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jueves, 10 de septiembre de 2015

EL CUENTO DE HOY




EL REGRESO

Por David Aracena (*)




    Venía escapándose de sus implacables perseguidores. Y de él mismo, también.
       Los puentes —pensó— son siempre grises. No pueden ser de otro color.
     Admitió que era posible que fueran azules, blancos o amarillos, pero el puente que conoció en su infancia tenía ese color desvaído de las nubes cuando va a llover; cualquier otra posibilidad no tenía mayor relevancia.
    Después de mucho tiempo, volvía a su casa. A medida que andaba iba reconociendo cada lugar. El camino bordeaba el río. Estaba ya cerca del puente.
     Cuando niño, de noche, escuchaba el ruido del agua contra los pilares de la estructura con olor a moho y a herrumbre.
     Recordó la primera vez que remontó la costa gredosa, de un amarillo casi blanco, y los cangrejos que pescaban con su padre, la dura caparazón.
    Ya faltaba poco para ver la baranda más alta del puente. Pasando el repecho que tenía adelante, vería la torre de la iglesia, y después los techos del pueblo.
     Aspiró la brisa que venía del río, el aroma inconfundible de los árboles.
   De chico, le había gustado saber que había del otro lado del río. "La felicidad está en la otra orilla". Esto lo había leído hacía mucho. Nadie lo espera. Sólo él sabe que está cerca de su casa. Cruzó el puente. Crujía el andamiaje de acero como antes, con ese mismo ruido que conocía.
     Llevaba días y días escapándose de sus perseguidores, estaba seguro que ninguno de ellos sabía dónde se encontraba.
     Alcanzó a ver de pronto el techo de su casa. Ahí estaría a cubierto de todo, como cuando era pequeño.
    Ahí cerca estaba la quinta. Advirtió una mancha oscura. Observó bien. Distinguió el saco inconfundible de su padre y el sombrero aludo para los días de sol.
    Vaya con papá —pensó—. En un tiempo, el padre solía usarlo siempre. Después pasó al cuarto de los trastos inservibles. Sonrió ante la idea de su padre de volver al saco olvidado.
    Ahora distinguía bien a su padre de espalda. Y con el sombrero aludo y viejo. Ya más cerca, a través del follaje, lo vio demasiado tieso. Ahora que había andado tanto del otro lado del río, sabría que había aquí en esta orilla.
     Iba a decirle a su padre:
    —Aquí estoy para siempre! —cuando alcanzó a ver el brillo inconfundible de un arma, y en tanto miraba el hueco redondo por el que ascendía un hilo delgado de humo, pudo ver que frente a él, no estaba su padre sino que era un espantapájaros.
     Cerca, los gorriones volaban confiados.
   Ahora sabría qué había en esta orilla. ¡Y esta vez para siempre!




(*) Escritor de Comodoro Rivadavia (1914 – 1987). Tomado de su obra “Papá botas altas” (G Pro Cultura, Comodoro Rivadavia, 1986).
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