google5b980c9aeebc919d.html

miércoles, 29 de octubre de 2014

EL CUENTO DE HOY


Cuento ganador de la competencia N° 19 del Eisteddfod del Chubut 2014.




Pedro Piedra

Por Alejandra Vilela (*)




   “Pedr Roberts, tienes dos minutos para presentarte limpio y peinado para ir a la capilla” dijo en tono bajo y severo la madre de Pedro. 

   “Se hace tarde”, acotó su Nain con un dejo de dulzura.

   Pedr se miraba preocupado en el espejo del baño. No acertaba a acomodar su flequillo de forma convincente para parecer adulto. Sus pantalones le quedaban cortos y casi no cerraban en la cintura, clara evidencia de su crecimiento, pero su rostro seguía con esa indignante “piel de duraznito” que tanto parecía agradar a Nain Hannah.  Debía apurarse si aspiraba a obtener un buen asiento en la capilla. Trofana, la hija del reverendo, seguramente estaría sentada en la primera fila, junto a su hermana Morfydd. Si no llegaba temprano, no lograría encontrar un sitio desde donde mirarla durante la clase dominical sin que su madre lo advirtiera.

   Trofana concurría al Ysgol Ganolfadd y Wladfa, como él, pero era un año mayor y raramente le dirigía la palabra. O la mirada. Ni siquiera sus silencios le estaban dirigidos. Sólo lo ignoraba, mientras él hacía esfuerzos sobrehumanos por llamar su atención. Todas las noches ensayaba una frase para impresionarla, pero al día siguiente, cuando Trofana entraba con su vestido blanco con cuello de encaje y sus medias negras, él, Pedr Roberts, se transformaba en una piedra blanca, igual a las de la fachada de su casa. Sus cuerdas vocales se fosilizaban, no encontraba los sonidos en su garganta. Sabía la frase, pero era absolutamente incapaz de emitirla. En esos momentos Christmas Roberts siempre advertía su desazón y le gritaba “Pedro Piedra” burlándose de su nombre bíblico, de su frase atorada en la garganta, de su gesto pétreo, de su silencio pertinaz.

    Pedr suspiró, abandonó el flequillo a su libre albedrío y decidió dejar de auto-compadecerse. Apresuró el paso para alcanzar a Nain que ya iba camino al puente sobre el río Camwy. Su madre lo miró de reojo, desaprobando el peinado, pero Nain Hannah le guiñó imperceptiblemente un ojo. Su Nain siempre le daba valor. Ella lo veía bueno, educado, gentil y hasta hermoso. Claro que era su abuela…

   Entró en la capilla del brazo de Nain, erguido para maximizar su escasa estatura. Nain, como si leyera su pensamiento (¿lo leería?), se ubicó sin titubear detrás de Trofana. Pedr se deslizó por el largo banco lustroso. Una nueva capilla estaba a punto de inaugurarse, pero él prefería la capilla Bethel vieja. Era más pequeña y la feligresía tendía a apiñarse en el escaso espacio disponible. Pedr soñaba con que algún día, aunque fuese por azar, quedase al lado de Trofana y pudiese arrimarse a ella lo suficiente para aspirar su aroma. Christmas decía que olía a jazmines, pero él nunca había visto u olido un jazmín. Daba igual, seguramente Christmas mentía para molestarlo.  Nain decía que Christmas lo hostigaba por envidia. Envidiaba su hermosa Casa de Piedra y sus orejas “normales”. Sonrió pensando en las pantallas que emergían airosas como asas del cráneo de Christmas. Su madre percibió su distracción e inmediatamente le aplicó un codazo, reclamando silencio, atención y devoción con la mirada.

   El reverendo John Caerenig Evans seguía con su letanía interminable de palabras. Ese zumbido monótono le daba la oportunidad de practicar la frase que le diría a Trofana a la salida de la clase dominical. La invitaría a ver la obra del túnel del ferrocarril. Con su Nain claro, de otro modo el reverendo no le permitiría ir. Había escuchado decir a Trofana que quería ir a ver el túnel, pero que su padre no la autorizaba a ir sola. Su hermana no estaba interesada en acompañarla y su madre no tenía las piernas buenas para la caminata.  Pero Nain lo ayudaría, estaba seguro.



   Esperó con paciencia a que terminara la clase dominical. Respiró hondo. Juntó valor. Exhaló el aire. Nain siempre decía que la respiración profunda ayudaba a tranquilizar el espíritu. No estaba del todo seguro de que el miedo visceral que sentía fuese “intranquilidad de espíritu”, pero no se le ocurría ninguna otra cosa para hacer.  Inhalaba, retenía el aire repitiendo su frase “Trofana Evans, ¿quieres acompañarnos a Nain Hannah y a mí a ver la obra del túnel ferroviario?”, exhalaba. Esto no estaba bien. Debía ser capaz de respirar y hablar al mismo tiempo, sino no llegaría al final de la frase sin sonar como un fuelle viejo.

   Otra vez.

   Inhalar, Trofana Evans… exhalar. Inhalar. Quieres acompañarnos. Exhalar.
Era ridículo respirar tan seguido.

   Otra vez.

   Inhalar. Trofana Evans, quieres acompañarnos. Exhalar. Ya iba mejor. Definitivamente.

   El reverendo estaba terminando con el martirio dominical. Él, en su profundo interior, aún no había decidido si debía creer en dios  o no. Un obrero francés que trabajaba en el túnel le había dicho que un viejo matemático de su país decía que era más conveniente creer que no creer, porque si uno creía y se equivocaba, no pasaba nada, mientras que si no creía y se equivocaba, te condenabas por toda la eternidad.  Ese inquietante pensamiento, rayano en la herejía, lo hacía prestar atención a las palabras del Reverendo. Por un rato al menos.  Su mente divagaba por estos pensamientos prohibidos cuando empezó el movimiento. La gente comenzaba a caminar. Sólo debía levantarse,  hablar y respirar al mismo tiempo. Tres cosas sencillas que hacía a diario. Podía hacerlo.

   Trofana y Morfydd se levantaron de su asiento. Este era el momento clave. Tenía que hacerlo antes de que salieran de su alcance y se perdieran en la feligresía.

   Respiró hondo y logró decir en voz alta: “Trofana Evans”…  (Estaba hablando!!! ¡Lo estaba haciendo!) Su garganta había funcionado y Trofana lo había oído decir su nombre.

   Trofana y Morfydd se dieron vuelta y lo miraron. Pedr, embriagado de éxito se levantó de golpe. En el mismo instante en que retomaba la frase, escuchó el sonido de su pantalón que se descosía en la retaguardia. Quedó petrificado, como su nombre, como su casa, como siempre. Sus mejillas ardían de horror. Estaba seguro de que todos estaban mirando sus calzones. Incapaz de pensar o moverse cedió al empujón de su madre, que lo sentó de un golpe mientras se escuchaba en el fondo de la capilla a Christmas Roberts gritando, burlón, “Pedro Piedra….Pedro Piedra”.





(*) Alejandra Vilela vive en una chacra en Treorci llamada Bod Amlwg, y según sus propias palabras, "... su casa no está llena de cuartillas manuscritas de cuentos inconclusos (ni terminados). No escribe nunca. Sólo para el Eisteddfod (y sobran los dedos de un ave para contar sus participaciones anteriores)". Es bióloga de profesión, corre maratones sin apuro y dice ser lectora compulsiva, tanto así como para subir al Aconcagua cargando en la mochila un libro electrónico.



Bookmark and Share
votar

lunes, 27 de octubre de 2014

LOS POEMAS DE HOY

POEMAS GANADORES DEL EISTEDDFOD DEL CHUBUT 2014





MEDALLA DE PLATA "ASOCIACIÓN SAN DAVID"




Patio de lilas




Patiecito soleado perfumado de lilas,

en el patio del aljibe y a la sombra del parral.

Las madreselvas trepan buscando los jazmines

La hamaca del abuelo se mueve sin cesar.

El perro se entretiene jugando con el gato,

mi hermano en el ciruelo aprisionó un gorrión.

En la cocina a leñas la vieja cocinera

batiendo el chocolate entona una canción.

Hoy es mi cumpleaños, la casa está de fiesta,

alegres cortinados de rojo bermellón,

adornan las ventanas de nuestra galería.

Remolinos de acacias la brisa levantó.

Las sombras se derraman sobre el patio dormido,

se apagaron las luces del viejo caserón,

a lo lejos se escucha el canto de algún grillo…

Un rayito de luna se trepó a mi balcón.


Edith Albaini




CORONA DE PLATA "MUNICIPIO DE TRELEW"




Escribir nuestros nombres



Escribir un poema

en el medio del odio

es como hacer un hijo

a la intemperie

contra todos los aires

de tormenta

contra el triunfo preciso

de ese odio triunfante

Escribir un poema de amores

pájaros en su vuelo

viento de panaderos

es ganar a la muerte

la victoria del día

cotidiano

Escribir un poema

lleno de nombres tibios

que suenen como el pan

Ana, María, Libertad

Que suenen como el agua

Juan o Manuel, Leonardo

Que suenen como los sueños

Ángela, Macarena

Que suenen a Victoria,

Guido querido.

Escribir tras las piedras

con la mano que queda

enjugando la última lágrima

escribir el suspiro

escribir la memoria

escribir la palabra

escribir, todavía, por la sangre del nombre

-por la ausencia del nombre-

como si fuera un parto

como si fuera un pacto

sin silencios.



Viviana Ayilef







Bookmark and Share
votar

sábado, 25 de octubre de 2014

EL ADIÓS A UNA AMIGA



CARMEN LARRABURU





   Hoy amanecí, debido a una publicación en la red social, con la presunción de que algo terrible podía haberle pasado a Carmen Larraburu. De inmediato busqué, inquieta y movida por el afecto, una información fidedigna. Los medios a nuestro alcance, hoy, nos ofrecen la inmediatez de la información que, a veces nos negamos a creer.

   Carmen nos había dejado... Nos había dejado sin huellas de su partida. Tal vez en un acto tan sublime como realista, ella había previsto que quienes la queríamos, no nos viésemos sumidos en la angustia, la tristeza o la desolación de saberla herida, a punto de abandonar su manto corporal y volar al espacio que ella, ya en su imaginación, ya conocía.

   Nos habíamos contactado a partir de su deseo de mejorar su escritura. Pensaba que yo podía ayudarla en algunos aspectos técnicos. Después de encontrarnos personalmente y quedar ligadas ambas en el respeto y la admiración profunda, comenzamos a intercambiar correos con frecuencia. En cada entrega literaria que Carmen depositaba en mi buzón, me dejaba absorta; enfrascada en el mundo de magia y fantasía que recreaba con absoluta espontaneidad; y me lo entregaba en series, con personajes que tenían tanta vida como la vida que ella misma valoraba. Los colores y las formas que deslizaba a través de sus pinceles, ahora se sumergían entre las letras del teclado de su ordenador. Entonces yo, acostumbrada a la lectura, descubrí que el arte y la sensibilidad, la creación y la ternura, el ingenio y la imaginación (virtudes todas de no tantos) atravesaban el mundo espiritual y la vida misma de esta artista que, hasta entonces, sólo conocía a través de su actividad plástica. 

   Iniciamos así una relación frontal, de compartir nuestras experiencias artísticas pero, especialmente, de conocernos como mujeres, de confiar la una en la otra, de sentirnos identificadas a través de afectos comunes, de compartir proyectos... 

   Cada tanto, a media mañana en mi oficina, me anunciaban la visita de Carmen Larraburu. Y nada más traspasar el corto pasillo, sobrevenía la charla amena, la risa franca, una tarjeta con su última muestra o exposición, aquella que vendría, aquí, en playa, en el interior de la Provincia, o en México. Un regalo de Navidad, Las fotos de su nieta, la que la acompañaría en sus viajes; el recuerdo de sus adoradas hijas, la presencia (siempre) de su compañero. Otros nietos, más amigos, afectos de ayer y de siempre... 

   El mundo del arte se colaba entre las venas de esta mujer que de pronto mostraba su veta más aventurera y de allí se inmiscuía la más conservadora. Que podía hacernos reír con una ocurrencia sorpresiva o dejarnos sobrevolar, al instante, con el fantasma de una realidad cruda. Y sin embargo hacerlo desde la sonrisa y la resignación, desde la actitud inteligente y la experiencia de vida...

   La mujer de ojos grandes y mirada apacible partió tempranamente, dejándonos su legado artístico y su extraordinaria personalidad. Sin embargo -quienes tuvimos el privilegio de conocerla- lucharemos por mantener intacto el recuerdo de su sonrisa, de su voz, y su inexplicable capacidad de hacer de lo más difícil un acto de amor. 

    A su familia y afectos más cercanos, todo nuestro cariño.



Olga Starzak 





Bookmark and Share
votar

viernes, 24 de octubre de 2014

NOS QUEDA TU RECUERDO...

Carmen Larraburu






Y tu sonrisa franca. Y tus colores. Y tus sueños...

¡Hasta la Eternidad, querida Carmencita!
votar

miércoles, 22 de octubre de 2014

EL POEMA DE HOY



ANOCHECER


Por Lidia Romero (*)




Ya cantaron las gaviotas su chillante homenaje
a los cielos, la tierra,
a la brisa y al mar...
ahora, en rasantes vuelos se van
hacia sus nidos
cual saetas rayando
con su rápido aleteo;
la cortina incolora
de esta tarde serena que de a poco
"se va"...
Hay barcos que gritaron
sus rojos encendidos
sobre el tálamo azul-francia
que les ofreció el mar...
y la primera estrella, que parece colgada
titila ante la noche inexorable
y esperada,
que comienza a llegar...




(*) De su poemario "Como las mutisias" - Ed.  Subsecretaría de Cultura, Municip. de Pto. Madryn, Feb. 2011.

Bookmark and Share
votar

jueves, 16 de octubre de 2014

EL POEMA DE HOY




OTOÑO
Por Irma Hughes de Jones (*)





Adiós a mi mañana y a los días
que regalaban desmedidas horas;
otros, lentos, vinieron a mi encuentro
alargando las sombras del camino.

El dadivoso paso de los años
no pareciera acorde con mis sueños,
pero hubo veces —lo sabemos todos—
en que ofrendas quedaron en mis manos.

Atardece. Yo miro hacia el poniente,
hacia un sol que se inclina ante mis ojos.
No sabré, sin embargo, de mayores

bendiciones que aquellas ya probadas.
Vendrá la paz de los intentos altos
y una canción que apague mis nostalgias.




(*) Considerada la poeta mayor del valle del Chubut (1918-2003). Escritora, periodista y traductora, conquistó el sillón bárdico en siete ocasiones. Este soneto fue traducido al castellano por Virgilio Zampini.
Bookmark and Share
votar

lunes, 13 de octubre de 2014

EL POEMA DE HOY




REZO PEQUEÑO


Por Daniela Della Bruna (*)




Mi reino,
mi inútil reino
de palabras 
y sutilezas, 
de acertadas visiones,
de certezas.

Mi reino, 
mi inútil reino
de verdades
que nadie escucha, 
de preguntas
nocturnas, 
infinitas.

Mi reino 
de risas,
de vientos,
de fuego y aire.

Todo mi reino por saber
caminar sobre la tierra...




(*) Del volumen titulado "Tarde de viento" - Ed. De los Cuatro Vientos, Bs. As., 2013.


Bookmark and Share
votar

miércoles, 8 de octubre de 2014

EL CUENTO DE HOY




LA HOGUERA DE LOS CÁTAROS

Por Carlos Dante Ferrari (*)





    Siempre te obsesionó el fuego. Todavía te persigue el recuerdo de haberte quemado los dedos cuando eras un chico de seis o siete años, mientras aprendías a encender los fósforos de una caja robada al bolsillo de tu padre. Años después, ya en la adolescencia, vinieron otras rutinas más osadas. Te gustaba ir a pescar al río o alejarte a pie entre los montes, esas correrías que combinaban el deseo de una absoluta soledad con la omnipotencia de gobernar tus acciones; la satisfacción de sentarte en algún lugar tranquilo, cavar un hoyo pequeño en la tierra, juntar ramas secas y encenderlas para disfrutar del poder hipnótico de las llamas; sentir las vaharadas ardientes en las mejillas, el olor a la madera quemada, la vaga sensación de estar repitiendo un rito antiquísimo. ¿Cuántas horas de tu vida habrás dedicado a observar los leños ardiendo, esas orlas flameantes y enhiestas que se diluían en el aire?

    También tus noches han sido visitadas infinitas veces por escenas flamígeras. Son pesadillas en las que el fuego comienza a rodearte desde todos los flancos, a morderte la piel mientras corrés con desesperación, buscando una salida siempre inhallable. Y enseguida el despertar con un grito, el corazón desenfrenado, transpirando de terror y desconsuelo.

    Claro que en esas alucinaciones tu padre no es aquel oficinista que abandonó este mundo con una muerte súbita, dejándolos en la pobreza; ni tu madre la fiel ama de casa que vivió para criarte y protegerte hasta convertirse en una anciana desvalida. No. Es bien distinto el mundo donde discurren tus sobresaltos oníricos; una existencia situada en un tiempo y un paraje muy lejanos. Allí te espera una casa humilde, en una comunidad pacífica, donde tus congéneres se sienten unidos por la Divina Palabra. Tampoco allí tu nombre es Miguel. En esos viajes recurrentes a través del calendario, todos te llaman Onfroy. Onfroy, venez faire votre bénédiction, s'il vous plaît... Votre consolament, veuillez, Onfroy… Dieu vous bénisse, mon pieux bienfaiteur…

    ¿Se trata de Onofre, el santo egipcio? No, claro que no podría serlo nunca, en medio de semejante paisaje. Porque tu casa de ensueños está enclavada entre montañas, tal vez al pie de los faldeos occitanos, al sur del Languedoc, flanqueada por las cumbres de los Pirineos. Al menos eso es lo que te figuraste cuando, abrumado por la reiteración de esas escenas tan vívidas, hurgaste en los mapas, las fotos, las enciclopedias, buscando un sitio de aquellas características. No, no te ves como San Onofre, Miguel. A pesar de las llamas. A pesar de que allí, en las súplicas de la Fe, todos te llamen Onfroy…

     Y luego, al despertar, todo eso te parece tan absurdo… ¿Qué paralelismos podrían tener dos vidas tan disímiles? ¿En qué puede parecerse un campesino antiguo, medio santulón, aparentemente venerado por su entorno, con un paramédico municipal, un enfermero del dispensario, habitante anónimo de una ciudad donde nadie se fija en el otro, donde la espiritualidad ha pasado a ser una palabra en desuso y la solidaridad, una gota de agua en el desierto? Solo un voluntarismo muy pródigo podría forzar la imaginación para hallar una relación entre tu tarea de curar los cuerpos y la de un anciano sanador de almas. Nada. Esos sueños no tienen el menor sentido. Eso sí: el fuego nunca falta. Tus pesadillas siempre terminan al borde de la hoguera.

    Y esta noche te has acostado con la leve inquietud de que ese mal sueño puede asaltarte una vez más. Por eso tu resistencia a dormir. Has elegido en cambio dejar el velador encendido, poner un poco de música, disfrutar un cigarrillo y soñar, sí; pero despierto. Caer en esa dulce estación entre el sopor y la vigilia, para pensar en cosas agradables, en otros viajes más realistas, más placenteros, como el que planeás hacer al Caribe desde hace más de tres años.

   ¡Es tan excitante imaginarse en una playa tropical! Un sitio cálido, acogedor, con un morro que nazca desde los mismísimos bancos arenosos y se alce desde allí a pique, en toda su imponencia, como si quisiera alcanzar el cielo estrellado. Solo la arena suave bajo tu cuerpo en reposo, frente a esa fogata que ahora, en tu ensoñación, has querido encender; no por frío, sino simplemente para observar el juego del oleaje a través de aquellas vaharadas ardientes. Agua y fuego, juego y llamas.

     La playa y la fogata se entremezclan con visiones intermitentes, fogonazos de otros parajes, y, de pronto, sin quererlo, estás allí nuevamente, entre los fieles, orando al pie de la montaña. Sos uno más entre muchos creyentes que persisten en sostener un dogma estigmatizado por la Roma poderosa. Sin hacerle mal a nadie. Solo porque sienten la fe de otra manera. Pero de nada ha servido predicar desde la humildad y el rechazo a toda forma de violencia. Inútil ha sido explicarles que se solo se trata de otra interpretación de los mismos textos sagrados. En esa escena borrosa e inquietante, estás junto a los tuyos en medio de una turba. La ira se ha desatado sobre los fieles cátaros y hoy, finalmente, está llegando la hora del escarmiento. Allí vas avanzando ahora, al frente de tus congéneres, todos unidos, tomados por los brazos. Caminan lentamente, codo a codo, palmo a palmo. Tus mejillas perciben el ardor a medida que avanzan, el soplo quemante que arroja esa hoguera cada vez más inmensa, más cercana, la que ha empezado a cobrar vida ahora también en las ropas y en los cuerpos de los que te rodean, los que a pesar de todo siguen caminando entre gemidos de dolor, empujados por la heroica entereza de aceptar el sufrimiento. Esas llamas que abrasan tus pies y suben por tus muslos, Onfroy. La que atenazan y queman tus brazos, Miguel, las que acaban de despertarte en tu cuarto al borde del ahogo, en el dormitorio que acaba de convertirse una capilla ardiente para tu nueva inmolación, esos ocho metros cuadrados convertidos de pronto en un minúsculo infierno por la caída del cigarrillo que se desprendió de tus dedos y cayó sobre la alfombra con la fatalidad de un anatema bíblico; el rayo satánico que te ha arrojado al lago con fuego y azufre del Apocalipsis, Miguel, Michel, aunque se diga que tu nombre significa que Dios es justo. Son esas paradojas que nunca has terminado de comprender, y mucho menos en este instante, en que el sueño y la realidad vuelven a fundirse en un mismo suplicio. Pero es en vano que te preguntes qué culpas, qué sentido tiene este tormento absurdo. En algún plano atemporal donde los ciclos son eternos, una vez más las llamas se van adueñando de tus carnes para fundirte con la nada. 

     Una vez más, sí. Perforando las barreras del espacio y de los siglos, Miguel, esta noche,  finalmente, has vuelto a ser Onfroy, el cátaro en la hoguera.




(*) Este cuento integra el volumen titulado “Regiones de la desmemoria” (Ed. Literasur, 112 páginas –Bs. As., 2013 –  Impreso en Bibl. Agustín Alvarez – Trelew)
Bookmark and Share
votar

sábado, 4 de octubre de 2014

EL CUENTO DE HOY





LOS BRAZOS ANHELANTES DEL MAR


Por Luis Ferrarassi (*)




      Nos gustaba correr a lo largo de la playa.
     A ella le encantaban los atardeceres y a mí los amaneceres. Ambos éramos amantes de los comienzos y los finales. Nuestra historia se basa en esos aspectos de la vida. Pero nosotros lo veíamos a través del ojo del mundo. Un atardecer como un final. Un amanecer como un comienzo.
    Nos habíamos imaginado vivir en esa playa hacía muchos años… o décadas, ya no lo recuerdo. Quizá, hacía siglos. Y no había nada que yo pudiera hacer para que a ella le gustara el paisaje. Ella era amante de las sierras, los ríos, los pájaros y esa tranquilidad del viento dulce acariciando la piel. Mi alma siempre había estado en las playas, la inmensidad que sólo ofrece el mar, la eternidad que sólo la lontananza brinda, el susurro espumoso de las bajas olas que estiraban sus brazos queriendo alcanzar mis pies, estirando, estirando, estirando… para alcanzarme.
    Ella se fue acostumbrando al mar. A besarme en la boca mientras aún las gotas saladas del océano resbalaban por mis labios. Estoy seguro que eso era lo único que le había gustado del mar. Lo que el mar hacía de mí. Me calmaba, me adormecía, ablandaba mi piel, endurecía mis cabellos, teñía mis ojos de un verde profundo. Ella me había dicho alguna vez que había visto una galaxia en mis ojos, miles y millones de brillitos girando en un fondo verde. Pero estoy seguro que lo había dicho sólo por obra de ese estado taciturno que brindan los atardeceres. Que se sentía un poeta de corazón abierto, que tenía visiones excéntricas de cosas triviales.
    El mar y yo, en algún momento, nos conectamos. Y ella lo hizo más tarde. Cuando vimos que influíamos en todo lo que nos rodeaba, me convencí que aquel lugar no era nuestro mundo. Que los días eran eternos. Que no había ninguna casa alrededor nuestro. Que al cabo de una semana noté que no habíamos comido ni tomado agua y no sentíamos nada al respecto. Que era el mar el que nos controlaba, más que nosotros a él.
    –Ya no sos el mismo… el mar te ha hecho lo que sos –dijo. Y no me explicó más, cuando se lo pedí y cuando se lo exigí.
    “El mar me ha hecho lo que soy”. ¿Y qué me ha hecho?
    Pero había atardeceres que no le producían ese comportamiento. Tenía días en que era feliz. Corríamos a lo largo de la playa y gritábamos nuestros deseos.
   –¡Marea alta!
   Y las aguas, pronto, se agitaban violentamente y el nivel del mar subía como brazos que alcanzaban nuestros pies.
   –¡Algas en la playa!
   La marea, al retroceder, dejó kilómetros de residuos marinos. Algas verdosas, acuosas, desplegadas por la alfombra arenosa de aquella playa que era nuestra.
   –¡Marea baja!
   Y el agua retrocedía de repente. Esos brazos se separaban de nosotros y quedaban lejos.
   Cualquier cosa que dijéramos, se hacía real.
   Pronto, cuando la soledad fue una carga muy pesada sobre nosotros, ella pensó en gaviotas, gusanos, perros y en un atardecer, mientras ella disfrutaba de su momento favorito, aparecieron rondando por allí. La necesidad de no sentirnos solos, operaba en su mente por sí misma y a medida que ella sentía esa opresión en su pecho, un animal nuevo aparecía en la playa.
   Durante un atardecer, un animal salvaje, parecido a un perro grande, nos persiguió unos cuantos metros. Ella gritaba de miedo, mientras que yo pensé en una solución.
   –¡Pozo gigante!
   De repente, en el piso se dibujó una gran grieta, que se convirtió en un pozo que se tragó al animal.
   –¡Pozo cerrado! –dijo ella y la arena de la playa se convirtió en una tumba que borró al animal.
   Sentados en la playa, en un amanecer, luego de hacer el amor, ella me confesó sus miedos.
   –Le temo a mi mente –dijo–. De lo que mi mente es capaz.
   –No temas a tu mente –le dije, tratando de tranquilizarla–. Vos tenés que controlar tu mente. Es lo único que tenemos en este lugar.
   –También le temo a este lugar. Desaparecer en él.
   La miré sin poder creer lo que me decía. Ese era el lugar que nos habíamos creado para los dos.
   –¿Por qué?
   –Porque estoy tan cansada de imaginar, que pienso cualquier cosa –dijo y produjo una dramática pausa–. Creo que… que si estoy cansada pensaré algo estúpido y eso infectará nuestro mundo.
      –No pensés eso –le dije–. Nunca podrías estar cansada de imaginar. Este lugar es lo que queremos. ¿Para qué imaginar edificios, casas, árboles, necesidades, si eso fue lo que nos cansó en primer lugar? Esto es lo que somos.
   –¿Vos a qué le tenés miedo?
   –Yo a la soledad –le dije.
   –¿A la soledad? No entiendo…
   –No, no hablo de eso. No hablo de esta soledad que justamente deseábamos. Hablo de la vida sin vos. Esa soledad sería insoportable. No podría vivir solo. Ahora mismo, pienso, imagino, que no estás conmigo, me imagino solo, en esta playa que juntos hemos forjado… te imagino como un borrón en mi mente, en mi memoria, como si fueras sólo un recuerdo difuso, alejado… –Cerré los ojos–. A eso le temo. Imaginarme solo, sin vos. Imaginar que no existís.
   De mis ojos apretados por el dolor de lo que podría ser una vida así, cayó una lágrima salada como las gotas del mar que ella solía lavar de mis labios con un beso. Al abrirlos, ella no estaba. Las olas, aquellos brazos pugnaban por aferrarse a mis tobillos. Y tras unos segundos, lo lograron. Al retroceder, la espuma del mar, produjo un sonido efervescente y tiñó el claro marrón de la arena en un marrón oscuro, como la tierra.
   Cuando me estaba por preguntar a dónde se habría ido, por qué no estaba a mi lado, lo entendí. Mi corazón dio un vuelco, temblé repetidas veces, caí sobre la arena y comencé a llorar desconsoladamente. El sol comenzó a descender, introduciéndose en el fondo del océano. La noche me había alcanzado. El atardecer. Y estaba solo. Pensé en traerla de nuevo. En pensar, imaginar, que ella estaba a mi lado otra vez, pero no funcionó. No se puede traer de vuelta algo que no existe. Por más que la mente sepa imaginar mundos, elementos, animales, flores y la inmensidad del mar, el amor perdido había dejado sin rostro aquella persona que mi corazón había amado.
   Ya no corría por el mar. Por muchas jornadas, no imaginé nada más. Sólo vagaba por ahí. Pronto, la mente que había creado gaviotas, gusanos, perros, ya no existía y se había llevado mucho más que mi amor, se había llevado todo lo que por ella había sido imaginado.
    Mi temor se había hecho real. Y el de ella igual. Temerle a ese lugar y que la hiciera desaparecer. Eso era a lo que realmente ella temía. Ahora no era más que una brisa marina.
   Ya no podía seguir viviendo así.
   Finalmente, durante un amanecer, me arrodillé frente al brazo largo del mar, miré aquella inmensidad y deseé e imaginé ser sujetado por él y ser llevado hacia las fauces del eterno y profundo mar.
   Tras de mí, no quedó nada.


(*) Escritor de Río Gallegos.


Bookmark and Share
votar