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jueves, 29 de agosto de 2013

EL CUENTO DE HOY




S.G.M.


Por Ángel Uranga (*)




Aquí está -dijo el cura viejo y jiboso que revisaba un desarticulado bibliorato. Sigfried Gustav Müller -leyó pausado. Era su nombre completo. Luego tradujo lo obvio.
El padre Muler -repitió el viejo que olía a ajo.
Aprovechaba el viaje al norte con la familia para pasar por Rawson y visitar rápidamente el colegio salesiano donde dejara mis primeros años de estudios como interno completo. De esto hacía casi treinta años.
De los escasísimos recuerdos agradables de mi estadía en el internado, aparte de mis amigos y secuaces, uno de los pocos mayores que tenía perfiles humanos era el cura Müller; un tipo que había estado en la guerra mundial, mejor dicho, había realmente luchado en el frente. Fue uno de los millones de combatientes que participó en la campaña contra Rusia, y pudo contarla.
-El padre Muler estuvo sólo dos años aquí-, comentó el viejito espiándome por sobre los lentes opacados por el manoseo.
-Capitán Müller- decíamos y nos cuadrábamos.
-No, yo sólo teniente, capitán fue hermano, condecorado en campo de batalla.
Si el recreo era largo o bien cuando salíamos de paseo, nos contaba de la guerra. En invierno usaba una larga y negra capa donde nos cobijábamos Cuis, Galenso y yo. El Galenso lo provocaba para que nos relate esos hechos extraordinarios; lo hacía para divertirse escuchando y viéndolo cómo se transformaba con los fantasmas. A mí, en cambio, me atraía aquello que contaba, la tensión de la aventura donde, luego, entraban Miguel Strogoff y Tom Sawyer.
-Pero guera no es bueno, mucho sufrir, mucho muerte-, nos aleccionaba mientras caminaba erguido, con las manos juntas por delante, llevando su libro de oraciones, balanceando levemente a cada paso la larga capa negra, todo un caballero teutónico, soberbio, seguro, y a veces, en su mirada gris relampagueaba la implacable máquina guerrera.
Teníamos que ocupar una aldea donde resistían soldados rusos. Estos protegían su posición con una ametralladora pesada oculta entre los escombros; era noche y el escenario estaba cubierto por una fantasmal claridad de nieve. Müller, el cura, avanza agazapado, se detiene y nos señala que nos detengamos. Rodilla en tierra observa la posición enemiga: ¡y nos lanza al ataque!
Mas tarde, los documentales y los libros de historia me mostraron imágenes de aquello que para nosotros sólo consistía en fantasía y juego. Después, muchos después, supe de qué infierno venía el buen cura Müller.
En otra ocasión estábamos refugiados en una cabaña y sentíamos avanzar a la patrulla rusa por la nieve congelada. El teniente Müller cubierto con su capa nos hace callar: cras, cras, cras, la patrulla avanza camuflada de blanco delatándose al quebrar cáscaras de huevos, y entonces nosotros los sorprendemos y la noche se llena de llamaradas y reñidlos naranja de fusiles, ametralladoras, morteros y gritos.
Sentados en los médanos de Playa Unión, el teniente  continuaba:
       ...una ametralladora rusa barría nuestro avance. Todos cuerpo a tierra. Pero no me aplasté lo suficiente contra el suelo y así fui herido en la nuca (se inclina para indicar la larga huella donde no le crecía el cabello), y también aquí -señalaba las nalgas-, pero eso no puedo mostrar.
Lo que sí mostraba el padre Müller era una larga cartulina con fotos de su familia: la mamá y sus numerosos hermanos, todos uniformados.
-Este de aquí es mi hermano mayor -señalaba a un oficial con la Cruz de Hierro-. Lo mataron partisanos rusos al asomarse sobre una colina para observar las posiciones del enemigo. Mientras miraba con los prismáticos, el sol que destella en la condecoración; y ahí apuntó el tirador.
      -¿Y qué se sabe de él? - apuré al viejo cura que apestaba a ajo mientras me acompañaba a la salida.
-Bueno, le voy a contar-. Hizo un prólogo de quién era Sigfried Gustav Müller, en suma, toda la historia conocida. Por último agregó: un día desapareció del colegio; se lo buscó por todas partes, recorrimos el pueblo, preguntamos a todos. A la tarde se lo encontró camino a Puerto Madryn. Dicen que cuando vio el vehículo se ocultó tras unas matas altas, y de ahí salía corriendo agazapado y disparando con un arma imaginaria.
Me despedí del viejo y volví al coche donde esperaba mi familia.
En la ruta hacia Madryn (ahora asfaltada), imaginé al cura-capitán Müller volviendo a sus campos de batalla, al éxtasis que fusiona la vida con la muerte, a esa terrible intensidad empática de compartir con los camaradas el vértigo del horror. El continuaba su guerra o nuestro cuento: la sotana arremangada, tal vez hecha jirones y blanca de tierra, lanzándose heroico al ataque contra esos enemigos invencibles y ocultos entre las matas.
     Uno de mis hijos me grita desde el asiento trasero:
     -Pá, algo se movió entre las matas.
     -Sí, -dije - es el cura Müller.




(*) Escritor comodorense.
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1 comentario:

Jorge Vives dijo...

Un lector que conozca el Valle del Chubut podrá fácilmente imaginarse al cura Müller, al término del relato, saltando de mata en mata en los campos que enmarcan - a ambos lados - la ruta 3, en el tramo que une Trelew con Madryn. El final que le da Ángel Uranga al cuento es perfecto: como dando el adiós a una etapa de su vida que de algún modo necesitaba cerrar, el protagonista deja la maravillosa duda de que, perseguido por sus fantasmas y persiguiendo a otros, S. G. M. siga haciendo – eternamente - cambios de posición en la meseta patagónica; como una tenue evocación de lo que vivió en esa otra estepa, la rusa. Es también muy vívida la descripción que hace Uranga de los sentimientos que habrán asaltado al teniente Müller en medio de esa contienda; una descripción que revela el numen del buen escritor: la de profundizar en la psicología de sus personajes para hacerlos creíbles, aunque luego sean objeto de hechos fantásticos.