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lunes, 23 de noviembre de 2015

EL CUENTO DE HOY


"Cuidando la toldería" - Obra de Francisco Madero Marenco


EL DUELO

Por Fernando Nelson (*)


Cuando el hijo del cacique montó su caballo y se perdió en el sendero, no imaginó que iba cabalgando rumbo a la muerte.

Tal vez por eso (porque no lo sabía) lo apuró para alejarse de los toldos. Se trataba de una tarea menor y cotidiana: llegar a las Salinas Grandes para subirse al anca de su picazo negro y concentrar la mirada sobre el nuevo fuerte de los Huincas. Había que esperar las carretas con civiles para volver con los malones. No ignoraba  que los invasores los estaban doblegando: demasiados hermanos muertos ya en tantas  encerronas; demasiadas leguas de campo perdidas ante el fuego atronador de los fusiles y ahora –también- de los cañones.

Pero esa mañana, al dejar atrás la tierra seca salpicada de matas, al pisar su caballo la interminable superficie del salitral, no buscó el lugar de siempre: se quedó en silencio y acariciando a su potro para que estuviera quieto. Miró hacia la derecha, hacia el raleado  monte de juncos. Su instinto de guerrero avezado le sugirió la presencia de una sombra, de alguien escondido. Mientras escudriñaba las ramas vio moverse algo y de pronto apareció un jinete –un jinete solitario– que el nativo reconoció como un gaucho alistado en el Ejército; venía montado en un caballo pampa como él, y como él también lo montaba en pelo, y sus armas eran la larga lanza, las boleadoras en la mano izquierda y el cuchillo en la cintura. Los diferenciaba la ropa, y el lancero supo que ese gaucho no era un gaucho más. No sólo su aspecto era rudo y temerario: el haberse presentado solo frente a él hablaba por sí mismo: nunca antes un blanco lo había buscado para una franca pelea a muerte, y menos allí, esperándolo en medio de la nada. Un mal presentimiento lo hizo encomendarse a Soychu.

Los dos hombres se miraron un instante. Cuando el Huinca comenzó a avanzar y acomodó la lanza en su mano derecha, el indio tuvo la seguridad de que sólo tenía que ponerse a tiro para chuzarlo con su propia tacuara. Y no podía fallar porque no le gustaba ese hombre que lo había estado esperando como si no conociera el miedo.

 No le gustaba que viniera montado en un caballo pampa como el suyo, con la cola tusada –también– a media altura.

 Por último, no le gustaba que el otro tomara al caballo de las crines, ultrajando la costumbre de su gente.

Ambos se aproximaron en pequeños rodeos que dibujaban sus monturas, para ser un blanco difícil de encontrar con la lanza o con las boleadoras. El gaucho movió el brazo derecho, lo suficiente para que el otro interpretara que iba a arrojar la lanza impredecible. Por eso  el guerrero se apuró; por eso la arrojó primero, aún sabiendo que estaba un poco lejos. El gaucho movió apenas su cuerpo y la tacuara mortal pasó de largo y fue a perderse en el monte de juncos. Recién el Huinca apuró a su potro, mientras su adversario tomaba las boleadoras, que no pudo usar: el afilado acero del gaucho –que era la punta de su lanza inexorable- ya había sido tirado, ya había  cortado el aire, ya se le había clavado en el pecho, y el hijo del cacique lanzó apenas un quejido antes de desplomarse hacia atrás en una caída pesada y definitiva, y su caballo, confundido, salió al galope por la plena salina como si el fantasma del indio lo fuera espantando.

El hombre blanco desenfundó el cuchillo y se quedó esperando, quieto en su montura, habituado como estaba a las sorpresivas artimañas de los indios. Recién cuando el otro dejó de moverse y quedó de costado agarrando  la lanza que lo había abatido,  se apeó con cautela. Se agachó y sus manos buscaron la cadena y la medalla que el nativo llevaba en el pecho. Al verlas de cerca vinieron a su mente los tiempos lejanos en que él y su madre habían sido aprisionados por ese grupo de salvajes, los que la habían violado y matado; recordó que él mismo había tenido que sobrevivir como cautivo: allí había conocido al hijo del cacique. Lo había visto aprender las artes de la guerra, y él mismo había aprendido con sólo mirarlo, hasta escapar una noche de lluvia cuando contaba doce años. En los veinte que luego habían transcurrido, decidió quién debía pagar por el daño recibido, y de qué modo. Agradeció a Dios que lo hubiera acompañado en esa tarea improbable, montó su overo, y se alejó despacio hacia el poblado.

  


(*) Escritor chubutense, radicado en Puán (Buenos Aires)
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