google5b980c9aeebc919d.html

martes, 30 de abril de 2013

EL POEMA DE HOY

DOS POEMAS DE RAÚL ENTRAIGAS




KEROSENE...”

    Por Raúl Entraigas (*)



Era un día de bochorno
de mil novecientos siete.
Los boers pedían agua
y Dios les dio algo más fuerte...

El misionero Dabrowski
detuvo su sulki endeble
en la fonda “Trasvaal”
oculta detrás del Chenque.
Estaban Beghín y Fuchs
taladrando ansiosamente
la roca que era de acero
para aquel trépano enclenque.
- Bendíganos, Padre Cura,
a ver si tenemos suerte...-
dijo Beghín. Y el polaco
roció el pozo incontinente,
trazó la cruz sacrosanta
y rezó un oremus breve.

Tornó a bramar el taladro
y el Dios que tan fácilmente
trocara el agua en buen vino
en el célebre banquete,
cambió al agua suspirada
por un líquido candente,
negro como el azabache
y humeante de puro alegre.

Y llegó a la Capital
Aquel trece de diciembre
El más ingenuo mensaje
Que llegara al Presidente:
“Buscando agua en Rada Tilly,
encontramos kerosene...”





PETRÓLEO


          Por Raúl Entraigas (*)



Era un trece de diciembre. El misionero
sofrenó sus mulitas junto al mar.
- ¡No sale agua!... – dijo, hastiado, un buen obrero -
Rece, Padre, pa que Dios la haga brotar.

Y arrojó el agua bendita el peregrino
y el Señor que hizo el milagro del Caná
vuelve ahora, pero ya no el agua en vino,
sino el agua en oro negro cambiará.

Desde entonces han cimbrado las correas
al compás del huracán del golfo avieso
y han danzado su alegría mil poleas
en el vértigo triunfante del progreso.

Desde entonces se ha elevado Comodoro
bajo el signo del trabajo y del tesón:
es el hijo más ilustre de aquel oro
negro ungido con la humilde emoción.

Ayer era el Cerro Chenque desolado,
hoy en día es el hervor de la ciudad,
hoy, las luces, el murmullo, el gozo izado
en el tope de una excelsa realidad.

El petróleo ha dado vida a las ciudades
y a los pobres su pacífico yantar;
ha poblado las hurañas soledades
y por él mil y un obrero tiene hogar.

Todo cambia, cuando brota burbujeante,
con sus humos de magnífico señor;
el petróleo hace de un páramo un pujante
pueblo henchido de inquietudes y vigor.

Alzó torres en la cima de la sierra
Y en el llano y en el valle y hontanar
y, cansado de correr sobre la tierra,
se ha adentrado con sus torres en el mar.

¡La dinámica! Mil émbolos voraces
van sorbiendo a los abismos su licor;
noche y día cabecean, pertinaces,
las excéntricas, hambrientas de labor.

No te olvides, urbe inquieta, alucinante,
de cuando eras Rada Tilly nada más:
que la choza de Belén es más radiante
que el palacio de Pilato o de Caifás...

¡Plegue al cielo que el petróleo de mi tierra
sea siempre nuestro dulce bienhechor:
que no encienda los fantasmas de la guerra,
sino lámparas votivas de amor...!



(*) Sacerdote salesiano y escritor patagónico. De su poemario “Patagonia, región de la Aurora” (Editorial Don Bosco, Bs As, 1959).


Bookmark and Share

viernes, 26 de abril de 2013

NUEVO VOLUMEN DE CUENTOS






“EL CURA Y LA SUCIA”, DE NADINE ALEMÁN (*)




Durante el año 2012, muchos escritores patagónicos editaron nuevos libros; algunos de los cuales comentamos cuando fueron dados a conocer al público. Sin embargo, tan importante fue en ese período la producción literaria regional, que quedaron sin presentar en el blog varias obras de indudable interés para los lectores; como la que aquí traemos a colación.
El cura y la sucia”, último volumen de cuentos de la escritora esquelense Nadine Alemán, es uno de esos libros que escandalizan el ambiente literario en el que surgen; escandalizar en su acepción de causar asombro, pasmo, admiración. Alemán profundiza en estos relatos el estilo cáustico que se refleja en su primera obra, “17 simples cuentos”; entre cuyas páginas se percibe la sombra de un filo acerado, que corta a quienes las leen en forma desprevenida. En su nuevo libro, ese carácter está pulido, madurado; y ya no es una sombra, sino una presencia nítida y tangible que personaliza en forma clara la obra de la autora.
Son 25 cuentos unidos, como aclara el comentarista que redactó la contratapa, por el estilo y no por una temática particular. A Alemán no le interesa tanto el tema como la impresión que logra por medio del texto en sí mismo, a través de un encadenamiento de palabras eufónicas con rumbo a la poesía. Tal característica es enunciada, en un guiño de la escritora, por el narrador del cuento “Temor anfibio de madre e hijo”: “Encontré tres palabras para jugar hoy. Exacto. Excéntrico. Extremo. Miles de posibilidades de palabras que pueden asociarse de algún modo”.
Pero no son sólo combinaciones de fonemas, sino también de ideas; que causan estupor al lector y a la vez originan un vendaval de imágenes, con un dejo del estrépito de las sensaciones sin filtro de Joyce en su “Ulises”. En ellas se percibe un humor ácido e ingenioso que a veces bordea el absurdo, al estilo de Eugene Ionesco. “Alcanzame una mara que la mato para hacerme una tricota”, dice Casiano, el adiestrador de maras del cerro Chiripá en el cuento “Discusión vitalicia”, a fin de romper el silencio de su compañera Adorada Lincoln. “Dame a Pancita que es la única que no logra el flic flac con salto mortal hacia atrás”, continúa.
Por otro lado, se advierte en el volumen el empleo de conceptos relacionados con la ciencia; una tendencia presente en la Literatura contemporánea universal y usada, entre otros, por Houellebecq, el autor de “Las partículas elementales” y “El mapa y el territorio”. Tal es el caso de “Bacteriana”, que gira alrededor del mundo de los gérmenes, “La invasión de la señora Grimaraes”, en torno a la investigación del ADN, o “El dulce ardor de la cuncuna”, sobre la medicina y sus vacíos de conocimiento.
Los relatos son atemporales – salvo algunas referencias que los fijan al presente o al futuro - y parecerían no estar unidos por una geografía en particular. Sin embargo, Alemán no niega su pertenencia a la Patagonia. Por eso deja entrever, a través de pequeños detalles, que sus narraciones podrían ocurrir en cualquier lugar del mundo; pero suceden aquí, en el sur. Se descubren estas referencias como claves codificadas en el texto. En “Almuerzo fino en el desarmadero Bügel Brett”, por ejemplo, se dice de ciertas uvas que es “increíble su larga duración en un desarmadero tan orientalmente patagónico”. En “Tarde Mística” se habla de una exótica flor a la que “el aire de la Patagonia permitió crecer como corresponde”.
Comentar los 25 cuentos, si bien es tentador, llevaría un espacio del que no se puede disponer en el blog. Cada uno de ellos es un universo a ser explorado por el lector. Algunas pistas para hacerlo pueden encontrarse en los párrafos anteriores, donde se hace menciona a varios de ellos. Sin embargo, hay dos cuentos, no citados más arriba, que es interesante resaltar; porque – sin abandonar el estilo – la autora toca un par de temas actuales, que parecerían formar parte de sus preocupaciones cotidianas: “En asunción venció la novia rusa” y “Macedonia subhumana”. En ellos, la realidad que impacta en forma habitual a través de los medios de comunicación social, es descripta por Alemán de una manera diferente; y genera en el lector una visión que choca por su crudeza y hace reflexionar.
En síntesis, “El cura y la sucia” es un libro que debe leerse para entender por dónde anda hoy la Literatura Patagónica. O, al menos, para conocer uno de los caminos que frecuenta. Es también una obra que generará encontradas opiniones; pero que, sin dudas, no dejará indiferente a lector alguno.

J. E. L. V.

(*) “El cura y la sucia”, Nadine Alemán. Malaspina, Buenos Aires, 2012.






Bookmark and Share

viernes, 19 de abril de 2013

EL CUENTO DE HOY





DE LA SUPERVIVENCIA DEL CULTO AL DIOS BAAL



Por Jorge Eduardo Lenard VIVES






        Al terminar mis estudios secundarios partí hacia la capital, como tantos otros jóvenes del valle, en busca de trabajo y aventuras. Aunque los primeros años en la gran ciudad fueron duros, logré abrirme camino. Pero no olvidaba mi terruño. Todos los exiliados de la Patagonia saben que el lar tira con más fuerza que el sol y la luna al océano en una marea sicigia. Volvía al sur en toda oportunidad que se presentaba. Incluso luego de la muerte de mis padres, los únicos afectos profundos que mantenía allí, retorné periódicamente para remozarme en el paisaje de las bardas que enmarcan las chacras fileteadas por largas hileras de álamos.

En el norte, mis amigos, conocedores de mi pasión por el suelo natal, no perdían ocasión de contactarme con todo coterráneo que encontraban. También me acercaban las publicaciones que mencionaban a la Patagonia; en particular, aquellas relacionadas con la colonia galesa del Chubut, de cuyos integrantes me sabían descendiente. Fue así que, cierto día, un compañero de trabajo me arrimó la fotocopia de un opúsculo titulado “De la supervivencia del culto al dios Baal en el valle inferior del río Chubut”. Su autor, un profesor de antropología de la Universidad de Buenos Aires ya jubilado, sostenía la insólita hipótesis de que algunos colonizadores galeses habían traído a estas tierras el sangriento culto celta de los druidas; rico en sacrificios humanos para propiciar que el poderoso Belthane alejase las sombras y el invierno, según detalla Sir George Frazer en “La Rama Dorada”. De acuerdo al informe, estos ritos seguían celebrándose en la actualidad.

Como me manifesté interesado en conocer a quien lo había redactado, mi amigo prometió ponerme en contacto con el profesor Atilio Márquez. A los pocos días me dio su número de teléfono. Llamé. El hombre al otro lado de la línea, al saber el motivo de la llamada, me atendió en forma muy afable. Se mostró entusiasmado cuando le hablé de mi descendencia galesa y acordamos encontrarnos unos días después para conversar.

La reunión fue en un bar de San Telmo. Resultó ser un individuo de unos setenta años, de baja estatura y despeinado pelo blanco. Sus gruesas gafas disimulaban unos ojos inquisitivos y vivaces. Expuse mi opinión sin rodeos:

- Profesor, descreo completamente de sus ideas. Nací en el valle, viví allí hasta mi juventud; y nunca escuché hablar de los rituales que usted describe.
- Es natural. Quien reside en un sitio, se pierde en los detalles y no ve el conjunto. En cambio yo, observando de lejos como un astrónomo a una estrella, lo veo en su totalidad... y entiendo su significado.
- ¿Con qué pruebas?
- Si usted leyó mi folleto, sabe a que me refiero: los círculos de piedra en las lomas al sur del río, ciertos fuegos entrevistos en la meseta cercana en determinada fechas, algunas figuras talladas en lápidas y monolitos, similares a otras antiquísimas del Viejo Continente.
- ¿Los círculos? Formaciones naturales. ¿Los fuegos? Pobladores demasiado imaginativos. ¿Las figuras? Mera coincidencia. Como sea, no creo que sus opiniones caigan muy bien en la colectividad galesa. Usted sabe: son protestantes; mayormente congregacionalistas, baptistas y evangelistas. Y también los hay anglicanos. Dudo que acepten de buen grado que se los relacione con una adoración pagana.
- Lo sé. Pero no estoy diciendo que todos los colonos adhirieron al culto en cuestión. Digo que sólo algunos, muy pocos. Una familia, tal vez, o un grupo de individuos... quizás una sola persona...

Asombrado por la tozudez de Márquez, permanecí en silencio un momento. Luego le expliqué mi proyecto. Volvería al valle en unos días más, para pasar mis vacaciones. Ofrecí darle alojamiento allí, a fin de que, in situ, se convenciese de la falsedad de sus estrambóticas afirmaciones. Aceptó de buen grado. Nunca había estado en la zona. Toda su investigación se basaba en crónicas de interpósitas personas, cuya veracidad no ponía en dudas; pero le parecía un digno colofón para su trabajo terminarlo con un estudio de campo. Por otro lado, siendo soltero y sin compromisos personales de ningún tipo, nadie le reprocharía su ausencia.

      Unas semanas más tarde, ya en Trelew, pedí por teléfono un taxi para que fuera a buscar al profesor al aeropuerto. Di la dirección de la casa donde debía dejarlo. Calculando el horario de arribo, lo esperé en la vereda; y, luego de despedir al vehículo, recibí a mi invitado con un fuerte apretón de manos.

- Con esa gorra y los lentes obscuros, apenas lo reconocí. Además... ¡se ha dejado crecer los adornos capilares del rostro! – me dijo Márquez al verme, entre divertido y asombrado. Acostumbraba a usar un lenguaje un tanto pomposo.
- Sí, siempre lo hago en vacaciones – respondí – Y ahora quisiera mostrarle algo de inmediato – agregué; y lo acompañé hasta el auto que había estacionado a la vuelta de la esquina.

                                      ---0---


No me costó hacer desaparecer el cuerpo del profesor. Quienes conocen el valle, saben de esos viejos hornos de cal abandonados hace muchos años, ubicados más allá de la Angostura. Luego me afeité la barba y el bigote, con los cuales ninguno de mis conocidos me había visto; e inicié las vacaciones. Las necesitaba. Los últimos días habían sido muy intensos. Prever todos los detalles y luego llevar a cabo el plan sin cometer errores... ocultar mi llegada al valle, enviar el taxi a un domicilio con el cual no me unía ninguna relación, aguardar al profesor en la acera, convenientemente ornado con una inconfundible barba...

Había sido mucho trabajo, es verdad. Pero valía la pena. El profesor nunca supo cuán cerca había estado de la verdad: no podía dejar que su curiosidad científica pusiese en peligro el culto del poderoso dios al cual mi familia ha servido desde hace milenios.
Bookmark and Share

lunes, 15 de abril de 2013

EL POEMA DE HOY



        Malditos poetas

                 Por Daniel Montoya




Cenizas del tiempo las horas pasadas
abono de la tierra por recuerdos habitada
lecho de semillas a futuras decisiones
fruto de aciertos o lágrimas de errores
amor que bebes de los labios
amor utopía de enamorados
incomprendido, mal usado
idolatrado, crucificado
lluvia de emociones calladas
canción de cuna de la madrugada
tu presencia gota a gota se eleva
ahogados en el último respiro pidiendo que llueva
entornos y adornos
del todo y la nada
trastorno que nombro
poesía en una palabra
significado que es uno
alguno o ninguno
arriero de letras
malditos poetas. 
Bookmark and Share

jueves, 11 de abril de 2013

EL CUENTO DE HOY








¿Quién de nosotros no es por
siempre jamás un extraño?
THOMAS WOLFE


                      Cada otoño


                      Por Luis Eduardo Ferrarassi (*)



Era otoño cuando sucedió y cada otoño, la historia se repite.


Otra vez soy testigo, el único que hay. 


La historia empieza así: me desperté y no sentí ningún sonido extraño. Al cabo de un momento, me di cuenta que no hay tráfico. No había ladridos. No había sonido artificial, sólo el que producía el viento.


Me levanté y me asomé por la ventana y no vi nadie. Parecía un domingo a la mañana. Había autos, pero ninguno avanzaba. Estaban inmóviles, pero encendidos.


Acudí al baño y me dirigí al súper a comprarme un paquete de yerba y unas galletitas dulces. Pero aunque el súper tenía las puertas abiertas y todavía se escuchaba la música por los altoparlantes (una canción de Cristian Castro) no había nadie. Ni clientes, ni cajeros, ni repositores, ni los guardias de seguridad. Nadie. Estaba solo. Siempre estoy solo.


Aunque sabía lo que estaba por hacer y su consecuencia, lo hice igual… más por hábito que por otra cosa. Miré hacia todos lados y exclamé: “¡Hola!” pero nadie respondió.


-¿Nadie trabaja hoy? –digo siempre en voz alta.


Ingresé al patio de compras, me dirigí por el pasillo que circunda las cajas hasta el fondo del súper y giré hacia la derecha para buscar ambas cosas, que están ubicadas en pasillos contiguos.


Avancé hacia las cajas y elegí una: normalmente es la del medio, la que dice Prioridad embarazadas (aunque eso nunca se cumplía) y tiene pegado un cartel que reza: ESTA CAJA NO OPERA CON MAESTRO. Puse los productos sobre la cinta transportadora, di la vuelta, me senté en la silla del cajero, pasé los productos por el scanner, dije el precio en voz alta, me levanté, tomé los productos y salí por la parte de atrás, la del estacionamiento.


Afuera, el viento y el fresco matinal de otoño me cubrió pero no todos los años es el mismo. A veces, hace más frío y otras veces hace más calor. A mi derecha vi el colegio Ladvocat cubierto de graffitis y propagandas de partidos políticos que ofrecían un cambio que ahora se me antoja gracioso. Divisé la cadena de autos estacionados con sus motores encendidos y vacíos. La parada de taxis estaba llena, pero no había clientes. Ni taxistas. Más allá estaba la plaza San Martín. Sus veredas y parques estaban llenos de hojas secas que nadie limpia y el pasto estaba tan largo que le tapaban las piernas a las estatuas. El viento se ha llevado las bolsas de nylon, los papeles y hojas y estaban estampados contra el alambrado del súper. Miré a la izquierda y observé el edificio donde vivo, la florería y el quiosco que abrió, pero que nadie atiende. 


Ese día tenía ganas de caminar, no de volver a mi casa. Dejé los productos en las escaleras del edificio donde vivo (sabía que estarían ahí cuando regresara) y caminé por Don Bosco hasta llegar a calle Tucumán. Aquel es un paisaje que he visto muchas veces, con exactitud, durante tres otoños. Un mismo día. Un solo habitante. Negocios, supermercados, autos, plata, ropa… todo para mí. Bajé por Tucumán hacia Roca y doblé a la izquierda. Pasé frente a la Comisaría Primera y esta vez entré. No había nadie en la guardia, ni en las oficinas, ni en una habitación grande y larga al fondo de un pasillo.


Hasta ese momento, todo, cada día del otoño es el mismo. Pero cuando iba recorriendo el pasillo por la mitad, escuché un ruido metálico. Me quedé inmóvil tratando de concentrarme en el sonido. Lo volví a sentir, esta vez, más fuerte. Luego se repitió. Volví sobre mis pasos y me encontré frente a una puerta grande y tosca con una ventanilla enrejada. Allí había un pasillo que daba a varias celdas y a un baño. Un aroma a Procenex me cubrió y me hizo acordar aquellos años cuando mi mamá desinfectaba el baño. Abrí la puerta, quitando los cerrojos, entré y avancé un par de pasos.


-¿Hay alguien ahí? –dijo una voz al fondo del pasillo.


Me negaba a creer que había otra persona en esta ciudad, pero ciertamente la había. La tenía frente a mí: era un hombre de pelo largo y barba. Me dijo que estaba encerrado desde hace tres otoños y que comió insectos, pan duro y que tomó su propia orina y cuando llovía, agua que se filtraba por un ventiluz.


Encontré la llave en la guardia, abrí la puerta y lo saqué. Lo llevé a mi casa, comió y durmió ahí toda la tarde. A la noche, salimos al súper y repetimos la historia, pero esta vez, el tipo se metió en mis actuaciones. Él se sentó en la caja, me cobró la mercadería y me dijo el precio. Al salir, él eligió el lugar que visitaríamos. Era un metiche. Lo odiaba. Quería volver a ser el único.


Esa noche volví a la Comisaría mientras él se daba un baño y revisando todo el edificio, encontré una escopeta. 


Le di un tiro en el pecho que dejó un hoyo grande como un melón y mucha sangre por toda la cama.

Limpié la casa y me sentí mejor cuando tiré el cuerpo por la ventana de la pieza hacia la calle.


                                                           -- 0 --



… Era otoño cuando sucedió y cada otoño, la historia se repite.


Otra vez soy testigo, el único que hay. La historia empieza así: me despierto sin sentir ningún sonido extraño. Al cabo de un momento, me doy cuenta que no hay tráfico. No hay ladridos. No hay sonido artificial, sólo el que produce el viento. Más tarde, camino hacia el súper, canturreo la canción de Cristian Castro, me llevo mercadería que luego dejo en la escalera del edificio donde vivo, camino por el centro hacia la Comisaría, libero a un hombre que estuvo encerrado durante tres otoños y que bebió su propia orina, lo llevo a mi casa, lo alimento, salgo a mis aventuras con él, me irrita su presencia, quiero ser el único y lo mato de un escopetazo.


Me doy cuenta que cada otoño puede ser diferente y todo depende de mí: el único habitante en esta ciudad.



(*) Escritor de Río Gallegos.
Bookmark and Share

lunes, 8 de abril de 2013

EL RELATO DE HOY






AGUA (*)


Por Antonio Dal Masetto




Basta ir a la cocina y en un día soleado abrir la canilla y llenar un vaso con agua y después mirar esa misma agua en la luz de la ventana para que la imaginación se dispare y emprenda una carrera demencial y nada sea igual que un minuto antes, porque ahora se está pensando que el agua del vaso viene de ese mismo río al que se puede descubrir cada mañana más allá de los mástiles de los barcos amarrados en las dársenas, desde aquella masa uniforme y monótona que casi no sufre cambios con las variaciones del cielo y las estaciones, y se medita acerca del largo y complejo proceso de depuración y de qué manera el agua, a través de innumerables e insospechadas cañerías, en el vientre de la ciudad, llega finalmente hasta ahí, a ese departamento, a la cocina de ese departamento, a la canilla que se acaba de abrir para saciar la sed, agua venida desde aquel río profundo y oscuro, agua cristalina ahora, límpida, transparente, agua pura a menos que una mente afiebrada, una memoria afiebrada, aun en la calma de un mediodía como éste, quiera cargarla de imágenes de horror, enturbiándola, ensuciándola, volviéndola súbitamente intolerable, imágenes, aspas que no son de molinos girando en la noche negra, hélices arrastrando pájaros de muerte en el aire del río, bultos arrojados al vacío, cosas vivas cayendo cayendo y después hundiéndose en el agua revuelta, hacia el fondo, hacia la oscuridad absoluta, hasta mezclarse abajo con el barro milenario, con desechos milenarios, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la posibilidad de cordura, allá en el agua del río, esa misma que ahora uno se dispone a beber para saciar la sed en la cocina de un departamento invadido por la tibieza de un día soleado y la música de la radio, agua clara, purificada, desinfectada, con su justa proporción de cloro, que llega con la misma facilidad y eficiencia a otras canillas, en edificios céntricos, en los suburbios, en casas, oficinas, conventillos, mansiones, hoteles, cárceles, hospitales, cementerios, canillas de plástico, canillas de oro, la misma que llena la pila bautismal de las iglesias, las piscinas para el deporte o el placer, la que lava la piel de los recién nacidos igual que la arrugada piel de los ancianos, la que acaricia a la adolescente detenida ante el espejo del baño orgullosa de su cuerpo en flor, la misma agua que acude a los miles de picos de las máquinas de café en todos los bares de la ciudad, la que alimenta macetas en ventanas y balcones y también algún nostálgico huerto de un inmigrante europeo en un barrio cualquiera, la misma que sirve para la cocción de los alimentos y para borrar la sangre de los asesinatos, tinieblas, zumbidos en la noche, bultos arrojados, cosas vivas cayendo, silencio, agua venida desde los misterios de las profundidades trayendo noticias de muerte, agua de múltiples usos, agua que sirve para lavar otros muertos en ciertas ceremonias fúnebres, agua limpia, agua incolora, insípida, inodora, uno de oxígeno y dos de hidrógeno, agua transparente, óptima e insustituible para la higiene, agua que alberga espantos, bultos, cosas vivas, cayendo cayendo, hundiéndose en el líquido oscuro, bajando bajando, perdidas, confundidas en el barro milenario, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la cordura, agua que brota en chorros triunfales en las fuentes de las plazas y es aprovechada a veces para conciertos acuáticos al anochecer, agua donde se bañan los gorriones, agua transparente, agua para las manos del cirujano, de la partera, del mecánico, de la maestra, del jugador de fútbol, del político, del policía, del comerciante, del artista, agua para lavar todas las manos, agua que ha perdido la inocencia, aspas que no son de molinos girando en la noche negra, hélices de anchas palas impulsando pájaros de muerte, bultos arrojados, cosas vivas cayendo y cayendo y hundiéndose, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la posibilidad de cordura, agua que trae nombres, agua mansa útil indispensable a la civilización, agua llegada hasta este vaso a través de complicados procesos de purificación y que ninguna purificación podrá jamás purificar del todo.


(*) de “El padre y otras historias”





Bookmark and Share

miércoles, 3 de abril de 2013

LA NOTA DE HOY





VERDES VALLES



Por Jorge Eduardo Lenard Vives




En 1939, Richard Llewellyn, en realidad Richard Daffyd Vivian Llewellyn Lloyd, basándose en los testimonios recogidos en la aldea minera galesa de Gilfach Goch, escribió su novela “¡Cuán verde era mi valle!”. El éxito logrado por la historia de la familia de Gwylym y Beth Morgan, hizo que dos años más tarde el director John Ford la llevara al cine en la famosa película homónima, ganadora de cinco premios Óscar. Según recuerdan los memoriosos, la cinta fue profusamente publicitada en Gaiman cuando se estrenó en las salas de este otro valle, que seguía (y sigue) siendo verde.
En una escena de la película, Huw, uno de los hijos del matrimonio Morgan, marca sobre un planisferio los diversos lugares del mundo donde se hallaban sus hermanos mayores; quienes habían abandonado el pueblo natal en busca de nuevos horizontes. Al unir los distantes puntos (Nueva Zelanda, Canadá, Estados Unidos y África del Sur), el dibujo forma un entramado que cubre el mapa; ante lo cual el niño dice a su madre: “tú eres la estrella que brilla sobre ellos desde esta casa, a través de los mares y los continentes”. Sin embargo, algo resulta extraño en la figura trazada; y es que Huw no señala en el mapamundi una región que para esos años – fines del siglo XIX – ya tenía una importante colonia galesa: la Patagonia.



Pero es que la vida y el escritor habían reservado esa porción del mundo para que el propio Huw desarrollase sus correrías. Al terminar “¡Cuán verde era mi valle!”, el hijo de los Morgan deja el pueblo sin mencionar su destino; misterio que se dilucida en la segunda parte de la saga, “Up into the singing Mountain” (1960). Huw emigra, por supuesto, a la Patagonia; sitio donde transcurre la novela en cuestión. Para tanto dan las aventuras de Huw en estos parajes australes, que Llewelyn escribe una tercera secuela: “Down where the moon is small” (1966), también enmarcada en el sur argentino. Finalmente, la obra que cierra la serie, “Green, green is my valley now” (1975), se ambienta de nuevo en Galés, cuando Huw vuelve de la Patagonia... a la cual piensa retornar, al terminar el libro, para pasar la luna de miel con su reciente esposa; quien desciende de galeses afincados en el Chubut.
Pero Llewellyn no pergeñó su novela a distancia. Su natural nómada lo trajo a nuestra zona al menos dos veces, para reunir información sobre el ámbito que albergaría sus historias. Por fortuna hubo un testigo presencial de ambas ocasiones: el escritor valletano Rubén Ferrari. En la primera oportunidad, que debió ser hacia 1953, trató en forma personal a Llewellyn. Según recuerda, era un hombre atildado y de baja estatura; estaba acompañado por Nona Sonstenby, su primera mujer. Así narra el momento: En Gaiman conocí brevemente a Llewellyn en los momentos en que él ingresaba con su esposa a “Plas y Coed” y yo me retiraba con unos parientes a quienes mi familia agasajó con un té. Entonces nos fue presentado por Dylis, la dueña de casa; y mi primo, que hablaba aceptablemente inglés, lo felicitó por la película "Cuán verde era mi Valle". Y luego, con "locus communis" que se utilizan a modo de convencionales despedidas, finalizó el conciso encuentro. Creo que su sombrero negro era del llamado tipo "hongo" y hacía juego con su traje del mismo color.



Años más tarde, en enero de 1956, Ferrari pasaba unos días de descanso en la hostería “Los Tepúes”, en el lago Futalaufquen, cuando halló a Mrs Nona Lloyd. De esta manera rememora la circunstancia: A su esposa (...), la encontramos en la sala de estar del lugar que mencionamos, acompañada por un hermoso perro y sentada cerca de un  bellísimo fogón. Mi amigo Bened Hughes, (...), entabló conversación con ella, en principio por el llamativo perro, y en esa breve charla se enteró que era la esposa de R. Llewellyn. Sólo sé que ella expresó que en ese momento se encontraba descansando (se supone que lo hacía en su dormitorio).
El episodio relatado en esta nota ofrece una doble lectura. Por un lado, muestra, una vez más, la presencia de la Patagonia en la Literatura mundial como motivo de inspiración. Por otro, habla de la reiterada visita de escritores de fuste a la zona. Lo primero será motivo de una investigación y un nuevo artículo, según lo sugirió hace un tiempo la poeta y periodista Sandra Pien. Lo segundo nos mueve a pensar en la necesidad de profundizar en el estudio del pasado regional, rico en anécdotas como la narrada.
Sin dudas, la Patagonia siempre atrajo la atención de los literatos de todas latitudes. Algunos, como Verne o Salgari, situaron sus obras en estos parajes sólo con la ayuda de la imaginación; otros, como Blasco Ibáñez y el mismo protagonista del artículo, frecuentaron el lugar sobre el cual escribieron. En ambos caso, el denominador común es esa fascinación extraña, que la historia y el paisaje humano y natural de nuestras tierras meridionales ejerce sobre los artistas que tienen la sensibilidad para percibirla y materializarla en sus creaciones.




Nota: mucho agradezco a mi estimado amigo (y excelente escritor) Rubén Ferrari, el haberme permitido citar su testimonio en esta nota. También quiero aclarar que no dejé los nombres de las novelas de Llewellyn en inglés por afectación, sino porque no encontré sus versiones en castellano... si es que existen.
Bookmark and Share