google5b980c9aeebc919d.html

viernes, 28 de noviembre de 2014

EL RELATO DE HOY




EN ESTA ORILLA DEL MAR

Por Hugo Covaro (*)




No hay truenos ni relámpagos. Ni siquiera sopla el viento. Mansamente llueve sobre el desierto.
A veces su engañoso sortilegio pone agua en el camino que se evapora cuando el que marcha cree llegar y alcanzarla. Un agua que el cielo lejano desbarranca tras el hondo socavón del horizonte y que sólo por instantes estuvo en los ojos llenos de sed del caminante tal vez porque toda visión depende de lo que no está visto. Cuando eso pasa, el viento sale a pintar de negro la cara de los guanacos y el desierto presta su color al pelaje de los pumas. Marcha el viento. Se suceden molles y calafates junto a otros penitentes arbustos paisanos. En ese transcurrir deja por momentos su oficio de músico para andar en la memoria de los cuerpos. Descamina entonces olvidadas coreografías y fija en remolinos la más primitiva forma de movimiento. Ese primer intento de modelar en la oscura y remota noche la armoniosa maternidad de la danza.

El primer bailarín, trompo de sombras,
un derviche nativo girando, girando, girando.
Y nada vuelve a ser igual después que el viento pasa.

El desierto y el viento son dos solitarios. Evocan remotísimos tiempos, cuando este desierto estaba cubierto por floras tropicales y el viento traía el polen de altas araucarias ahora hechas piedra hasta la solitaria playa de mares que hoy no existen. Uno es estático, permanece inmutable por siglos; el otro es un elemento dinámico que se mueve y viaja, funcional a los cambios del universo. Cuerpo y espíritu de la naturaleza, comparten una misma lengua materna: la de la tierra. Ambos pretenden imposibles: el viento que la piedra se vuelva pájaro y el desierto, que el pájaro se vuelva piedra. Desconocen todo rito mortuorio: apenas un olor, una osamenta hablan de la muerte. Toda muerte es natural y será sepultada por el olvido. Ningún muerto vuelve a ser nombrado. Determinan en lo contradictorio lo esencial en el breve lapso de una vida humana. El desierto – ponderación de lo pequeño – memoriza viejas lluvias, ajeno al estado de incertidumbre en que viven los seres que lo habitan. Sólo abandona su soledad si alguien lo observa, si por un instante se interesa en su silencio; es un espacio para ver y ser visto, un territorio del que nunca se sale, un rumbo al que nunca se llega, una tierra extranjera al final de los vientos. En el desierto el espíritu vive en permanente inquietud, alerta, entre una mezcla de desasosiego y extremo regocijo que retrocede hasta el mismo nacimiento del instinto en un regreso al remoto universo del salvaje. Es, más que una visión, una idea del mundo. El desierto es sólo desierto para aquellos que lo miran como un desierto. En él conviven pescadores que devuelven al agua su pesca con simples sacadores de peces; esos pasan y se van… los otros se quedan…
El viento – luz de una estrella muerta que viaja en el tiempo – es símbolo de lo inacabado, de que nada termina, de que toda creación es una obra inconclusa. Con diferentes máscaras pasa y levanta a lo lejos remolinos de arena como si fuera una sombra más en la tarde, o se queda aquí cerca meciendo las ramas de la matas, o despeinando los coirones, o en un soplo liviano, como de plumas, baja de los sitios más transparentes de la cordillera. No mira para atrás. Transita por donde la vida levante su campamento obcecado señalando el rumbo siempre cambiante del porvenir. Ellos tienen sus secretos: una complicidad que no cabe entera en la engañosa memoria de los hombres. El desierto muestra cierta textualidad en señales estiradas en cien leguas a cada viento, escrituras difusas insinuadas en los repliegues de su piel de misterio. El viento, desde siempre, fue palabra dicha y repetida en un rumor, pequeña canción armada con los deshechos del tiempo. Instrumento de cuerda, de viento, ejecuta su concierto eterno para todos los oídos. En los ojos del peregrino luchan por estar más lejos del engaño, de la temblorosa mentira que levantan los espejismos. El desierto muestra sus monumentos: estatuas de greda, esfinges de seres de desconcertante linaje, edificios y ciudades resplandecientes como un mágico horizonte. Sin embargo, no son parte de esa materia. Son mojones de vientos inmemoriales, vanos intentos desde donde el hombre intuye la eternidad. Cuando algún dios hizo el mundo ellos ya estaban allí y su ternura era ajena a toda misericordia.





(*) Escritor comodorense. Este relato forma parte de su libro “Nada ocurre antes del viento” (Editorial Universitaria, La Plata, 2012)
Bookmark and Share
votar

viernes, 21 de noviembre de 2014

EL CUENTO DE HOY



DUDA

Por Rubén Héctor Ferrari (*)




                          Mi amigo Pepe siempre tuvo una manera de ser  poco común. Yo lo conocí cuando iniciamos, al mismo tiempo, la escuela primaria. Tenía una abrumadora facultad imaginativa que disparaba sobre quien quisiera oírlo o, más bien, ante los muy pocos que le prestaban atención. Entre estos últimos, estaba yo. Mi interés por él, a raíz de sus razonamientos tan particulares, se trocó en afecto y se acentuó con el transcurso del tiempo. La verdad es que me caía simpático José Ruiz.

                         Más tarde, en la secundaria, su interés se inclinaba hacia la historia y obtenía las mejores calificaciones. Pero esa predilección cambió en el quinto año del bachillerato. Lo sedujo el desarrollo de la asignatura introductoria al conocimiento de la filosofía. Entonces, sus fantasías afloraron con una intensidad sorprendente.

                         A mí no me atraían para nada las especulaciones presocráticas ni las subsiguientes. Simplemente, sin subestimarlas, no me gustaban. Otros compañeros se burlaban de Pepe con diversas pullas y eso lo estimulaba para buscar mi compañía. Todo lo que me contaba de sus lecturas, que sobrepasaban en mucho las prescripciones del programa, constituían para mí un verdadero fárrago, provocándome cierto rechazo. Entonces simulaba comprensión con ocasionales gestos de entendimiento. No obstante, la primera vez que sus “lecciones” lograron captar mi foco atencional, se produjo cuando habló de la doctrina de “Los Eternos Retornos”.

                         Me explicó que, según ella, el universo nace y perece cíclica y continuamente, que grandes pensadores se habían inspirado en las estaciones del año porque siempre se repetían, tal como le sucedería a uno mismo si caminara en círculo, volviendo indefectiblemente al punto de partida.

                         Por si algo faltara para alimentar sus inagotables digresiones, en el plan de la materia estaba prevista la lectura obligatoria de la obra de Federico Nietzsche “Así habló Zaratustra” y la profesora había adelantado que, en particular, la tercera parte titulada “El Convalescente”, era muy atrayente. Esa misma tarde nos encontramos, tal como lo hacíamos habitualmente, en la plaza del pueblo.

                          Yo estaba sentado en las gradas del monumento a Colón cuando lo vi llegar con pasos acelerados y una cara que denunciaba su excitación.

                         —¡Lo leí, lo leí! —gritaba, mirándome con ojos desorbitados.

                         — ¿Qué leíste Pepe?

                          — ¡La tercera parte, la que más atrapa!  La obtuve en la biblioteca “Sarmiento” y allí es donde afirma que, por el “nudo de las causas”, él será creado de nuevo y que volverá eternamente a una misma e idéntica vida, para enseñar acerca del retorno de todas las cosas.

                          Terminó su comentario, que expresó como si lo estuviera leyendo y respirando con cierta agitación. Nunca supe si el pronombre “él” hacía referencia al autor o a Zaratustra.

                         — ¿Y vos pensás que todo eso es cierto?-— pregunté con miedo a que me diera un patatús.

                         —Por supuesto, sobre todo después de una rarísima experiencia que tuve hace una semana atrás—. Aguardó unos instantes, como esperando una reacción que no llegué a manifestar. Me miraba fijamente cuando dijo: “¿Te acordás del matrimonio de portugueses que tenían una carnicería en la esquina opuesta a la farmacia?”

                          —Sí, los recuerdo; siempre añoraban a su querida Lisboa. Yo era muy chico cuando mi madre solía mandarme con un papelito para comprar allí la carne. ¿Cómo me voy a olvidar de sus muertes por haber dejado un brasero encendido en el dormitorio?

                          —Está bien, eso ocurrió hace ya diez años—, dijo con seguridad.

                         Luego, Pepe extendió su brazo en silencio, para señalar hacia la carpa cercana que el Club Social y Deportivo del Sur, levantaba todos los años para sus famosos bailes de carnaval.

                         “La otra noche" —continuó—, "pasadas  ya las veinticuatro horas, yo me acerqué a la entrada. El ruido de la orquesta 'Alborada' era estruendoso y una gran cantidad de parejas bailaba en la pista de cemento. ¡Entonces los vi danzando!” —exclamó.

                          — ¿A quiénes viste, Pepe? —susurré.

                          __ ¿Guardarás este secreto, Raúl? —inquirió ansioso.

                          —Sí! —respondí con firmeza.

                         Recién entonces me confesó mi amigo: “A ellos, los de la carnicería. Se movían en un espacio central y tenían una enorme sonrisa de felicidad. Lo sorprendente fue que, cuando todo indicaba que chocarían contra otros bailarines, ellos directamente los traspasaban y reaparecían al otro lado, como si no advirtieran nada, tal como lo harían cruzando una calle vacía, sin temor a que algún obstáculo lo impidiera. Enseguida noté que su conjunto de movimientos no eran compatibles con ninguna de las piezas que se ejecutaban. Parecían más bien corresponderse con algo similar a 'El Danubio azul' de Strauss”.

                         Me quedé en una línea divisoria entre el asombro y el terror mientras que, sin un saludo de despedida, él se alejaba caminando con marcada lentitud. Esa fue la primera y última vez que hablamos sobre el tema.

                         Hasta finalizar el curso mantuvimos pocos y cortos diálogos. Durante ellos, Pepe se expresaba con manifiesto recato, como dando por supuesta mi situación de no poder aceptar su versión del texto. De ser cierto lo que pienso, su sospecha no estaría desacertada, puesto que siempre consideré increíble el episodio y sólo el resultado de su imaginación creadora.

                          Ni qué contar cómo se lució en el examen oral y último de la asignatura. ¿Casualidad o causalidad? se preguntarían los estudiosos de temas concernientes a cuestiones difíciles de explicar. Pero lo cierto es que para él, brotó del bombo la bolilla V, cuyo contenido refería a la temática nietzscheana.

                         A mí me mandaron a marzo con las primeras preguntas. Siempre recordaré que al salir un poco abrumado del colegio, por el largo pasillo con sus paredes llenas de leyendas escritas con lápiz, yo anoté la siguiente: “Aquí yacen los restos de un estudiante que cayó luchando tras la barricada de un cuatro”.

                          Debe haber resultado muy pintoresca esta suerte de epitafio, ya que varios de mis condiscípulos todavía lo repiten de memoria. José Ruiz nunca la recitó y estoy convencido de que obró así, inducido por el pudor que le producía la abismal diferencia entre las evaluaciones de nuestros exámenes.

                          Pocos años después, aún frescas las vivencias de la adolescencia, llegó para los dos la edad de cumplir con el servicio militar obligatorio, pero ambos quedamos liberados de esta imposición como consecuencia de diferentes franquicias legales.

                          Luego, casi al mismo tiempo, iniciamos nuestros respectivos noviazgos. Él salía con Elena, una amiga íntima de mi amada Margarita. Los cuatro asistíamos juntos a la confitería, al cine y a los bailes.

                          Cuando ellos se casaron, Marga y yo fuimos sus testigos ante el Registro Civil. Él fue el encargado de ofrecernos esta distinción.

                          —Raúl Martínez —me dijo en tono solemne—, vos siempre fuiste y serás mi mejor amigo y lo mismo sucede entre Marga y Elena. Por eso, esperando que acepten, pedimos  sus testimonios.

                          La fiesta celebratoria resultó hermosa y emotiva, con una pareja resplandeciente de alegría que ya había anunciado su partida de viaje de luna de miel. Sería esa misma madrugada, utilizando el viejo Ford A de la familia Ruiz.

                          Después de la trasnochada nos reunimos por la tarde con Marga en la confitería. Los dos confesamos estar contentos pero cansados por los efectos del prolongado festejo. Entonces ella me entregó un sobre.

                          —Dejaron esto para que lo abriéramos cuando ellos ya estuvieran en camino hacia la cordillera.

                         Lo leí en voz alta: “Queridos amigos, nos vamos de viaje y lo hacemos  confiados en que siempre habrá un puente para cada dificultad y que ustedes nos acompañan, porque habitan en nuestras almas. Con afecto. Pepe y Elsa.”

                         Cuando nos llegó la infausta noticia supimos del lugar y las causas del accidente fatal. Todo había sucedido apenas cruzaron el río Neuquén, desde la localidad de Plottier rumbo a Cipolletti (Río Negro).

                         Niebla, asfalto y el conductor dormido de un camión que circulaba en sentido contrario, fueron los factores que, combinados, dieron lugar al choque frontal en el que nuestros amigos perdieron la vida en forma instantánea.

                         Con los años, nuestro dolor por la trágica e inesperada desaparición de dos compañeros tan íntimos, se fue aquietando lentamente.

                         La unión con Marga nos trajo la alegría de nuestros hijos Marcela y Luis y mientras ellos crecían, mis actividades comerciales nos fueron brindando una moderada prosperidad económica.


---0---



                         Hoy cumplimos diez años de casados. Ha sido Marga quien durante la mañana me propuso que celebremos el acontecimiento, mientras exhibía, agitándolas con su mano, dos entradas para el  baile que esta noche tendrá lugar con motivo del inicio de la primavera.

                         Desde aquel triste acontecimiento que he relatado, descartamos esta particular reunión social que ha sugerido mi esposa. Pero su idea me atrae extrañamente, a partir del momento en que reflexiono que tal vez, en el mismo origen de la palabra que expresa a la estación —primera verdad—, se encuentre escondida una revelación.

                         El pueblo ha crecido y el club deportivo ya tiene su propio salón de fiestas.

                         Llegamos temprano, antes de que la orquesta “Alborada” —ahora con otro director— irrumpiera con las clásicas notas del pasodoble. Ingresamos a su ritmo en la vorágine convocante del movimiento inicial de parejas, sin detenernos hasta el primer intervalo. Y así continuamos a los compases de tangos, milongas, valses y toda variedad de músicas sincopadas.

                         Amanece y ya estamos saliendo. A la luz mortecina del primer farol callejero, Marga, tomándome de la mano, me detiene y expresa:

                    —Raúl, algo en tu cara me indica que estás como decepcionado. Además permaneciste largamente abstraído. ¿Acaso esperabas algo más de esta diversión?

                         Miro sus ojos increíblemente azules y reanudamos la marcha. Yo no respondo…




(*) Escritor de Gaiman (Chubut)
                                         
Bookmark and Share
votar

lunes, 17 de noviembre de 2014

EL POEMA DE HOY

Poema ganador de la Comp. N° 20 - Principal de Poesía en castellano
EISTEDDFOD MIMOSA - PUERTO MADRYN 2014





Déjà vu


Por Vilma Nanci Jones




vieja higuera, Penélope en espera,
teje/desteje la trama de mi infancia
caen sus brevas al abismo de otro tiempo
y brota su dolor, lágrimas-higos.

este patio, hoy de gris, es Liliput
y yo, su Gulliver, no hallo
rincón en que quepa mi silueta
a esconderse del recuerdo...
                        (¡Piedra Libre!)

a tortilla de barro huele el aire
a naranja en la boca y miel en pecas
   caracoles pintados con esmalte
                          (¡alistados, en sus marcas!)
se persiguen en carrera imaginaria...

del tendal cuelga la siesta, malherida
salta a la soga el silencio de la tarde
algún gato escudriña nuestros juegos
aristócrata celoso del instante

hay portones y paredes que vencemos
pelándole rodillas a los miedos
y ojalá fuera un porrazo esta añoranza
                   (sana-sana haría a mi alma tu caricia)

aleteo maternal sobre el cabello
pliega en trenzas la masa de mis sueños
azarosa escalera del destino
                   (por mi trenza... subeybaja)
caprichosa rayuela de la vida
                   (de tu Tierra a tu Cielo, solo un salto)
mi pasado y mi futuro gritan 'pido' ...
                   (yo no juego... dame prenda)
            y de la mano
    me encadenan a su ronda de misterio.


                   Seudónimo: JUGLAR
Bookmark and Share
votar

miércoles, 12 de noviembre de 2014

EL POEMA DE HOY



 EL BOSQUE

                                      Por Gladis Naranjo (*)





  Hoy es el bosque un gigante herido.
Fantasmal. Melancólico. Sombrío.
Que  vive  como  puede. Pero  vive.

  Es naufragio de plumas sin destino.
Es revuelo de soles y cenizas
En torbellinos grises. Pero  vive.

  El fuego puso angustia y remolinos
En la mañana ardiente de ese enero.
Dolida la corteza. Pero  vive.

  La noche se hizo larga. Fue un  gemido
el ruego por la lluvia sobre el tuero.
Pero está de pie el árbol. Sigue vivo.

  Rebuscará en la tierra y en el frío
hasta encontrar la savia renovada
y las semillas negras. Porque  viven.


  Y van a amarillearse los caminos
con perfume de aromos y de acacias
cuando llegue noviembre. Porque viven.

  Atrapará la luz y habrá  más nidos
en  la larga cortina de eucaliptos
urgente de retoños. Porque viven.

  Y la silente majestad del pino
se hermanará con el silencio mismo
en la quietud del pueblo. Porque  vive.

  El corazón del bosque está conmigo.
Juntos restañaremos las heridas.
Porque, a pesar de todo…estamos vivos.




(*) Escritora nacida en Neuquén.





Bookmark and Share
votar

sábado, 8 de noviembre de 2014

LA NOTA DE HOY




CAMARONES – TOPONIMIA PROBABLE (*)



Por Gerardo Robert





            Como su nombre lo indica y como no podía ser de otra manera, es casi natural que se concluya que Camarones debe su nombre al conocido crustáceo. Aún cuando en la actualidad es más corriente la obtención del langostino, años atrás era bastante común la obtención del camarón como producto de pesca. Por otra parte también es común que la gente le llame así a aquel, aún cuando se trata de otra especie.



            Pero en realidad siempre surge la duda sobre el toponímico dado que pocos imaginan que hace algunos siglos, los navegantes y cartógrafos hicieran referencia al referido marisco al bautizar el sitio.



            Por eso no debe extrañar que en 1898, luego de su viaje acompañando al Perito Moreno en el buque Villarino, naufragado un año después en nuestras Islas Blancas, el periodista y escritor Roberto J. Payró escribiera en su notable libro La Australia Argentina, refiriéndose a las habituales deformaciones toponímicas que observaba: “… si bien es cierto que los descubridores tienen derecho de bautismo de las tierras que exploran, esa abundancia de nombres exóticos no dejará de presentar dificultades cuando la población aumente, porque los corromperá, como ha ocurrido con Camerons Bay, que hoy se llama bahía Camarones”.

            Payró describe al lugar como un asentamiento de “no más de 60 habitantes entre propietarios y peones, en su mayoría gente del norte de Europa, avezada al clima. Los peones son generalmente criollos. Los principales pobladores son los señores Camerón y Greenshields, que poseen cuarenta leguas de tierra, en las que van a instalarse con 6000 ovejas de Malvinas. Este establecimiento se llama Lochiel, nombre de  un Highlander escocés”.
            Sin duda, de esta referencia deduce equivocadamente el periodista que deviene el nombre asignado al lugar, como deformación de Bahia de Cámeron.

El Consultor Patagónico es un trabajo de Luis B. Colombatto editado por Editorial RUY DIAZ en el año 2000, que reúne una invalorable información en más de 1000 páginas, sobre diferentes  temas de la región ordenados alfabéticamente.
En su página 158 incluye Cananor (rio) y dice: “Río que, asentado entre los 45º y 47º de latitud austral, comienza a aparecer en la cartografía europea en 1502, en los mapas de Caverio y Kunstmann II; por lo tanto, alguna expedición debió llegar hasta esas latitudes patagónicas para registrarlo junto con el río Jordán (Río de la Plata), entre los 34º y 36º de latitud Sur. En otros 27 mapas se sigue marcando el rio Cananor hasta 1590. La única expedición que puede haber llegado hasta las tierras patagónicas es la comandada por Américo Vespucio en 1502, llevando las naves hasta 50º australes, de acuerdo a sus afirmaciones en 1504”.
Germán Arciniegas dice que al no coincidir el nombre dado al río con el santoral ni con los nombres de los tripulantes o conocidos de Vespucio, hay que buscarle otro antecedente. Cananor era un recuerdo del Oriente como uno de los puertos de exportación más importantes para la pimienta y la canela, sobre la costa de Malabar.


Otra vinculación con el mencionado río indirectamente la aporta Lewis Jones en su obra La Colonia Galesa, al referirse al río Chico y su posible desembocadura ancestral en la bahía Camarones, y dice: “a mitad del curso de este rio hay una gran hondonada que se abre hacia el mar frente al lugar llamado Camarones. En el fondo de esta depresión, que comunica el Iacamán (Chico) con Camarones, corre un curso salado cuyo caudal depende de las lluvias y de los manantiales” .
…y sigue diciendo El consultor Patagónico: “… y con los similares nombres de Cananor, Cananea y Camarones, este río se sigue registrando hasta 1883, fecha en que la expedición del coronel Lino Oris de Roa informa de su inexistencia. Pero la creencia persistió por varios lustros. Prueba de ello fue la reticencia de los marinos de navegar por el interior del golfo por las tempestades frecuentes a causa del torbellino que generaba el caudaloso rio al verter sus aguas al mar”.



Pero a mayor abundamiento sobre la aparición de mapas que hicieran referencia a los puntos señalados, podemos agregar:
Año 1529 – Planisferio español de Ribero.
Año 1535 – Globo Dorado de París.
Año 1559 – Mapa portugués de Andres HOMEM, que incorpora por primera                               vez los términos Mare Argentea y Terra Argentea.
Año 1568– Mapa de Diego HOMEM. (ilustra y describe, en zona de                               Amazonia, un  “caníbal haciendo un asadito”)
Año 1590 – Mapa portugués de Sebastián López. Ultimo registro del nombre                               CANANOR.
Año 1593 – Mapa de C. de Jode. Aparece Río del Camarón.
Año 1608 – Mapa de Hondius. R. del Camarón.
Año 1779 – Mapa de D’Anville. Designa Rio de los Camarones.
Año 1836 – Mapa de D’Orbigny. En este mapa, el Río de los Camarones desemboca exactamente en la bahía homónima, al norte del Cabo Dos Bahías. 


                      

En este punto cabe señalar que el señor, Victor Heinken, vecino rural de Camarones residente en Trelew que fuera durante mas de 20 años capataz general de estancia San Jorge y desde 1962 hasta los años 90, Administrador de Estancia La Maciega, tiene una lámina original de un mapa editado en Francia en el año MDCCXXXXVI (1746) titulado AMERICAE – Mappa Generalis, que ubica en el mismo sitio al río designándolo F. de les camarones (debe ser “Fleuve”, del francés: río).



Los mapas detallados más arriba se encuentran publicados, junto a otros varios, en el libro editado por la Municipalidad de Río Gallegos el 13 de diciembre de 1985 con motivo del Centenario de Río Gallegos, bajo la dirección de Juan Bautista Baillinou, en los talleres del Instituto Salesiano de Artes Gráficas de Buenos Aires.

Finalmente, para acercar esta teoría a lo verosímil, debemos procurar comprender cuál puede haber sido lo que indujo a la confusión de aquellos primeros cartógrafos de hace 5 siglos atrás. Quienes conocen la comarca, saben que a 40 km. de Camarones por la Ruta 1 hacia el norte, se atraviesa un zanjón de considerables dimensiones. Es el SALADO, cuyos múltiples cañadones afluentes nacen todos sobre las pendientes límite de la Meseta de Montemayor, casi llegando a la Ruta Nacional Nº 3. En tiempos de lluvia, este zanjón suele traer un caudal que en determinados lugares alcanza un ancho de cerca de 500 m., para luego, en los últimos 5 o 6 km., encajonarse entre elevaciones rocosas de mucha altura (40 m.) y escasa separación, formando un embudo que potencia el caudal sobre la desembocadura. Todo permite suponer que, de haberse producido lluvias intensas y prolongadas (no hay registros de regímenes de lluvia de la época), el caudal que ingresaba al mar podía ser suficiente como para amenazar la navegación de los navíos de la época y dar por verdadera la existencia de un río torrentoso y alarmante, aconsejando a los navegantes, cuanto menos, la prudencia y el alejamiento. Esta circunstancia no desvirtuada a lo largo de los muchos años que separaban un viaje de otro, fue afirmando la convicción de que se trataba de un río permanente, al que como dice Arciniegas, dieron en llamar Cananor. Luego, como puede verse en los mapas agregados, el “tránsito cartográfico” por llamarlo de alguna forma, concluyó convirtiéndolo en Río del Camarón y luego “de los camarones”, hasta que se verificó su inexistencia como tal.



Se agrega un mapa satelital de la cuenca del zanjón del Salado, obtenido del Google Earth, para facilitar la estimación de esta creencia. Como dato aleatorio, bueno es recordar que hacia fines del siglo XIX, según los primeros pobladores de la comarca, este arroyo tenía un caudal mínimo casi constante de agua salobre, proveniente de las múltiples aguadas que perduraban, y cuando llovía sobre la meseta era seguro que desapareciera todo cuanto se oponía a la correntada, principalmente hacienda y alambrados.


Gerardo ROBERT
31-octubre-2014




(*) Disertación ofrecida por Gerardo Robert en el Programa de Capacitación de Guías de Sitio llevado a cabo recientemente en la  localidad de Camarones (Chubut)



Bookmark and Share
votar

miércoles, 5 de noviembre de 2014

EL CUENTO DE HOY



El viejo camino de tierra (*)

Por Patricio Donato



      El sol de otoño brillaba débilmente sobre la Patagonia central. El viento era suave, apenas una brisa del sur que bajaba la temperatura, anunciando la posible llegada de mal tiempo. En un rincón remoto de la extensa meseta se hallaba un humilde caserío resguardado en una hondonada. En los alrededores la geografía era espartana, una planicie que se extendía hasta el horizonte con mínimas ondulaciones en el terreno arcilloso y reseco. Por doquier pululaban los rústicos arbustos típicos de la región: piquillines, jarillas, coirones, y algarrobos. La fauna silvestre, igual de rústica y opaca, se escondía en las irregularidades del terreno y las marañas de arbustos entrelazados.

      A un par de centenas de metros al sur del caserío había dos niños que jugaban en el medio del campo, correteando entre los arbustos y las irregularidades del terreno. Buscaban lagartijas, unos pequeños reptiles que se mimetizan con el suelo con tanta perfección que sorprenden al caminante con su repentino movimiento, que las hace salir disparadas en busca del resguardo de los matorrales espinosos. Los niños que vivían en aquel lugar tenían pocas diversiones a las que dedicarse, y una de las más comunes era la caza de lagartijas. En realidad era la única a la que se le podía llamar juego, a pesar de lo que significa cazar un animal, ya que las otras diversiones estaban asociadas a trabajos con una finalidad, como el arreo de ovejas o la búsqueda de frutos silvestres.

      Los niños estaban agazapados, en silencio, cuando un ruido lejano, grave pero muy débil, llamó su atención. No era el inconfundible ruido de los caballos, ni tampoco eran las ovejas, porque las pocas que aún quedaban estaban a buen resguardo en la zona de mallines al norte del caserío. Desde que las cosas fueron de mal en peor y no se supo nada más del resto del mundo, las ovejas se empezaron a cuidar como si de hermanos se tratase. El ruido, que lentamente crecía en intensidad, era sin lugar a dudas provocado por un automóvil. Pero los niños sabían que en el escuálido pueblo apenas quedaban dos o tres vehículos en condiciones de usarse, y todos ellos estaban bien resguardados, evitándose a toda costa su uso.

      La curiosidad pudo más que el temor, y los niños corrieron hasta una pequeña elevación del terreno a pocos metros de ellos. Al llegar arriba, se encontraron con el viejo camino de tierra que antaño era la vía de entrada al pueblo. Éste se hallaba salpicado de pequeños arbustos que reclamaban el terreno que injustamente el hombre les había arrebatado durante muchas décadas. Siguiendo la traza del olvidado camino, a lo lejos, se veía un reflejo cristalino que se movía, acompañado de una nube de polvo traslucida que señalaba el sentido del movimiento. Un leve estremecimiento, producto del miedo, dejó paralizados a los niños, cuando se dieron cuenta que lo que estaba circulando por ese camino era un automóvil y que, para colmo de males, venía hacia el pueblo. Ellos no recordaban lo que había pasado, pero en el pueblo siempre contaban que todo había desaparecido y que el camino de tierra jamás volvería a usarse. A excepción de las huellas que servían para comunicar a las familias que vivían internadas en las zonas más desoladas de la meseta, no había ninguna comunicación por tierra con ningún otro pueblo.

      Los niños se largaron a correr en dirección al caserío, impulsados por el miedo a lo desconocido. Se suponía que nadie podía venir de allá, ni del este, ni del oeste, ni el norte ni el sur. El mundo se limitaba a la meseta, con sus suaves lomadas, sus tristes mallines y lagunas secas, sus míseros arroyitos y la pobre gente que lo habitaba. Con suerte llegarían a unas trescientas o trescientas cincuenta almas, no más. Pobladores de campo, unos cuantos residentes estables del pueblo, y algún extranjero caído allí durante los tiempos de confusión que precedieron a la desaparición de todo. Pero ya habían pasado cuatro inviernos desde la llegada de la última persona. Era un hombre de ciudad, que decía ser médico, que llegó buscando amparo y contención. Él fue quien dijo que ya no quedaba nada allá, que todo había desaparecido. Los valientes, o locos, que salieron en busca del mundo regresaron diciendo que todo era polvo o directamente no regresaron.

      Sortearon la tranquera que hace las veces de entrada al pueblo con la facilidad característica de los niños que se crían al aire libre, entre caídas y magullones. Gritaron con fuerza y muchas caras se asomaron a las sucias ventanas y surgieron de las desvencijadas puertas. Los mayores rodearon a los chicos y éstos les contaron lo que habían visto: un automóvil, polvo, el camino viejo. No hicieron más que terminar la historia cuando todos escucharon el ronco bramido de un motor a explosión, que delataba a un vehículo subiendo por la irregular trepada que llevaba al pueblo. Algunos hombres silenciosos entraron de nuevo en sus respectivas casas y salieron por atrás, armados con viejos fusiles y escopetas de caza. Las mujeres reunieron a los pocos chicos del pueblo y los escondieron en cobertizos y galpones. El resto de los hombres se dirigió a la tranquera de entrada, a la espera de lo que iba a pasar. Algunos de ellos, que vivían parte del año en puestos alejados una decena de kilómetros del pueblo, habían contado historias sobre encuentros con personas errantes llegadas de allá, de donde no quedaba nada, y decían que ya no eran hombres, sino pálidas imitaciones, dementes y enfermos. En esos casos los abandonaban cerca de alguna laguna y nunca más se sabía de ellos.

      Interminables segundos después apareció la fuente de ruido sobre la cuesta. Era una vieja y enorme camioneta blanca sobre la cual pesaban cientos de miles de kilómetros recorridos. El motor dejó de rezongar por la subida y la camioneta bajó lentamente la cuesta, deslizándose casi con fragilidad hasta detenerse a escasos centímetros del decrepito portal del pueblo. Los hombres pasaron al otro lado de la tranquera para averiguar quien había llegado. Examinada de cerca, la camioneta lucía destartalada por los cuatro costados, con trozos de chapa saliéndose y agujeros de óxido, y sus cuatro neumáticos apenas si estaban inflados. Nadie en el pueblo se hubiese animado a recorrer esas extensas soledades en tales condiciones.

      Los hombres se agruparon a ambos lados de la camioneta para ver su interior. Al volante se hallaba un joven de unos escasos treinta años, sucio y fatigado, de ojos cansados y gesto tranquilo. Era delgado, de tez morena, y estaba aferrado al volante con determinación, como si estuviese dispuesto a partir nuevamente. Su acompañante era una joven mujer de edad similar, de pelo rubio despeinado, con mirada somnolienta.

     —Buenas tardes —saludó el muchacho al volante
      —Buenas tardes  —respondió uno de los hombres del pueblo, de espesa barba, que parecía ser el líder.

      Todos se quedaron en silencio. Solo se escuchaba el ronquido sereno del motor de la camioneta y el ulular producido por la brisa del sur.

          —Nos alegramos de encontrar gente de nuevo, hace muchos meses que no vemos a nadie  —dijo el muchacho de la camioneta mientras trataba de esbozar algo parecido a una sonrisa.
—¿Podemos quedarnos con ustedes? —preguntó la chica, con un ligero temblor de voz.

      Otra vez quedaron todos en silencio. Casi cuatro años habían pasado desde el arribo de la última persona al pueblo, por lo que esta situación los tomaba desprevenidos. Ellos eran hospitalarios, pero con las cosas que habían sucedido no podían confiar fácilmente en nada ni nadie que viniese de allá lejos, por el camino de tierra.

—¿Dónde está el resto? ¿Cuántos quedan? —preguntó el líder.

      El muchacho y la chica se miraron en silencio, y ella empezó a sollozar.

—La última persona que vimos fue a su hermana —dijo el muchacho, señalando a su acompañante con la cabeza— hace unos tres meses, pero ahora ya no está, sólo somos nosotros dos… y esta vieja camioneta que se está quedando sin combustible .
—Aparte de ustedes… ¿Cuántos más quedan Allá? ¿Va a venir alguien a ayudarnos? —insistió el líder.

      Nuevamente el silencio. Una fuerte ráfaga de viento frío sopló desde el sur, y algunos se dieron vuelta a mirar el horizonte, donde unas incipientes nubes negras anunciaban una posible tormenta.

—Nadie… no queda más nadie. Nosotros dos somos los últimos. Nadie más va a venir— dijo el muchacho.

     Se examinaron y desafiaron mutuamente con la mirada, y el muchacho volvió a recalcar su afirmación:

—Nunca más… nadie vendrá, nunca más.

     Los hombres se retiraron y debatieron rápidamente, con pocas palabras y gestos severos. Al final de la improvisada deliberación, el líder se dirigió hacia los dos jóvenes, y esbozando una sonrisa franca les dijo:
—Sean bienvenidos, pueden quedarse en nuestro pueblo.

      Los jóvenes respiraron aliviados, y todo el cansancio y dolor de sus rostros se esfumó, dando lugar a un alivio que no han podido sentir en los últimos meses. Alguien abrió la tranquera y les hizo señas para que pasen. El muchacho se aprestó para entrar la camioneta, pero antes le preguntó al líder:

—Una pregunta más… ¿Cómo se llama este pueblo?

     El líder miró en dirección al triste caserío y en un par de segundos pasaron muchas imágenes por su mente: el trabajo duro del campo, la pobreza, las carencias, la gente que llegó de afuera, y la ominosa situación en la que vivían desde hace cuatro años. Se le hizo un nudo en la garganta cuando recordó que había mandado a sus dos hijos a estudiar a la ciudad, para que pudiesen tener un futuro mejor al de un puestero rural como él. Nunca más había sabido de ellos, desde que el resto del mundo se apagó con un silencio sepulcral, un silencio para el cual todavía no había podido encontrar respuesta.

     Un trueno apagado se escuchó a lo lejos. El hombre de espesa barba sacudió la cabeza, volvió a mirar al muchacho, y aclarándose la voz le respondió:

     —Hace muchos años tuvo un nombre, pero ese nombre era para el mundo de aquel entonces. Desde hace cuatro años, en vista de lo que ha pasado, hemos decidido rebautizarlo. Simplemente lo llamamos “Mundo”, porque es el único mundo que aún existe.




(*) Este cuento ha sido  publicado en la antología del "1º Concurso de Relato Corto, Temática Libre" del portal Zonaereader.
Bookmark and Share
votar