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jueves, 21 de septiembre de 2017

EL POEMA DE HOY




INCÓGNITA


Por Julio Sodero (*)




En mi cavernario destino de tus túneles
donde un filón de espacios merodea mi estrategia
             La razón se quiebra o se doblega
             en la arista profunda del abismo.
Y es ese oscuro cincel que dividido
en la inquieta vertiente de tu rostro
             talla a los racimos y al naranjo
             marchita un crisantemo en el espejo.
Y en este ensayo piadosos de mirarte
donde sucumben falsos redentores
             puedo derramar la miel sobre la arena
             puedo regar con mi savia tus raíces.
Se me ocurre un olvido de desiertos
en la mágica ventana de la noche.
             para mirar las plumas de tu vuelo
             donde se inquietan los dioses de alambique.

Y es el agua que genera la avalancha
en tu caluroso cauce de inocencias.

             Es la piedra
                    Que es arena 
                              Fue montaña.

             Como el árbol
                    Que es raíz
                              Fue semilla.




(*) Escritor de Sierra Grande (1950 – 2005). El poema es de su libro “Un hombre canta” (El Camarote Ediciones, Viedma, 2006).

viernes, 15 de septiembre de 2017

LA NOTA DE HOY





REVISTAS LITERARIAS



Por Jorge Eduardo Lenard Vives





   Mucho se habló en este blog sobre la necesidad de difundir las obras de los escritores patagónicos. Ya se ha escrito sobre el papel de las librerías y de las bibliotecas en tal tarea; y se enunció el rol de los críticos y comentaristas en el asunto. Y como alguna vez se comentó la importancia de las Revistas Literarias en la región como un valioso medio para divulgar sus letras, vayan estas palabras para recordar algunas de ellas.

   La pionera de tales publicaciones, pues no se han encontrado otros antecedentes, parecería ser “Trépano Celeste”; que circuló entre enero y diciembre de 1960 en Comodoro Rivadavia. Pero antes de continuar con esta parte de la historia, es menester dedicar unas líneas a la revista “Argentina Austral”; editada entre 1929 y 1968. Su contenido, si bien general, siempre incluía algún cuento o poesía patagónica; y también artículos de crítica literaria, como los de Julián Pedrero, Germán Burkardt y Leonor María Piñeyro. Volviendo a “Trépano Celeste”, órgano de la Peña del mismo nombre, cabe acotar que se imprimieron, en forma artesanal y a fuerza de mimeógrafo, seis números. Dirigida por el escritor comodorense Eduardo Gallegos, mereció la atención de algunos historiadores del género. Tal el caso de Héctor Le Fleur, Sergio Provenzano y Fernando Alonso, que lo describen en su obra “Las revistas literarias argentinas (1893-1960)”; y de Nélida Salvador, Elena Ardissone y Miryam Cove de Nasatsky, responsables de “Revistas Literarias Argentinas (1960-1990)”; quienes lo citan como “visto pero no incorporado al trabajo”. Entre otros, fueron sus colaboradores Aurelio Salesky Ulibarri, Anita Aracena, Alina Montes, Marta González, Mirley M. Avalis, Alejandra Flavio y H. Cornaglia.

   Esta crónica debe hacer ahora un largo impasse, no porque no hayan existido revistas literarias en la región en ese lapso, que las debe haber habido; sino porque es difícil recabar datos al respecto. Se requeriría una profunda investigación sobre el particular, que la premura en finalizar estas líneas impide por el momento. Es así que un par de décadas después, el relator vuelve a la ciudad del golfo San Jorge para hablar del magazine literario decano de la Patagonia. Se trata de “Crónica Literaria”; cuyo primer número apareció en diciembre de 1983, acompañando al matutino local “Crónica”. Fue su mentora la escritora y poeta Clara Mizrahi, quien lo dirigió hasta su fallecimiento el 19 de marzo de 1997. Desde entonces, y lo sigue haciendo al día la fecha, se desempeña como coordinador semanal del suplemento Marcelino Alvarado. La “versión papel” sale con el diario los días martes. Marcelino conduce además la versión digital, “www.crónicaliteraria.com”, en un espacio web propio. Muchos escritores deben agradecer la difusión de sus obras a este espacio literario, que no sólo alberga autores regionales, sino también nacionales e internacionales. Su vigencia le otorga una destacada posición en el panorama regional. Durante treinta y cuatro años, “Crónica Literaria” ha estado apoyando la Literatura; y, como dice su responsable, “seguiremos estando”.

   Durante un tiempo se publicó en Trelew la revista cultural “Tela de Rayón”, cuyo contenido, si bien abarcaba todas las Artes, tenía una neta orientación literaria. El periódico de ese nombre fue fundado en 1997 por el poeta Jorge Spíndola, conformando, en palabras de un redactor, “una expresión de la pluralidad artística y cultural del sur del mundo”. En su segunda etapa se divulgó como suplemento cultural del diario Jornada. Dejó de aparecer a mediados de la segunda década de los 2000. En ese momento, el proyecto cultural había iniciado la publicación de obras de literatos patagónicos; y podía accederse a su información a través de la página web del diario.

   Hacia el año 2002 salió otra revista; que tuvo varios números impresos y su correspondiente portal en internet. Se trata de “El Camarote”, editada por Ignacio Artola y dirigida por Raúl Artola; que se definía como un “Espacio de literatura + arte" con el lema “la periferia es nuestro centro”. Era editada en Viedma; y difundía las expresiones de los géneros poético, narrativo y ensayístico de la región. Según dijera su director en una entrevista al suplemento “Ñ” en el año 2005, estaba orientada a la “búsqueda de una Literatura Patagónica… no por que creamos que haya una literatura específicamente patagónica, sino para averiguarlo”. Tuvo también una línea editorial que publicó varios libros de autores regionales; como “Un hombre canta”, la obra póstuma del poeta de Sierra Grande Julio Sodero (1950-2005). El magazine, que incluía ilustraciones de artistas plásticos de la zona, llegó hasta el número 15; a fines de la primera década del siglo.

  Para finalizar esta -con seguridad- incompleta nota, recordando que dicen que la caridad bien entendida empieza por casa y tomando al pie de la letra lo que Juan Luis Gallardo advierte en su poemario “Las Cosas”:

Total, a fin de cuentas, me puedo dar el gusto
de incluir un homenaje a mi gente, si es justo;

se quiere dejar un párrafo de reconocimiento para Literasur. Esta revista literaria fue creada en el año 2007, y dirigida desde entonces, por Carlos Dante Ferrari y su álter ego Eber Girado. Si bien se ofrece sólo en versión digital, varias veces ha estado a punto de ver la luz un ejemplar impreso; y, al igual que otros emprendimientos culturales, tiene un sello editorial que la identifica y que ha publicado algunos libros. Por sus páginas han pasado gran cantidad de escritores de valía. Hace escasos días, el 1º de este mes y año, Literasur cumplió, en silencioso aniversario, 10 años de vida en la red. Sus hojas virtuales se han cubierto durante esta década con las palabras de autores antiguos y modernos de gran significado en la Literatura Patagónica; con la indudable excepción de las hojas borroneadas por un servidor, que cada tanto ponen a prueba la paciencia y la amabilidad de los lectores, como en esta oportunidad.


viernes, 8 de septiembre de 2017

EL CUENTO DE HOY




MONCHI Y EL CABALLO DE PLATA


Por Silvia Alejandra García (*)





        Cuando los padres de Monchi se separaron, su mamá se fue con él a Bariloche. En la ciudad tenía una hermana, que les hizo lugar en su departamento mientras ella buscaba trabajo. 

La tía Verónica también era separada y no se había vuelto a casar. Tenía dos nenas mucho más chicas que Monchi. El padre de las nenas vivía cerca y las iba a buscar seguido. Cuando las traía de vuelta y se despedía, siempre le decía a él que le encargaba a todas esas mujeres, porque era el hombre de la casa.

Eso a Monchi le gustaba. Pero más le gustaba cuando terminaban las clases y se iba al campo a visitar a su papá. Le ponían un aviso en la radio para comunicarle qué día viajaba, su mamá y su tía lo llevaban a la terminal de ómnibus y lo saludaban con la mano mientras el micro salía. Entonces sí, se sentía grande.

El colectivo se apartaba enseguida del asfalto y entraba en la ruta de ripio, dejaba atrás los últimos barrios y avanzaba entre los potreros sin alambrar y los cerros cada vez más bajos, rematados en paredones de roca labrada por el viento. Había que pasar un par de pueblos grandes hasta llegar al parador de la ruta donde su papá lo esperaba con caballos. Entonces se palmeaban las espaldas y se alegraban los dos medio en silencio, porque su padre era hombre de pocas palabras, sobre todo desde que se había quedado viviendo solo en el puesto. 

Desde la ruta hasta la casa había sólo tres horas a caballo, pero esas tres horas le devolvían a Monchi una alegría que no sentía en ninguna otra parte ni al hacer ninguna otra cosa. No recordaba cuándo había aprendido a montar. En realidad, no imaginaba algún momento de su vida en que no lo hubiera hecho. Con el viento en la cara, entre las matas espinosas, recorría el campo sin pensar en nada, dejándose gozar.

La casa de su papá sí que era linda. Tenía el piso de cemento alisado y las paredes hechas con ladrillones de adobe. Junto a la cocina a leña estaba su cama de antes, que siempre lo esperaba. Cerca se hallaban el galpón, el corral de los caballos y las cuchas de los tres perros.

Estar allí era lo mejor que le podía pasar. Salía a la mañana, después del mate cocido, a cabalgar sin rumbo, sin límites, sin nadie más que su caballo y los tres perros, que siempre lo seguían. A veces asustaba a los guanacos, que se escapaban a velocidades increíbles. Otras veces se detenía a curiosear nidos de aves, el cadáver de algún animal o a juntar piedras. El tordillo y los perros siempre lo esperaban. 

Una mañana el sol apretó desde temprano. Raro era que el viento no se hiciera sentir. Para colmo, Monchi había salido sin gorra y en el camino no habían cruzado ni un hilo de agua para hacer beber a los animales y refrescarse un poco. Se habían alejado demasiado. Llegaba el mediodía y estaban a mucha distancia de la casa. Entonces decidió pasar por una aguada a la que nunca antes se había acercado.  A él no le daba miedo, porque se sabía cuidar solo. Quién iba a ser tan tonto de meterse al agua, sabiendo que de allí no se salía más. Quién se iba a dejar tentar por más maravillas que viera, si en el lugar todos sabían que aquello era un menuco y en el fondo estaba la  salamanca. Pensaba en eso para darse ánimos, mientras torcía el rumbo hacia la aguada. 

En poco tiempo empezó a divisarla. El agua resplandecía con furor. Era tanta la reverberación, que no se distinguía dónde acababa la superficie del bañado y dónde empezaba a ondular el aire. La visión era extrañamente poderosa. Más se acercaba a ella, más deseos sentía de avanzar. “Hasta la orilla” pensó “para que los animales tomen agua y me voy.” Siguió adelante. 

Casi llegaba a la tierra húmeda del contorno cuando vio emerger de las profundidades un caballo blanco y brillante. Salía  de las aguas con paso sereno, firme. Se detuvo en el borde de la aguada, exhibiendo su porte. Tenía las crines y la cola sin cortar. Seguro que no tenía dueño. Monchi desmontó sin pensar en lo que hacía. Quiso tocarlo. Por algún motivo, contra toda razón,  intuyó que el caballo lo esperaba y que él podría montarlo. Se fue acercando. ¿Y si no era manso? Él lo amansaba. Ese caballo reluciente, ese caballo de plata sería suyo. Y él sería domador. Se acercó más. Aunque sus perros ladraban, el caballo de plata permanecía inmóvil, a la espera. Se lo quedaría para siempre. De pronto el animal  echó a andar. Lentamente se adentraba en el agua. Monchi se apresuró a seguirlo. No quería perderlo. 

A sus espaldas, alguno de los perros empezó a aullar. Escuchó los cascos del tordillo, que escapaba. Él mantenía la vista fija en el caballo de plata y avanzaba con paso firme y sereno hacia el agua. 

Un resbalón, un pie atorado en el barro, la caída y el no poder levantarse fueron todo en un segundo. Dejó de prestar atención al animal cuando entendió que se hundía. Trató de levantarse pero, al desenterrar un pie, se le atascaba el otro. Trastabilló y cayó de bruces. Cada vez le resultaba más difícil poder salir del mallín. Los perros aullaban y ladraban, nerviosos, hasta que uno se animó a acercarse y lo agarró de un brazo. Lo lastimaba, es cierto, pero apenas  logró arrastrarlo un poco, los otros dos se le sumaron. 

Algo mordido,  sucio, transpirado y con la remera rota,  Monchi llegó a la tierra firme arrastrado por los perros, que, ni bien comprendieron que el chico estaba a salvo, le hicieron fiestas por un rato largo. Cuando se calmaron, Monchi miró hacia el agua. No había ni rastros del caballo albino, ni siquiera otras huellas que las suyas y las de sus perros, en la orilla. Su tordillo no estaba demasiado lejos. Lo alcanzó a pie y, todos juntos, regresaron a la casa.

—¡Pero mirá que sos...! —le dijo el padre—. ¡¿Cómo se te ocurrió seguir al caballo de plata?! ¿No sabés que es un peligro?

Cuando volvió a Bariloche, les contó a su madre y a sus tíos lo que le había pasado. Lo contaba a borbotones,  volvía a sentir fascinación y miedo, no podía parar de hablar.

—¡Monchi! —exclamó Verónica—. ¡Mirá si te hundías en el menuco! 

—Parece mentira, ya sos grande...— le dijo el tío.

—¡El caballo de plata!— murmuró la mamá. Cerró los ojos y lo abrazó muy fuerte, durante mucho rato, como cuando era chico.





(*) Silvia Alejandra García nació en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires. Desde muy joven  reside en San Carlos de Bariloche. Se graduó como Profesora y Licenciada en Letras en la Universidad Nacional del Comahue y cursó la Maestría en Teoría y Metodología de la Investigación Literaria en la Universidad Nacional de Rosario.  
Publicó los libros para niños Cuentos de Agua (2003), Si me patas paro arriba para (2004), editados por el Grupo de Amigos del Libro Patagónico y ¿Quién dijo que estás a salvo? (2011) de edición independiente. Uno de sus cuentos para chicos figura en la Primera Antología de escritores Rionegrinos del Plan Nacional de Lectura (2010). Publicó también un libro de microrrelatos dirigido a público adulto, En pocas palabras (1° edición 2008, Ediciones de las Tres Lagunas y 2° edición 2012, Editorial de los Cuatro Vientos).  Participó del libro de poesía Huellas (2008) del Grupo Umbrales y de la antología  infantil de escritores patagónicos Cuentos para chicos curiosos (2012, Jornada) y en la Antología ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género (2013), Macedonia Ediciones. Fue Jurado en concursos de Narrativa a nivel Municipal, Provincial, Nacional e Internacional. Ha colaborado con medios periodísticos de la región y el país. Durante cinco años fue coordinadora de Promoción de la Lectura en la Biblioteca Pública Municipal de San Carlos de Bariloche “Presidente Raúl Alfonsín”.


lunes, 4 de septiembre de 2017

EL CUENTO DE HOY



EL TREN DEL OTOÑO

Por Gladis Naranjo (*)




Ese  otoño iba a cumplir  9 años. Era un niño vivaz, curioso, imaginativo…y triste.

Conocía la soledad. Su padre, siempre atrapado en su trabajo casi ni se había enterado del tiempo pasado desde su nacimiento. Tenían escaso contacto, y su vida y éxitos escolares eran ignorados lastimosamente cuando no desdeñados al escuchar algún comentario del niño.

Su mamá, bellísima y hastiada de la vida familiar, tampoco se demoraba en él, refugiándose en las banalidades de su entorno, disfrutando de su ocio tan vacío como sus ojos.

Ninguno de los dos tenía tiempo para él…y el niño se alimentaba de sus propias fantasías, en el salón de juegos, alrededor de la gran mesa donde había armado su pista de trenes, que absorbía todas sus horas fuera de la escuela.

Con minuciosidad colocó primero las vías, que pasaban, en el rincón junto a la ventana, por debajo de un puente, y se cruzaban varias veces con los caminos para los autos. Había pintado la estación de rojo, las barreras amarillo brillante y los andenes de un maravilloso color verde uva. La locomotora era roja con los laterales color cobre, igual que los tres vagones que cargaban minúsculos tanques llenos de piedritas.
Decoró el espacio entre las vías y los caminos con la hierba que cortó del jardín de atrás, y agregó un bosque sombrío, hecho de ramitas frescas, y hasta un pequeñísimo lago que ni se notaba que era un espejo.

Y ese año (sus tiempos estaban contados de otoño en otoño, junto con su cumpleaños), ese año, por fin, pudo terminar la instalación eléctrica, con lucecitas que se encendían en los cruces, en la estación y sobre el puente cuando apretaba el botón rojo en el borde de la mesa. En ese momento el tren comenzaba a moverse, primero lentamente, con suave ronroneo, luego a mayor velocidad, haciendo brillar las puntas de las hierbas como si hubiera colocado un cristalito sobre cada una cuando el vértigo llegaba al máximo.

¡Cómo esperaba los fines de semana en que podía dedicar todo su tiempo a perfeccionar los mecanismos, a retocar con alguna  pincelada la pintura dañada o a agregar cada vez algún detalle nuevo al tren, a las señales o a la campiña, con su hierba y con su lago! ¡Cómo disfrutaba esas horas en que la casa estaba silenciosa y sólo existían en el mundo él y su tren!

Logró reducir al mínimo el ruido de la locomotora para no molestar a la mamá, que siempre dormía hasta tarde. Cuando apretaba el botón rojo y el tren comenzaba a marchar, rechinaban con suavidad las ruedas, guiñaban las luces sobre el puente, y luego el ruido se hacía más acompasado, más rítmico, en perfectas sístoles que armonizaban con las de su corazón.

La locomotora tenía un pequeño miriñaque, una cabina donde brillaban los mínimos controles y una banqueta diminuta y negra donde colocaba la figurilla de overol azul que, en sus juegos, conducía el tren. Se escuchaba el silbato y se iniciaba la marcha. La formación avanzaba con parsimonia por debajo del puente, se internaba en el bosque, pasaba junto al lago y después bostezaba cruzando la hierba para volver otra vez a la estación, y con un susurro recomenzar la aventura…

Faltaban tres días para su cumpleaños. El papá estaba en viaje de negocios (seguramente le mandaría una postal, como en años anteriores), la mamá preparaba la boda de una amiga e iba y venía con muestras de decorados, vestidos y arreglos para la fiesta. Él se refugiaba en el salón de juegos junto a la gran mesa, inventando obstáculos y soluciones para su tren, gozando en complicidad maravillosa.

Y llegó el día: el día de su noveno cumpleaños. Llegó la postal del papá, la mamá decidió al fin qué vestido llevar a la boda…y el día pasó.

Al anochecer se acercó al borde de la mesa, pulsó el botón rojo y el tren se estremeció. Apretó con fuerza los puños y respiró profundamente con los ojos fijos y húmedos. Trepó a la mesa, se mojó los pies en la hierba fresca, y justo cuando el tren empezaba a moverse, con un último impulso, alcanzó el pescante de la locomotora, se sentó en la banqueta diminuta y negra, se escuchó el silbato y comenzaron a andar, primero con un suave chirrido, luego acompasadamente, en sincronía con el corazón; pasaron debajo del puente y se internaron en el bosque sombrío…

Al día siguiente, cuando la mamá y el papá pulsaron el botón rojo para detener la marcha del tren… el tren no se detuvo.

Los padres no entendieron nunca cómo era posible que aún sin electricidad el tren continuara moviéndose a su propio ritmo, marcando sus latidos, y cruzara el puente, alcanzara el bosque, pasara junto al lago y luego, perezosamente, como bostezando sobre la hierba fresca, llegara a la estación y con un susurro recomenzara la maravilla del viaje, una y otra vez…



(*) Escritora neuquina, radicada en la provincia de Buenos Aires. Esta obra fue premiada en el concurso de cuentos de la ciudad de Azul en abril del corriente año.