es lo que la autora nos ofrece.