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viernes, 3 de julio de 2015

EL CUENTO DE HOY




Retrato de familia

por Olga Starzak




Mientras imaginaba la escena del cuadro familiar que estaba a punto de retratar, recordé la pregunta de mi mujer apenas le presenté a Victoria. Quería saber por qué ella y yo casi no nos hablábamos. No tenemos nada para decirnos, le dije. La sorprendió mi respuesta. Cómo me vas a decir eso, ¡es tu hermana! Sí, pero nos conocemos muy poco.

Nuestros padres habían vivido en su estancia en la provincia de Río Negro desde que se casaron. Cuando tuvimos edad para iniciar la escuela se vieron obligados a separarnos del núcleo familiar. Nos esperaba el mejor nivel educativo: a mí me llevaron a Buenos Aires y me alojaron en un colegio privado -de carácter religioso, sólo para varones- en el centro mismo de la Capital Federal. Dos años más tarde, atendiendo a las súplicas de Victoria que no aceptaba alejarse tanto de ellos, la inscribieron en una escuela de monjas, en Neuquén.
Veía a mi hermana dos o tres veces al año. Al principio la distancia no había sido un obstáculo; éramos aún chicos y en cada reencuentro reiniciábamos los juegos infantiles, pero a medida que los años pasaron nuestras vidas comenzaron a transitar caminos paralelos y  el vínculo se fue debilitando.
Al ingresar a la secundaria me había convertido en un chico extrovertido y adaptado a la vida porteña. Victoria, en cambio, no dejaba de sufrir la lejanía. Era muy jovencita pero ya parecía tener en claro que sus estudios universitarios  se encaminarían a la  vida en el campo.

En las vacaciones de invierno o verano, cuando nos reuníamos en casa,  me aburría enormemente. Ella pasaba largas horas en el establo con sus caballos, montando su yegua y saliendo a recorrer la tierra  siempre añorada.
Nos sorprendió la adolescencia. Un día nos descubrimos grandes y desconocidos. Nuestros padres aceptaban esta realidad con resignación; de alguna manera sus hijos estaban pagando el costo de una vida sin privaciones, y aunque siempre intuí cuánto les dolía, nunca hablaban del tema.

El verano de 1990 Victoria cumplió dieciséis años. Su cuerpo había tomado formas de mujer, se habían afinado sus rasgos delatando el encanto de los años juveniles; el mismo que ahora luce Atina.
Cuando en la siguiente Semana Santa volvió a casa, estaba embarazada de tres meses.
Mi madre me envió una carta contándome la noticia que tanto la preocupaba. Pese a todos los intentos por conocer quién era el padre del bebé, Victoria se negó a revelarlo, y ese año interrumpió sus estudios para tener a su hija.
En el verano, cuando nos encontramos,  Atina había nacido.

Los pocos vecinos que vieron crecer el vientre de Victoria, sabían de su maternidad;  para todos los demás fue la hija de la madurez de mi madre, quien no se preocupaba en aclarar lo contrario. La chiquita, aún sabiendo la verdad, siempre la llamó “mamá”.

El día que me recibí de profesor de bellas artes se notaba la desilusión en el rostro de mi padre. Él hubiese querido que sea administrador de empresas para que me hiciera cargo de sus cuentas bancarias, de sus inversiones y actividades financieras. Al momento de la entrega del título estaban todos allí,  sentados en la segunda fila del salón de la universidad. Cuando recibí el diploma y bajé las escalinatas en busca del abrazo de los míos, Victoria se adelantó; llevaba a Atina de la mano. Besé a mi hermana y sentí la  necesidad de expresarle cuánto la quería. Acaricié la cabeza de la niña que observaba la escena sin comprender demasiado. Se acercó mi madre y detrás mi padre. Estamos orgullosos de vos, dijo él. Sentí una intensa punzada en el centro mismo del estómago e hice esfuerzos para no vomitar.

Nos reunimos otra vez en la graduación de Victoria. Fui con mi futura esposa que mostraba con orgullo su  embarazo. Mi hermana se había convertido en la ingeniera agrónoma de sus sueños,  y dedicó su título al hombre que poco después sería el esposo. Se radicó en el campo, construyó su hogar cercano al de nuestros padres y así recuperó, en parte,  a Atina. Creo que a la niña no le costó entender que había sido fruto de un amor desavenido.

Cuando nació mi primer hijo sentí que la paternidad era un don preciado. A menudo pensaba en Atina; en esa niña a la que se la había protegido vedándole el derecho de conocer su identidad. Admiraba la valentía de mi hermana, su nobleza. No era más que su propia culpa  y un amor incondicional.

Yo pasaba largas horas en el atelier. Mis pinturas habían tenido –vaya a saber si por talento o por cuestiones del destino- buena acogida en la aristocracia porteña. Los hoteles de renombre estaban decorados con mis cuadros. Exponía en las más importantes galerías del país. Pero había un cuadro que aún no me había animado a pintar. Era aquel cuadro familiar, el que ahora estaba a punto de comenzar.

Nos hallábamos todos en la finca, un nuevo año se avecinaba. Por primera vez en mucho tiempo, a pedido de mi esposa y pensando en los niños y los pocos momentos para compartir a pleno con sus abuelos, acepté las vacaciones allí.
Los días previos a la Nochebuena transcurrieron en un clima ameno. Mi mujer y Victoria se sentaban a menudo en el parque y mantenían extensas conversaciones, los chicos disfrutaban de los mimos de los adultos. El marido de Victoria reproducía la conducta que siempre asumía a nuestra llegada; casi como si le invadiéramos su propiedad, su mundo. O tal vez por otras razones se aislaba en su cuarto y sólo participaba de las reuniones  a la hora del almuerzo y la cena.
Atina desplegaba dotes de madrecita para los más pequeños; todos ellos la llamaban tía. Fue a raíz de ese detalle, en la cena de la víspera del Año Nuevo,  cuando se suscitó la conversación más desgraciada que jamás imaginé. Se originó por un hecho violento que,  traducido en palabras, comenzó más o menos así: Adolfo, el esposo de Victoria, le preguntó a mi hijo  por qué llamaba tía a Atina. Ante la mirada perpleja de todos los adultos y la del niño mismo, continuó diciéndole que ya tenía edad suficiente para saber que Atina era hija de Victoria. ¡Entonces es mi prima!, aseguró el pequeño; ¿Cómo no lo sabía? Le respondió que no lo sabía simplemente porque nadie se lo había contado.
 Los demás niños, quizás debido a la edad,  no comprendían muy bien lo que estaba sucediendo. Victoria le pidió a Adolfo que no continuara, que el chico era aún pequeño para entender aquello. No, no creo que lo sea, continuó, y le preguntó a Atina qué opinaba. La jovencita sonrió y le dijo que carecía de importancia; después de todo soy una chica atípica,  tengo dos madres,  agregó con la libertad y espontaneidad con la que suelen asumir estas cosas quienes han vivido en medio del afecto. Mi hijo insistió: ¿quién es entonces el padre de Atina?, ¿por qué no está acá? Victoria se apresuró a contestar: no está acá porque murió. ¿Vos lo conociste?, le preguntó a Atina. La muchacha no contestó e inmediatamente mi mujer le pidió al niño, con energía,  que se callara  la boca.
 Mis padres pidieron un brindis por estar todos juntos.

Después de la medianoche me encerré en el cuarto. Esbocé los contornos en lápiz negro y esperé que en mi mente las imágenes tomaran forma. Fueron  días de intenso trabajo.
En el centro del lienzo, mis padres. Mamá con sus labios  pintados de rojo, como lo hacía sólo para las ocasiones especiales, con un vestido debajo de las rodillas y sin mangas; un collar de perlas  en el cuello y el cabello recogido. Papá con los bigotes recortados con prolijidad, las entradas en las sienes bien delineadas por el fijador que había usado para acomodar su peinado, de traje y corbata; un clavel rojo en la solapa del cuello. A los lados de mis padres,  Victoria y yo. Mi hermana lucía su cabello con rulos, sin haberse ocupado de arreglarlos, consciente de que con su caer espontáneo le daban ese toque campestre del que ella no podía deshacerse;  un pantalón adherido a las piernas dejaba entrever la armonía de aquellos músculos trabajados sobre el caballo. Su brazo se estiraba reposando la mano sobre el hombro de Atina que,  sentada en medio de sus abuelos, sonreía. Los mismos ojos que Victoria, el mismo tono opalino que el de mi piel. El cabello rizado de ambos y la sonrisa que ninguno de los dos tenía. La mirada vivaz, la fuerza de la energía irradiando a través de ella; una pollera acampanada le tapaba las piernas hasta los tobillos;  una blusa de brodery, con múltiples botones mostraban sus pechos ya crecidos, la tersura del escote, la finísima cintura.
 Era idéntica a su madre.
A mi derecha, mi esposa, sobria; y sentados a sus pies, nuestros dos hijos. A la izquierda de Victoria, su marido. El ceño fruncido. En sus brazos, la niña de ambos.
El mío era un rostro entregado a la paz. La paz que irrumpe cuando se mata la culpa.
Con los últimos trazos de la pintura aún fresca, escribí la dedicatoria.
Y salí a caminar sin rumbo.

A cada paso mis pies se hunden en la tierra  del Valle Salado. Subo y bajo los montículos rojizos de esa greda, testimonio de mi historia. La cabeza siempre gacha y la mirada atenta. A menudo detengo el andar. Vuelvo los pasos por los lugares que ya he transitado, una y otra vez. Es uno de esos días en que las piedras destellan convirtiéndose en espejos de los rayos del sol. Me saco la remera, la anudó en cuatro puntas como cuando joven, y me cubro la cabeza. Ahora el calor lastima mi espalda. Descanso primero en una de las colinas, bebo de la cantimplora, seco con la mano el sudor de la frente y evoco el pasado.
 Con esfuerzo me levanto y reinicio la marcha, desandando el camino. Trazo el mismo sendero hasta encontrar  el preciso lugar   que entonces fuera testigo de aquella locura. 
Llega la noche.  Acomodo mi cuerpo en el borde de un alto cañadón, y me dejo caer hacia  el sueño eterno.


Hace unas horas me animé a entrar al atelier que mi hermano armó aquí, en esta casa tan querida. A no ser por la dedicatoria, no hubiese quemado jamás el lienzo donde produjo su obra maestra. Porque es en realidad la prueba de su talento y a la vez de su inquebrantable pasión artística. Primero pensé en borronear esas palabras escritas a fuego en el borde inferior  de su obra.
Me abruman los recuerdos. Era una tarde tibia de diciembre; no hacía una semana que habíamos arribado a la casa desde nuestros lugares de estudio. Esa noche, a diferencia de tantas otras, nos quedamos hasta la madrugada conversando en ese living que utilizó para retratarnos. Varias veces nos miramos a los ojos,  y los desviamos. Nos contamos  proyectos. En algún momento tomó mi mano; me avergonzó sentirla temblar. Habló, con pasión, de su deseo de ingresar cuanto antes a la facultad. Quería ser artista, quería adornar la ciudad con esculturas,  dejar su nombre  en la historia del arte. Yo le sonreía, no quería otra cosa que saber de arbustos y tierras fértiles, de frutos cosechados por mis manos, esas mismas manos con sed por acariciar la tierra y verla prosperar. Nos reímos ambos; hasta comentamos que algo en la genética estaba equivocado, que nuestras vocaciones se habían trastocado. Cuando nos fuimos a acostar no logré cerrar los ojos. La luz prendida de su cuarto me indicó que él tampoco.
Nos encontramos a las seis de la mañana en la galería. Mamá se nos acercó y nos expresó su alegría por tenernos en casa. Al unísono le dijimos que también estábamos felices. Creo que a los dos nos sorprendió esa respuesta.
Le pregunté si estaba seguro de que quería montar, tenía que estar preparado para hacerlo durante horas porque el Valle Salado estaba a más de cien kilómetros, casi cerca de la ciudad de General Roca. La noche anterior habíamos conversado sobre salir a pasear por los alrededores, y me dijo que le gustaría volver a aquel lugar que no visitaba desde niño. Yo lo había hecho a menudo en las últimas vacaciones. Armamos la mochila de camping, le presté ropa adecuada y salimos. Confesó que le gustaba montar y que a pesar del tiempo que no lo intentaba podía hacerlo sin pasar vergüenza.

Llegamos al mediodía; tiramos una manta en el medio del valle y después de descansar, de cara al sol, deslumbrados por el paisaje que teníamos sólo para nosotros, comimos algo de lo que llevábamos y tomamos algunas cervezas que conservábamos frescas en el refrigerador portátil. No sé cómo empezó. Recuerdo haber sentido el roce de su muslo contra el mío.
 Después nos mantuvimos muy cerca uno del otro, sin siquiera mirarnos. Todavía se sentía el ritmo de nuestros corazones  y el ardor de las pieles negándose a cesar.
Nos prometimos olvidar.
Después Atina.
El pacto de silencio.
El acuerdo eterno, hasta hoy.

Hasta hoy..., cuando la culpa lo traicionó y escribió en esa tela que ya terminó de arder: “a Atina, tu padre”. 
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