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martes, 3 de junio de 2014

LA NOTA DE HOY




TRAPALANDA

Por Jorge Eduardo Lenard Vives




Muchos autores de fuste han escrito sobre el fantástico sitio que las leyendas llaman Eilín, Lin Lin, Trapalanda, Trapananda o, más comúnmente, la Ciudad de los Césares. Siendo un tema desarrollado por conspicuos autores, no me hubiera animado a encararlo; si no fuera porque hace poco hallé dos obras cuyo tema es la mítica metrópoli, que resultan dignas de destacar.

La primera de ellas, citada en una nota anterior, es La ciudad de los Césares de Ernesto Serigos. Con una fértil creatividad basada en los mitos locales, el autor ubica la ciudad en el Valle Encantado, a orillas de Limay; pocos kilómetros al norte de Bariloche. Las pintorescas rocas del lugar son, en la imaginativa novela, las ruinas de la urbe fundada por la reina araucana Huenguelén y destruida por un misterioso ejército invasor proveniente “del oeste”. Para provecho de los conocedores de la región, Serigos refuerza la ubicación del lugar al mencionar que con motivo de la invasión, para afirmarse en el terreno, el enemigo tomó, en un movimiento sorpresivo, el cerro Leones, importante objetivo frente a la Laguna Grande de Nahuel Huapí.

La otra obra que toca el mito es “La confesión de Pelino Vera”, de Guillermo Enrique Hudson; una joya del cuento fantástico argentino que recuerda las pesadillas lovecraftianas. Sin embargo, fue escrito mucho antes que el escritor de Providence redactara sus terrores, pues es previo a 1881. Con su opima pluma, Hudson narra las peripecias de un hacendado criollo casado con una hechicera que, por las noches, transformada en siniestro ser alado, vuela reunirse con los de su misma especie dentro de las murallas del poblado encantado; para celebrar horribles ritos de tono dionisíaco. Así la describe el escritor:

Bajé en medio de una ciudad rodeada por una muralla. Todo era obscuridad y silencio y las casas eran de piedra y vastísimas, cada una de las cuales estaba separada de las demás y rodeada por un ancho muro de piedra. La vista de esos grandes y tristes edificio, obra de otros tiempos, llenó mi alma de pavor y por un momento alejó de mí el recuerdo de Rosaura. Pero no me sentí sorprendido. Desde mi infancia me habían enseñado a creer en la existencia de aquella ciudad amada, buscada en vano, del desierto, fundada hace siglos por el obispo de Placencia y sus colonos misioneros; pero probablemente ya no era la habitación de cristianos. (...) ...todo parecía indicar que sobre ella descansaba algún poderosos influjo de una naturaleza sobrenatural y maligna. (...) El explorador se aleja aterrorizado de tan mala región llamada por los indios Trapalanda.

La fabulosa ciudad sirvió de numen para otros autores de ficción, como Eduardo Gudiño Kieffer en su obra “Magia Blanca”; y los escritores chilenos Manuel Rojas (“La Ciudad de los Césares”), Luis Enrque Délano ("En la Ciudad de Los Césares") y Hugo Silva (“Pacha Pulai”). La mayor dedicación de los autores trasandinos a la cuestión, puede deberse a que la selva valdiviana que cubre la falda occidental de los Andes, umbría y frondosa, da pábulo para más consejas que las laderas orientales; de vegetación menos exuberante.

Pero la materia también fue analizada por el ensayo y la crónica. Si bien Ernesto Morales en “La ciudad encantada de la Patagonia” y Enrique de Gandía en “La ciudad de los Césares”, hablan con conocimiento sobre el asunto; la obra fundamental fue publicada por Pedro de Angelis en 1836. Incluida en su extensa Colección de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna de las provincias del Río de la Plata bajo el título de Derroteros y viajes a la Ciudad Encantada, o de los Césares, que se creía existiese en la cordillera, al sud de Valdivia, reúne una serie de curiosos informes que aluden a la fantástica población.

En su Discurso preliminar a la recopilación, de Angelis, nos acerca a una visión personal de la fábula: Pocas páginas ofrece la historia, de un carácter tan singular como las que le preparamos en las noticias relativas a la Ciudad de los Césares. Sin más datos que los que engendraba la ignorancia en unas pocas cabezas exaltadas, se exploraron con una afanosa diligencia los puntos más inaccesibles de la gran Cordillera, para descubrir los vestigios de una población misteriosa, que todos describían, y nadie había podido alcanzar. En aquel siglo de ilusiones, en que muchas se habían realizado, la imaginación vagaba sin freno en el campo interminable de las quimeras, y entre las privaciones y los peligros, se alimentaban los hombres de lo que más simpatizaba con sus ideas, o halagaba sus esperanzas.

Las ciudades utópicas siempre fueron objeto de la atención de los escritores... y de la gente en general. El pánico que motiva el percibir su soledad frente al cosmos, llevó al género humano a tornar los ojos al cielo o a las estrellas. Y la secreta esperanza de que parte de la humanidad hubiera encontrado el camino a la felicidad perfecta dentro de los límites del globo, lo impulsó a soñar estas quiméricas metrópolis. Es tanta la necesidad de su existencia que, ante el fracaso de las innumerables expediciones destinadas a buscar las urbes perdidas, se aventuró que tales ciudades podían ser errantes; y que vagaban de un lado a otro del territorio, haciendo imposible encontrarlas. Sin dudas, esa idea es una magnífica entelequia, fruto de la más ubérrima fantasía.
Es que la imaginación de los seres humanos no tiene límites. Su esperanza, tampoco.




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2 comentarios:

Carlos dijo...

Las notas de Jorge Vives no solo están escritas con estilo impecable; además, siempre nos dejan alguna enseñanza. Desconocía que la fantasía humana había encontrado un recurso para no resignar su fe en la existencia de esas ciudades utópicas: la cualidad de ser errantes. Una solución verdaderamente poética.

Jorge Vives dijo...

Gracias por la lectura y el comentario, Carlos. Sí, es una solución poética y a la vez impecablemente lógica.