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viernes, 5 de junio de 2015

EL CUENTO DE HOY





        Tinieblas impenetrables
                                  
           Por Olga Starzak 




Siempre  estaba sola;  parecía ignorar al resto del grupo. Su mirada perdida hacia el inalcanzable cielo azul... los ojos  inmóviles como queriendo atrapar, en un intento, todo el misterio del universo. Quién sabe qué pensamientos ocupaban, ahora, su mente.  Aun conociéndola, como creía, no me animaba a presumir las razones que  hacían de esta mujer joven e inteligente una persona tan singular. No era casual que estuviera allí, yacente, en una jornada  programada para el descanso, pero no para la  impasibilidad.
 Todos teníamos alguna tarea asignada  y éstas habían sido detalladas, varios días antes, cuando el ascenso al Aconcagua era un sueño impostergable.
 De haber sido para ella la primera vez,  hubiese pensado que estaba sufriendo el Mal Agudo de Montaña o algo similar; dos razones me hacían descartar esta hipótesis: primero,  habíamos ascendido  hasta el Refugio “Las Leñas” en sólo siete horas y sin ninguna dificultad para aclimatarnos, segundo, para Luisina esto era sólo un juego.
 La observé durante largo tiempo hasta que la voz de Paulo atrajo mi atención.
-Agu, necesito de tu ayuda.
-¿Qué sucede? –pregunté. Ya sé, no me digas nada, otra vez problemas con tu mochila.
-Es el cierre. No puedo creer que vuelva a trabarse. Lo mandé a arreglar antes de la expedición.
No era nada importante y pronto resolvimos el problema. Admiraba a Paulo. Había estudiado geología y le encantaba reconocer que había perdido el tiempo. Su vocación era el alpinismo. Lo había practicado en varias partes del mundo y era la tercera vez que lo hacía en este lugar.  Era responsable, seguro y audaz; conocía, como ninguno de nosotros, las diferentes técnicas de escalada. Me gustaba, pero sabía cuales eran sus prioridades; él mismo me había comentado su decisión de interrumpir su matrimonio al no sentirse comprendido por su mujer. Las razones eran, a su entender, muy simples: su presente y futuro estaban  en las alturas; era aquel el único sitio donde se sentía completamente libre, donde se ponía en contacto con dimensiones insospechadas de su propio ser. No estaba dispuesto a cambiar esa vida. Y yo soñaba con dejar alguna vez el deporte  y dedicarme a cuidar niños.

Nos habíamos propuesto continuar el viaje antes del mediodía. Allí dejaríamos una carpa armada y  un par de bolsos que no necesitaríamos; el clima se aventuraba  favorable  y no queríamos subir con mucha carga.  Juan Manuel, el veterano del grupo,  se disponía a preparar lo que sería nuestro primer almuerzo en la montaña. Él había comenzado a practicar alpinismo unos pocos años atrás. Tenía  cuarenta años y dos matrimonios. Era profesor de educación física. Sus dos hijos varones, dedicados al deporte en alta montaña, lo habían estimulado  para que concretara el anhelo largamente relegado.
Nos  ofrecimos como ayudantes de cocina y ante su negación nos sentamos a contemplar el panorama que se nos presentaba como una imagen paradisíaca. Aún podíamos apreciar la senda recorrida. A pocos metros y bordeando la quebrada admirábamos el río “De las vacas”. Nuestro refugio, para cualquiera que lo observara de un punto más o menos distante, se mimetizaba  con el paisaje y no era tan fácil, para un inexperto, acceder a él. Por momentos  el ambiente sería desolado y  los vientos soplarían sin tregua. Nos expondríamos a posibles aludes, caídas de piedras o bruscos cambios climáticos. Sin embargo,  ninguno de nosotros estaría allí si no  fuera precisamente por el desafío de esa  aventura  que  confería el Aconcagua.
Mientras reflexionábamos sobre los próximos pasos de nuestra travesía y la necesidad de  llegar antes del anochecer a  nuestro destino inmediato, el  refugio “Casa de Piedras” donde pasaríamos la noche, recordamos a  Luisina.
-¿Qué le pasa a esta chica? –pregunté.
-No se movió de ese lugar desde que llegamos, ni siquiera desplegó su bolsa.  Durante la escalada no dijo ni una sola palabra, pero no me sorprende. Sé el grado de concentración que asume frente a la ascensión, pero ahora comienzo a inquietarme –acotó Paulo.
-No te preocupes.
Minimicé la situación, entendiendo que el hecho poco tenía que ver con la actividad que habíamos emprendido.
Paulo opinaba que ella estaba manifestando síntomas de agotamiento;  y que su excesiva postración podían ser consecuencia de un entrenamiento insuficiente. Si esto era real,  la situación se complicaba. No  podría continuar el camino y tendría que esperarnos allí hasta nuestro regreso, no menos de cuatro o cinco días. Nos preguntábamos si estaría en condiciones de afrontarlo. Íbamos a averiguarlo.
 Nos acercamos a ella y confirmamos que dormía profundamente; debíamos despertarla y comprobar qué le sucedía. Alertamos a Juan Manuel de esta circunstancia y pronto preparó un jarro de té caliente muy azucarado para prevenir una posible deshidratación.
Luisina se despertó rápido y sin signos de malestar. Pidió disculpas por haberse dormido y sacando su máquina de la mochila,  que hasta entonces había sido  su almohada,  comenzó a tomar fotografías desde ángulos diversos. Decía que debía  dejar testimonio de  este  escenario de historias compartidas y de actos de coraje. Le otorgaba  a cada imagen un comentario propicio para el espectacular goce que el paisaje producía.
-¿Me  parece o es hora de comer? –se interesó.
Anonadados por su actitud y sin realizar comentarios, nos dirigimos  hasta el lugar donde el cocinero de turno ultimaba los  detalles del almuerzo. Disfrutamos de la comida en un clima muy ameno, mientras compartíamos anécdotas de otras escaladas.

Media hora después, con los arneses dispuestos en nuestras cinturas y las sogas aseguradas,  reiniciamos la escalada. Paulo en primera línea, lo seguía Luisina, detrás de ella iba  yo, y más abajo Juan Manuel. La pared presentaba todo tipo de dificultades y no era para nosotros una novedad. Yo sentía  cómo la emoción invadía  todo mi ser, la adrenalina corría deliberadamente por mi sangre. Cada momento era una  amenaza. El hielo a punto de desprenderse, la apretada  nieve que, ahora, se manifestaba cada vez más dura y resbaladiza, la roca  irregular  burlándose de nuestro calzado engrampado. Cada paso realizado era una meta lograda. Los pies  se pegaban al piso, por momentos en pendiente, muchos otros casi en vertical. Eran nuestra herramienta privilegiada. Nadie miraba  para atrás; no hablábamos, sólo en raras situaciones donde la peligrosidad del terreno obligaba a anticipar.

No se siente el frío de la montaña; se huele a aire puro. El silencio en la inmensidad profundiza el misterio. Los colores se intensifican;  se  percibe el horizonte que vamos dejando atrás. El alma queda al descubierto y  es imposible hacer algo por evitarlo. Por eso sabía que la mujer caminando adelante escondía  una preocupación que la sentenciaba.
De los tres era yo quien más conocía a Luisina. Ambas vivíamos en Rosario y durante muchos fines de semana nos encontrábamos entrenando en palestra en el Club del Campo. Tenía unos veintitrés años. Era del sur del país y estaba realizando, sin demasiada convicción, la carrera de psicología. Alguna vez me comentó que, debido a su inconstancia,  su familia se sentía defraudada. Recordaba, con tristeza, el motivo de la primera visita, después de años, realizada a su casa: su madre había muerto y llegó minutos antes del entierro. Años después volvió ante similares circunstancias: su única hermana había sufrido un accidente automovilístico. Contaba  que, en ambas ocasiones y durante los días previos a esos acontecimientos, sensaciones inusitadas y pensamientos adversos se apropiaban  de su mente. Sentía  profunda tristeza y una  angustia fuerte e inexplicable que -tiempo después entendió-  anunciaban la tragedia.

 Cerca de las ocho de la noche, con la incipiente luz de la luna llena que se nos regalaba, armamos nuestro refugio en “La Casa de Piedras”. Una amplia y confortable carpa nos albergaría a todos. Luisina era  la encargada de armarla y disponer las mochilas con toda  la ropa y artículos imprescindibles para una larga noche que se exponía demasiado fría y con unos imprevistos nubarrones sobre el firmamento, único testigo de nuestros actos. Paulo y yo debíamos recomponer los equipos;  Juan Manuel prepararía la cena, esta vez nada elaborado, unas latas de jardinera con atún, té de frutas para beber y de postre almendras y pasas de uva.
 De no presentarse inconvenientes,  al día siguiente llegaríamos  a la cima.
Mientras realizábamos nuestras respectivas actividades intercambiábamos ideas. Otra vez  me llamó la atención la conducta de nuestra compañera. Se mantenía callada, su rostro preocupado, el entrecejo oprimido, absorta la mirada...  Realizó su trabajo con desmedido esfuerzo utilizando tres veces más del tiempo que la tarea requería.  Estaba ensimismada en sus pensamientos y anteponía una barrera difícil de traspasar. Era una joven con mucha sensibilidad. Utilizaba con frecuencia métodos de control mental, creía en el destino del hombre y en  la inmensa capacidad del ser humano para anticipar situaciones o dominar circunstancias diversas,  y entrenaba en técnicas de relajación y traspaso de energía. Respetábamos sus creencias, muchas de las cuales,   compartíamos.

Por muchos intentos que realizara no lograría saber lo que le sucedía.
Fue Juan Manuel quien indagó:
-¿Te sentís bien? ¿Cómo está tu cabeza?,  ¿hay mareos?
-Despreocupate. Está todo okey. –respondió continuando lentamente con el piso de la carpa. -Si en verdad algo me pasa,  les aseguro que hasta yo misma lo desconozco.
Allí cesó la conversación sobre el tema. Nos dispusimos a  comer y luego a descansar. Al día siguiente nos esperaba una larga  y riesgosa jornada. El pico más alto del Aconcagua sería nuestro; sentiríamos apropiarnos de cada espacio, besaríamos su tierra, nos deleitaríamos ante su presencia. El Centinela de Piedra, tal como era conocido en el mundo entero,  sería testigo de nuestras emociones.

Paulo y Juan Manuel se durmieron al instante; yo también estaba realmente cansada. Luisina tenía encendida su tenue luz de noche y la escuché susurrar. Me di cuenta que oraba. Entre sus manos descansaba un librito; pronto comprendí que se trataba de una Biblia. Quise entablar una conversación más íntima,  pero la evité con el único objetivo de no molestar a los demás. No sé en qué momento me dormí y qué habrá pasado luego con ella.

Imprevistamente un fuerte viento  comenzó a sacudir nuestra carpa. Luisina nos despertó. Era necesario ajustar los tirantes y  agregar un sobretecho. Con esfuerzo intentamos hacerlo. Al abrir el cierre comprobamos que nos azotaba una tormenta; estábamos en medio de una gran nube de nieve; el viento era tan intenso que no  podíamos mantenernos  parados. Nos reequipamos con la ropa adecuada para estos avatares y decidimos esperar dentro de la carpa. La aseguramos y -hasta cuando aguantara-  nos quedaríamos allí.

-Tengo que salir y proteger el techo –anunció Luisina,  esta vez inquieta por los acontecimientos.
-Ni se te ocurra –le dijo Juan Manuel,  advirtiendo que estaba a punto de fracasar su primer intento de arribo a la cumbre.
-No se desesperen, esto ya va a pasar –tranquilizó Paulo. E invitó a tomar mate con algunas galletas. Aportaría los chocolates y las barras de cereal. -Agua no nos faltará; y aun cuando tengamos que quedarnos todo el día acá,  el refugio es lo suficientemente seguro para albergarnos. Apenas aminore el temporal volveremos a reforzar la carpa y sólo nos quedará esperar que el tiempo se apiade de nosotros. ¿Se olvidaron que estamos a tres mil doscientos  metros sobre el nivel del mar? ¿Qué esperaban?, ¿un sol radiante?

  La suerte nos ayudó; el agua de uno de los termos estaba bastante caliente como para disfrutar de los mates que Juan Manuel cebaría. El era el más inexperto del grupo y quería saber las posibles adversidades que podían presentarse.
Ninguno de nosotros contó todas las que conocíamos.

El viento pegaba cada vez más fuerte, el lateral izquierdo de la carpa había comenzado a rajarse y se movía de una manera impresionante. Entre todos la volvimos a sujetar; nos tranquilizaba saber que el piso estaba muy bien anclado. La nube que ahora nos tapaba destilaba nieve dura; se sentían los golpes sobre la lona. sabíamos que si intentábamos salir,  ni siquiera sería posible respirar. Calculábamos que el viento corría a más de ciento veinte kilómetros y la temperatura era inferior a doce grados bajo cero. La única posibilidad era esperar que amainara la tempestad. Para entonces habíamos comprendido que nos quedaríamos sin lograr nuestro objetivo: la bandera argentina de este lado sur de la montaña no flamearía ante  nosotros; quién sabe si aún se mantenía en pie la inmensa cruz que allá arriba nos esperaba.

Fuera de control y con evidentes signos de miedo, Luisina continuaba insistiendo en salir, mientras  cubría su rostro con un par de  pasamontañas, se ponía  las gafas,  los guantes y adhería grampas a su calzado.
-Estás loca –le dije. -Vos sabes mejor que yo de qué se trata esto. Dejate de hacer boludeces y no hagas más difíciles  las cosas. Si sos tan inmadura como para no bancártela te hubieras dedicado a otra cosa –Traté  de provocarla.

Utilizando toda la fuerza de sus manos, abrió el cierre de la carpa, e impetuosamente,  salió.
- Ayúdenme, hijos de puta.
Se escuchó un bramido y, de pronto, un grito desgarrador se perdió en la madrugada de aquel día.

La calma que devino poco más tarde nos encontró reuniendo nuestras pertenencias para iniciar el descenso más lastimoso que hubiéramos imaginado jamás.



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