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martes, 30 de noviembre de 2021

EL CUENTO DE HOY



EL HALLAZGO


Por Rubén Héctor Ferrari Doyle








 Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras.

(Del prólogo de Adolfo Bioy Casares a la "Antología 
de la Literatura Fantástica” - Ed. Sudamericana, p. 5.)



Antes de comenzar el relato del suceso extraordinario que me tocó protagonizar, debo aclarar que me veo obligado a ocultar el lugar y el tiempo de lo acontecido por razones que luego se comprenderán.


Pertenezco a un grupo reducido de inmigrantes británicos cuya  subsistencia está ligada a la labranza y a la cría de animales de granja.


No fuimos los primeros en ocupar aquí un extenso predio entre los que aún quedan a disposición de quienes, para solicitarlo, deben cubrir las exigencias que marca la ley; entre ellas, respetar los límites indicados para cada parcela mediante un jalonamiento preexistente, pero que hasta hoy carecen de alambrados en su totalidad.


Antes de abandonar mi país de origen, en mi carácter de seminarista egresado de la facultad de teología, ejercí la profesión pastoral, tarea que he reiniciado en esta lejana zona de la enorme ínsula, sumando a mi vocación religiosa el laboreo personal de la tierra.


En la totalidad del territorio la población mayoritaria es aborigen, tribus nómades que se trasladan en forma periódica, ajustadas al modelo migratorio de muchas de las especies animales que viajan de un área geográfica a otra con ecología diferente, según la estacionalidad. Ellos son pacíficos y nunca ofrecieron una resistencia violenta a la presencia, también sosegada, de los británicos que al tomar posesión de las tierras se presentaron al mundo como una nueva nación. El novel estado, ya organizado políticamente, fue reconocido como tal por varias democracias del mundo, entre ellas mi pequeña patria galesa, donde ya habían instalado un consulado que, entre otras oportunidades, promocionaba las actividades concernientes a la agricultura.


Cuando yo llegué, las tareas agropecuarias estaban muy adelantadas. Favorecidos los cultivos —particularmente el del trigo— por un régimen aceptable de lluvias, el río existente era un regalo más de la naturaleza, deslizándose suavemente hacia el mar, distante a unos escasos treinta km. Su caudal, procedente de las altas cumbres lejanas, brindaba una regularidad y una profundidad suficiente para permitir su navegación con barcos de fondo plano, de los denominados “chalanas". Estas eran construidas en una carpintería de nuestra pequeña aldea, conformada por comercios que proveían a los labriegos en sus necesidades básicas de alimentación, vestimentas y medicamentos.


Las embarcaciones, cuatro en total, de afilada proa y popa cuadrada, obedecían en su fabricación a un mismo modelo, con una eslora de diez metros y un ancho de dos. Podían soportar hasta quinientos kilos de trigo contenido en bolsones, cuyo destino inicial era satisfacer las necesidades de las poblaciones cercanas. Todas las pequeñas naves lucían bien calafateadas con brea y estopa.


Otro beneficio que ofrecía la costa marina en la zona de la desembocadura era la existencia de una pequeña ensenada que permitía el ingreso de barcos de mayor calado. Estos eran generalmente de bandera inglesa y su presencia, al principio muy esporádica, obedecía al interés de cargar lana y cueros ovinos. El trigo era irrelevante en cuanto a su producción, pero resultó inevitable que, dada su calidad, despertara el interés de los mercados londinenses.


Era explicable que la abrumadora cantidad de habitantes extranjeros del país estuviera constituida por británicos, donde también se había impuesto su idioma. Todo ello sucedía al impulso del apoyo no disimulado de Gran Bretaña, para fortalecer poblamientos que contribuyeran a afianzar y engrandecer su Imperio.


Al principio se construyó un rústico muelle a unos cincuenta metros de distancia del encuentro de las aguas, con un número adecuado de cabos donde quedaban sujetas las chalanas. Para el viaje de ida se aprovechaba el impulso de la corriente y para el regreso se aplicaba el sistema de sirga, donde ingeniosos marineros formados en el lugar manejaban los elementales timones mientras otros prácticos jinetes remontaban la corriente por los bancos ribereños, que también habían sido adecuados para el paso de grandes carros.


En los momentos de descanso que nos brindaba el trabajo, yo aprovechaba la circunstancia para entablar relación con los chamanes indígenas. Lo hacía al impulso de querer conocer sus creencias y ritos religiosos, donde el concepto de algo superior se abría paso entretejido en mitos fantásticos heredados por la nunca sustituida tradición oral.


En una de esas reiteradas ocasiones el más comunicativo hechicero de una de las tribus de los chacotes, llamado Chatak, se refirió a la existencia de un misterioso lugar ubicado hacia el oeste  al que se podía acceder por la margen sur tras cruzar el puente de madera, remontando el curso de las aguas tras algunas horas de marcha.


Me habían atrapado todas las vivencias que describían los jefes tribales descendientes de los primitivos camotes y decidí que al día siguiente partiría en búsqueda del lugar con mi brioso caballo negro, al que desde potrillo comencé a llamarlo Pegaso. 


Transcurrieron aproximadamente las horas indicadas por mis informantes cuando, a la distancia, ya comienzo a percibir el inicio de la pronunciada curva del río mencionada por el hechicero. A medida que me aproximo a ella, advierto que es más cerrada de lo que había imaginado. El panorama que va apareciendo está constituido por un gigantesco territorio rocoso. Es un mundo pleno de naturaleza muerta. En ese preciso instante Pegaso, encabritado y en postura rampante, agitando sus remos, lanza un agudo relincho al mismo tiempo que soy arrojado de su grupa. Entonces advierto con preocupación que el animal, asustado, ha emprendido un galope sin regreso hacia la querencia. Abrumado por este episodio, al fin logro comprender que las aguas han desviado su curso y que la orilla se muestra intransitable. Allá lejos y casi en paralelo con la novedad del recorrido, se alza un largo y altísimo farallón de piedra rojiza que interrumpe el horizonte. Comienzo a experimentar las curiosas sensaciones que han infundido terror en los aborígenes. Mi vista empieza a nublarse y todo parece haberse detenido en torno. Los pájaros se han quedado quietos en pleno vuelo; no navegan las nubes ni se mueven las hojas de los pocos árboles que allí crecen. Hasta la corriente de agua ya no se desliza. El tiempo mismo parece inmóvil, tal como el cuadro de algún eximio e inspirado paisajista. Entonces caigo de rodillas y exclamo, ¡ayúdame, Dios mío! Casi de inmediato algo me insta a levantarme y comienzo a moverme con lentitud entre el laberíntico pedral, hasta llegar a un gran espacio vacío donde las rocas dan marco a un anfiteatro pequeño e irregular. Todo se me antoja místico y quimérico. Ante la única y notable piedra que impera en su centro, me brota la idea de un rústico monumento. Sin embargo, pese a la milenaria metamorfosis a la que la ha sometido el tiempo, uno de sus laterales parece artificialmente achatado y plano, con un alisado increíble que despertaría el deseo de un artesano por cincelarlo luego de haber pulido la superficie con laboriosa paciencia.


Con esta última visión y ya algo alucinado, comienzo a presentir la inminente revelación de un misterio. En la superficie inmaculada de este altar inconcluso comienzan a aparecer extrañas luminiscencias que me atrapan sin remedio. Casi de inmediato surgen letras brillantes y van formando palabras que culminan en un inesperado mensaje. Estoy aturdido; la leyenda se expresó en latín y apenas concluida desapareció en forma repentina, pero ya ha quedado definitivamente incorporada a mi memoria. Mis conocimientos del glorioso idioma imperial romano son limitados; fueron los básicos que aprendí en el seminario y sólo para que, diccionario por medio y algún manejo de sus declinaciones y tiempos verbales, pudiera entender el sentido de algunos pasajes de las memorias del César que surgen de su obra "De Bello Gallico".


Antes de comunicarles el contenido de mi modesta traducción, necesito manifestar la inigualable emoción que me produjo y que continúa hasta hoy, ya muy alejado temporalmente del acontecimiento.


Así se expresaba el imperecedero aviso que trasuntaba un largo y heroico martirio: "Hasta aquí llegué ya muy enfermo con mis pocos templarios sobrevivientes, para ocultar de la codicia de los hombres el Sanctus Calix, junto al cual pedí ser sepultado. Perceval”.



                                                                                

martes, 9 de marzo de 2021

EL CUENTO DE HOY

 



PREJUICIOS


Por Susana Arcilla (*)





 Yo fui cartero cuando no había Internet ni teléfonos celulares, hace mucho...mucho tiempo; pateaba todo el día, invierno o verano. Los barrios que recorría eran mi mundo, conocía a todos. Sabía nombres y direcciones y, con el tiempo, me fui haciendo amigo de la gente. Una vez conocí a una adolescente que recibía un libro por mes en su casa, así que para mí era como visitar a una amiga; como ella tenía que firmar un recibo por la entrega, yo aprovechaba ese momento y charlábamos bastante.


Pero la mujer más misteriosa que conocí en esa época fue Matilde; nunca me atendía antes del mediodía, así que, tipo doce, recién contestaba el timbre. Abría la puerta envuelta en una bata de seda —estampada con flores— larga y muy perfumada; sus cejas arqueadas me preguntaban qué traía esta vez. Era una mujer sofisticada que tenía una hija chiquita. Vivían solas. Parecía que ella trabajaba de noche, digo por el horario que tenía para levantarse. Recibía cartas de las ciudades más grandes del país con información de moda y cosméticos, esa especie de catálogos para realizar pedidos por correspondencia. Usaba el pelo negro recogido con un rodete alto, que elevaba más sus cuidadas cejas y acentuaba su gatuna expresión.


Su hija era bellísima; a pesar de ser una nena ya se veía que sería una mujer tan interesante como  su madre con el paso del tiempo. Siempre estaba vestida como una princesa, con el cabello negro brillante y esos inmensos ojos verdes que miraban el mundo con gran curiosidad. Se llamaba Eleonora. Cuando la madre abría la puerta, ella se escondía detrás y se agarraba de la seda de la bata con sus manitos pequeñas. Iba a la escuela del barrio —al turno tarde— y, cuando yo tocaba el timbre a las doce del mediodía, me parecía que comenzaban a almorzar porque salía un rico olorcito a comida recién hecha. No había un hombre en la casa, al menos yo no lo veía, y tampoco había rastros masculinos en la vivienda.


Era un departamento chiquito. Yo alcanzaba a ver la cocina comedor a través de la apertura de la puerta, cuando me atendían.


—¡Buenos días! ¡Qué suerte que vino! Estaba esperando estos folletos —decía Matilde con una voz ronca y grave, como de una mujer fumadora. Yo la había visto yendo al almacén de la esquina, con un Virginia Slims en su boca, esos cigarrillos finitos y largos que fuman las mujeres, y con una boquilla dorada. Tenía un caminar felino y elegante a la vez, era alta y delgada y se enfundaba en pantalones de cuero negro ajustados al cuerpo.


Los muebles del departamento eran sencillos, como de una familia de clase media; se veían cortinas coloridas desde la vereda cuando levantaban las dos persianas, cerca del mediodía. La vivienda tendría dos dormitorios y un baño, seguramente. A veces había otras mujeres tomando mate, pero ninguna era del barrio; se parecían a Matilde en el tipo de ropa que usaban.


Una vez pude ver  estacionado un auto grande y nuevo, de los caros, en la puerta del departamento; no pude resistir la curiosidad y toqué el timbre con una excusa tonta. Ya era la hora de ir a la escuela; Eleonora tenía puesto su guardapolvito blanco e inmaculado, almidonado tal como lo hacía mi abuela para mis hermanas. Allí sentado a la mesa había un hombre grande y gordo, muy bien vestido, con un habano en la boca. Una cadena de oro llegaba al bolsillo de su chaleco verde botella; parecía que allí dentro había un reloj de esos que se miran con elegancia de vez en cuando. Estaba tomando un whisky con hielo. No parecía que estuviera por almorzar sino que, más bien, estaba charlando en un tono fuerte con Matilde; al abrirse la puerta quedé mudo por la imagen, nueva a mis ojos.


—¿Qué querés? ¿Traés alguna carta o folleto hoy? —me preguntó Matilde con naturalidad al abrir la puerta. En sus manos blancas resaltaba el rojo de sus uñas puntiagudas.

—¡No! No… sólo pasaba para decirle que el lunes le traigo todo —yo balbuceaba entre mirada y mirada, mientras ensayaba una excusa que iba armando al paso lento de los segundos— es que hoy no alcancé a clasificar la correspondencia, ¿vio? Pero… quería que supiera que el lunes sin falta está todo por acá. Hasta luego —traté de parecer como todos los días pero no lo logré, estaba rojo de vergüenza, sentía el calor en mi cara.

—Ah! ¿También quiere las revistas de moda? —le dije para disimular—, paso por el kiosko cuando vengo a este barrio. Ya no recuerdo que me contestó.


Acto seguido, al ir a otra casa del mismo barrio, una vecina me comentó —sin que yo le preguntara— lo que no había sospechado nunca.


—Ese tipo es el “cafisho” de Matilde. ¿No sabías que ella es prostituta durante las noches? —la voz era del tono de una sentencia caída en medio de la luz del día. Para mí significó la pérdida de la inocencia en forma de golpe mortal y me dejó noqueado.

—¿Eh? No, no, usted está muy confundida, ella es una buena persona, muy amable y buena madre —contesté tratando de defender a Matilde como si hubiera sido mi amiga.

—¡Buena madre! ¿No ves que está preparando a la chica para que sea igual a ella? —su voz era cada vez más elevada. La vecina con ruleros y pañuelo parecía un personaje del Chavo del Ocho. Era fuerte esa imagen y esas palabras juntas en la misma persona, me producían bronca y risa a la vez.


Los días volvieron a la naturalidad de siempre, sólo que ahora mis ojos inquietos ya estaban buscando pistas de lo que consideraba el peor final ¡Pobre Eleonora! ¡Ojalá que yendo a la escuela pueda tener otro trabajo en el futuro! Había tomado el tema como si fuera mío. Me di cuenta de que me estaba encariñando con ellas dos. 


—¡Importante, la escuela! ¿Vio Doña? —le dije un día  a Matilde mientras me firmaba los recibos—. Yo voy de noche porque tengo que trabajar. De pronto había pasado de cartero a cura de la parroquia con mis comentarios.

—Claro, claro… está bien querido, gracias, hasta mañana —y me cerraba la puerta en la cara. Yo pensaba si ella sabría lo que yo sospechaba…


Con el tiempo Eleonora se transformó en una bella adolescente, con un cuerpo espectacular; ya iba al secundario, pero de tarde. Los hombres se daban vuelta para mirarla cuando caminaba por la calle, tenía un estilo provocativo en el arreglo de su cabello —teñido de rubio furioso— y en su ropa ajustada que marcaba las curvas con gran detalle. Usaba botas altas y camperas cortas —de cuero— haciendo juego. Una vez la vi de casualidad en la playa, con un bikini rojo infartante. Esa imagen puebla mis noches desveladas todavía.


—¿Viste lo que dicen en el barrio ese, donde vos repartís las cartas? —me dijo mi madre un día como si me hablara del tiempo— lo escuché en el mercado; dicen que Matilde la está preparando a Eleonora para que trabaje como ella. 

—¡No, mamá! La gente es mala y comenta pelotudeces porque la ven tan bonita y como la envidian… —yo creí que engañaba a mi madre con el tono neutral de un joven varón que se hace el distraído.

—¿Vos no te estarás enamorando de esa piba? ¿No? —subió el tono y me miró fijo— ¡Mirá, una  sola cosa te digo… vas a sufrir mucho si es así! —y cambió de tema. Mi madre sabía dejarla picando, como dicen. Siguió cocinado tranquilamente con la sabiduría de una mujer grande.


Yo sentía que tenía que salvarla de los hombres que la iban a usar por dinero, y pensaba en  la forma de hacerlo. Me torturaba por las noches buscando la solución al drama que vivía al involucrarme con esas dos mujeres, con la única salvedad de que ellas no sabían de mi existencia. Yo sólo era el chico cartero y reparaban en mí los escasos minutos de la entrega de la correspondencia.


Un día no atendieron el timbre; al otro día, tampoco y así, semanas y semanas. Las persianas ya no se levantaban al mediodía como siempre. Yo me ilusionaba pensando que unas buenas vacaciones juntas —madre e hija— las iban a hacer recapacitar.  Pero las vecinas me querían hacer bajar a la realidad con sus comentarios.

—¿Viste que Eleonora se fue a hacer la carrera de modelo profesional? La llevó la madre, va a estudiar allá, en la capital —la mujer de ruleros y pañuelo tenía toda la información.

—¿Y usted cómo sabe tanto de ellas? Por lo que veo no se tratan… ¿No? Ni se saludan siquiera —dije tratando de desacreditarla en un solo tiro.

—Lo que pasa es que esa puta, la más grande,  cuando fue a pagar el alquiler, se lo comentó a Doña Rosa —dijo triunfante y con una sonrisa—. ¿Vos no te habrás enamorado de esa loquita, la más chica? ¿No? —disfrutaba el momento mientras me miraba. 

Yo, confundido, trataba de acomodar los datos nuevos en mi cabeza afiebrada y, a la vez, disimular mi estado.


Bueno… después de todo, ser modelo es una profesión digna, se gana mucho dinero y se hacen grandes viajes por el mundo ¿Quién quiere ser pobre, al final? Ser cartero es ser pobre y aburrido. Ella va a triunfar porque es linda y buena, su madre la cuida porque conoce de la vida en las grandes ciudades, dicen en la televisión que hay tipos que  roban mujeres y las ponen a trabajar,  hasta las venden...


La empecé a ver en las revistas nacionales —cuando pasaba por el kiosko en mi recorrido diario— y en los programas de televisión de la tarde. Su figura tomó popularidad; estaba cada vez más bella, su madurez la había favorecido. Las marcas comerciales más importantes la contrataban para campañas de ropa íntima como se decía antes. Yo creía que se había salvado, hasta que un día apareció su nombre en una lista de acompañantes de un hotel cinco estrellas  de la capital. Pasaron la noticia en todos los programas televisivos.


Las chicas del “buk” —escuché— son aquellas que están reservadas para los más ricos empresarios, para los turistas famosos que llegan al país, para algunos políticos o deportistas que contratan mujeres por miles de dólares para compartir una noche de amor. Sabía que yo nunca podría ser uno de esos; primero, porque soy pobre y después, por mi gran amor por ella. ¡Pagar a una mujer! ¡No se puede creer!


Cuando Matilde regresó sola al barrio y volví a visitarla como cartero, le pregunté por Eleonora…


—Ella trabaja en la capital, este es un pueblo muy chico para ella —su tono era  natural pero con algo de orgullo detrás.


Hoy soy un hombre mayor, son tiempos de Internet y teléfonos celulares, casi no se ven carteros en la calle. Cada tanto las veo a las dos pasear por los puestos del mercado; ya son dos mujeres grandes, adultas, me saludan amablemente cada vez que me cruzan. 


—¿Cómo le va? ¿Todo bien? —me dicen a coro, mientras se desplazan con sonrisas y elegancia, esas cosas que no desaparecen con la edad. Caminan con la cabeza altiva, como una reina con su princesa.


Nunca dejé de amar a Eleonora, me alegro de que esté bien, a salvo, en este pueblo tranquilo y con su mamá. Son buena gente, como siempre, pensé.




(*) Susana Arcilla nació y vive en Trelew, Chubut. Es profesora de Historia. Participa del Taller del escritor del Grupo Encuentro, dirigido por Cecilia Glanzmann. Es autora de Mirada cuentera, historias de viaje, Umbrales ediciones, Bs. As. 2018, y Mirada indiscreta, seres urbanos, Enigma Editores, Bs. As. 2020. Es coautora de la antología Anecdotando, Umbrales ediciones, Bs. As. 2019. Publica mensualmente en el Suplemento Mujeres del Diario El Chubut.







domingo, 21 de febrero de 2021

EL CUENTO DE HOY

 



EL HIPOCORNIO DE PALIMISTRÍN


Por Alejandra  Vilela (*)



Había una vez un niño llamado Palimistrín. Este pequeño, que tenía padres con mucha imaginación, creció en una casa llena de aventuras inventadas. Había días en que su madre inundaba el baño, y todos dormían amontonados en la bañera, simulando un naufragio. Los miércoles de luna llena jugaban a viajar en un crucero de lujo, dando  vuelta la mesa del comedor. Sentados allí con las piernas cruzadas, escuchaban a su padre describir las maravillosas forma marinas que veían desde el balcón de su camarote. Así, Palimistrín aprendió a mirar el mundo con ojos de fantasía y para él nada era imposible, ridículo o inexistente. Todo podía pasar en su casa. Y así creció, como un niño feliz en una casa multicolor.  

Un día, cuando tenía 7 años, se mudaron de barrio y su madre lo llevó a una escuela nueva, donde no conocía a ningún niño. Palimistrín fue recibido en la puerta de su aula por la Señorita Perla, que era muy alta y sonreía con amabilidad. La maestra, antes de indicarle a Palimistrín su asiento, lo presentó al resto de los niños. 

“Les presento a Palimistrín,  su nuevo compañero. Vamos a darle un fuerte aplauso de bienvenida a la escuela”. 

Todos aplaudieron y saludaron. Pero uno de los niños, Ángel, levantó la mano y preguntó cómo era posible que se llamara Palimistrín, si ese nombre no existía.  El comentario fue recibido con una carcajada generalizada. La Señorita Perla se puso muy seria y dijo que aunque fuese un nombre que no existía, era muy bonito y no quería escuchar a nadie burlarse del nombre del nuevo compañero.  

Todos se callaron inmediatamente, pero Palimistrín se quedó un poco triste, pensando cómo podía ser que sus padres le hubiesen puesto un nombre inexistente y que él hubiese llegado a los siete años sin notarlo. 

Cuando su mamá lo vino a buscar, lo primero que hizo es preguntar porqué su nombre no existía.  Su mamá le dio la mano, y mientras caminaban a casa, le contestó:

“Por supuesto que Palimistrín existe, lo inventé yo el día que naciste. Vi tu carita y de inmediato pensé que Palimistrín era un nombre perfecto para ti”.  

El pequeño en principio se conformó con la respuesta, pero luego, mientras almorzaba, pensó que Angel  se burlaría diciéndole que tenía un nombre inventado, y se lo comentó a su mamá. 

“No te preocupes Palimistrín, que todos tenemos un nombre que en algún momento fue inventado. ¿O acaso crees que los hombres primitivos se llamaban Perla y Ángel?  Al principio no había nombres y en algún momento a alguien se le ocurrió ponerlos. Ángel también fue inventado, solo que antes que Palimistrín”.

Una enorme sonrisa se pintó en la cara del niño. Su mamá siempre tenía respuestas a sus problemas. 

El día del animal, la Señorita Perla les pidió que dibujasen a su mascota favorita.  Todos tomaron una hoja blanca y lápices de colores y dibujaron a un animal. Clara dibujó a su perra Mala.  Montserrat a su gata, la dulce Minoshina. Fátima dibujó a un gato siamés llamado Cristóbal y Luna a su gallina Florinda. 

Cuando terminaron, todos colgaron sus dibujos en las ventanas del aula. Palimistrín, muy orgulloso, colgó un dibujo multicolor de un ser extrañísimo. Cuando regresaba a su asiento, vio que todos los niños observaban su dibujo. Y lo que era peor, la Señorita Perla también.  Ángel señaló su dibujo con el dedo y dijo: 

"¡Ese animal no existe! ¡Jajajajajaja!"

Palimistrín, ofendidísimo, dijo: “Es un hipocornio, y por supuesto que existe. Mi mamá pintó uno mucho mas lindo en mi cuarto. ¡Lo miro todas las noches antes de dormir!” 

“No existe, no existe”, coreaban todos riendo.

Palimistrín no pudo evitar que lágrimas gordas rodaran por su mejilla. La maestra intentó consolarlo, pero no pudo, así que la directora llamó a su mamá, para que viniese a buscarlo.  Cuando llegó al aula, Palimistrín preguntó en voz alta:

“¿Cómo se llama ese animal, mamá?”

"¡Hipocornio!", respondió ella y una sonrisa triunfal se pintó en el rostro del niño.

La maestra y sus compañeros miraron asombrados a su mamá, pero nadie se atrevió a decirle que no existía. Entonces Palimistrín, para que su madre entendiese el problema aclaró:

“Angel dice que no existen los hipocornios”.

“Angel tiene un poco de razón… no existe TODAVÍA”,  respondió su mamá. 

"¿Todavía? ¿Qué significa eso? ¿Que va a existir?",  preguntó Luna, que era muy curiosa.

“No todas las formas animales que conocemos hoy existieron siempre, ni van a existir para siempre. Aquí veo dibujados gatos, perros y gallinas.  ¿Ustedes sabían que estos animales no existían en la época de los dinosaurios? Si alguien los hubiese dibujado en esa época, le hubieran dicho que no existían, pero la verdad es que NO EXISTÍAN TODAVÍA, pero existirían en el futuro. Hipocornio es un animal adorable, y con Palimistrín estamos esperando que alguna vez exista. Puede que nunca aparezca, pero ahora no lo sabemos y nos gusta mucho, así que lo hemos adoptado como mascota en casa."

"¡Levante la mano a quién le gustaría tener un hipocornio el día que exista!", dijo entusiasmado Palimistrín.

Todos los niños levantaron la mano. Menos Angel. A él no le gustaban las cosas que no existían. 

Unas semanas más tarde, cerca de la primavera, la señorita propuso que adornasen el aula con un mural. Ella había dibujado un enorme papel lleno de flores, abejas, mariposas, bichitos colorados y un sinfín de cosas bellas. Puso un enorme recipiente con lápices de colores y dijo a los niños:

"Quiero que cada uno de ustedes escoja un color. Utilizará ese color en distintas partes del mural. Así todos sabremos qué parte pintó cada uno."

Ángel eligió el azul, porque pensaba pintar todo el cielo. Luna se abalanzó sobre el rosa, que era su color favorito. Lucio adoraba los bichitos colorados, así que buscó ese color. Cuando todos tenían sus lápices, Palimistrín se acercó al recipiente y tomó siete  lápices.

"Debes escoger un solo color, Palimistrín", dijo la Señorita Perla.

"Tengo uno solo", respondió el niño.

"Mentira, tienes siete colores", dijo Tomás.

"¡Nooooo! Sólo tengo uno, que se llama color LUZ!"

"¡Ese color no existe, como todo lo que tienes tú. Nombre que no existe, mascota que no existe y color que no existe!" gritó Ángel.

"¡Sí existe! Llamemos a mi mamá y preguntémosle", retrucó Palimistrín, enfadadísimo.

"No Palimistrín", dijo la Señorita. "Ya hemos escuchado a tu madre varias veces; ahora queremos escucharte a ti. Debes aprender a defender tu punto de vista. Si crees que el color luz existe, explícanos porqué. Todos te escucharemos sin interrumpir", dijo mirando con cara muy seria a todos los demás alumnos. 

El pobre Palimistrín sintió todos los ojos fijos en él y las lágrimas a punto de rebalsar de sus ojos, pero juntó valor y dijo:

"Yo no sé muy bien porqué mi mamá llama color luz a todos estos colores, pero mi casa está pintada color luz, y yo he visto el color luz los días de lluvia. La gente creo que llama arcoíris al color luz," terminó en voz casi imperceptible, seguro de que no lo había explicado bien. 

Sin embargo la Seño Perla, agachándose, lo abrazó y le dijo:

"Te felicito Palimistrín, porque fuiste capaz de pararte frente a la clase y explicar lo que sabías.  Porque tragaste tus lágrimas. Y porque prestaste atención a las explicaciones de tu madre".  

Luego, dirigiéndose a los otros niños dijo: 

"El año que viene estudiaremos la descomposición de la luz, pero lo que dice Palimistrín es cierto. La luz está formada por esos siete colores que escogió, aunque sólo puedan verse cuando pasan por una gotita de agua un día de lluvia. ¡Es muy original llamarlos color luz, pero me gusta mucho la idea! ¡Gracias por compartirla!"

Ese día Palimistrín volvió muy contento a su casa, porque sus amigos habían entendido que algunas veces existen respuestas que no se nos ocurrieron y que siempre, antes de rechazar una idea,  hay que escuchar las explicaciones que puedan ayudarnos a entenderla. 



(*) Escritora. Este cuento fue finalista en el 2020 en el concurso  #quedateencasa, organizado por Ciencia y Cultura del Chubut. La ilustración es una acuarela de la autora.

domingo, 27 de diciembre de 2020

EL CUENTO DE HOY

 




¡YO SOY YO!

Por Mónica Avendaño



Sale de la ducha apoyándose en la pierna derecha, toma la toalla y fricciona fuerte cada rincón de su piel. Se detiene en el muslo izquierdo, donde una cicatriz hipertrófica baja desde la ingle hasta la rodilla. Suaviza la presión de la tela sobre el queloide, luego anuda el toallón a su cintura y se para frente al espejo empañado. Como todos los días, antes de limpiarlo escribe “yo soy yo”. Mira fijo, como queriendo grabar la frase en su mente antes de borrarla. Aparece un rostro joven, de ojos profundos y mandíbula fuerte. Recorta la barba y rasura con especial atención una línea blanca en la parte inferior de la pera.  Busca las píldoras en el botiquín y toma dos, convencido de que lo ayudarán a superar el día sin dolor. Escucha gritar “Leo, está el desayuno”. “Ya voy”, responde mientras piensa “¿Cuándo dejará de llamarme Leo? ¡Pobre mamá!”. Se viste con parsimonia. Vuelve a oír su voz “¡Leo, apurate! ¡Vamos a llegar tarde!”. “Es que yo no quiero ir, lo hago por vos”, medita aunque no lo exterioriza. Baja las escaleras con un rengueo casi imperceptible. La pared del pasamanos está cubierta por instantáneas de dos críos, que son el reflejo el uno del otro, y de una niña más pequeña. Se acerca a su madre, la besa y le susurra al oído “Soy Ale, mamá”. Carmen lo mira con ternura y responde “¡Hola cariño! Merlina apenas tomó un café, no nos va a acompañar, dice que no puede perderse la clase de Física ¡justo hoy!, decime… un día que no vaya, ¿qué puede pasar?”. Él sonríe, la Física  es lo que menos le importa a su hermana. “Yo tampoco tengo hambre, solo voy a beber el jugo” le dice sabiendo que viene otra queja: “¡Ah! ¡Por Dios! ¡No pueden vivir del aire! Bueno, voy sacando la camioneta, no quiero que seamos los últimos en llegar. Hoy se cumplen cinco años”. “¡Ay, madrecita!”  “¡Si sabré yo que hoy se cumplen cinco años!”, dice en silencio.

Parten. Carmen conduce. En menos de diez minutos están en el lugar. “Mirá... ya llegaron todos, te dije que era tarde, Leo”, le reprocha.  Hay un tumulto de gente, observa a familiares, amigos, vecinos. Todos con flores en sus manos rodeando el santuario. Los saludan compungidos y muestras de afecto. Dos fotografías presiden la ermita, la de un hombre de mirada dulce, y la de un adolescente. Mientras van dejando las flores en cada una de las imágenes, comienzan los cánticos. Todo su ser se resiste pero, por respeto a su mamá, se acerca a dejar dos calas que alguien puso en su mano. Se agacha sobre el primer retrato y murmura “¡Papá, cuánto te necesito, no sé cómo ayudar a mamá! ¿Podés creer? ¡Me llama Leo!, trato de no contradecirle, sufre tanto, es demasiado  la ausencia de los dos. ¡Dame fuerzas para animarla!”. Luego se inclina hacia la otra imagen, y un movimiento involuntario lo sacude, un sonido gutural atraviesa su garganta; logra sacarlo con un grito desgarrador que conmueve a todos y explota: “¿Por qué está mi fotografía? ¡Mamaaaaaaaá! ¡Basta! ¡No soporto más! ¡Yo soy Alejandro! ¡Estoy vivo!

Carmen no puede retener las lágrimas, su rostro refleja un sufrimiento insoportable, y cuenta con congoja: “no sé qué hacer, me siento impotente. Vengo con la esperanza de que este lugar lo traiga a la realidad. Ha adoptado todos los hábitos de Ale, bebe jugo como lo hacía él, se deja la barba y rasura solo una línea para crear la cicatriz que tenía su hermano. He consultado miles de profesionales, lo he llevado a grupos de autoayuda, pero nadie logra que asuma que fue su gemelo quién murió en el accidente”. 

Mientras, Leo sigue llorando sin consuelo y de rodillas frente a las imágenes. Su cerebro no lo quiere procesar, pero su corazón sí conoce la verdad.




 



domingo, 22 de noviembre de 2020

EL CUENTO DE HOY

 




APENAS LO PERCIBÍ


Por Juan Roldán (*)






Ahí estaba, apenas lo percibí bajo aquel monte. Los arbustos del sotobosque se enredaban en sus hierros distorsionando con sus irregulares formas la perfecta simetría de su figura, la estricta racionalidad de su diseño. Era un portón que servía de sostén para las enredaderas, de franco camino para las hormigas, de sólido armazón para las telas de cientos de arañas.

Lo vi fugazmente en un paseo. Percibido más como un error de percepción que como algo real. Ya pasaba de largo cuando mis ojos decidieron volver a mirar, perturbados por una antinatural simetría. Podando con la vista la exuberancia de las plantas, de las hojas, de las ramas, pude encontrar el dibujo de su estructura. Sí, era un portón en el medio de un bosque de abedules y brezos. Un portón herrumbrado y mohoso cuyos hierros dibujaban una flor de lys en la cúspide de su armazón y, desde ahí sinuosamente, construía remolinos, arabescos que culminaban en las puntas oxidadas de unas rectas verjas. Más allá seguía el bosque, idéntico al que estaba de este lado. Los mismos árboles, los mismos arbustos, solo el portón era un límite que señalaba un afuera, un adentro, pero era un signo sin sentido en el medio de la continuidad natural de las cosas. Una señal de un cambio que no implicaba a simple vista transformación alguna. Al menos eso creía desde el sitio donde estaba parado, observándolo con intensa curiosidad.

Los pájaros, revoloteando de un lado a otro, se posaban en sus hierros gorjeando alegremente, pequeñas ardillas lo atravesaban, colándose entre las rejas y me observaban desde el otro lado que no era ningún otro lado, solo el mismo bosque por el que siempre había paseado. Dudaba en acercarme, y más pensaba en rodearlo que en abrirlo y atravesar el misterioso límite que señalaban. El sol declinaba. Sus rayos, atravesando las ramas, volvían dorados los trazos oxidados del hierro. Bajo esa luz, cobró el portón una apariencia de nuevo. Milagros de la hora, de la intensa inquietud que me asaltaba. Mis sentidos, agudizados, percibieron, entonces, un lejano aroma. Era muy familiar, aunque en el medio de ese bosque notaba algo de insólito en su presencia. No era de ninguna flor, ni era el olor áspero de las cortezas. Era un olor diferente, amplio y extenso, era el olor del mar que venía desde más allá del portón.

La repentina revelación me sorprendió, la playa estaba a cientos de kilómetros de aquí. Lejos de esta boscosa tierra mediterránea, sin embargo olía a mar, a caracoles. Cerré los ojos para percibirlo más claramente y, en ese instante, escuché el viejo rumor de las olas golpeando la playa, escabullándose sonrientes por la arena. Detrás de ese ruido graznaban las gaviotas. Casi podía imaginarlas planeando sobre el cielo, atentas al paso fugaz de los peces en la superficie del agua. Abrí los ojos, el bosque seguía allí. Los altos árboles, los arbustos desordenados, los conejos y el portón abierto. Ni un rastro en el suelo, ni un arbusto roto por la guadaña de su hierro, ni una telaraña destrozada en el movimiento de su apertura. Estaba abierto de par en par. Abierto como si siempre hubiera estado abierto.

Con temerosa fascinación me acerqué. En la piel de mi rostro sentía la frescura de la brisa marina, mis ojos se humedecían y mis cabellos se alborotaban. A mis pies las hormigas atravesaban los viejos hierros, siguiendo su eterno camino, desde un lado a otro, ignorando mis dudas, mi asombro. Pero las olas estallaban en el paisaje invisible que ocultaba el portón. Por fin di el paso. Mi pie atravesó la frontera y se posó, suavemente, sobre la blanda arena.

Ya del otro lado, parado sobre lo alto de un médano, contemplé la extensa playa que se me ofrecía. Por un instante la supuse quieta, inmóvil. Una postal del verano. El mar azul, el suave dibujo de la espuma, el largo murallón de piedras adentrándose en el agua, el sol a media tarde, la larga empalizada de madera coronando los médanos, los verdes tamariscos, decenas de gaviotas congeladas en el aire. Y aquella sombrilla de colores, y aquella mujer de capelina rosa con oscuros anteojos de sol, y aquel niño con los pies en el borde de la playa, en el inicio del mar, sosteniendo su pelota. Todo tan perfecto como una postal para el turista.

Hubiera deseado que todo siguiera así. Ser, solamente, el espectador de aquella equilibrada sensación de felicidad que emanaba del paisaje. No había excesos, la mirada lo recorría y pasaba de las pequeñas partes al todo con delicadas transiciones de colores, de líneas, de gráciles movimientos que se comunicaban, armónicamente, sus respectivas existencias. Hubiera deseado seguir contemplando ese milagro, quedarme afuera de ese mundo porque, aún si se diluyera, me quedaría el recuerdo de su perfección, de su delicada belleza. Pero no ocurrió así. La mujer giró graciosamente su cabeza, sosteniendo con una mano su elegante capelina y me vio. En los grandes cristales oscuros de sus anteojos casi pude percibir el reflejo del paisaje y a mí mismo en la cima de la suave ondulación del médano. Su grito no me llegó, ahogado por la brisa marina, pero sí su gesto. La mano extendiéndose hacia mí, y como un golpe duplicado sentí la mirada de su hijo.

La pelota de colores quedó abandonada en la orilla y era suavemente mecida por el mar. Iba y venía con las olas, cada vez un poquito más lejos de la playa. El niño corría, pero yo solo quería ver la pelota. Los cabellos alborotados, la malla roja y sus huellas que abandonaban el agua hasta alcanzarlo en la carrera que lo traía hacia mí. Hacia mí que tenía miedo, pavor, angustia. Que no podía retroceder hacia el bosque detrás del portón, atrapado por la imagen de ese niño corriendo y gritando, atrapado por el sólido fantasma de su madre que lo miraba mientras encendía un cigarrillo y me saludaba.

El humo azul ascendía recto hacia las nubes como el buen humo de un consagrado sacrificio. Dando danzarinas piruetas, dibujando en el aire silenciosas oraciones. Caí de rodillas, resignado, abriendo los brazos para recibir ese abrazo como un cuchillo. Ya veía los ojos delicados, su extraña mirada de gato, sus brazos prestos a arrebatarme la cordura, mi existencia. ¿Qué será de aquel bosque? Pensé en el instante previo al abrazo. Ella se había levantado y miraba, con calma, aquel fantástico encuentro. ¿Y ese bosque y el portón que me había traído? Arrodillado esperaba, el niño llegaba corriendo y sus manos se estiraban hacia mí para el abrazo. Cerré los ojos.

El niño me atravesó como una exhalación.

En el segundo que cruzó mi cuerpo, sentí la vitalidad de su organismo. El torrente saltarín de su sangre, el fragor combativo de su corazón, el viento poderoso de la respiración que lo sostenía. Giré asombrado, no era a mí a quien buscaba. No era a mí, que sólo era para él una extraña y fantasmal sombra que se interponía entre él y su padre, en la cima dorada del médano. Sobre el horizonte se anunciaba una tormenta. Llamado por los rayos, diluí la neblina de mi existencia entre aquellas nubes mientras ellos se abrazaban. Recordé en ese momento el portón. La tormenta arreciaba y aquella familia corría riendo, perdiéndose tras la línea verde de los frondosos tamariscos.

Solo, atravesé la cima y la empalizada. El bosque oscuro me esperaba y volví. Volví como lo que era, como lo que siempre había sido, aun sin saberlo. Volví como un fantasma.




(*) Escritor santacruceño. Cuento tomado de su libro “El espectro de las cosas” (Buenos Aires, Rúcula Libros, 2009).


sábado, 7 de noviembre de 2020

EL CUENTO DE HOY

 



EL HILO INVISIBLE



Por Mónica Avendaño




El taxi tardó menos de quince minutos en llegar desde el aeropuerto hasta la dirección que Romina le dio. La fachada de la casa la sorprende gratamente.

- ¡Mami! Mirá qué cerquita está el mar. Vamos a poder ir todos los días a la playa –exclama la niña-. 

Toca el timbre, mientras su hija no deja de parlotear sobre todo lo que ve. Abre una joven, menuda, bonita y con una gran sonrisa que provoca hoyuelos en sus mejillas.

- ¿Romina y Estrella?  Las estábamos esperando, pasen.  

-Yo soy Estrella – dice la pequeña-. ¿Cómo te llamás?  

-Milagros – responde-. Seguro vamos a ser buenas amigas, así que podés decirme “Mili”. 

Una sensación extraña invade a Romina, frío y calor al mismo tiempo, efervescencia y calma a la vez. Un cosquilleo, desde lo más profundo de su ser, comenzó  a manifestarse en el momento en que llegó al domicilio.  

- ¿Estás bien? Te ves un poco pálida –dice Mili. 

-Sí –reacciona Ro-. No te preocupes, estoy bien. Debe haber sido el vuelo. Pero se me pasará. Un placer conocerte, Milagros. Fuiste muy amable y tuviste mucha paciencia conmigo. Es la primera vez que voy a usar un alojamiento “Airbnb” y tenía muchas dudas. Mis amigas me convencieron. 

- ¡Bienvenidas a Puerto Madryn! ¡Qué coincidencia! Para nosotros también es la primera vez que alojamos. Vamos a tratar de ser los mejores anfitriones. Queremos que se sientan muy cómodas, ¡como en su propia casa! 

-Nosotros vivimos en un departamento –responde Estrella-, que sigue mirando todo con admiración, y produce risas a su mamá y la joven. 

Mili les muestra la residencia. Es luminosa, decorada con sencillez, buen gusto y un toque exótico. Las guía por un ancho pasillo con ventanales que dan a un patio de importantes dimensiones, en el que se nota la intervención de una mano experta.  

-Mi papá es un obsesivo de las plantas. Dice que es su cable a tierra. Siempre le recrimino que las quiere más que a mí –explica Mili, al darse cuenta de que la mirada de Romina está atrapada por el paisaje exterior. Su expresión, más que de reproche, es de orgullo. 

La habitación es amplia, en suite; prevalecen los colores claros. Una puerta ventana comunica la estancia a una galería con vista a un área con juegos infantiles –lo que encanta a Estrella-. A continuación del corredor hay un quincho semicubierto. “Pueden usarlo cuando deseen” -les dice Mili con amabilidad. 

Romina piensa que la descripción y las fotos de la página no hacen honor a lo que está viendo. La casa es rara. Construida en un terreno muy amplio. Tiene el convencimiento de que el patio interno nació primero y la vivienda fue proyectada a su alrededor, como brindando pleitesía a ese espacio diseñado con esmero.

-Hay bebidas frescas, té, leche, galletitas –comenta Mili. 

-Gracias. Le prometí a Estrellita que iríamos a la playa no bien llegáramos. Acepto el agua y unas galletitas. Luego voy a pedirte que me indiques dónde podemos proveernos.  

-Sí.  Te acompaño. El almacén del barrio tiene de todo. ¡Ah! –recuerda de golpe- Pueden llevar reposeras a la costa. Enseguida se las alcanzo. 

Ya en la playa, mientras vigila a su hija que con rapidez se integra a un grupo de niños que retozan en la orilla, cavila cuánto había dudado en hacer ese viaje. Se arrepintió muchas veces de la promesa que le había hecho.

Observa que Estrellita se luce ante sus nuevos amigos haciendo medias lunas en la arena y analiza el extraño sentimiento que le asedia. Hasta ese momento el viaje era un proyecto; algo intangible. Al llegar a la casa donde se iban a instalar, no había vuelta atrás. Regresar al lugar en el que había disfrutado tanto con Cahil y Lucecita, le produce temor. La enfrenta una vez más con su dolor más enraizado.  

Vuelven a la tardecita. La pequeña está agotada. El primer día pasa y no conocen más integrantes de la casa, aunque Mili siempre habla de “nosotros”. 

Despierta temprano, el sol se asoma tímido. Sale a la galería; es entonces que ve a un hombre agachado sobre los canteros. Siente que está invadiendo un momento íntimo, se da vuelta para regresar a la habitación, pero ya es tarde, él la descubre y se acerca: 

- ¡Madrugadora como yo! –le dice mientras extiende la mano- Soy Fabrizio, el papá de Mili. Buenos días Romina. 

-Hola, buenos días. Disculpame, no fue mi propósito interrumpir… 

- No te preocupes. Estás en tu derecho. Anoche me dijo Mili que puso todos los espacios de nuestro hogar a disposición. Está feliz de albergarlas; hace planes para entretener a Estrella, por supuesto con tu permiso. ¡Ama a los niños! Como verás, ya me familiaricé con sus nombres. Ella está preparando el desayuno para todos. Sabe que no es lo convenido, pero quiere agasajarlas. A Mili nadie le dice que no, y yo menos – le explica riéndose con desenfado, y Romina descubre la sonrisa de Milagros en la de su papá. 

-Gracias. Son muy amables. No bien se despierte Estrellita, vamos.  

La pequeña de inmediato acapara la atención. Hace miles de preguntas, y tanto Mili como Fabrizio le responden con afabilidad, compitiendo para mimarla. Romina se siente cómoda. Empieza a aceptar que no fue tan mala la idea de volver después de once años, aunque el hormigueo interno persiste. La última pregunta la saca del ensimismamiento. 

- ¿Por qué eligieron Puerto Madryn para vacacionar? - interroga Fabrizio. 

-Porque mi hermana quería vivir aquí de grande. Vino con mis papás cuando era chiquita como yo. Por eso convencí a mi mamá para que me trajera. 

- ¡Qué bien! ¿Por qué no vino con ustedes ahora? 

-Porque ella se murió. Mi papá también. 

Padre e hija notan el cambio en el rostro de Romina. Se produce un silencio. Fabrizio invita a Estrella a los juegos. Mili le pregunta a Ro si le gusta leer, porque en la biblioteca puede encontrar todo tipo de textos. Su papá es tan apasionado por la lectura como de las plantas. Desaparece la tensión de momentos antes. 

Los días siguientes son de total bullicio. Van todos los días a la playa. Toman helados, pasean por la rambla. Muchas veces las acompaña Milagros. Los vecinos saludan con cariño y las invitan a compartir el mate en la costa. Romina está maravillada con la fraternidad de la gente, y feliz de ver cómo disfruta su hija. 

No pasa desapercibido para Mili que su papá vuelve antes del estudio. Él siempre aduce una excusa, pero comienza a notar que busca a Romina para conversar, los escucha reír; en otros momentos discuten con exaltación, para luego volver a las carcajadas. Ya no sólo desayunan juntos, sino que comparten todas las comidas. Los tres compiten en la cocina, buscan la manera de sorprender a los otros con sus recetas. No parecen huéspedes, sino amigos que se conocen de toda la vida. Es evidente que la decisión de ingresar al programa de alojamiento no es una necesidad económica, sino un deseo de Mili que Fabrizio consiente porque nada le niega.

Romina no puede creer lo que experimenta. Todo es tan perfecto que la asusta. Acepta que, por primera vez, después de Cahil, un hombre la atrae. Repara que él jamás le preguntó por lo que Estrellita había revelado. Supo que también es viudo, que sus familiares están todos en Italia y que tiene otro hijo, cinco años mayor que Milagros, que a pesar de parecer una adolescente acaba de cumplir veintidós años. El primogénito se llama Constantino. Arquitecto como él, se estableció en Córdoba con un grupo de profesionales que trabajan en un proyecto de vivienda sustentable. Milagros lo extraña, al igual que a Nanis, sobrenombre que Mili le puso a la mujer más importante en la vida de los tres. Romina evita indagar sobre Nanis.

Pasan catorce días inolvidables; al siguiente tomarán el avión de regreso. Estrellita vuelve a nombrar a su hermana con naturalidad, al decir que tenía razón de querer vivir en Puerto Madryn. Ella también, pero se va a traer a sus cuatro abuelos. Todos sonríen, pero nadie sigue el tema. Logra que Romina le prometa que otro año volverán en época de ballenas. 

Fabrizio decide asar carne a la parrilla para la cena. Ya en la sobremesa Estrella quiere helado. Milagros ofrece llevarla. Romina sabe que el comercio está cerca, pero duda por el horario cercano a las veintitrés horas. 

-No temas Romina. Mili no se va a separar de Estrellita. Es una hermosa noche para caminar. Hay mucha gente paseando; hasta la  heladería, todos son vecinos que conocemos hace años. 

Romina asiente, pero no puede disimular su ansiedad. 

-Entiendo tu preocupación, yo también soy sobreprotector. Ahogaba a Mili con mi obsesión. Fue motivo de terapia. 

Fabrizio acaparara la atención de Romina.

-Casi la pierdo dos veces. Una cuando nació. En el parto falleció mi esposa. Jamás pude sacarme la culpa. Ella no debía quedar embarazada, y cuando pasó se negó rotundamente a abortar. Milagros estuvo cuarenta y cinco días en incubadora ¡Era tan pequeñita! Pesaba apenas un kilo ochocientos. Yo estaba desesperado. En ese momento apareció Nanis. Ella no tenía familia. La vida en el campo la había maltratado. Llegó a la ciudad en búsqueda de un futuro distinto y lo encontró con nosotros; nos salvamos mutuamente. Creo que no hubiese podido criar a mis hijos sin ella. Ahora está paseando por el norte del país. Fue el regalo que le hicimos para navidad. 

Romina siente un cierto alivio al conocer más sobre Nanis. Aún conmovida por la historia, no olvida que Fabrizio mencionó que estuvo a punto de perder dos veces a Milagros. “¡Qué egoísta! ¡Cómo pudo, alguna vez, haber creído que era dueña del sufrimiento!” piensa.  

- ¿Querés contarme cuál fue la segunda? – se anima a preguntarle. 

-A los cinco años le descubrieron una miocardiopatía. Estuvo controlada con medicamentos, pero cuando tenía doce los médicos me dieron el diagnóstico menos querido: era necesario un trasplante. 

Ella manifiesta empatía, inclina su cuerpo y posa las manos sobre el brazo de él. Quiere consolarlo, se da cuenta de la angustia que le produce hablar. 

- Hacia mediados del 2008 ingresó en la lista del INCUCAI, estaba en el puesto número diez. Para febrero del 2009 se había complicado tanto que pasó a estar primera. Casi no había esperanzas de vida. Estaba conectada. Pero sucedió el milagro. No sé si su nombre fue una premonición. Hubo una familia que, con su generosidad, dio vida a mi pequeña. Entregó el corazón de su ser querido para que ella viviera. Soy católico y cada día rezo por ellos. Jamás podré agradecerles lo suficiente.  El 22 de abril apareció el corazón. Sólo supimos que era de una niña de su misma edad que había tenido un accidente.  

A Romina se le afloja el cuerpo. Su mente se nubla y comienza a balbucear: 

- ¡Es por eso! ¡Es por eso que siento lo que siento! ¡No puedo creerlo! 

Apenas dice estas palabras, Romina se desmaya.

Fabrizio sabe que la historia de su hija es impactante, pero nunca hubiera imaginado que le afectaría tanto. Ella comienza a volver en sí, mientras escucha: “Romina, Romina, perdón, despierta…” 

Ella se incorpora y se acomoda en el sillón con la ayuda de Fabrizio, bebe el agua que le está ofreciendo y dice: 

-Es momento de que también conozcas mi historia. 

Mientras relata revive aquellos momentos.  

“Era 21 de abril del 2009. Fue el día en que pasé de la felicidad más sublime al dolor más desgarrador. Me había levantado temprano. Esperaba la llamada de mi amiga que trabajaba en el laboratorio. Me había prometido que antes de las 8 hs. se comunicaría. Sonó el teléfono cuando faltaban diez minutos para la hora señalada. No bien atendí percibí la alegría en su voz; confirmó la noticia, alcancé a decirle “Gracias Manu” y colgué con una emoción que llenaba todo mi ser. De inmediato grité: “¡Bajen dormilones! ¡El desayuno está listo!”. Padre e hija aparecieron abrazados. ¡Eran tan compinches!, enseguida exclamaron: “¿Qué tienen esas cajitas con moño, al lado de nuestras tazas? ¿Podemos abrirlas?”. Yo asentí con un movimiento de cabeza. Cahil era tan niño como su hija, a los veinte años había sido padre. Sacaron los moños con desesperación. Abrieron las cajas, encontraron sendos mensajes. El de ella decía “Vas a tener un hermano/a” y el de él “Vas a ser papá otra vez”. Empezaron a gritar, me abrazaron y lloramos de felicidad”.

“María Luz tenía doce años. La tuve cuando había iniciado el primer año de facultad. Nuestros padres fueron un apoyo fundamental. Sólo nos pidieron que no dejáramos los estudios. Cahil se recibió de abogado y yo de Psicóloga. Nos habíamos cuidado mucho para evitar otro embarazo. Fueron años de sacrificio, pero felices. Hacia principios del 2008 estábamos acomodados. Lo charlamos y dijimos “Es hora de darle un hermanito a María Luz”. Pasó el año y nada. Nos dimos seis meses más, sino iría a un especialista. Pero no fue necesario. Había ocurrido. Estaba embarazada”. 

“Era lunes y yo nunca daba turnos ese día. Ellos remolonearon bastante antes de salir para la escuela. Querían estar conmigo. Ese día Luz entraba más tarde. Así que avisamos para que el micro escolar no la pasara a buscar. Cahil la llevaría. Salieron haciendo pasos de baile y me tiraban besos con sus manos. Les pedí que no contaran todavía, porque quería invitar a comer a nuestros padres para darles la noticia. Ellos debían ser los primeros en saberla. Los dos dijeron que sí, pero estaba segura de que no iban a cumplir porque vi que ambos cruzaron los dedos en un gesto de complicidad.  ¡Se veían iluminados! “

“Me puse a acomodar la casa. Quería cocinar algo especial para la cena. Pasaron unos cuarenta y cinco minutos más o menos, cuando sonó el portero preguntando por la familia Celik. A mi respuesta, dijeron que necesitaban hablar conmigo, que eran de la policía. El corazón me empezó a latir fuerte. Abrí la puerta temblando. Tengo grabadas las palabras que siguieron: “Lamentamos informarle que hubo un accidente. La barrera del paso a nivel estaba trabada y había quedado en alto. El coche de su esposo...” No escuché más. Ellos seguían hablando, explicando, pero yo me sentía en otra dimensión.  Me llevaron al hospital. Los médicos me dieron la noticia. Cahil había fallecido en el acto. María Luz estaba viva. El cuerpo intacto, pero el golpe había sido en su cabecita. Llegaron mis padres y mis suegros. Nos reunieron a todos y nos dijeron que no había posibilidad de vida para la niña. Tenía muerte cerebral”. 

“Era de noche cuando me llamaron para hablar con el director del nosocomio. Tenía la obligación de comunicarme que Luz podía dar vida a otros, ya que por su estado neurológico era una potencial donante. Me habló y me habló sobre cosas hartamente sabidas dada mi profesión, ¡pero que difíciles de entender cuando le pasan a uno! Le pedí tiempo. Pero me dijo que no podía. Yo sabía. Sabía que tenía que decidirlo pronto. Le prometí que dentro de las próximas dos horas tendría mi respuesta. Salí de su consultorio, hice dos pasos y recordé que el tema de donación lo habíamos hablado alguna vez. Recordé también que Luz había dicho con una adultez que nos sorprendió: “No hay que ser egoísta. Si podemos dar salud a alguien, debemos hacerlo. Nuestra alma ya se habrá elevado”. Nos dejó helados con su razonamiento”.  

“Retrocedí los pasos que había hecho, y desde la puerta le dije al doctor que iba a firmar la conformidad para que mi pequeña fuera donante; ella lo había decidido”.  

“Estuve con Luz hasta el momento de la ablación. Me despedí. Le dije que iba a cumplir su voluntad. Después me contaron que los receptores fueron cinco. Nunca quise saber más. Fue el 22 de abril de 2009”.  

A esa altura del relato Fabrizio lloraba más que Romina. Se habían abrazado en un acto de pureza total.  Ninguno de los dos dudaba de quién había recibido el corazón Milagros. ¡Ese era el sentimiento que se había manifestado en Romina!  

Se compusieron y Romina siguió contando.  

“Todo se había acabado, no tenía voluntad para nada. Mis padres decidieron que no podía vivir sola. Yo no salía de la habitación que había ocupado de adolescente. No comía. Renegaba de mi profesión. “¿De que servía? ¡Ahora entiendo a mis pacientes!”.  Me reprochaba. Buscaba culpables. Concluía irremediablemente en que yo era la más culpable de todos, porque los insté a irse cuando ellos querían quedarse a seguir festejando. Pasó el primer mes. Los que me rodeaban se sentían impotentes. Decidieron traer al médico de la familia”.  

“Él los anotició que estaba embarazada, que si seguía así iba a perder el bebé. Se lo dijo a ellos, pero fue una revelación para mí. ¿Cómo pude olvidarlo?  Toqué mi vientre. Y le pedí perdón. También a Cahil y a Lucecita. Tenía vida en mí. Debía cuidarla. Así poco a poco salí de la depresión. Curé la rabia, pero el dolor permanece intacto. Estrellita me salvó. Lo es todo para mí”.

  Estaban todavía tomados de la mano, cuando volvieron las chicas. Milagros empezó a disculparse al ver los ojos de ambos con lágrimas. Aunque se daba cuenta de que no estaban disgustados.  

-Había mucha gente en la heladería…. me demoré... –comienza a hablar Mili a manera de disculpa.

Entonces Romina se levanta y se dirige hacia ellas, pero no abraza a Estrella, sino a Milagros. Vuelven a brotar lágrimas en sus ojos.  Fabrizio, con la mirada le señala que acepte la caricia; aunque no es necesario el gesto, Milagros ya está rodeándola con sus brazos.

Mientras tanto Estrellita corre hacia él, se trepa a sus rodillas y con espontaneidad le da un beso en la mejilla y, sin saber que está tan cerca de la verdad, le dice: 

- ¡Somos una familia!

Entonces Fabrizio, devolviendo el beso a la pequeña, comienza a decir:

-Vamos a contarles la historia del acto de amor más sublime que descubrimos. Un acto de amor que CON UN HILO INVISIBLE ya nos une a los cuatro y para siempre ¿Quieren que les contemos?....

 

 

 ***