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jueves, 30 de julio de 2015

EL CUENTO DE HOY




EL VIEJO QUE VINO DEL MAR

Por Hugo Covaro (*)




El viejo que vino del mar bebía en silencio.
Su rostro curtido modelaba en sombras el perfil bíblico de un Moisés despatriado, contra la claridad hiriente del mediodía.
Sin que nadie lo viera, aprovechando la pleamar, apareció una tarde por la ría y con poco esfuerzo desembarcó en la solitaria playa de pedregullo ayudado por la marea. La larga barba y los harapos que le daban apariencia de náufrago Y su hablar extraño y pausado acaparaban la atención de aquellos marineros.
—Diga don... ¿Es usté español? —se animó a interrogarlo uno de los pescadores, intuyendo una pista en el acento del desconocido.
—De Jaén, Andalucía... —respondió el viejo, luego de un breve silencio. Aunque anduve los mares como segundo piloto del Batchelor's Delight, un barco inglés de 40 cañones que apresara en la costa de Guinea y comandaba el pirata William Ambrose Cowley.
—¿Y de ahí se vino a Deseado?
—No. Por desobedecer órdenes impropias de un capitán, me desterraron en la Isla Pepys.
—¿Cómo dijo?
—Isla Pepys...
—¿Dónde queda esa isla?
—A esta altura… unas 40 leguas al naciente.
—Oiga ñor... nosotros recorremos pescando esa zona y no hemos dao con ninguna isla.
—¿Acaso dudáis de mis palabras? ¡O también hasta aquí llegaron las afirmaciones embusteras de Byron, o las insidiosas murmuraciones de Cook y de Bougainville!
—¿Dónde dice que está la isla?
—A 47° de latitud sur... si os fijáis en el mapa, veréis que figura a 80 leguas desde Cabo Blanco.
—¿Es grande?
—Una legua de ancho por tres de largo, calculo. Tiene puertos naturales que pueden recibir a centenares de buques, con costas de piedra y arena donde se puede anclar con 7 brazas de agua lama... pesca abundante... parte de la isla es montañosa y parte es llana... tiene árboles y arroyos y en ella anidan numerosas aves...
—¿Vive gente ahí?
—Estaba deshabitada. Es buen sitio para hacer leña y aguada. En la parte sur de la isla hay una colonia de lobos marinos, que aprovechamos para hacer aceite...
—¿Dónde dormía?
—¿Qué comía?
—En una cueva, al principio... comía porotos, bizcochos, harina que me dejaron. Cuando se acabaron cacé liebres... algún venado... perdices... y pescar pejerreyes, solías, bacalao... algunos mariscos... así... de ese modo...
—¿Cuánto tiempo estuvo solo en esa isla?
—¡Dieciséis largos años!
—¡Laaaaaammmm!!!
—De diciembre de 1683 hasta octubre del pasado año, si no cuento mal.
—¡Tremenda lesera!!
—¡Cómo puede ser! Si ahora estamos a principio del siglo XX, amigo!
—Por ahí estuvo en Las Malvinas y se confunde...
—No creo que se confunda... en Malvinas vive gente...
—¡Bellacos! ¿ Vais a dudar otra vez de lo que digo?
—No... disculpe la interrupción... por favor siga contando.
—Pepys está fuera de las rutas de corsarios y piratas. La mayoría de las embarcaciones salen del Río de la Plata o Montevideo y ponen velas al sur teniendo a estribor las costas de la Patagonia. Por esa razón, son pocos los que pueden encontrarla. En mi largo destierro jamás un barco apareció en el horizonte... Es un lugar acogedor, aunque lleno de soledades que angustian, de noches donde siempre es invierno, hay fríos que parecieran salir de la propia roca para alojar sus espinas en tus huesos... hasta la salida del sol, con el que vuelve un repetido verano. El clima es algo riguroso... con días bonancibles y jornadas con turbonadas de vientos cercanas al huracán... La he recorrido palmo a palmo...y de suerte pude dar con unas piedras que sueltan chispas como el pedernal... fue una gran mejora poder cocinar el alimento y encender hogueras en la playa esperando que las viesen alguna nao memoraba, al tiempo que buscaba y extraía de su raída vestimenta un extraño dinero con el que pretendía pagar lo bebido.
—Nosotros salimos de pesca a la madrugada. Nos gustaría que nos acompañara en la faena y de paso nos mostrara la misteriosa isla que no se deja ver —lo convidó con un dejo de ironía el que parecía ser el capataz del grupo.
—Agradezco vuestra invitación, caballero, pero me han llegado noticias de pronto arribo a este tenedero para hacer aguada del HMS Roebuck al mando de Don Guillermo Dampierre de regreso a Inglaterra y deseo embarcarme. Una vez allí, retornar a mi patria será sólo un paso —se excusó el viejo que vino del mar.
—¿Y piensa volver por aquí?
—¡Seguramente! Es mi intención persuadir a su Majestad el Rey de España de la necesidad de seguir poblando estas latitudes, protegiéndolas al mismo tiempo de la codicia sin límites de los ingleses.
Una fuerte marejada sacudía la embarcación anclada a poca distancia de la rompiente. Con un cielo sin estrellas los pescadores se hicieron a la mar. Silbos y graznidos insinuaban la presencia de aves marineras en esa oscuridad que parecía salir del agua para teñir el firmamento. A poco de andar, un sol amarillo se asomó en el horizonte. Gaviotas y cormoranes acompañaban el rumbo inseguro del bote, igual que lazarillos guiando la ceguera del amo. Grandes olas con la exactitud de un metrónomo, hacían subir y bajar a la frágil barcaza como si el océano estirara desdoblando su portentoso género de agua.
Al atardecer, con la proa retinta de infinito, regresaba la barca de los pescadores.
La tierra firme era una delgada línea que aparecía y desaparecía en las pupilas saturadas de sal de aquellos marineros. Algunos creyeron ver un antiguo galeón del siglo XVIII abandonando precipitadamente la ría. Otros, más incrédulos, simplemente nubes que más allá de la costa, imitaban con cierto arte la figura de un barco yéndose.
Terminadas las tareas de bajar los cajones con la pesca, acomodar las redes para la siguiente jornada y asegurar el bote en la playa, el capataz y sus hombres marcharon al encuentro de unos tragos para alejar de sus cuerpos fatigados a los fantasmas de olvidados naufragios.





(*) Escritor comodorense. Este cuento fue extraído de su libro “Pequeñas Historias del Frío”.
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domingo, 26 de julio de 2015

EL POEMA DE HOY




INVOCACIÓN
Una de tantas

Por Julio José Leite (*)




Lloro en esta noche
mirando la ampolleta,
y veo pececitos de luz.


Acercate, papá,
pescámelos,
Vos fuiste y sos
el gran pescador.
Cálzate esas botas largas
de persistencia
y pescame las lágrimas
una a una.


Soy todo un río por mis ojos
cargados de peces que me pesan.
                 Levántate, papá.
Levántate, Vital,
que tengo tanto sueño
                  como vos.


Sentate a la vera
de mi pena meandro
y encontrame el pozón
que nunca hallaste en mí,
que siempre me creí
                  tu mejor río,
y eso que te miraba
con estos ojos profundos…
De nada sirvió,
fuiste a buscar tu mejor pieza
allí
al fondo del caño
de esa “Tala” calibre 22
que me taló
para toda la vida
                 la felicidad.


Acercate, papá,
de una vez y para siempre,
pescame estas lágrimas
una a una,
hoy soy todo tu río
               por mis ojos.





(*) Escritor de Tierra del Fuego. Nacido en Ushuaia, Tierra del Fuego (Argentina) en 1957, ciudad donde reside Su obra publicada incluye: “Cruda poesía fueguina" Edición del autor, 1986. "Primeros fuegos" Junto al poeta Oscar Barrionuevo. Editado por la Municipalidad de Río Grande, 1988. "Edad sol" Edición del autor, 1990. "Bichitos de luz" Edición del Autor, 1994. "De límites y militancias" Editorial Atelí (Punta Arenas – Chile), 1996. “Aceite humano" Editorial Parque Chas, Colección El Rey tuerto (Bs. As.), 1997. "Julio Leite Poemas – Tomo 1" Cassette de audio con una selección de poemas interpretados por el autor, 1998. "Piedrapalabra" Editorial Parque Chas, Colección El Rey tuerto(Bs. As.), 2003. "Breve tratado sobre la lágrima" El suri porfiado Ediciones (Bs. As.), 2009. Obtuvo entre otros reconocimientos el 1º premio Festival de La Cordialidad, Río Gallegos en el año 1985;  el Primer Premio de Poesía Centenario de Río Gallegos y el Diploma de Honor Comuna de Puerto Porvenir de la República de Chile. El Concejo Deliberante de su ciudad natal declaró su obra de interés municipal. Integró la segunda antología fueguina “Primeros fuegos” editado 1988. El poema publicado pertenece a su libro “Piedrapalabra”.
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martes, 21 de julio de 2015

LA NOTA DE HOY




LA LITERATURA DE MONTAÑA EN LA PATAGONIA


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




      La Patagonia ofrece tres paisajes bien diferenciados y extremos, cuya riqueza geográfica origina distintas variantes literarias. Porque existe una Literatura de los mares australes, otra de la meseta y una tercera propia de la cordillera.

      Aunque hay dos cordilleras. O dos montañas, para ser más preciso. Una, la de piedemonte, se despliega en los valles y las laderas de los cerros, donde los bosques de cipreses y lengas, los matorrales de ñires o la impenetrable selva valdiviana, ofrecen material para construir refugio y alimentar el fuego; y atempera un poco la rigurosidad de las condiciones climáticas. Es una zona que permite al ser humano arraigarse y medrar; apacentar el ganado y cultivar algunas mieses. No rechaza la vida; la preserva. Los pájaros llenan la fronda y las abras; los peces, los lagos, ríos y arroyos; el jabalí, el huemul, el ciervo, el puma, el pudu pudu, los montes. Forman parte del paisaje el catango y los bueyes, las cabañas de madera, los corrales de palo agrisados por el tiempo y los cobertizos de cantonera.

       De esta serranía, apacible y sugerente de consejas susurradas en la umbría foresta y de misterios lacustres, nos hablan las obras de Luis Roux y Ana María Manceda en Neuquén, de Marta Perotto y Jorge Sánchez en Río Negro, de Eluned Morgan en Chubut, de Andreas Madsen en Santa Cruz; y las de varios autores más, provenientes de las cinco provincias que comparten los Andes australes.

      Pero hay otra montaña, implacable y magnífica, que alza sus dominios de granito y nieve sobre el marco verde obscuro de las arboledas. Es esa roca bravía, en la que se pasa en forma súbita de la calma chicha al inusitado temporal y donde la vida es un privilegio que debe ser conservada momento a momento; dominio de aquellos a quienes, en su clásico de los libros de montañismo, Lionel Terray llamó “Los conquistadores de lo inútil”. De lo inútil, sí, porque es una tierra vertical, huera y baldía; pero también conquistadores de una belleza sublime. Y, sobre todo, conquistadores de sí mismos; pues para alcanzar esas alturas se requiere un conocimiento profundo de la propia persona y un autodominio privativo de los espíritus fuertes y templados.

      Pionero del andinismo sureño, y de sus creaciones literarias, fue el sacerdote Alberto María De Agostini. Con muchas primeras cumbres en su haber, el salesiano escribió entre 1923 y 1958 una numerosa bibliografía sobre sus expediciones; que incluye títulos como “Andes Patagónicos”, “El Cerro Lanín y sus alrededores”, “Esfinges de Hielo”, “Ascensión al San Lorenzo" y “Mi primera expedición al interior de la cordillera patagónica meridional”.

      Otros clásicos de las letras de la comarca son “El asalto al Fitz Roy”, de Louis Depasse, acerca de la primera ascensión al cerro realizada por la cordada francesa de Guido Magnone y Lionnel Terray en 1952; “Horizontes verticales en la Patagonia”, de José Luis Fonrouge, en que el gran escalador habla de sus múltiples campañas; y “La Patagonia Blanca”, donde Germán Sopeña relata un viaje al Campo de Hielo Sur, ornado con detalles de interés geográfico e histórico.

      Más textos ambientados en las grandes elevaciones australes, son “El gigante helado”, que narra la primera tentativa invernal al monte Fitz Roy realizada por un grupo de montañistas argentinos en 1962; y “Primera expedición invernal a los Hielos Patagónicos”, sobre la incursión al Campo de Hielo Sur organizada por el Club Andino Bariloche en 1961. Ambos volúmenes son de Bartolomé Olivieri. También “Patagonia Vertical”, de Rolando Garibotti y Dörte Pietron, donde se vuelcan 20 años de experiencias en los picos de los cordones Fitz Roy y Torre; “Otto Meiling, un pionero de Bariloche”, de Vojko Arko, en recuerdo de uno de los fundadores del esquí y el andinismo nacional; “Patagonia. Tierra de gigantes”, de César Pérez de Tudela, que describe la expedición española al monte Sarmiento de 1976; y “Cita en la Cumbre”, de Sebastián Letemendía, que refleja su anhelado ascenso al Fitz Roy.

       Para mayor abundamiento, es factible agregar los anuarios especiales del Club Andino Esquel con motivo de su cincuentenario en 2002 y los del Club Andino Bariloche por sus cincuenta años en 1981 y ochenta años en 2011, que reúnen anécdotas, relatos y otros escritos relacionados con el tema; así como las numerosas “guías de escalada” y diversos trabajos de contenido técnico. Por su importancia, no puede dejar de citarse el “Diccionario Incompleto de Montaña”, de José Herminio Hernández; que reúne palabras y expresiones andinísticas, nombres de cimas, tecnicismos y vocablos en lenguas originarias.

      Todos estos libros son del género didáctico; poca narrativa de ficción existe al respecto en la región. Uno de los pocos ejemplos es “Tinieblas impenetrables”, cuento de Olga Starzak que aprovecha las múltiples situaciones que presenta el montañismo para desarrollar un argumento conmovedor. Eduardo Gudiño Kieffer planteó otra invención que ocurre en la Alta Montaña; la novela “Magia Blanca”. Pero no transcurre en la Patagonia sino en Las Leñas, Mendoza; y el tema no es la escalada sino el esquí, actividad sobre la cual tampoco se ha escrito mucho.


      Los Andes Australes se extienden desde el Domuyo, techo de la Patagonia, hasta el Oliva, vigía de la Bahía de Ushuaia; pasando por el cónico Lanín, el Catedral y sus agujas, el Tronador con sus ventisqueros, el Piltriquitrón de nombre sonoro, el gorro blanco del Cocinero, el aislado San Lorenzo y la serenidad desafíante del Fitz Roy, la Aguja Poincenot y el Torre. Con los bosques en sus faldas y los lagos a sus pies, conforman un escenario magnífico y pleno de mística que, al reunirse con la Literatura, da lugar a valiosas creaciones artísticas que combinan la filosofía con la poesía.



      
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miércoles, 15 de julio de 2015

EL CUENTO DE HOY




A ELLA LE GUSTABA CAZAR


Por Héctor Roldán (*)




    A ella le gustaba cazar. Sus ojos se encendían de destellos amarillos, sus delicadas garras se encrespaban como furiosas olas, su pelo se tendía como múltiples tentáculos. Y sobre las paredes de los villorrios su sombra se deslizaba como un hipnótico espanto. Los hombres veían su figura desplegarse bajo sus pies para alzarse como un basilisco frente a sus ojos, entonces caían enamorados.

    Ella vivía escondida. Arrinconada entre las pálidas lápidas de un cementerio inglés en la Tierra del Fuego. Sólo unas cuantas tumbas en el medio del bosque. La rodeaban las altas araucarias, los troncos grises de los coíhues, la embriagaba el olor profundo de los ñires. Su tumba solo decía Jane, sin apellido, sin fecha. El musgo se había trepado por la piedra porosa y observándolo bien parecía dibujar el perfil delicado de su propietaria. Rodeada de enrojecidos farolitos chinos prendidos de las ramas de los árboles, acompañada por los chillidos agudos de los murciélagos y ratones, sobrevolada por cauquenes y caranchos, Jane esperaba la noche. Y en el momento en que, después de cubrir las cimas de las altas montañas, caía como un manotazo de negrura sobre el mar, los bosques y los pueblos, su figura se desprendía del sepulcro en infinitas volutas de un vapor que la iban dibujando en el borde del cementerio. A esa hora las flores anaranjadas del michay se volvían púrpuras de sangre, y la turba apretada del suelo del bosque se movía, contagiada por su fantasmal vida.

     Jane iba al pueblo. Buscaba su venganza de amor, la sangre de un sacrificio que pudiera mitigar la condena eterna de una muerte sin sacramentos. Los paisanos cruzaban sobre sus puertas los amuletos de protección y el que sabía rezar, rezaba. Pero aquellos que desconocían los gestos del ritual protector morían en sus labios, cuando ella, alcanzándolos en la noche, se alzaba como una floración espectral, interrumpiéndoles el paso.

      Algunos lograban sobrevivir por unos días al ataque. Atados a sus camas ellos deliraban describiendo incoherentemente los ojos abismales, el torbellino del beso en el cual veían reír a carcajadas a las fieras del bosque, estallar en borbotones de sangre a las frutillas del diablo que se esparcían en el suelo, mientras su propia vida se desangraba en el fuego devorador de su beso. Y aquel que se atrevía a abrir los ojos podía ver, en las cuencas vacías del fantasma, la hoguera del muerte, el fuego de un sacrificio, el ritual del exorcismo de una bruja, en cuyos labios encendidos se podía leer la maldición que ahora le tocaba.




(*) Escritor santacruceño, radicado en la ciudad de Buenos Aires. Este cuento fue extraído de su libro “El espectro de las cosas”.

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sábado, 11 de julio de 2015

LA NOTA DE HOY



-COMENTARIO DE UN LIBRO RECIENTEMENTE APARECIDO-
“VERSIONES”, DE CARLOS MIGUEL FANCHOVICH (*)




La Feria Internacional del Libro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires permite difundir a los autores del interior del país; quiénes poco pueden hacer para irrumpir en los circuitos comerciales de nivel nacional en forma habitual. Esto es válido para los escritores patagónicos, cuyos trabajos tienen al menos una oportunidad anual para ser exhibidos en un espacio que durante el resto del tiempo ocupan los títulos elegidos por las editoriales convencionales. Es así que cuando el lector curioso y exigente se acerca a conocer las novedades que las provincias ofrecen, encuentra muchas veces obras de una calidad artística destacable. Tal es lo que sucede con “Versiones”, libro de cuentos de Carlos Miguel Fanchovich; que fuera presentada durante la Feria en el Día de Tierra del Fuego.

El volumen fue publicado por la Editora Cultural de esa provincia, como parte de las creaciones de los literatos locales seleccionados en su convocatoria. No es la primera incursión en las letras de Fanchovich, quien ya había publicado las piezas teatrales “Fuera de Juego” y “Dos”; ambas puestas en escena en Buenos Aires.

Se reúnen en el tomo siete cuentos; cuya temática y estilo los agrupa, en forma natural, en dos partes. La primera junta seis narraciones de temas varios, que van desde el cine (en “Púdrete, Bogart”) al universo onírico (“Hogares”); desde el deporte (“Caprichos de La Caprichosa”) a la historia y la Literatura (“En el nombre de la historia”); desde el terror sobrenatural (“Desalojo”) hasta el espanto propio de la condición humana (“Botija”).

En cada uno de esos relatos iniciales, se descubre la figura de un protagonista sobre el que gira la trama; actor principal cuya estructura psicológica al autor logra describir con trazos simples y firmes. Un intelectual con principios, que lo enfrentan a una sociedad acomodaticia; un individuo que se despierta convertido no en un insecto como el personaje de Kafka, sino en Humphrey Bogart; un asesino reflexivo pero despiadado; un soñador que inventa sus propios sueños; una persona normal y corriente, que se introduce de manera súbita en una dimensión tenebrosa; y un futbolista que se siente, por un instante, el centro del cosmos. Este abigarrado conjunto de seres mora en los mundos que creó Fanchovich, sufriendo los escenarios de pesadilla cuyo final no es feliz.

La segunda parte del tomo, con el título de “Magallanes & Magalahes. Guerrerías”, junta una serie de relatos en torno a la figura del (cuasi) circunnavegante Hernando de Magallanes; escritos con sutileza y orfebrería literaria. En un estilo antiguo, casi renacentista, con algunos pasajes de prosa moderna, se desarrollan cuatro episodios, “Pájaros del agua”, “El marinero Francisco Rodríguez”, “Capitán General” y “Mactán”; que narran una serie de hechos relacionados con distintos momentos de la vida (y la muerte) de Magallanes. Tienen dos características: son expuestos desde el punto de vista de diversos personajes y no son lineales; ya que se altera adrede el orden cronológico de los acontecimientos descriptos.

Un par de párrafos, permitirán valorar la talla del texto. Este es el pasaje inicial:

“Son dieciocho espectros descalzos. Dieciocho cuerpos, enfermos los más, en mangas de camisa; raídas aquellas camisas, percudido el lino antes inmaculado. Dieciocho sombras oscilando contra las piedras de los muros y las calles de Sevilla, dieciocho sombras proyectadas por los fulgores de cada una de las dieciocho velas que portan los deambulantes”.

Y este el final:

“Por un instante, Magallanes, que ha vuelto a ser Magalhaes, siente un fuego que se le mete dentro y que arde en un relámpago. Pronto, el fuego se aquieta, como se aquieta el tiempo. Al fuego y al tiempo los van apagando unos gusanos de frío que se propagan por todo el cuerpo, hasta enquistarse en las entrañas. El hombre ya no siente, no siente nada.”

Seguramente, quienes lean “Versiones” podrán encontrar más significados e interpretaciones que las enunciadas en este breve comentario. Porque es un libro con un contenido hondo y variado; que entretendrá a los lectores y los hará pensar. Y también les permitirá conocer, un poco más, en que anda la Literatura fueguina por estos días.

J.E.L.V.




(*) “Versiones” - Fanchovich, Carlos Miguel. Editora Cultural Tierra del Fuego, Ushuaia, 2014.
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viernes, 3 de julio de 2015

EL CUENTO DE HOY




Retrato de familia

por Olga Starzak




Mientras imaginaba la escena del cuadro familiar que estaba a punto de retratar, recordé la pregunta de mi mujer apenas le presenté a Victoria. Quería saber por qué ella y yo casi no nos hablábamos. No tenemos nada para decirnos, le dije. La sorprendió mi respuesta. Cómo me vas a decir eso, ¡es tu hermana! Sí, pero nos conocemos muy poco.

Nuestros padres habían vivido en su estancia en la provincia de Río Negro desde que se casaron. Cuando tuvimos edad para iniciar la escuela se vieron obligados a separarnos del núcleo familiar. Nos esperaba el mejor nivel educativo: a mí me llevaron a Buenos Aires y me alojaron en un colegio privado -de carácter religioso, sólo para varones- en el centro mismo de la Capital Federal. Dos años más tarde, atendiendo a las súplicas de Victoria que no aceptaba alejarse tanto de ellos, la inscribieron en una escuela de monjas, en Neuquén.
Veía a mi hermana dos o tres veces al año. Al principio la distancia no había sido un obstáculo; éramos aún chicos y en cada reencuentro reiniciábamos los juegos infantiles, pero a medida que los años pasaron nuestras vidas comenzaron a transitar caminos paralelos y  el vínculo se fue debilitando.
Al ingresar a la secundaria me había convertido en un chico extrovertido y adaptado a la vida porteña. Victoria, en cambio, no dejaba de sufrir la lejanía. Era muy jovencita pero ya parecía tener en claro que sus estudios universitarios  se encaminarían a la  vida en el campo.

En las vacaciones de invierno o verano, cuando nos reuníamos en casa,  me aburría enormemente. Ella pasaba largas horas en el establo con sus caballos, montando su yegua y saliendo a recorrer la tierra  siempre añorada.
Nos sorprendió la adolescencia. Un día nos descubrimos grandes y desconocidos. Nuestros padres aceptaban esta realidad con resignación; de alguna manera sus hijos estaban pagando el costo de una vida sin privaciones, y aunque siempre intuí cuánto les dolía, nunca hablaban del tema.

El verano de 1990 Victoria cumplió dieciséis años. Su cuerpo había tomado formas de mujer, se habían afinado sus rasgos delatando el encanto de los años juveniles; el mismo que ahora luce Atina.
Cuando en la siguiente Semana Santa volvió a casa, estaba embarazada de tres meses.
Mi madre me envió una carta contándome la noticia que tanto la preocupaba. Pese a todos los intentos por conocer quién era el padre del bebé, Victoria se negó a revelarlo, y ese año interrumpió sus estudios para tener a su hija.
En el verano, cuando nos encontramos,  Atina había nacido.

Los pocos vecinos que vieron crecer el vientre de Victoria, sabían de su maternidad;  para todos los demás fue la hija de la madurez de mi madre, quien no se preocupaba en aclarar lo contrario. La chiquita, aún sabiendo la verdad, siempre la llamó “mamá”.

El día que me recibí de profesor de bellas artes se notaba la desilusión en el rostro de mi padre. Él hubiese querido que sea administrador de empresas para que me hiciera cargo de sus cuentas bancarias, de sus inversiones y actividades financieras. Al momento de la entrega del título estaban todos allí,  sentados en la segunda fila del salón de la universidad. Cuando recibí el diploma y bajé las escalinatas en busca del abrazo de los míos, Victoria se adelantó; llevaba a Atina de la mano. Besé a mi hermana y sentí la  necesidad de expresarle cuánto la quería. Acaricié la cabeza de la niña que observaba la escena sin comprender demasiado. Se acercó mi madre y detrás mi padre. Estamos orgullosos de vos, dijo él. Sentí una intensa punzada en el centro mismo del estómago e hice esfuerzos para no vomitar.

Nos reunimos otra vez en la graduación de Victoria. Fui con mi futura esposa que mostraba con orgullo su  embarazo. Mi hermana se había convertido en la ingeniera agrónoma de sus sueños,  y dedicó su título al hombre que poco después sería el esposo. Se radicó en el campo, construyó su hogar cercano al de nuestros padres y así recuperó, en parte,  a Atina. Creo que a la niña no le costó entender que había sido fruto de un amor desavenido.

Cuando nació mi primer hijo sentí que la paternidad era un don preciado. A menudo pensaba en Atina; en esa niña a la que se la había protegido vedándole el derecho de conocer su identidad. Admiraba la valentía de mi hermana, su nobleza. No era más que su propia culpa  y un amor incondicional.

Yo pasaba largas horas en el atelier. Mis pinturas habían tenido –vaya a saber si por talento o por cuestiones del destino- buena acogida en la aristocracia porteña. Los hoteles de renombre estaban decorados con mis cuadros. Exponía en las más importantes galerías del país. Pero había un cuadro que aún no me había animado a pintar. Era aquel cuadro familiar, el que ahora estaba a punto de comenzar.

Nos hallábamos todos en la finca, un nuevo año se avecinaba. Por primera vez en mucho tiempo, a pedido de mi esposa y pensando en los niños y los pocos momentos para compartir a pleno con sus abuelos, acepté las vacaciones allí.
Los días previos a la Nochebuena transcurrieron en un clima ameno. Mi mujer y Victoria se sentaban a menudo en el parque y mantenían extensas conversaciones, los chicos disfrutaban de los mimos de los adultos. El marido de Victoria reproducía la conducta que siempre asumía a nuestra llegada; casi como si le invadiéramos su propiedad, su mundo. O tal vez por otras razones se aislaba en su cuarto y sólo participaba de las reuniones  a la hora del almuerzo y la cena.
Atina desplegaba dotes de madrecita para los más pequeños; todos ellos la llamaban tía. Fue a raíz de ese detalle, en la cena de la víspera del Año Nuevo,  cuando se suscitó la conversación más desgraciada que jamás imaginé. Se originó por un hecho violento que,  traducido en palabras, comenzó más o menos así: Adolfo, el esposo de Victoria, le preguntó a mi hijo  por qué llamaba tía a Atina. Ante la mirada perpleja de todos los adultos y la del niño mismo, continuó diciéndole que ya tenía edad suficiente para saber que Atina era hija de Victoria. ¡Entonces es mi prima!, aseguró el pequeño; ¿Cómo no lo sabía? Le respondió que no lo sabía simplemente porque nadie se lo había contado.
 Los demás niños, quizás debido a la edad,  no comprendían muy bien lo que estaba sucediendo. Victoria le pidió a Adolfo que no continuara, que el chico era aún pequeño para entender aquello. No, no creo que lo sea, continuó, y le preguntó a Atina qué opinaba. La jovencita sonrió y le dijo que carecía de importancia; después de todo soy una chica atípica,  tengo dos madres,  agregó con la libertad y espontaneidad con la que suelen asumir estas cosas quienes han vivido en medio del afecto. Mi hijo insistió: ¿quién es entonces el padre de Atina?, ¿por qué no está acá? Victoria se apresuró a contestar: no está acá porque murió. ¿Vos lo conociste?, le preguntó a Atina. La muchacha no contestó e inmediatamente mi mujer le pidió al niño, con energía,  que se callara  la boca.
 Mis padres pidieron un brindis por estar todos juntos.

Después de la medianoche me encerré en el cuarto. Esbocé los contornos en lápiz negro y esperé que en mi mente las imágenes tomaran forma. Fueron  días de intenso trabajo.
En el centro del lienzo, mis padres. Mamá con sus labios  pintados de rojo, como lo hacía sólo para las ocasiones especiales, con un vestido debajo de las rodillas y sin mangas; un collar de perlas  en el cuello y el cabello recogido. Papá con los bigotes recortados con prolijidad, las entradas en las sienes bien delineadas por el fijador que había usado para acomodar su peinado, de traje y corbata; un clavel rojo en la solapa del cuello. A los lados de mis padres,  Victoria y yo. Mi hermana lucía su cabello con rulos, sin haberse ocupado de arreglarlos, consciente de que con su caer espontáneo le daban ese toque campestre del que ella no podía deshacerse;  un pantalón adherido a las piernas dejaba entrever la armonía de aquellos músculos trabajados sobre el caballo. Su brazo se estiraba reposando la mano sobre el hombro de Atina que,  sentada en medio de sus abuelos, sonreía. Los mismos ojos que Victoria, el mismo tono opalino que el de mi piel. El cabello rizado de ambos y la sonrisa que ninguno de los dos tenía. La mirada vivaz, la fuerza de la energía irradiando a través de ella; una pollera acampanada le tapaba las piernas hasta los tobillos;  una blusa de brodery, con múltiples botones mostraban sus pechos ya crecidos, la tersura del escote, la finísima cintura.
 Era idéntica a su madre.
A mi derecha, mi esposa, sobria; y sentados a sus pies, nuestros dos hijos. A la izquierda de Victoria, su marido. El ceño fruncido. En sus brazos, la niña de ambos.
El mío era un rostro entregado a la paz. La paz que irrumpe cuando se mata la culpa.
Con los últimos trazos de la pintura aún fresca, escribí la dedicatoria.
Y salí a caminar sin rumbo.

A cada paso mis pies se hunden en la tierra  del Valle Salado. Subo y bajo los montículos rojizos de esa greda, testimonio de mi historia. La cabeza siempre gacha y la mirada atenta. A menudo detengo el andar. Vuelvo los pasos por los lugares que ya he transitado, una y otra vez. Es uno de esos días en que las piedras destellan convirtiéndose en espejos de los rayos del sol. Me saco la remera, la anudó en cuatro puntas como cuando joven, y me cubro la cabeza. Ahora el calor lastima mi espalda. Descanso primero en una de las colinas, bebo de la cantimplora, seco con la mano el sudor de la frente y evoco el pasado.
 Con esfuerzo me levanto y reinicio la marcha, desandando el camino. Trazo el mismo sendero hasta encontrar  el preciso lugar   que entonces fuera testigo de aquella locura. 
Llega la noche.  Acomodo mi cuerpo en el borde de un alto cañadón, y me dejo caer hacia  el sueño eterno.


Hace unas horas me animé a entrar al atelier que mi hermano armó aquí, en esta casa tan querida. A no ser por la dedicatoria, no hubiese quemado jamás el lienzo donde produjo su obra maestra. Porque es en realidad la prueba de su talento y a la vez de su inquebrantable pasión artística. Primero pensé en borronear esas palabras escritas a fuego en el borde inferior  de su obra.
Me abruman los recuerdos. Era una tarde tibia de diciembre; no hacía una semana que habíamos arribado a la casa desde nuestros lugares de estudio. Esa noche, a diferencia de tantas otras, nos quedamos hasta la madrugada conversando en ese living que utilizó para retratarnos. Varias veces nos miramos a los ojos,  y los desviamos. Nos contamos  proyectos. En algún momento tomó mi mano; me avergonzó sentirla temblar. Habló, con pasión, de su deseo de ingresar cuanto antes a la facultad. Quería ser artista, quería adornar la ciudad con esculturas,  dejar su nombre  en la historia del arte. Yo le sonreía, no quería otra cosa que saber de arbustos y tierras fértiles, de frutos cosechados por mis manos, esas mismas manos con sed por acariciar la tierra y verla prosperar. Nos reímos ambos; hasta comentamos que algo en la genética estaba equivocado, que nuestras vocaciones se habían trastocado. Cuando nos fuimos a acostar no logré cerrar los ojos. La luz prendida de su cuarto me indicó que él tampoco.
Nos encontramos a las seis de la mañana en la galería. Mamá se nos acercó y nos expresó su alegría por tenernos en casa. Al unísono le dijimos que también estábamos felices. Creo que a los dos nos sorprendió esa respuesta.
Le pregunté si estaba seguro de que quería montar, tenía que estar preparado para hacerlo durante horas porque el Valle Salado estaba a más de cien kilómetros, casi cerca de la ciudad de General Roca. La noche anterior habíamos conversado sobre salir a pasear por los alrededores, y me dijo que le gustaría volver a aquel lugar que no visitaba desde niño. Yo lo había hecho a menudo en las últimas vacaciones. Armamos la mochila de camping, le presté ropa adecuada y salimos. Confesó que le gustaba montar y que a pesar del tiempo que no lo intentaba podía hacerlo sin pasar vergüenza.

Llegamos al mediodía; tiramos una manta en el medio del valle y después de descansar, de cara al sol, deslumbrados por el paisaje que teníamos sólo para nosotros, comimos algo de lo que llevábamos y tomamos algunas cervezas que conservábamos frescas en el refrigerador portátil. No sé cómo empezó. Recuerdo haber sentido el roce de su muslo contra el mío.
 Después nos mantuvimos muy cerca uno del otro, sin siquiera mirarnos. Todavía se sentía el ritmo de nuestros corazones  y el ardor de las pieles negándose a cesar.
Nos prometimos olvidar.
Después Atina.
El pacto de silencio.
El acuerdo eterno, hasta hoy.

Hasta hoy..., cuando la culpa lo traicionó y escribió en esa tela que ya terminó de arder: “a Atina, tu padre”. 
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