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jueves, 23 de marzo de 2017

COMENTARIO A UNA NUEVA OBRA PUBLICADA




“SILENCIO” POR MARGARITA BORSELLA (*)



El Diccionario de la Real Academia Española, define el término “Antología” como una recopilación de trozos literarios escogidos. No aclara sobre el criterio de tal selección; pero un rápido análisis del género permite inferir que pueden reunirse allí cuentos, poemas o una combinación de ambos. También se advierte que pueden convivir en su contenido varios autores, adunados con un criterio de afinidad temática o convivencia espaciotemporal; o resguardar frutos de una misma pluma. En ese sentido, cualquier libro de cuentos o poemas podría ser considerado una forma de florilegio. La presencia de esta variante editorial en la Literatura Patagónica amerita, de por sí, una investigación.
Hay una vertiente de este tipo de trabajo que se podría llamar “antología personal”, en la que el propio autor junta sus textos con parámetros íntimos; que a veces pasan desapercibidos para el lector y otras veces son explicitados por quien los creó. En esta clase de antologías se puede incluir el libro que se comenta hoy: “Silencio”, de Margarita Borsella.
La escritora reúne aquí siete relatos y dieciocho poemas; que abarcan parte de su actual producción literaria. Entre la prosa se encuentran textos premiados, como “Séptima dimensión” y “Nudos”, otros llenos de significados subjetivos en los que los límites entre ficción y realidad se desdibujan, como “Tarde de domingo”, “El 2013 llegaba” y “Las cuatro y diez”; y un par de títulos, “Incondicional” y “Vestidos de sal”, que incursionan en el género del micro-relato. Un párrafo de este último, muestra el estilo de Margarita, que deja entrever más que describir:
“Por serpenteantes caminos de polvo caliente llegó a la playa, donde quiso montar y remontar gigantescos caballos blancos, que galopando desde el horizonte, estallaron furiosamente contra los médanos”.
Por el lado de la poesía, se percibe la presencia de dos grupos de obras. En uno de ellos se detectan elementos patagónicos que, lógicamente, son parte esencial de la autora y sólo actuando de manera inauténtica podría eludirlos. Entre esos poemas se hallan “Poema para el Lago Rivadavia”, “Atardecer en el arroyo”, “Mi lobo de Pardelas”, “El solito”, “Parábola rosada en el cielo” y “Entre las bardas”; del cual se extractan estos versos:
“Entre vendaval, greda y coirones
ve sacudir al desierto en translúcidas ondas.
Por bardas, altares y embalse,
tremola hacia el valle con sus nubes insulares”.
Otro conjunto, de tono más intimista, abarca “¿A quién?”, “Nos da que hablar”, “A ti te hablo...”, “Brisas”, “Delirio”, “Despierto”, “Imaginé”, “Miedo”, “¿Será imposible?”, “Tallarines de un jueves”, “¿Por qué” y el que da título al libro, “Silencio”:
“Silencio,
silencio ineludible
en el que se tejen penas
desovillando ausencias...”
La obra agrega imágenes a las palabras, una tendencia que la autora ensayó desde los inicios de su carrera creativa; y que otorga una dimensión más a sus escritos. La Literatura ilustrada, o la ilustración en la Literatura, es otro aspecto que resultaría interesante estudiar en lo que hace a las letras regionales. En este caso, las fotografías, en color en la portada y en blanco y negro en el interior, corresponden a tomas de la misma Margarita; quien ha obtenido varios premios en el Eisteddfod del Chubut por su arte. Algunas de las figuras tienen relación directa con el tema del texto al que acompañan; pero, en ciertos casos, el factor común queda entre los interrogantes que plantea la autora.
Margarita quiso dar a este volumen un agradecido tono familiar; que se inicia con las dedicatorias y se manifiesta, con fuerza, en el hecho de confiar a sus hijos la redacción del prólogo y del epílogo. Ambos cumplen su cometido; por lo que parece adecuado cerrar este comentario con las palabras de quienes más conocen a la escritora. Dice Cristian Bopp en el prólogo:
“Supongo que al igual que a mí, el que se acerque a este libro va a sentir curiosidad por el pensamiento de la autora.  Pero a diferencia mía, no va a sentir esa disociación entre alma y cuerpo que siento al leerla... Cada palabra de Silencio, en su lucha dialéctica, nos revela la esencia entre la fantasía y lo real. Y cómo de ella, emerge el alma de la autora”.
Y cierra Brian Bopp en el epílogo:
“Un silencio quieto en el aire se empieza mover lentamente como copo de nieve. Callado se desliza por las corrientes de aire, hasta que se posa en la punta de una pluma. Al correr de ella sobre el papel, se fueron cayendo las palabras; creando relatos que ilustran una mirada a la Patagonia... En cada escritor se siente una energía que hace transportarte, no sólo por los relatos y poemas, sino por las mismísimas imágenes que acompañan el devenir del fuego patagónico”.
Para verificar este acierto, compartido por el cronista que firma estas líneas, nada mejor que obtener un ejemplar de “Silencio” y dedicarle una atenta lectura.



J.E.L.V.






jueves, 16 de marzo de 2017

EL CUENTO DE HOY






Un corte y una quebrada


Por Sandra Capaccioni (*)





La abuela Malena cumplía ochenta años, un momento muy especial para la familia. Su hija, Andrea, era la encargada de organizar la fiesta. La lista de invitados era extensa por lo popular que había sido siempre su madre.
Esta es su historia:
Desde su adolescencia había sido una mujer a la que le encantaba organizar eventos sociales, ferias para juntar juguetes para los niños carenciados, bailes de beneficencia pro ayuda compra elementos indispensables para los hospitales; cenas donde se subastaban cuadros de pintores famosos para los necesitados y muchas cosas más. Luego cuando dejó la escuela, siguió siendo proactiva en la sociedad: fue presidente de la Sociedad de Fomento de su barrio, los fines de semana le gustaba salir a cenar con sus amigas, y lo que más le fascinaba era ir a la tanguería, bailarse unos hermosos tangos y milongas. Abrían pista para verla bailar con su compañero de aventuras, Rodolfo.
A pesar de la época en que le tocó vivir fue una mujer que no se dejó controlar por los patrones que la sociedad imponía, no se casó joven, antes quería formarse un futuro y así lo hizo. Entró a la Universidad, se recibió de Licenciada en Literatura y Letras, y entró a trabajar a la Escuela Nacional N° 2 de su ciudad. La llegaron a adorar y respetar como profesora. Amaba tanto su profesión que logró que sus alumnos no sólo leyeran sino que apreciaran y analizaran lo que leían. El viernes, último día de la semana, fue el elegido para debatir en el aula las grandes obras de la literatura. Malena hacía poner a sus alumnos en círculo luego cada uno exponía, reflexionaba lo leído y disfrutaban tanto que la hora se pasaba velozmente. Los métodos de Malena se habían transformado en tema de discusión en sala de profesores; donde había grupos a favor y otros en contra. Pero nunca hicieron mella en ella, que hasta el último día que estuvo en el aula, lo siguió practicando ya que le dejó una sensación muy agradable y reconfortante al ver cómo sus párvulos crecían, se hacían críticos en el arte de la literatura. También se sintió halagada al asistir a la colación de grado de varios de sus educandos que abrazaron esa profesión por su ejemplo.
Su temperamento inquieto no permitía que se quedara en casa, sentada en un sillón y tejiendo escarpines para sus nietos; así que cuando se jubiló como profesora, siempre tenía algún evento que organizar o una invitación a cenar, al cine, a aprender a pintar cuadros, clases de yoga, y por supuesto siguió concurriendo a La Cueva a bailar tango con sus amigas y Rodolfo. También, como le sobraba el tiempo, se dedicó a disfrutar viajando con el amor de su vida, el único que conquistó su corazón de verdad y al que le dio el sí cuando entre tango y tango le declaró su amor y le propuso casamiento. Ese amor es Luciano.
Malena recuerda ese día como si fuera hoy, y en cada oportunidad que tiene de compartir el día con su única nieta Milena, le cuenta una y otra vez ese momento.
-Fue un cinco de diciembre, recuerdo que hacía mucho calor en el sótano donde íbamos a bailar. Yo llevaba un vestido negro, con un tajo del lado derecho que le daba movilidad a mi paso cuando bailaba, y zapatos de tacos altos color peltre. Estaba tocando la orquesta típica del maestro Florencio Castro, interpretaban “El Choclo”, mi favorito; así que dejé mis cosas en la mesa que ocupábamos cada noche y salí a mostrar mis dotes de bailarina con mi compañero, como siempre abrieron cancha para vernos bailar. Rodolfo me hacía sacar viruta al piso, nos entendíamos muy bien y ambos lo disfrutábamos. Fue una pieza seguida de otra hasta que terminé extenuada y pedí ir a la mesa a tomar algo y descansar mis pies. Mis amigas habían pedido vino blanco, bien helado, estaba refrescando mi garganta cuando a lo lejos recostado sobre la barra lo vi. Estaba vestido con un traje de franela gris, zapatos negros lustrados y tenía en su mano derecha un vaso de algo que no llegaba a vislumbrar que podía ser. Me miraba, en un momento levantó el vaso, lo dirigió hacia mí y me dedicó un brindis, acompaño con mi vaso y sigo conversando con las chicas naturalmente. Tanto bailar me había cansado y al otro día tenía una agenda bastante cargada de compromisos sociales, así que me retiré, salude a cada uno de los presentes y cuando estaba saliendo me corta el paso el desconocido de la barra:
-¿Ya se va? –me dijo.
-Sí… -le respondo.
-¡Qué pena! Tenía intenciones de que tomáramos algo, conversáramos, nos conociéramos, todo con el debido respeto que me merece por supuesto, no vaya a creer que soy un vivillo que molesta a señoritas bien educadas como usted.
-Realmente estaba cansada, pero… había sido tan caballero en su pedido que accedí a tomar sólo una copa con el extraño y luego sí me iría a dormir. La conversación se puso tan animada que se hizo de madrugada cuando abandonamos el lugar; me llevó hasta mi casa en su auto, un Ford rojo con tapizado de cuero color crema y llantas cromadas. Muy lindo, demasiado aparatoso para la sencillez de quien lo conducía. Cuando me dejó en la puerta de casa se despidió con un apretón de manos y la promesa de que lo dejara volver a verme. Le dije que íbamos todos los sábados a bailar tango, que ahí nos podíamos volver a encontrar e incluso si era su deseo sacarme a bailar. Fue entonces cuando dijo que él no sabía bailar tango, y con una sonrisita tímida remarcó: “en fin la verdad que no se bailar nada. En cambio usted, la he observado esta noche y es un placer ver cómo se desliza con elegancia por la pista, imposible sacar los ojos de tan hermosa dama. También pude percatarme de su risa, resonaba como calandria por todo el salón y tiene una boca hermosa para lucir semejante sonrisa”. Tanto halago hizo que me ruborizara, él lo notó, y no queriendo incomodarme se disculpó, me volvió a dar la mano y se dirigió a su auto desapareciendo por la calle treinta tres de mi barrio. Ay Milena, que lindo que fue todo el romance con Luciano, éramos tan diferentes, nos gustaban cosas totalmente opuestas y sin embargo nos complementábamos tan bien. Formábamos la pareja perfecta, envidia de todos. Una de las tantas noches de sábado, yo bailando en la pista como siempre y él mirando desde la barra, esperó a que terminara la música, se acercó a mí, le pidió a Rodolfo que nos dejara a solas, metió la mano en un bolsillo, sacó una cajita de terciopelo negro, la abrió y mirándome profundo a los ojos me hizo la tan ansiada pregunta. –Malena ¿me haría usted el honor de aceptar ser mi esposa? -mis ojos se llenaron de lágrimas de emoción, tanto había esperado que este muchacho tímido se animara a decir esas palabras, que no pude más que mover la cabeza de arriba abajo una y repetidas veces. Luego nos abrazamos y me dio el primer gran beso de todos los que me daría en mis años de vida.
Milena escuchaba una y otra vez esta historia de amor y soñaba con encontrar ella también al príncipe de su vida.
-Contame más abuelita…
-No hay mucho más para contar nena, Luciano, tu abuelo, y yo nos casamos en la Iglesia de San Nicolás, un día frío de julio; todas mis amigas y Rodolfo estaban ahí, también las compañeras del colegio Nacional N° 2, las damas de la Sociedad de Fomento, algunos alumnos que habían querido acompañar a su profesora preferida en ese día tan especial. La iglesia estaba colmada de gente porque yo tenía muchas actividades y todos querían acompañarme. Era un día tan especial Milena, ojalá a vos te pase lo mismo cuando tengas edad de enamorarte y casarte mi reina.
-Abu, contame cómo era tu vestido.
-Mi vestido era de color crema, en realidad había sido el vestido de mi mamá, o sea tu bisabuela. Yo lo había guardado muy bien porque sabía que algún día lo iba a usar. Era muy hermoso, todo de encaje, con muchos botoncitos en la espalda, una cola larga y en el cabello me había puesto una coronita de flores que mis amigas me habían armado la noche anterior, cuando nos juntamos para celebrar mi última noche de soltera. Luciano también estaba radiante ese día. Ya no lucía triste y aburrido sino todo lo contrario. Tenía un traje azul con una corbata negra y se había dejado el pelo sin fijador dándole un aire más juvenil. Ambos estábamos tan contentos que nuestros rostros refulgían. No tuvimos luna de miel, en esos tiempos no se estilaba tanto, apenas nos fuimos unos días al campo, a la casa de sus padres, y luego cada uno a nuestras actividades cotidianas otra vez. Pero ya nada era igual, porque ahora hacíamos todo de a dos, ya había encontrado un compañero para mis actividades y al llegar a casa después del trabajo nos teníamos uno al otro para contarnos nuestro día y nuestras cosas. Nunca nos separamos y jamás me arrepentí de haber dicho sí esa noche en la tanguería.
-Mamá, Milena, ¿dónde se metieron? -Se sobresaltó al escuchar la voz de su hija.
-¿Qué hora es querida?
-Son las ocho abuela…
-Por dios cómo pasó el tiempo, vamos, tu mamá nos llama y tenemos que prepararnos para mi gran fiesta de cumpleaños.
-Sí Abu, vamos-
En la actualidad era muy bella, su cutis blanco y transparente había sido siempre la envidia de todas las mujeres, sus ojos azules, penetrantes y profundos eran el sueño de todos los caballeros que la pretendieron en sus años mozos. Sus cabellos, de un tono rubio cenizas, hoy estaban surcados de hilos plateados y pesar de la edad todavía mantenía su forma delgada, esbelta, de movimientos graciosos, seductores. Y lo que enloqueció a los hombres su boca, carnosa, sensual que pintó y seguía pintando de rojo intenso mantenía la frescura de su juventud.
Todo estaba listo para el cumpleaños, Andrea había decorado el salón al estilo del vodevil donde su mamá iba a bailar con sus amigas. Todos los invitados debían llevar algo alusivo al tango. Malena estrenó un hermoso vestido color negro de encaje elastizado, con un tajo que dejaba libre su pierna, envolvía su cuello un hermoso collar de perlas auténticas, regalo de su amado esposo. Bajó las escaleras al ritmo de “El Choclo”, y ahí lo vio venir de lejos con el clavel en el ojal, el traje antiguo, el pelo ensortijado y -pensó- ahí está el amor de mi vida, se tomaron de la mano, le dijo feliz cumpleaños amor,  la acompañó a la pista y se la entregó a Rodolfo que la hizo girar al ritmo del dos por cuatro como en su juventud.




"Un corte y una quebrada" integra la antología de cuentos "Aleteo de Amor", de la escritora Sandra Capaccioni (Ed. Remitente Patagonia, Trelew - Chubut, 2016).


sábado, 11 de marzo de 2017

LA NOTA DE HOY





MAESTROS QUE HICIERON ESCUELA EN LA LITERATURA DEL CHUBUT


Por Jorge Eduardo Lenard Vives





Muestra la historia de la Patagonia un conjunto de mujeres y hombres cuya tarea fue primordial para el desarrollo de estos territorios. Sus guardapolvos blancos, vestuario uniforme alusivo a que la educación no distinguía diferencias económicas y que dignificaba a quienes los usaban, docentes y alumnos, mostrando su condición especial ante la sociedad, fueron un emblema que en paisajes cordilleranos y costeros, y en lo profundo de la meseta, marcó la presencia de un país que creía en la enseñanza como base de su crecimiento; e intentaba llevarla hasta sus confines. Si aún hoy existen parajes aislados, imagine el lector lo que sería hace cincuenta o cien años atrás. Imagínese lo que sería para esas personas, jóvenes en su mayoría, dejar su hogar e internarse en la estepa en busca del edificio que, con menores o mayores comodidades, fungía de escuela rural; o radicarse en el establecimiento escolar de un caserío barrido por el viento que poco a poco se transformaría en ciudad, compartiendo con el resto de sus habitantes el duro camino del progreso.

Pero el motivo de esta nota no es historiar la docencia en la zona, tarea para verdaderos investigadores; sino ver como la Literatura sureña reflejó en sus páginas esta presencia. Analizar el asunto con relación a toda la región implicaría una extensa nota. Por ello se circunscribe este estudio a las letras de la provincia del Chubut que, además, muestran una gran dedicación al tema; comenzando con la obra pionera “Memorias de un maestro patagónico” de Julián Ripa. En su corpus se destaca también la excelente publicación del Centro de Docentes Jubilados del V.I.R.CH llamada “Historias de Vida de Maestros Chubutenses”, que reunió las biografías de ilustres maestros chubutenses escrita por reconocidas plumas. Se encuentran allí las semblanzas de Sara Adoración Martínez Soneira de Giménez Faraldo (creación de Mirta Brunt de Agüero), Pepina Abdala, Zelmira Crespo Castro de Adomat, Daniel Andrés Arce, Enrique Della Croce, Vicente Calderón, Manuel Andrés Ayllón, Isaías Vera. Jesús Francisco Durán. Nicolás Ortiz. Oscar Vicente Herrera, y. Rosario de Magallanes (todas obras de Amílcar Amaya), del Padre Juan Muzio (por Alberto Astuti) y Leopoldo Oscar Ferroni (de Octavio Félix Crespo). 

Están también las vidas de Delia Médici de Chayep (fruto de Juan Carlos Chayep y Juana Abdala Chayep), Isidro Quiroga, Sofia Moll de Hilton y Justina Suárez de Larrea (redactadas por Irvonwy Davies), Estefa González de Del Valle, María Javiera Sosa de Miranda, Rafaela Antonia González de Derín y Santiago Vidal (cuya autora es Ana Symonides), Robert Owen Jones. (por Elizabeth Dimol de Davies), Juana Evangelista Velázquez de Zárate. (escrita entre Blanca Gallegos y Amílcar Amaya) y Antonio Morán (de Carlos Giulianos).

La serie incluye una nota de Griffith Griffiths, “Educadores que atendían la enseñanza primaria en el Valle del Chubut en 1897”, traducida del galés por Gweneira González de Quevedo; quien también biografió a Ivor J. Pugh y John Evan Jones; y relató sus propias vivencias en “Mi experiencia en la Escuela Nº 40. Tecka”. Otros ensayos breves son los de Aurelio Salesky Ulibarri, llamado “Una Escuela y un Maestro en la Colonización Boer” y “A propósito de la Escuela Nº 50”, por Ceinwen Evans Morgan de Fenelli.

Más de sus trabajos versan sobre Ana Rosa Gatica de Amaya (Owen Tydur Jones), Edmund Freeman Hunt (Arabella Judith Hunt de Junkers), Mair Ap Iwan de Roberts (Arié Lloyd de Lewis). Marcelo Duflós (María Adelina Galíndez de Lucero), Luisa Pieruzzini de Morelli (María Elena Miguel), Alberto Eduardo Faccio y Conrado Aureliano Conesa (Justa Moreno Conesa de Minicucci); y Mariel Inés Rivas de Acevedo, Jorge Vicente Octavio Sánchez y Marcos Isaac (Miguel Alesio Saade).

Esta larga lista da idea de la importante obra realizada por los biógrafos para rescatar la memoria de esos educadores... y por los docentes jubilados para homenajear a sus antecesores. A esos nombres, se podrían agregar otros; como el de Llewelyn Jones, primer maestro de la Escuela 18 de Río Corintos, fallecido al intentar cruzar el río en medio de una crecida; y en cuyo recuerdo en alguna época se llevaban flores a su tumba en Trevelin los 11 de septiembre. O el de T.G. Pritchard, quien le sucedió en el puesto, ganador del primer sillón bárdico en el Eisteddfod del Chubut. O el de Tomás Harrington, que mientras cumplía sus tareas docentes incursionaba en la arqueología chubutense; autor a su vez de varios opúsculos en los que dejó cuenta de su afición; como “Contribución al estudio del indio Gününa Küne”.

Cabe destacar que la figura de Vicente Calderón fue también tratada por Luis Feldman Josin en una nota en los “Cuadernos de Historias del Chubut”, en los años 70; donde también publicó “Centenario de la Escuela en el Chubut” y “La obra civilizadora del maestro del Chubut”. En esos cuadernos, Francisco Arancibia editó su “Aporte cultural de los docentes del Chubut”; y Pascual Paesa la nota “La escuela salesiana y su aporte a la cultura del Chubut”. Se agregan a estas breves remembranzas de la docencia provincial, enjundiosos estudios como “La educación en el Chubut 1810-1916” de Sergio E. Caviglia; y el “Diccionario Histórico - Biográfico de maestros chubutenses”, de la Biblioteca Pedagógica Central.

En ficción puede recordarse el cuento “La Avutarda” de Donald Borsella, también él maestro; y “La escuela de paraje Tres Álamos” y “El maestro”, que un servidor incluyó en una desconocida antología llamada “Palabras bajo la Cruz del Sur”. En “El sigilo del maestro”, Alejandro Panizzi recrea un imaginario diario de Julián Ripa en su época de educador, para elaborar un terrorífico relato.

Más que otras veces, el autor de estas líneas debe darles un corte brusco para acomodarse a las exigencias del espacio editorial; pero advierte que ha volcado muy poco del material bibliográfico que el tema generó en la Literatura chubutense; y nada respecto al obrante en la creación literaria regional. Para tratar en parte de deshacer el entuerto, pareció justo cerrar la nota con unos versos de la chorrillera que Hugo Giménez Agüero dedicó a un maestro santacruceño, que, según dicen, enseñó allá por San Julián a inicios del siglo XX:


Quién izó la bandera un nueve de julio / en el patio nevado de aquella escuela.
Quién le robó los libros a la memoria / para que los chicos los aprendieran.

Quién hizo patria entonces, / quién fue ese hombre
que se murió de viejo allá en la escuela, / con un puñado de tizas y unos cuadernos.







Nota: el autor dedica esta nota a una maestra que en el año 1943, con apenas 20 años de edad y unos meses de recibida en una Escuela Normal de Buenos Aires, donde había pasado un par años lejos de su natal Valle del Chubut, escribía desde Gaiman a las autoridades escolares para pedirles ocupar un cargo de docente en Los Antiguos. Hace 74 años esa población no era aún la pintoresca localidad con prometedores cultivos de fruta fina, al final de una cómoda cinta asfáltica, que es ahora. Me admira el coraje de esa mujer, que se llamaba Gwen Adeline Griffiths; y su muestra de esa vocación característica de quienes vivieron la educación como el servicio a la sociedad que es.


sábado, 4 de marzo de 2017

EL POEMA DE HOY





                      OBRA DE TESTIMONIO



        Por Cristian Aliaga (*)



No puedo saberlo:
estás, y está la muerte.
Sé que cierto frío, que cierto líquido
me regocija.

¿Los dioses castos de la muerte
podrán perecer ante la lujuria?

El frío, y las huellas de las caricias
en los brazos, el instante preciso
en que nos prometimos todo,
la mendicidad y la pureza.

La vida es un oficio lento:
estás, y está el destino.




(*) Escritor de Comodoro Rivadavia. El poema es de su libro “No es el aura de Kant” (Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 1992).