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martes, 30 de diciembre de 2014

LA NOTA DE HOY

RESEÑAS






“IMITACIÓN DE LA FÁBULA”  (*)

De Antonio Dal Masetto





        Uno de los rasgos distintivos de esta encantadora novela es el recurso a la representación alegórica y a la prosa poética. Vito es el hombre maduro que reflexiona acerca de su lugar actual en el mundo, cuando la propia historia personal empieza a desdibujarse en los laberintos insondables de una memoria que parece flaquear. La ciudad y las prietas paredes del departamento se han vuelto estrechas, asfixiantes. Siente que “el espejo estalla”: es la antesala de un peregrinaje destinado a combatir esa angustia repentina. En un arresto juvenil, el protagonista añora la posibilidad de tener “su propia roca”, que parece “remota e invisible”. Solo puede salvarlo su imaginación. Entonces, ¿por qué no salir a buscarla?

       De tal manera, la travesía por el bosque patagónico y el propósito de trepar hasta la cumbre del cerro se convierten en fecundas metáforas de la existencia humana.

      Internarse en la floresta –símbolo enmarañado de los misterios, las encrucijadas, los miedos infantiles– plantea retos permanentes: allí es muy fácil perder el rumbo, y la tarea de reencontrarlo, azarosa. El camino está sembrado de situaciones sorpresivas, a veces desconcertantes. Cada una de ellas implica una prueba a superar. Ante estas disyuntivas, la madurez recurrirá a la prudencia; la juventud, en cambio, encarnada en una niña precozmente endurecida por las circunstancias, actuará a fuerza de impulsos intuitivos y toques de rebeldía. Al unir sus senderos, la experiencia y la vitalidad conjugan una combinación eficaz para ir venciendo todos los obstáculos.

      Con el correr de las horas, el regreso al bosque del pasado se va perfilando como una experiencia sanadora. La memoria –aquella que en las primeras páginas anunciaba estar en retirada– ahora es el hilo de Ariadna que alumbra el camino del viajero y, al evocar los nombres sonoros de la flora austral (“coihue, lenga, maitén, ñire, radal, canelo, mutisia, amancay, notro, pehuén, taique, raulí”), recobra toda su fuerza. Esa misma memoria sabrá orientar los pasos de Vito hasta el anhelado refugio de la cumbre, donde aún lo aguarda un desafío inesperado.

      Un tono de indisimulada nostalgia recorre estas páginas. Detrás del fascinante discurso del narrador, el autor no tiene reparos en traslucir su propia voz.  No olvidemos que Dal Masetto transitó una etapa de su vida en Bariloche. Quizás por eso esta obra sea la que en mayor medida nos revela la interioridad del escritor, las marcas de un éxodo iniciado en Italia, en plena infancia; ese periplo que, en el plano espiritual, parecería insinuarse como un viaje inconcluso.

      Y como toda fábula encierra una moraleja, hay aquí una invitación a meditar en “los compromisos no asumidos, tantos compromisos dejados atrás”, dejándonos una saludable enseñanza: nunca es tarde para afrontar las nuevas responsabilidades que el destino nos plantea.


C.D.F.


(*) Novela – 139 páginas – 1era. Edición -  ISBN 978-950-07-4971-8 – Ed. Sudamericana, Bs. As., 2014.



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domingo, 28 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY



DILUVIO

Por Gonzalo Salesky (*)



Una botella al mar, una plegaria…
es triste ver en qué me he convertido.
La sombra en los espejos, la espina en el ojal,
aquello que se lleva siempre dentro.

Un lápiz invisible o la tormenta
que encuentra su razón en el ocaso.
Allí, en la incertidumbre, te esperaré despierto,
sabiendo que me ignoras todavía.

Mi vida sin promesas se escapa
del lugar que ocupó desde hace tiempo.
Mi espíritu se queda sin aliento,
las ganas de volar pudieron más.

Hoy la distancia entierra hasta mi nombre
y al regresar parezco, más que nunca,
ese diluvio anunciado desde siempre,
aquella página que alguna vez fue tuya.




(*) Escritor nacido en 1978 en la ciudad de Córdoba. Estudió profesorado de matemática y trabaja como docente. Escribe poesía, teatro y narrativa. Publicó tres libros, titulados “2011” (poemas y cuentos, 2009), “Presagio de luz” (poemas, 2010) y “Ataraxia” (poemas y cuentos, 2011). Obtuvo distinciones en certámenes literarios de España, México, Venezuela, Argentina, Colombia, Estados Unidos y Australia. Su blog: http://gonzalosalesky.blogspot.com.ar. El poema “Diluvio” pertenece a su libro “Ataraxia”.

Además de la significativa calidad literaria de su extensa obra, por la que recibió numerosos reconocimientos; Gonzalo Salesky es presentado en Literasur por su particular relación con la Literatura regional: es hijo del escritor Aurelio Salesky Ulibarri; una de las principales figuras de las letras patagónicas.


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miércoles, 24 de diciembre de 2014

EL CUENTO DE HOY




ÉRAMOS FELICES

Por Pascual Marrazzo (*)




      Yo había estado jugando en la casa del Ernesto y luego junto con él, en lo del Tito. En las dos casas había preparativos para las fiestas, arbolito de Navidad, regalos y mucha comida, no entraba todo en las heladeras.

      Por eso que cuando llegué a mi casa la encontré rara, mi mamá todavía no había llegado de trabajar, como era Noche Buena iba a llegar tarde y yo tenía que retirar a la Teresa, mi hermana en lo de doña Tomasa, que como era la noche del niño Jesús, no la podía cuidar hasta tan tarde.

      Me pareció triste mi casa y no era que no tenía papá, sino que no tenía colores. Hasta el hule de la mesa estaba desteñido y no se le notaba el cuadrillée.
      Cuando fui a buscar a mi hermanita junté todas las flores que pude robar de los jardines, de esas que sobresalen para las veredas. Al volver las metí en una vieja botella de leche que hacía de florero. Ahora la casa tenía más color.

      La Teresa se había quedado dormida, así que aproveché para darle una mirada a nuestra heladera. Estaba la jarra de agua y en la puerta había tres huevos, “uno para cada uno” –me dije– y puse el agua a calentar en un tarro de duraznos, después los huevos, diez minutos y apagar. Mi mamá me lo había enseñado todo.

      Cuando ella llegó, yo ya los tenía pelados y había puesto la mesa. Tendrían que ver ustedes como se puso cuando vio las flores. Traía una bolsa de pan, un poco húmedo porque siempre le daban el del día anterior, pero esta vez era mucho y venía con una sorpresa, eran dos botellas de “naranjín”. Mi mamá peló unos dientes de ajo y los puso en un sartén con aceite, cortó el pan en rebanadas y lo comenzó a freír, después lo puso en una fuente y le rayó los huevos que había cocinado yo.

      Qué rico que comimos esa Noche Buena, y con “naranjín”...




(*) Escritor de Cipolletti.


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lunes, 22 de diciembre de 2014

LOS POEMAS DE HOY



POEMAS DEL LIBRO “CACTUS”

Por Jorge Curinao (*)



PAISAJE

A veces
a mí también me quisieron.
Era verano
y un pájaro golpeaba desde afuera.


PLAYA

Mi voluntad de ser traiciona al día.
Estoy parado al fondo de la noche.
Hay pobres atando sogas,


HECHIZO

La muerte se sienta al lado
y me dice:
te ves como recién nacido.


BALADA DEL BUEY SOLO

Me recuerdo saliendo por los desiertos
y encontrando rostros que no eran míos
rostros que no fui
¿cómo no pude acostumbrarme a los rostros?
¿cómo no pude acostumbrarme al paisaje?
debí ser fuerte como un sueño de metal
para que no se duerma la espera
para decir una frase verdadera
para decirme un canto como un animal
quiero decir:
la casa ya no es grande
los niños no están
necesariamente no están
en este instante
es más terrible la belleza del mundo
así
sin fantasmas que alimentar
sin sueños cayendo en el desierto
sin ventanas
rostros de mí.




(*) Escritor de Río Gallegos.
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jueves, 18 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY




CANTATA DE LOS DOS PUENTES


Por Sergio Pravaz (*)




Como en el año diecisiete, cuando sonaron los cañones de octubre
rompiendo allá en la Rusia lejana el cuerno de los zares,

así arribaste a esta tierra del coirón que medita a la vera del camino,
del piche que rastrea la huella del milagro,
o del guanaco que barre la osamenta de los que estuvieron
en la gran batalla que oscureció el ánimo de las piedras;

también del ñandú y de la mara, corredores célebres
cuyos tendones envidia el mismo dios del viento.

A estos parajes viniste esquivando el expediente
y el largo masticar del polvo en el camino.

Tu propósito de puro hierro hizo latir el corazón de la necesidad
para que tu carga de metal, que como un viejo saurio le ruge
a los colores del paisaje, monte su canto grave.

Como en aquel año que llegaste para suplantar a tu padre
cuyo dominio fue esa noble madera elegida por Griffiths el poeta,
a la que un choque de agua asestó en su corazón,
en su centro más visible y duro el golpe definitivo
para forjar en la retina una noción de tragedia.
Ese madero que como un alimento vagó por las calles del mundo
al amparo de las mujeres en la oscuridad de los muelles del idioma,
detrás de unos ojos que durante la luna ciega acecharon
al que vino en barco buscando un aire más liviano,
fatigosamente humano,

apenas entrevisto en el alto fuego de la incertidumbre, o en el sueño que
cuando cierra su puño obliga a la marcha forzosa del soldado que sin serlo,
sé es en la vida.

Madera que alumbró una gloria fugaz porque el agua así lo quiso
cuando se tragó los gruesos tarugos, los firmes cuadros del sostén,
el poder incalculable del tirante y hasta el sonoro grito del pulmón
más escondido del pilote.

El nivel y la garlopa nada pudieron, tampoco la regla ni la escuadra,
como nada pudo el temblor del carpintero dibujando
pájaros, números de agua, canciones y geometrías
en aquel año noventa y nueve del alud.

Su propio Jordán tuvo el noble tablón que pudo ser guitarra,
mesa, puerta o banco nacido de árbol ilustre,

pero fuiste rey entre los puentes, castigado, abatido,
sin piedad derrumbado por fatalidad y no por bala.

Con él se fue el tránsito para que todo tráfico lícito deje de serlo
y sea nuevamente el silencio, un temor, una vigilia contenida
sobre la hondonada del antiguo cauce.

Y así el desabrigo se anunció para cada rincón de la meseta
hasta el lugar donde las martinetas apenas pisan, llorando su vuelo
extraviado en los tiempos del diluvio.

Ah, pero al fin llegaste puro metal de saurio encadenado,
para ser clavado a tu cruz aunque te negaran el nombre
ochenta y cuatro veces,

y aun así fuiste de recto caminar entre los pueblos, imaginario
que clava horizonte, identidad, certeza.

A la hora en que los tamariscos soplan sus flautas de pan
y el movimiento retoma la calma de la sangre, hay dos puentes
que maduran todo lo hermoso que de ellos la memoria nos entrega.





(*) Escritor de Rawson. Este poema fue publicado recientemente en el blog “Crónica Literaria”, dirigido por Marcelino Alvarado (http://www.cronicaliteraria.com.ar).

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lunes, 15 de diciembre de 2014

EL CUENTO DE HOY





EL VIOLÍN DE DON ÁNGEL

Por Hugo Covaro (*)



    Llegando a Tecka nos encontramos con la nieve. Había amanecido nublado y el mal tiempo amenazaba desde un cielo encapotado. Una quietud sospechosa volvía torpe el vuelo de los pájaros y en los árboles desnudos inadvertidas vibraciones denunciaban el sosiego que suele preceder a la tormenta. La jornada, extrañamente tibia, transcurría envuelta en las somnolencias que el invierno impone a todas sus criaturas; letargo que mantiene el pulso de la vida a media asta, a medio sol, en una semimuerte apenas desmentida por diminutos latidos. Todo parece demorarse entonces, en una paciencia perezosamente diáfana.

    Y el caminante -ajeno a todas las anunciaciones- mira y percibe el paisaje desde la desmemoria, desde un líquido murmullo de deshielo, desde el asombro de ser tocado por el humus que sueltan los ángeles más altos.

En eterno regreso, el frío recluta pequeñas historias en levas que incorpora sin resistencia a todos los fogones campesinos. Desde una falsa analogía, el frío y las historias, que no son como son sino como el viajero las recuerda, parecen hermanarse. Perpleja, la memoria deja pasar desorientados días. Es el tiempo de la larga noche, la dura estación de las escarchas. Afuera, otra piel insensibiliza los sentidos, aísla el corazón, hiberna el sueño. Enferma de intemperie, lamiéndose como un perro las heridas, la tierra volverá a curarse sola. Con tempranos estremecimientos, el otoño ya había anunciado a sus duendes despiertos que se acababa el vino, que adormecidos y huérfanos de luz deberían esperar la nueva primavera para celebrar el advenimiento de la música.

    Paramos en Putrachoique para estirar las piernas, orinar cerca del pequeño cauce y darle un respiro al motor antes de retomar el rumbo hacia la cordillera. Cuando dejamos atrás Gobernador Costa aparecieron las primeras gotas. Mínimas briznas que dejaban en el parabrisas livianas semillas que parecían escapadas de un colosal panadero. Con el andar la fina llovizna se convirtió en nevada.

    Marchábamos en silencio, aletargados por el sonar parejo del jeep trepando mesetas seguidas por interminables pampas, abiertas al medio por el camino que la nieve uniformaba entre banquinas inestables. Estaqueados por postes y varillas, los alambrados engrosaban estiradas bordonas. Hasta donde se dejaba ver, el coironal mantenía encendidas sus velas amarillas y el monte bajo soportaba, como acurrucado, el azogue del temporal. Recién pintados caballos mezclaban sus pelajes de invierno dando ancas a la ventisca, y en bandadas, las corraleras rayaban el aire con finos trazos de grafito.

    De cuando en cuando, algún viajero cruzaba aquella soledad sin límites. Aparecía como un punto oscuro en ese horizonte inseguro y se agrandaba lentamente, hasta convertirse en una sombra que nos pasaba peligrosamente cerca. Las huellas dejadas copiaban la línea de los postes del viejo telégrafo, amojonando con inútiles picas la ruta invisible. En esos mástiles, los aguiluchos izaban la tarde con la redonda y negra luna de sus nidos ondeando entre los cables.

    Existe una extraña ambigüedad en el paisaje. Al caer, la nieve parece oscurecerlo todo. Una atmósfera densa ensucia con grises el desierto y es apenas un parpadeo el espacio que media entre los ojos y la nada, breve ceguera que ocurre y desaparece en ese territorio sin orillas. Sin embargo, desde esa ceniza, desde esa sal demorada en la memoria de remotos cataclismos, una claridad de vidrio esfuma la cerrazón. Es como si una fosforescencia oculta en cada copo frotara su pedernal de hielo antes de morir fagocitada por el frío.

    Al salir de una curva alcanzamos a ver al viejo 3CV estacionado en la banquina.

    Estaba junto a un sauce – de esos que crecen a la vera del camino- que parecía protegerlo alzando desde su tronco recio desguarnecidos ramajes. Abajo, separado por una fina lonja de playa, el río sólo era un rumor oscuro.

    Aminoramos la marcha hasta casi detenernos, miramos los vidrios empañados y seguimos, pero alguna sombra o un resplandor contenido por ese encierro misterioso nos hizo volver. Cuando abrimos la puerta, el hombre del violín, como sorprendido, nos contemplaba en silencio.

    Disculpe...¿necesita algo?
    —No...muchas gracias...
    — Pensamos que tal vez...
  —Estoy bien. Gracias. No se preocupen muchachos. Me gusta tocar el violín mientras nieva. Es sólo eso...gracias.
    Con una sonrisa nos despidió y cerró la puerta. Por el espejo retrovisor veíamos cómo el pequeño vehículo desaparecía.
    —¿Sabés quién era?
    —No.
    —Tocayo mío, además de músico y buen escritor.
    —¡Mirá!... ¿Cómo se llama?
   —Ángel...Ángel... ¿cómo era?... bueno....ahora no me sale el apellido... una familia muy conocida, che.... casi todos artistas... ya me voy a acordar...

    A la diestra de la ruta, hasta donde la nieve dejaba leer, un letrero informaba el desvío hacia Colán Conhué. En la monotonía de ese paisaje sin relieves la voz del hombre del violín nos llegaba deformada, monocorde, como el eco que la plagiaba desde las ruinas de un sueño...

   “...en esta región, hadas y duendes tejen melodías con retazos de vientos... bajan de cordilleras azules hasta el abrigo de los valles ... garabatean escrituras cuando los cóndores esparcen por el cielo sus papeles quemados... se enredan como cintas de colores en los árboles... flotan en el río y el agua se las lleva en breves camalotes de espuma dorada... canciones mágicas esperando un oído,  unas manos y un espíritu sin los apuros del hombre de estos días... alguien con tiempo para detenerse a escuchar... a copiar sin disimulo el eterno canto de la tierra”...

    Al principio imaginamos virutas de brisas filtrándose por los intersticios de la puerta. De a ratos desaparecía para volver con más fuerza, como si a su sonoridad la manejaran los avatares del camino. Una reminiscencia desconocida, exótica, que perecía hecha con trozos de todas las canciones del mundo, nos invadía. Viajamos en silencio, con esa singular sensibilidad que tienen los ciegos para sentir la música, como si la más antigua canción nos arrullara desde el poco conocido origen de las cosas.

    Cuando despertamos, el Nahuelpán mostraba entre nubes ralas el óxido de sus laderas escaldadas. Los sonidos ordinarios regresaban a sitios que había liberado aquella mágica repetición de notas.

   Atrás, detenido en el camino y en el tiempo, el hombre del violín guardaba su crisálida de viento. Como una metáfora del agua, se iba para volver en el sortilegio de nuevas epifanías.




(*) Escritor comodorense. Este cuento fue tomado de su libro “Pequeñas historias del frío”, edición 2010.


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domingo, 7 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY




AGUA

Por Silvia Sánchez (*)



Agua tumba
acallada.
Plasto líquido
quieto.
Espejismo.
Celda mitológica.
Mojo mis pies en el lago
y las pieles de todos
hunden los dedos en el frío.
Todos tiritan.
Me aquieto
y las olas pequeñas me bordan
la matriz universal
en el tobillo.
El agua se instala en mis poros
y me nutre
los poros cuencos
rebalsan
y las voces de todos
en el lago matricial
cantan.
Agua
un algoritmo de mi especie.



(*) Escritora de General Roca. Su blog http://sanchezsilvia.blogspot.com.ar/


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miércoles, 3 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY




De “signo del fin de los tiempos”

Por Ramón Minieri (*)




la decadencia
de los grandes hoteles
se consuma en minúsculas

hongos furtivos
suben
al asfalto
de las tapicerías
desafilan corceles
oriflamas

y los espejos se desmayan
tísicos
de humedad
por la espalda

ah
rendición de las palmas
doblegadas
bajo el polvo
en sus tiestos

ya
ni ángel
ni portero
ni mujer
las agita

pero
no esperen estallidos
esto
que llaman final
es descomienzo




(*) Escritor de Río Colorado. De su “Libro de los últimos días”, Río Colorado, 2010.

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viernes, 28 de noviembre de 2014

EL RELATO DE HOY




EN ESTA ORILLA DEL MAR

Por Hugo Covaro (*)




No hay truenos ni relámpagos. Ni siquiera sopla el viento. Mansamente llueve sobre el desierto.
A veces su engañoso sortilegio pone agua en el camino que se evapora cuando el que marcha cree llegar y alcanzarla. Un agua que el cielo lejano desbarranca tras el hondo socavón del horizonte y que sólo por instantes estuvo en los ojos llenos de sed del caminante tal vez porque toda visión depende de lo que no está visto. Cuando eso pasa, el viento sale a pintar de negro la cara de los guanacos y el desierto presta su color al pelaje de los pumas. Marcha el viento. Se suceden molles y calafates junto a otros penitentes arbustos paisanos. En ese transcurrir deja por momentos su oficio de músico para andar en la memoria de los cuerpos. Descamina entonces olvidadas coreografías y fija en remolinos la más primitiva forma de movimiento. Ese primer intento de modelar en la oscura y remota noche la armoniosa maternidad de la danza.

El primer bailarín, trompo de sombras,
un derviche nativo girando, girando, girando.
Y nada vuelve a ser igual después que el viento pasa.

El desierto y el viento son dos solitarios. Evocan remotísimos tiempos, cuando este desierto estaba cubierto por floras tropicales y el viento traía el polen de altas araucarias ahora hechas piedra hasta la solitaria playa de mares que hoy no existen. Uno es estático, permanece inmutable por siglos; el otro es un elemento dinámico que se mueve y viaja, funcional a los cambios del universo. Cuerpo y espíritu de la naturaleza, comparten una misma lengua materna: la de la tierra. Ambos pretenden imposibles: el viento que la piedra se vuelva pájaro y el desierto, que el pájaro se vuelva piedra. Desconocen todo rito mortuorio: apenas un olor, una osamenta hablan de la muerte. Toda muerte es natural y será sepultada por el olvido. Ningún muerto vuelve a ser nombrado. Determinan en lo contradictorio lo esencial en el breve lapso de una vida humana. El desierto – ponderación de lo pequeño – memoriza viejas lluvias, ajeno al estado de incertidumbre en que viven los seres que lo habitan. Sólo abandona su soledad si alguien lo observa, si por un instante se interesa en su silencio; es un espacio para ver y ser visto, un territorio del que nunca se sale, un rumbo al que nunca se llega, una tierra extranjera al final de los vientos. En el desierto el espíritu vive en permanente inquietud, alerta, entre una mezcla de desasosiego y extremo regocijo que retrocede hasta el mismo nacimiento del instinto en un regreso al remoto universo del salvaje. Es, más que una visión, una idea del mundo. El desierto es sólo desierto para aquellos que lo miran como un desierto. En él conviven pescadores que devuelven al agua su pesca con simples sacadores de peces; esos pasan y se van… los otros se quedan…
El viento – luz de una estrella muerta que viaja en el tiempo – es símbolo de lo inacabado, de que nada termina, de que toda creación es una obra inconclusa. Con diferentes máscaras pasa y levanta a lo lejos remolinos de arena como si fuera una sombra más en la tarde, o se queda aquí cerca meciendo las ramas de la matas, o despeinando los coirones, o en un soplo liviano, como de plumas, baja de los sitios más transparentes de la cordillera. No mira para atrás. Transita por donde la vida levante su campamento obcecado señalando el rumbo siempre cambiante del porvenir. Ellos tienen sus secretos: una complicidad que no cabe entera en la engañosa memoria de los hombres. El desierto muestra cierta textualidad en señales estiradas en cien leguas a cada viento, escrituras difusas insinuadas en los repliegues de su piel de misterio. El viento, desde siempre, fue palabra dicha y repetida en un rumor, pequeña canción armada con los deshechos del tiempo. Instrumento de cuerda, de viento, ejecuta su concierto eterno para todos los oídos. En los ojos del peregrino luchan por estar más lejos del engaño, de la temblorosa mentira que levantan los espejismos. El desierto muestra sus monumentos: estatuas de greda, esfinges de seres de desconcertante linaje, edificios y ciudades resplandecientes como un mágico horizonte. Sin embargo, no son parte de esa materia. Son mojones de vientos inmemoriales, vanos intentos desde donde el hombre intuye la eternidad. Cuando algún dios hizo el mundo ellos ya estaban allí y su ternura era ajena a toda misericordia.





(*) Escritor comodorense. Este relato forma parte de su libro “Nada ocurre antes del viento” (Editorial Universitaria, La Plata, 2012)
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viernes, 21 de noviembre de 2014

EL CUENTO DE HOY



DUDA

Por Rubén Héctor Ferrari (*)




                          Mi amigo Pepe siempre tuvo una manera de ser  poco común. Yo lo conocí cuando iniciamos, al mismo tiempo, la escuela primaria. Tenía una abrumadora facultad imaginativa que disparaba sobre quien quisiera oírlo o, más bien, ante los muy pocos que le prestaban atención. Entre estos últimos, estaba yo. Mi interés por él, a raíz de sus razonamientos tan particulares, se trocó en afecto y se acentuó con el transcurso del tiempo. La verdad es que me caía simpático José Ruiz.

                         Más tarde, en la secundaria, su interés se inclinaba hacia la historia y obtenía las mejores calificaciones. Pero esa predilección cambió en el quinto año del bachillerato. Lo sedujo el desarrollo de la asignatura introductoria al conocimiento de la filosofía. Entonces, sus fantasías afloraron con una intensidad sorprendente.

                         A mí no me atraían para nada las especulaciones presocráticas ni las subsiguientes. Simplemente, sin subestimarlas, no me gustaban. Otros compañeros se burlaban de Pepe con diversas pullas y eso lo estimulaba para buscar mi compañía. Todo lo que me contaba de sus lecturas, que sobrepasaban en mucho las prescripciones del programa, constituían para mí un verdadero fárrago, provocándome cierto rechazo. Entonces simulaba comprensión con ocasionales gestos de entendimiento. No obstante, la primera vez que sus “lecciones” lograron captar mi foco atencional, se produjo cuando habló de la doctrina de “Los Eternos Retornos”.

                         Me explicó que, según ella, el universo nace y perece cíclica y continuamente, que grandes pensadores se habían inspirado en las estaciones del año porque siempre se repetían, tal como le sucedería a uno mismo si caminara en círculo, volviendo indefectiblemente al punto de partida.

                         Por si algo faltara para alimentar sus inagotables digresiones, en el plan de la materia estaba prevista la lectura obligatoria de la obra de Federico Nietzsche “Así habló Zaratustra” y la profesora había adelantado que, en particular, la tercera parte titulada “El Convalescente”, era muy atrayente. Esa misma tarde nos encontramos, tal como lo hacíamos habitualmente, en la plaza del pueblo.

                          Yo estaba sentado en las gradas del monumento a Colón cuando lo vi llegar con pasos acelerados y una cara que denunciaba su excitación.

                         —¡Lo leí, lo leí! —gritaba, mirándome con ojos desorbitados.

                         — ¿Qué leíste Pepe?

                          — ¡La tercera parte, la que más atrapa!  La obtuve en la biblioteca “Sarmiento” y allí es donde afirma que, por el “nudo de las causas”, él será creado de nuevo y que volverá eternamente a una misma e idéntica vida, para enseñar acerca del retorno de todas las cosas.

                          Terminó su comentario, que expresó como si lo estuviera leyendo y respirando con cierta agitación. Nunca supe si el pronombre “él” hacía referencia al autor o a Zaratustra.

                         — ¿Y vos pensás que todo eso es cierto?-— pregunté con miedo a que me diera un patatús.

                         —Por supuesto, sobre todo después de una rarísima experiencia que tuve hace una semana atrás—. Aguardó unos instantes, como esperando una reacción que no llegué a manifestar. Me miraba fijamente cuando dijo: “¿Te acordás del matrimonio de portugueses que tenían una carnicería en la esquina opuesta a la farmacia?”

                          —Sí, los recuerdo; siempre añoraban a su querida Lisboa. Yo era muy chico cuando mi madre solía mandarme con un papelito para comprar allí la carne. ¿Cómo me voy a olvidar de sus muertes por haber dejado un brasero encendido en el dormitorio?

                          —Está bien, eso ocurrió hace ya diez años—, dijo con seguridad.

                         Luego, Pepe extendió su brazo en silencio, para señalar hacia la carpa cercana que el Club Social y Deportivo del Sur, levantaba todos los años para sus famosos bailes de carnaval.

                         “La otra noche" —continuó—, "pasadas  ya las veinticuatro horas, yo me acerqué a la entrada. El ruido de la orquesta 'Alborada' era estruendoso y una gran cantidad de parejas bailaba en la pista de cemento. ¡Entonces los vi danzando!” —exclamó.

                          — ¿A quiénes viste, Pepe? —susurré.

                          __ ¿Guardarás este secreto, Raúl? —inquirió ansioso.

                          —Sí! —respondí con firmeza.

                         Recién entonces me confesó mi amigo: “A ellos, los de la carnicería. Se movían en un espacio central y tenían una enorme sonrisa de felicidad. Lo sorprendente fue que, cuando todo indicaba que chocarían contra otros bailarines, ellos directamente los traspasaban y reaparecían al otro lado, como si no advirtieran nada, tal como lo harían cruzando una calle vacía, sin temor a que algún obstáculo lo impidiera. Enseguida noté que su conjunto de movimientos no eran compatibles con ninguna de las piezas que se ejecutaban. Parecían más bien corresponderse con algo similar a 'El Danubio azul' de Strauss”.

                         Me quedé en una línea divisoria entre el asombro y el terror mientras que, sin un saludo de despedida, él se alejaba caminando con marcada lentitud. Esa fue la primera y última vez que hablamos sobre el tema.

                         Hasta finalizar el curso mantuvimos pocos y cortos diálogos. Durante ellos, Pepe se expresaba con manifiesto recato, como dando por supuesta mi situación de no poder aceptar su versión del texto. De ser cierto lo que pienso, su sospecha no estaría desacertada, puesto que siempre consideré increíble el episodio y sólo el resultado de su imaginación creadora.

                          Ni qué contar cómo se lució en el examen oral y último de la asignatura. ¿Casualidad o causalidad? se preguntarían los estudiosos de temas concernientes a cuestiones difíciles de explicar. Pero lo cierto es que para él, brotó del bombo la bolilla V, cuyo contenido refería a la temática nietzscheana.

                         A mí me mandaron a marzo con las primeras preguntas. Siempre recordaré que al salir un poco abrumado del colegio, por el largo pasillo con sus paredes llenas de leyendas escritas con lápiz, yo anoté la siguiente: “Aquí yacen los restos de un estudiante que cayó luchando tras la barricada de un cuatro”.

                          Debe haber resultado muy pintoresca esta suerte de epitafio, ya que varios de mis condiscípulos todavía lo repiten de memoria. José Ruiz nunca la recitó y estoy convencido de que obró así, inducido por el pudor que le producía la abismal diferencia entre las evaluaciones de nuestros exámenes.

                          Pocos años después, aún frescas las vivencias de la adolescencia, llegó para los dos la edad de cumplir con el servicio militar obligatorio, pero ambos quedamos liberados de esta imposición como consecuencia de diferentes franquicias legales.

                          Luego, casi al mismo tiempo, iniciamos nuestros respectivos noviazgos. Él salía con Elena, una amiga íntima de mi amada Margarita. Los cuatro asistíamos juntos a la confitería, al cine y a los bailes.

                          Cuando ellos se casaron, Marga y yo fuimos sus testigos ante el Registro Civil. Él fue el encargado de ofrecernos esta distinción.

                          —Raúl Martínez —me dijo en tono solemne—, vos siempre fuiste y serás mi mejor amigo y lo mismo sucede entre Marga y Elena. Por eso, esperando que acepten, pedimos  sus testimonios.

                          La fiesta celebratoria resultó hermosa y emotiva, con una pareja resplandeciente de alegría que ya había anunciado su partida de viaje de luna de miel. Sería esa misma madrugada, utilizando el viejo Ford A de la familia Ruiz.

                          Después de la trasnochada nos reunimos por la tarde con Marga en la confitería. Los dos confesamos estar contentos pero cansados por los efectos del prolongado festejo. Entonces ella me entregó un sobre.

                          —Dejaron esto para que lo abriéramos cuando ellos ya estuvieran en camino hacia la cordillera.

                         Lo leí en voz alta: “Queridos amigos, nos vamos de viaje y lo hacemos  confiados en que siempre habrá un puente para cada dificultad y que ustedes nos acompañan, porque habitan en nuestras almas. Con afecto. Pepe y Elsa.”

                         Cuando nos llegó la infausta noticia supimos del lugar y las causas del accidente fatal. Todo había sucedido apenas cruzaron el río Neuquén, desde la localidad de Plottier rumbo a Cipolletti (Río Negro).

                         Niebla, asfalto y el conductor dormido de un camión que circulaba en sentido contrario, fueron los factores que, combinados, dieron lugar al choque frontal en el que nuestros amigos perdieron la vida en forma instantánea.

                         Con los años, nuestro dolor por la trágica e inesperada desaparición de dos compañeros tan íntimos, se fue aquietando lentamente.

                         La unión con Marga nos trajo la alegría de nuestros hijos Marcela y Luis y mientras ellos crecían, mis actividades comerciales nos fueron brindando una moderada prosperidad económica.


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                         Hoy cumplimos diez años de casados. Ha sido Marga quien durante la mañana me propuso que celebremos el acontecimiento, mientras exhibía, agitándolas con su mano, dos entradas para el  baile que esta noche tendrá lugar con motivo del inicio de la primavera.

                         Desde aquel triste acontecimiento que he relatado, descartamos esta particular reunión social que ha sugerido mi esposa. Pero su idea me atrae extrañamente, a partir del momento en que reflexiono que tal vez, en el mismo origen de la palabra que expresa a la estación —primera verdad—, se encuentre escondida una revelación.

                         El pueblo ha crecido y el club deportivo ya tiene su propio salón de fiestas.

                         Llegamos temprano, antes de que la orquesta “Alborada” —ahora con otro director— irrumpiera con las clásicas notas del pasodoble. Ingresamos a su ritmo en la vorágine convocante del movimiento inicial de parejas, sin detenernos hasta el primer intervalo. Y así continuamos a los compases de tangos, milongas, valses y toda variedad de músicas sincopadas.

                         Amanece y ya estamos saliendo. A la luz mortecina del primer farol callejero, Marga, tomándome de la mano, me detiene y expresa:

                    —Raúl, algo en tu cara me indica que estás como decepcionado. Además permaneciste largamente abstraído. ¿Acaso esperabas algo más de esta diversión?

                         Miro sus ojos increíblemente azules y reanudamos la marcha. Yo no respondo…




(*) Escritor de Gaiman (Chubut)
                                         
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