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sábado, 30 de enero de 2016

EL POEMA DE HOY



PIONERA DE LOS VIENTOS

Por Felipe Alarcón (*)




Pionera junto a los molles
amiga de soledades
vientre mismo de la tierra
por estas zonas australes.

Fundadora de mañanas
pusiste tu cuerpo al viento
y aguantaste tus sollozos
por la noche, en silencio.

Atrás quedaron montañas
saudades y mil nostalgias
y te aferraste a la tierra
con ansias, sudor, con ganas.

Italiana, paraguaya,
poco importa ya  tu origen
igual peleaste a la vida
en medio tan aborigen.

Seguiste fiel a tu hombre
después vinieron tus hijos
formando así tu familia
que Dios con bondad bendijo.

La tierra reclamó manos
los hijos pidieron crianza
y en la melga de tus sueños
tu fe se hizo esperanza.

El tiempo fue transcurriendo
los días se hicieron años
afrontando inclemencias
y al paisaje transformando.

El juez supremo del mundo
un día tocó tus fibras
desafiando tu estoicismo
poniendo la fe en ti misma.

En mi canto va prendido
el más grande monumento
ya no sos más extranjera
sos tan nuestra como el viento.



(*) Escritor comodorense. Este poema fue tomado de su libro “Mi cielo y los pájaros” (Edición del autor, Mendoza, 2001).
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sábado, 23 de enero de 2016

EL CUENTO DE HOY




1879

Por Mónica Soave



       Le alisa la ropa ensangrentada. Lo acomoda, le quita el pelo pegoteado de la frente, pero cree que está muy mal herido.
      “Si sale de ésta te prometo que pago mis deudas en el almacén”, dice Hugh. “Ayudalos, Diosito, no los dejes tan solos, tiene tres hijos que cuidar, una mujer, otra vida por delante.”
      Tiembla Hugh de frío y de miedo.
      “Yo te saco de ésta si me dejan”, sigue diciendo mientras lo tiende sobre la tierra dura y aplanada y no sabe para qué lado empezar a gritar, cuando al fin se da cuenta de que es el mismo Josuah quien ya está muerto. Le pasa un pañuelo limpio por la cara, el único que tiene. “Ya ni habla, ni se queja, Diosito, qué le hicieron.”

      Aquella tarde del 16 de junio, Hugh volvía para su casa cuando se chocó con el cuerpo de Josuah en el camino, esto usted ya lo sabe. ¡Y por lo que a mí me importan ahora los detalles! No voy a averiguar nada más. Ya ni siquiera puedo llorar, ya no me quedan lágrimas; pero ese día era su cuerpo, su cuerpo por tantos años amado y mío, siempre mío, aunque nadie lo supiera en un tiempo. Pero para qué le cuento a usted, a usted que solamente vino a investigar estos pormenores para la justicia.
      La realidad era que hacía unos días había aparecido en la Colonia un hombre sospechoso, extraño. Merodeaba por el lugar y no hablaba con nadie. Nos enteramos después de que se trataba de un fugitivo de la cárcel de Punta Arenas que había conseguido un caballo y había viajado cientos de kilómetros a través del campo hasta acá. El Consejo había resuelto apresar al hombre para enviarlo a Buenos Aires en el primer barco que llegara. Querían meterlo preso, quitarle su libertad. Esta libertad que yo tampoco consigo porque no puedo desprenderme del dolor; usted no entiende: el tiempo no pasa y Josuah ya no está. ¿Por qué no me explica por qué tuvo que ir él solo a buscarlo? Claro, usted no sabe. Desde Patagones nunca se sabe muy bien lo que pasa acá. Todo está estancado. Yo tampoco voy a moverme y si los chicos se ponen a llorar no me importa, ya alguien se va a arreglar, acá la gente es tan buena ¿no es lo que se dice? Servicial, atenta, preocupada por los problemas de los demás. Las agujas están paralizadas, ¿no las mira? Yo también estoy paralizada pero me obliga a contarle. Mejor. Así termino de una vez y me duermo, y que los chicos lloren todavía un poco, van a llorar tanto en la vida y no lo saben.
      “Diosito, no hay derecho, yo te hubiera prometido no beber ni una gota nunca”, me contó su amigo Hugh que había pedido cuando lo encontró. Todos lo querían. La última persona que lo vio con vida fue su propio asesino: cuando llegó al valle superior dos vecinos de la zona ya habían detenido al prófugo por su cuenta y se encontraron con Josuah en el camino. Los dos le ofrecieron acompañarlo, pero él les dijo que se volvieran a sus casas. ¿Por qué tuvo que hacer semejante cosa, cometer tal atropello? Parece que el evadido iba sin esposas y esto es casi seguro porque Josuah era así de confiado. Cuentan, imaginan, que mientras caminaban hacia Rawson, el hombre se detuvo a encender una pipa. Josuah, que olvidó por un infausto momento que lo custodiaba, siguió caminando muy despacio delante de él. Qué estaría pensando. El otro aprovechó ese instante de distracción y lo atacó por la espalda, clavándole su cuchillo. Dieciséis veces se lo clavó. Es horroroso. Cuando lo tuvo tirado en el piso le cortó la lengua para que no pudiera gritar y pedir auxilio. Después le robó su sombrero y su caballo y salió al galope para el campo. Eso me contaron, señor, pero a mí lo único que me queda es su olor. Quiero huir de él pero no me sale, está en cada rincón de esta casa, en las cortinas, en cada carpetita tejida, en los ojos de sus hijos, sí, los cinco míos tienen el pelo oscuro y ondulado como el suyo y ese mismo gesto marcado por la angustia y los ojos temerosos, esos últimos que cerré yo porque Hugh, el pobre y fiel Hugh, no había podido animarse.
      El cuerpo estaba de costado cuando él lo encontró. Los ojos abiertos miraban hacia un cielo que seguía azul. Sobre el pasto había un charco de sangre y también había sangre en la camisa de Josuah. Ya se lo dije: tenía fama de ser complaciente y servicial, siempre dispuesto a ayudar a quien lo necesitara, pero yo sé que, en el fondo, era un hombre perseguido por sus recuerdos.
      Ahora el tiempo parece avanzar un poco. Hace frío y sería bueno tomar una taza de té. Pero el aroma del té se mezcla con su olor que no puedo sacarme de encima. ¿Por qué no se lo llevó con él? Ese olor que ella había compartido, ella también, pero ahora no lo sabe, nunca lo supo. ¿Por qué no se llevó con él todas sus oscuridades, donde seguramente ya la habrá encontrado? Por supuesto que usted no entiende y yo no estoy siendo muy clara. Pero, tal vez en este momento en el que las agujas del reloj se mueven muy lentamente, pueda explicarle que Josuah llegó desde el sur de Gales, como tantos, con su mujer que dio a luz a una niña en el bergantín Mimosa. Lo recuerdo tan bien; fue un revuelo, todo un alboroto. Esa misma niña murió en el Mary Ellen, el barco que nos trasladó a las mujeres y a los chicos desde la costa al valle. Un destino atroz. Yo también había llegado con mis padres y mis hermanos y me había fijado en Josuah desde las primeras tormentas en el mar. Pero fue esa cruel tormenta de su vida la primera que nos acercó en cada una de nuestras soledades.
       Grace era una mujer tenaz: aterida de tristeza, golpeada por la muerte, harta de ese suelo reseco que no daba frutos y contra todas las voces en discordia, decidió no dejarse vencer y sembrar con Josuah en la tierra yerma. Trató de salir adelante para ayudarlo, para no llorar más. Pero sé que igual habrá llorado. Yo estaba de costado, como su cuerpo quieto cuando lo encontraron, de costado y esperando esos pocos momentos en los que imaginaba que él podía llegar a mis brazos. Yo tampoco lloraba. Me aferraba a sus miradas largas que siempre creía últimas, a sus adioses cuando se iba hacia ella, a sus olores que creía estúpidamente compartir. Tenía una mitad de él: la de su simple amistad y la de su desconsuelo.
      Pero, en medio de las desolaciones de amor estaba —seguía estando— la sequedad del terreno en el valle, la angustia de todos por encontrar una solución para poder comer, mire usted qué tema diferente. Le iba contando sobre la tierra negra y yerma. Grace y Josuah no tuvieron necesidad de arar ni de limpiar, arrastraron con un caballo un atado de arbustos con espinas para rastrillar el terreno y esparcir las semillas. “Tierra maldita”, dicen que dijo él. “Greda caliente, seca y estéril.”
      Cuando terminaron de sembrar tomó la pala, se fue hasta el borde mismo del río y abrió una zanja angosta. El agua fluyó en la superficie y él la fue guiando para que cubriera su tierra sembrada. Una semana después pequeños brotes comenzaron a crecer, y en unos días más, el terreno entero de ellos se convirtió en una espesa alfombra verde: era la única parcela que prometía trigo en todo el valle sin lluvias. “La tierra ha despertado de un letargo de siglos”, comentaba la gente, entusiasmada.
      Yo esperaba, siempre parada frente al reloj de péndulo de la casa de mis padres, paralizada. Pero Grace también se despabiló de su sueño y sus tantas lágrimas ocultadas y, en una noche de grillos, abrazó a Josuah bajo las sábanas. Lo supe porque al tiempo tuvieron otra niña, no porque él me lo hubiera contado. Era preciosa. Era la prueba de mi borrosa existencia. Era un angelito que se fue también al cielo con los demás ángeles al mes de haber nacido. Esta vez, Grace la siguió. Ya no le alcanzaron esas oscuridades que iba dejando Josuah, ni las espigas de trigo creciendo al sol, ni los abrazos de él bajo ningunas sábanas.
      Josuah se casó conmigo a los dos meses. Algunos de estos vecinos solícitos y corteses, amables y considerados, comenzaron a hablar mal de nosotros, en verdad, solamente de mí. “Fue su amante de siempre”, decían en el patio de la capilla mientras preparaban el servicio de té, mientras las mujeres lavaban la ropa en el río y secreteaban entre los mosquitos. Era mentira y no me afectaba. Como no me afecta ahora que vengan con sus lágrimas a decirme que lo sienten mucho, que nos quedamos tan solos y que qué será de estos cinco chicos tan pequeñitos y del otro, sin madre ni padre. La pena es por él, pero no por mí. Yo seré para siempre la intrusa, la segunda. Por fin Grace habrá ganado y se lo lleva ahora a esa definitiva tierra de ángeles, con sus dos niñitas vestidas de hadas rubias. Y está bien: tiene de nuevo a su familia reunida para siempre. A mí me queda sólo su sangre, esta tumba en la chacra, este tiempo que no transcurre y usted que me aniquila con sus ridículas preguntas. Por qué no me deja tranquila. Si ya está, si ya le dije todo. Si ya sabe que después de dos días de su muerte, encontraron al asesino oculto entre los juncos que crecían en un recodo del río. Lo mataron ahí. Yo hubiera hecho lo mismo. Le pegaron más de veinte tiros de escopeta, todos juntos. Le partieron el cráneo con la culata y lo enterraron enseguida en ese lugar, para que ni siquiera los chimangos pudieran acercársele. Lo que yo todavía no puedo entender es por qué Josuah se dejó matar, tal vez para pagar alguna vieja deuda que tenía con Grace, una traición en sueños. No sé, ya no me interesa. Quiero dormir, ¿usted no entiende? Y que los chicos sigan llorando si tienen ganas, al fin de cuentas, han perdido a su padre, que aúllen como lobos pero que, por piedad, algún alma con corazón se los lleve un rato afuera y me dejen en paz. He compartido siempre su recuerdo, pero esta vez no puedo con el abandono. Y será la ausencia la que se instale en esta casa después de que usted se haya ido, y los chicos, y el resto de mi familia, y mis vecinos solidarios y atentos. Después de que pueda moverme, cierre los ojos y el miedo se difumine.




NOTAS

En 1879, uno de los colonos, Aaron Jenkins, fue asesinado por un fugitivo chileno. Es probable que el reo haya sido uno de los evadidos del Penal de Punta Arenas durante el sangriento Motín de los Artilleros, en noviembre de 1877. Varios de ellos alcanzaron la Colonia.
En 1874 se había asignado al puerto de Rawson un subprefecto, y en 1875, a un comisario de inmigraciones. En 1879 el subprefecto Rodolfo Petit de Murat estaba a cargo de la Comisaría, el presidente del Consejo era James Rhys y como alguacil ad honorem, el mismo Aaron Jenkins.
Los vecinos que apresaron al prófugo y que se ofrecieron para acompañar a Aaron Jenkins fueron Jenkin Richards y Evan Edwards.
Fue Evan Jones quien, al volver a su casa, encontró el cuerpo de Aaron en el paso y enseguida avisó que había ocurrido un horrible asesinato.
Dieciocho colonos marcharon juntos y encontraron al asesino. Hicieron fuego en una sola descarga cerrada. De esta forma todos tuvieron la misma responsabilidad. No hubo sumario.
Años antes, Aaron Jenkins había descubierto por casualidad el secreto de la labranza exitosa en las tierras del valle: fue él quien construyó los primeros canales de riego.
Aaron estaba casado con Rachel, en segundas nupcias. Tenían un hijo, Richard, y Rachel tuvo efectivamente una hija en el Mimosa, Rachel (26 de junio de 1865), que murió el 22 de septiembre del mismo año a bordo del Mary Ellen. En 1868 nació Arianwen pero falleció al mes, lo mismo que su esposa (15 de julio de 1868). El 12 de septiembre del mismo año, Aaron se casó con Margaret Jones con la que tuvo cinco hijos.
Los datos anteriores son comprobables en los registros. Su infidelidad y supuestos amores paralelos entran en el terreno de la ficción.



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domingo, 17 de enero de 2016

EL POEMA DE HOY



Música


Por Pablo Lautaro (*)



Algo canta
en estas palabras fugaces
un aire místico escapa de ellas
como música sutil
buscando tus oídos sensibles.
En medio de un inédito ritmo
laten sinfonías.
Cuerdas y teclados
danzan en mi escenario
poblado
de melodiosos recuerdos.
Huyo entre himnos
Y añoro tu presencia
quizás
a través de este ritmo
pueda habitar
otra vez tu corazón.
Este es mi tiempo.
Soy la partitura sin componer
el instrumento sin ejecutar
para tu cuerpo orquestal
liberando canciones.




(*) Escritor neuquino. Este poema es de su libro “Huellas” (Edición del autor, Neuquén, 2009).

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domingo, 10 de enero de 2016

EL POEMA DE HOY




EL CAMINO Y SUS DOS EXTREMOS

Por Miguel Oyarzábal (*)

A la memoria de Raquel Poyo de Carrasco




Miro como juzgás la vida
desde tus ochenta años
como tomás nota de la historia
esa que nunca habrá de figurar en los libros
aquella que comenzamos a escribir
en un pueblo simple
y su escuela de madera.

Miro, escucho como hablás de tu niñez
moldeada con arcilla inmigrante
y el rigor de los años ásperos
que te dieron el porte,
la raíz y el ramaje.

Miro el tiempo desde mis cincuenta y cinco.
Por un rato
cuya mensura será inolvidable
quedo colgado
con la bandera trepada al mástil
en el pizarrón viejo de palabras
el poliladrón y las primeras oraciones
unido a las noches
las partidas
y el entrañable viento del sur
tan obstinado como la selva.

Miro como me enseñás nuevamente
que a los hombres,
a semejanza de Dios
hay que darles una segunda oportunidad.

Ahora me hallo en un banco de plaza
sin respaldo
sin apoyabrazos
así como estamos frente a la eternidad.

A través de tus ojos
que completan a los míos
igual que en la infancia
miro jugar a los chicos
y siento que la vida
es una página
que nunca estará en los libros
sin embargo
aún se continúa escribiendo.



(*) Escritor chubutense. Este poema fue tomado de su libro “Por lo que tengo” (Ediciones “El Mono Armado”, Buenos Aires, 2011).


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martes, 5 de enero de 2016

EL CUENTO DE HOY




EL VIENTO SOPLABA

Por Héctor Roldán (*)





     El viento soplaba de oeste a este. El viento soplaba. Y soplaba la mayoría de los días y de las noches. Intenso, seco y profundo como el murmullo de misteriosas siringas revoleando en las cimas de áridos cerros. Pehuen lo escuchaba venir en rápidas ráfagas repletas de granos de múltiples tierras. Arena de la cordillera, polvo de cañadones escondidos, fragmentos milenarios de deshidratadas conchas marinas, semillas de ásperos coirones, hojas de calafates muertos. Y así podía clasificar en las ráfagas las cosas de este mundo una por una, y juntarlas con sus largos dedos, amasarlas con el jugo de las tunas y hacer su extraño brebaje.

     Guardado en su piel de estómago de ñandú, Pehuen lo llevaba mientras volaba de ráfaga en ráfaga buscando moribundo mortales abandonados en la meseta. Repartiendo milagrosas curas a aquellos que oraban entre los restos de tolderías arrasadas, o lloraban al lado de húmedos  naufragios. Aquellos hombres soñaban beber y despertaban del sueño repletos de una extraña sabiduría que los alzaba de las ruinas de ese día para mostrarles, por un instante, el dibujo perfecto del universo. Algunos renacían y caminaban kilómetros y kilómetros presos de un llamado. Pehuen los acompañaba hasta los bordes mismos de los pueblos donde los recibían con temor, azorados por los ojos oscuros y tremendos de esos sobrevivientes. Otros hundían sus manos en la tierra y tapaban sus cuerpos, amontonando a su alrededor piedras, construyendo el ultimo mirador de su vida, y morían cantando la canción que él les enseñaba, susurrándoles al oído. Los zorros devoraban sus restos y sus huesos descarnados donde la médula se pudría servían de resonante flauta para el viento que soplaba y soplaba.

     Pehuen era para todos la salvación y la perdición, sólo que él decía que era, simplemente, el viajero del viento, un anciano caviloso que gustaba de hacer sus brujerías, salvar de tanto en tanto a los creyentes y hundir de desesperación a los que negaba que su carne era sólo otro soplo más de la tormenta.




(*) Escritor santacruceño, radicado actualmente Buenos Aires. Este cuento es de su libro “El espectro de las cosas” (Rúcula Libros, Buenos Aires, 2009)
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sábado, 2 de enero de 2016

LA NOTA DE HOY




EL MILAGRO DEL RIEGO


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




     Muchos de los colonos galeses que llegaron al Valle del Chubut en 1865 no eran eruditos en la ciencia de la agricultura. Para colmo venían de un país de clima húmedo, en el cual la abundancia de lluvias permitía el cultivo al secano. La pertinaz falta de precipitaciones pluviales sorprendió a los chacareros, cuyas cosechas fracasaban año tras año. Hasta que por fin, de la mano de Rachel Evans y de su marido Aaron Jenkins, llegó el milagro del agua. Como dijera un poco inspirado poeta:

Milagro del agua. ¿Cómo sucedió? Y veían
el agua alegre cantar en las zanjas.
¿Cómo sucedió? Y tomaron la azada
e hicieron canales y abrieron la tierra para regar sus plantas.

     La figura de este matrimonio de labradores que abrió el camino para que el valle tornase de estéril baldío en oasis feraz, fue objeto de la atención de varios escritores. Por ejemplo, de Oscar Camilo Vives; quien en su cuento “Una tierra ancha y buena” detalla así el momento álgido:

     Bajo la tarde que cae tibia, la luz solar se cierne sobre el valle revistiéndolo de una encalmada calidez. En un súbito impulso toma la pala y sale resuelta. El suelo arenoso de la orilla del río cede fácilmente al mordisco del afilado acero y poco a poco consigue excavar una somera zanja hasta el borde del terreno sembrado. Y entonces, de pronto, el agua, liberada, corre viva, ancha, rueda palpitante por la pendiente; se divide en arroyuelos alegres que arremolinados reptan juguetones… La mujer permanece callada ante el milagro que ha generado. Ahora todo estará bien. Esta será a tierra buena y ancha de la promesa y de sus esperanzas.

    También Alejandra Vilela en su excelente relato “Rachel corazón de viento (Año del Señor de 1867)”, describe la ocasión crucial, en forma distinta pero igualmente emotiva:

     Cuando llegó hasta el lote sembrado se dio vuelta y vio a Rachel alisando las paredes de la zanja. Sonrió ante la manía de prolijidad de su esposa. Fue a buscarla, le dio la mano y caminaron juntos hacia el río. Allí le dio la pala a ella para que cortara la pequeña compuerta de tierra. Había sido su idea, ella merecía el honor de dejar entrar el agua. Apenas clavó la pala comenzó a entrar el agua, que avanzaba lenta camino al trigal... Este año, la familia Jenkins-Evans tendría trigo. En este año, el valle del Río Chubut vería su primera cosecha. En este año del Señor de 1867, Rachel Evans había descubierto el riego.

     Cuando comenzó la colonización del Valle del Río Negro, pobladores galeses del Chubut migraron hacia aquella zona; y se destacaron en la construcción de los canales que permitieron la irrigación. Esto está muy bien narrado por Dora Noemí Martínez de Gorla en su libro “La colonización del riego en las zonas tributarias de los ríos Negro, Neuquén, Limay y Colorado”, que señala la importancia de las obras hechas por los chubutenses del siguiente modo:

     Esto era una prueba, una vez más, de la confianza que la Nación había depositado en los desolados territorios patagónicos. Y junto a la acción del gobierno estaba la pujanza del trabajo pionero, encarnado en esta oportunidad por el ingeniero Owen y sus galeses, quienes se perpetuarían en la historia de la Isla Grande de Choele Choel, como los grandes constructores de canales, cuyas obras fueron las únicas, que por muchos años sirvieron a la irrigación de las parcelas agrícolas…

     La epopeya del riego en los valles rionegrinos entusiasmó a Vicente Blasco Ibañez. En 1911, el escritor español invirtió su capital en una empresa colonizadora que dio lugar a la localidad de Cervantes. La aventura quedó reflejada en su obra “La tierra de todos”; cuyo argumento gira en torno al tema de esta nota. A modo de ejemplo se citan algunos párrafos:

     Al fin el gobierno había reanudado los trabajos. El río era vencido poco a poco, aceptando el obstáculo del dique y los canales de Robledo y Watson se empapaban con las primeras aguas, dejando correr por su lecho fangoso el riego vivificante… El milagro del agua realizaba un sinnúmero de milagros secundarios. Acudían a la muerta población hombres de todos los países, deseosos de roturar un suelo que podía después ser suyo. Una costra de verde tierno y luminoso iba cubriendo los campos antes polvorientos. Los matorrales secos y punzantes cedían el sitio los árboles jóvenes. Nutridos por la savia de una tierra dormida durante miles de años, y refrescados incesantemente por el agua que corría á sus pies, realizaban en el corto plazo de varias semanas prodigiosos estiramientos.

     Tampoco el poeta Raúl Entraigas escapó al influjo del maravilloso ingenio que permite trocar el desierto en campos fértiles. Así lo señala en “El poema del Río Negro”:

El agua fecunda
se volcó sobre el duro terreno
y se alzó, a su conjuro, la chacra,
cornucopia de tiempos modernos.

     Claro está que para los colonos de las tierras a orillas de los ríos patagónicos, el agua fue una bendición. Pero en otras oportunidades se trocó en pérdidas y tristezas, como consecuencia de las periódicas inundaciones que los castigaban hasta que fueron realizadas las obras hidráulicas necesarias para domeñarlos. Pero esa es otra historia, que merece ser contada a su debido tiempo.



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viernes, 1 de enero de 2016