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jueves, 26 de enero de 2017

EL CUENTO DE HOY





EL ACOMPAÑANTE


Por Carlos Dante Ferrari




     El hombre llevaba más de media hora esperando el paso de algún vehículo. Aquel sector de la ruta en las afueras del pueblo era lo más parecido a un basural a cielo abierto: papeles, cartones, bolsas de nailon, retazos de maderas y mampostería. Los desperdicios esparcidos sobre las cunetas montaban un escenario deprimente. A ambos lados del camino, entre matas y alambrados, surgían por tramos las bocas de algunos senderos laterales hacia la zona rural.

     Se sopló las manos para entibiarlas con el aliento. La brisa fría de la costa anunciaba otro día ventoso. De pronto oyó el ruido de un auto. Lo divisó asomándose sobre la curva cercana y enseguida pudo distinguir los primeros detalles: era un Ford Falcon gris con la chapa abollada y despintada. El motor rugía su fatiga mecánica. A menos de cincuenta metros se tornó visible la cabeza del conductor, un morocho con anteojos oscuros y gorra visera.

     Hizo dedo con cierta timidez, como era su estilo. Muchas veces que había viajado hacia la ciudad vecina gracias a los favores de otros automovilistas generosos.

     El auto se detuvo y al subir a la cabina con un “buenos días”, recibió la misma respuesta. Sentado en el asiento del acompañante, percibió de inmediato que el conductor era  un hombre parco. Por puro respeto decidió mantenerse callado, a la espera de algún comentario que justificara el comienzo de una conversación.

     Después de avanzar unos pocos kilómetros, el chofer hizo un repentino desvío hacia la derecha para internarse en la zona de chacras por un camino de tierra.

     Sorprendido, el pasajero estuvo a punto de preguntar hacia dónde iban, aunque prefirió callar. A poca distancia había una entrada privada. Ingresaron por el sendero angosto a escasa velocidad, dirigiéndose hacia una vivienda muy precaria. Las gallinas se desbandaban mientras el auto se aproximaba a la casa, flanqueado por los ladridos de los perros. Una mujer se asomó a la puerta y volvió a cerrarla. Pocos segundos después un hombre vestido con mameluco apareció en el umbral. El chofer bajó del auto, se aproximó y ambos iniciaron una conversación.

      El viajero pensó en bajar el vidrio para tratar de oír lo que hablaban, pero no se atrevió. La charla fue breve. Le pareció advertir que ellos intercambiaban algo antes de despedirse. El tipo volvió al volante, arrancó el motor y marchó en silencio hacia la salida.

     Al llegar al camino principal, en vez de enderezar hacia la ruta asfaltada, giraron de nuevo hacia el sector agrario. Anduvieron casi cuatro kilómetros. Ya estaban bordeando unas lomadas cuando, en un badén, advirtieron que la huella estaba cubierta por un charco inmenso. Lejos de amedrentarse, el chofer emprendió la subida por la cuesta escabrosa para sortear el obstáculo. Mientras trepaban a toda máquina el Ford se inclinó en un peligroso ángulo ascendente, bamboleándose entre piedras y matas. Muy exigido, el motor parecía a punto de ahogarse, pero a último momento el hombre corrigió el rumbo con un hábil volantazo hacia la izquierda y comenzó a descender para retomar la marcha en un sector donde el camino estaba seco.

     Prosiguieron sin apuro. El cielo se había cubierto de oscuros nubarrones. Las visitas a otras casas vecinas y el mismo ceremonial se repitieron varias veces. Daba la impresión de ser un circuito bien programado. El conductor seguía sin hablar y el acompañante guardaba un mudo desconcierto.  Aquella situación extravagante lo ofuscaba y a la vez lo hacía sentirse ridículo; no tenía por qué tolerarla, pero así y todo no lograba vencer su pasividad.

    Cuando ya llevaban casi dos horas de ronda, el hombre tomó otro camino que parecía conducirlos de vuelta hacia el asfalto. El acompañante experimentó un ligero alivio que, para su desgracia, duró muy poco. Casi al instante oyó unos ruidos y creyó percibir ciertos movimientos que sugerían la presencia insospechada de otro pasajero en el asiento posterior.  Sin atreverse a girar la cabeza, tuvo la sensación de haber caído en una trampa siniestra. ¿Cómo no lo había notado antes? ¿Quién sería el otro individuo? ¿Habría estado agazapado hasta ese momento para no ser visto? ¿O quizás simplemente dormía sobre el asiento posterior y ahora acababa de despertarse? ¿Por qué no decía nada?

      Notó un ligero temblor en las rodillas y movió un poco las piernas con disgusto, tratando de dominarlas. Estaba seguro de que en cualquier momento podría recibir un golpe en la nuca o un corte en la yugular. Nadie hablaba; el mutismo era ya insoportable; una terrible señal de mal agüero. Tenía que hacer algo urgente para salir del paso, pero…, ¿qué?

     Después de una curva, la repentina aparición de la cinta asfaltada en el horizonte le insufló una cuota de esperanza. Tal vez ahora el auto enfilaría hacia la ciudad vecina y al fin terminaría ese suplicio.

      Sin embargo, cuando el chofer llegó a la encrucijada miró hacia ambos lados, se cercioró de que no venía nadie e inició el cruce hacia otra huella paralela en el lado opuesto.

      Esto ya era demasiado. El acompañante juntó fuerzas y casi con un hilo de voz logró articular:

     —Yo me bajo acá.

     El Ford ya había cruzado la ruta. El hombre giró la cabeza con lentitud para mirarlo por primera vez, sin que sus ojos pudieran ser escrutados bajo los densos lentes oscuros. Pero no dijo nada; sólo detuvo la marcha.

     El viajero dudó durante un segundo. De inmediato abrió la puerta, se bajó y, enfocando la vista a los cristales ahumados, agregó:

      —Bueno…, muchas gracias.

      —Gracias a usté por la compañía —lo oyó responder, en consonancia con el ruido metálico de la puerta al cerrarse.

      La curiosidad lo dominaba y en un impulso, a pesar del miedo subsistente, el viajero asomó la vista a la ventanilla trasera del auto. No se veía a nadie. El asiento estaba vacío.

       El Falcon emprendió la marcha por el huellón rumbo a las otras chacras. Un poco aturdido, se acercó al asfalto tratando de calcular la distancia que podría haber hasta la ciudad. Supuso que estaba más o menos a mitad de camino; pensándolo bien, ya no tenía ganas de ir hasta allá.

     El frío arreciaba. Una leve llovizna le humedeció las mejillas. Sin dudarlo, se lanzó a caminar. Sólo quería volver al pueblo. Volver despacio, seguro y de a pie.


                                                                             

jueves, 19 de enero de 2017

EL POEMA DE HOY




EL VERSO QUE ME DUELE


                                   Por María Julia Alemán de Brand (*)




Mi verso es la nostalgia de la tierra,
el nativo solar, la bienquerencia,
Es la hijuela venida de la herencia
y el ámbito de luz que nos encierra.

Es el prado solar, al que se aferra
mi telúrico canto, mi vivencia.
Es un algo vital de mi existencia
esa parte que nunca se destierra.

Y esa parte es el verso, al que yo llevo
tan dentro de mí, que el verso duele
con un dolor de siglos, siempre nuevo.

Lo arranco de mi ser, que libre vuele
más allá de la tierra en que me abrevo
y hecho tierra o candil, siempre la vele.




(*) Escritora de Esquel. El poema es de su libro “Soy poesía, búscame en el sur” (Ed. por la Asociación de Escritores del Oeste del Chubut en 1993).


domingo, 15 de enero de 2017

EL CUENTO DE HOY




LA ESPERA


Por David Aracena (*)



Era sábado cuando me dieron trabajo. Hacía mucho tiempo que no conocía una mañana como esa.
La calle, el cielo claro, el humo de los barcos: ¡arre Platero! Jiménez. Knut Hamsun, Rolland, Kafka.
Fui al puerto a mirar los barcos y a soñar con mis libros. Para entonces, era lo único que me quedaba. Después, ¿tenía yo algo después?
Hago memoria y me veo con mi traje marrón, ya viejo y corto, con sus mangas deshilachadas.
— El lunes, turno de 20 a 4, pozo 1230 —aparato 50— me había dicho brevemente el jefe.
Gasté las últimas monedas en un poco de pan. Pasaba hambre. Iba a vagar por la costa. A mirar los barcos, observando la carga y descarga de mercaderías, los pasajeros subiendo la planchada, acodados en el puente.
---
El comedor número 4 miraba al Este. A través de la apretada fila de álamos podía ver el mar. El personal comía en mesas largas con unos bancos duros desprovistos de respaldo.
La comida era bastante buena. El precio acomodado.
En el trabajo somos tres: el encargado del guinche, Dañe Vlahovich y yo.
Por el camino, las torres se yerguen silenciosas. Llevamos ya media hora andando.
El aparato 50, queda a veinte metros de las vías del ferrocarril, y el campamento a cinco kilómetros. El trayecto hay que hacerlo a pie.
Desde lo alto de la torre, se puede ver el puerto.
Trabajamos, en extracción. Cuando el pozo no produce, allá vamos nosotros.
El petróleo sale espeso y tibio de la cuchara recién descargada.
Cuando subí la primera vez a lo alto de la escalerilla, sentí miedo. Los tramos, sucios de petróleo eran siempre un problema para los principiantes, y sobre todo con el frío y el viento, que a veces corre a 150 kilómetros por hora.
Con la paga siento deseos de comprarme un saco de cuero, que he visto en la vidriera con el precio pegado en una de las mangas. Después recuerdo que mi madre necesita unos lentes. Vlahovich, tampoco puede distraer su dinero. Me habla de su casa. De sus deseos de volver.
Estar con Jakitza y con Gyp - dice. Se queda soñando en su aldea. Siempre está de vuelta: su mujer, su hija. Vuelve a caminar por las calles de su pueblo.
Si. Esto es posible - piensa. Aquí está Opuzen. Las casas blancas con sus techos rojos. Está otra vez en el paredón del río. El Neretva, va aguas abajo, sin ruido, entre los pilares y las ramas verdes de los sauces. Se pone triste. Sueña y espera. Me habla de su casa. Conozco todos los detalles. La cocina, y el sendero que va hasta el molino del tío Krezán. El jardín con el bosque de violetas.
Pensar que a Bismark, no le gustan las violetas— dice. Conozco la granja y el establo. Hasta creo que he estado en la cosecha. Para ese tiempo hay rosas. Los junquillos están en flor.
Vlahovich, está de vuelta. Descarga la cuchara. Gotea el petróleo espeso y tibio. Deja el gancho a un lado, y se hace un ovillo contra las chapas sucias.
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Estamos en mayo y nieva. Tenemos el turno de noche. Hay que bajar la bomba y la cañería es de tiros dobles. Trabajando así, uno tiene que ir al piso 10 de enganchador, y el otro queda abajo entubando los caños con una llave a cadena.
Sigue nevando. Vlahovich, ha ido al aparato 50 a controlar la producción.
Vuelve pronto, cubierto de nieve. Se abrocha la camisa y se sube la solapa del saco. Se mira los dedos de la mano que tiene helados y comienza a subir.
Me apuro y trabajo como un loco. El guinche zumba y el cable queda tirante.
Son 560 metros de cañería hasta el fondo y tardo horas en terminar el trabajo. La llave a cadena esta tibia. En la boca del pozo quedan marcadas mis pisadas entre el barro y la nieve. Arriba, Vlahovich tiembla de frío y la nieve sigue cayendo en copos compactos.
Al mediodía, la bruma lechosa de las lomas dejó el cielo claro y limpio. Empieza el deshielo. Innumerables hilos de agua vienen de lo alto. Las guijas brillan al
— Vlahovich —digo— ¡vamos a gustar esto!
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Vlahovich, vive a la espera de cartas. Cuando tiene correspondencia anda todo el día feliz.
-  Mañana –dice- es el cumpleaños de Gyp.
Estamos en octubre. Las mañanas se doran de sol. Los brotes de los álamos son ya pequeñas hojas verdes.
Vlahovich, me sigue hablando de su casa. Anda preocupado. La hija está enferma. La cosecha ha sido mala ste año. La uva se ha perdido toda. Su mujer y Gyp se han ido a vivir a lo del tío Krezán.
Tiene que volver a su aldea. A caminar por sus calles, detenerse frente a una ventana. Sentir que le dicen:
— Dobar dan, Dañe.
Pero las cosas no se dieron así, y es Jakitza y la hija las que vienen.
Sabe, sin embargo que algún día ha de volver. Sentir el olor de la tierra en marzo, acariciar las ramas de un árbol.
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Alquiló una casa que mira el mar. Pintó la cocina y las dos piezas. Podó el cerco de tamariscos. Los ratos libres arreglaba el jardín.
La noche está clara y tibia. Las sombras mas allá de los focos tienen un aire desolado.
Terminamos de sacar el impresor a caños. Busco un poco de estopa para limpiarlo, para que esté listo para el otro turno que tiene que bajarlo de nuevo. Siento la voz del capataz que dice:
— Vlahovich, hay que poner un poco de aceite al cable que no corre bien.
Faltan cinco minutos para terminar el turno, de 20 a 4 de la mañana.
A las 8 de ese mismo día, desembarcará pasaje el barco que trae a Jakitza.
Vlahovich, trepara ágil por la escalerilla. Siento su voz feliz, cantando, arriba a 20 metros de altura. De pronto, la voz se quiebra entre los hierros y la noche. No sé cómo cayó. Estoy arrodillado frente a él. Siento que se queja, después delira. Confunde la sirena de la ambulancia con la del barco.
- Ya están ahí - dice.
La voz cae delgada, como una hilacha de algodón. Afuera, está silenciosa la mañana. El sol, alarga las sombras y las deja como un hilo.



(*) Escritor de Comodoro Rivadavia.