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miércoles, 30 de junio de 2010

EL CUENTO DE HOY


La presidiaria (*)


Por Olga Starzak




Mientras me trasladaban desde la seccional hasta el servicio penitenciario donde quedaría alojada, mi mente estaba en blanco, imposibilitada del más mínimo pensamiento.
El tiempo transcurrido me pareció eterno, aunque sabía que se trataba de unos pocos kilómetros. Si hubiese podido compararlo con el que me tocaría vivir poco más tarde, seguramente lo habría sentido diferente, tal vez hasta lo hubiese disfrutado.
Al ingresar al penal me llevaron a una oficina donde dos policías comenzaron con los trámites de rigor. Fotos de frente y perfil, registro de huellas dactilares, datos y fechas que me esforzaba en recordar. Vaciaron mi bolso, se apropiaron de algunas pertenencias y me lo devolvieron revuelto. Después me ordenaron que me sacara la ropa.
-Toda –dijo la oficial. Y apurate que no tengo tanto tiempo.
Lentamente cumplí con el mandato
-Subí los brazos. Date vuelta. Agachate; agachate más.
¡Por Dios!, ¿qué esperaba encontrar esta mujer? Con el trasero en su cara me sentí ridícula y avergonzada. Pero allí no terminaba la requisa.
-Date vuelta, acostate ahí –dijo haciendo un gesto que señalaba el piso. -Abrí las piernas. Más, abrítela con los dedos. Ustedes se conocen todas las artimañas para esconder la droga.
No era habitual en mí sentir el impulso de golpear a alguien, pero en esta oportunidad tuve que hacer enormes esfuerzos para no hacerlo. Esa infeliz no tenía derecho a humillarme así. Pronto comprendí que esa actitud era de las más benévolas que me tocaría vivir. Para entonces no tenía idea de las rutinas de las cárceles y aun, habiendo escuchado algunas experiencias, ilusamente siempre pensé que exageraban.
Me vestí con premura y pregunté si podía fumar. Me contestó que sí.
-Seguime –agregó.
Atravesamos un largo pasillo y no sé cuantas puertas de rejas. Se cerraba una y poco después aparecía otra; y otra. Fueron agolpándose mil sensaciones. Impotencia y bronca. Rencor y odio. Pero sobre todo, el sabor amargo del engaño.
Me habían hecho pasar droga, y de las pesadas; me habían asegurado que estaba todo preparado, que los “canas” lo sabían, que no harían ningún control. Y lo hice sin medir las consecuencias.
Por primera vez estaba con un tipo que se preocupaba por mí, había logrado salir de la casa de mi vieja donde el hambre y la miseria se habían instalado. Cuando descubrí a qué se dedicaba el hombre del que estaba enamorada, era tarde. Ya era parte de ellos. Cuando quise separarme me hicieron conocer las reglas del juego. Eran demasiado riesgosas. Me quedé por mi vieja. Cuando me pidieron el favor, mi hombre juró que sería la única vez. Y le creí.

Me asignaron una celda estrecha, de paredes despintadas y piso de cemento. La compartiría con dos mujeres. La oficial, una muchacha con el rostro enmarcado por la dureza, se paró delante de la puerta y me dijo:
-Ya conocés las reglas. Si las cumplís, mejor para vos. ¡Che! -le dijo a una de las reclusas tirada sobre la lúgubre cama, también de cemento. -Poné a la nueva al tanto de las costumbres y no te hagás la loca. La chica no tiene experiencia.
-¡Andá a cagar! –le contestó sin mirarla. -A mí no me vas a decir lo que tengo que hacer.
La Pocha era una mujer de poco menos de treinta años. Pronto supe que era la líder del pabellón; con ella nadie se metía. Yo había tenido el privilegio -según se decía- de compartir el calabozo con ella, lo que me convertía en su protegida; siempre que estuviera a su disposición y no me metiera con la otra mujer, una chica de poco más de veinte años.
Tiré el bolso sobre la cama y me senté. Un frío extraño se apoderó de todo mi cuerpo; me temblaban las piernas y el corazón latía con fuerza.
- Bienvenida, nena. ¿Qué te trajo por acá? No, no digas nada… a vos te cagaron. La cara te vende; seguro que te la hicieron comer. Son los hombres; son unos hijos de puta, ya vas a aprender. ¡Bah!, si salís. Si te agarraron con la pesada vas a pasar acá un buen rato. ¿Tenés cigarrillos?

No podía articular ni una sola palabra, mi lengua parecía haberse paralizado. Intenté abrir el bolso para pasarle lo pedido pero no podía correr el cierre. Estaba conmocionada; no quería mirar lo que ocurría alrededor. No quería darme cuenta del encierro al que acababan de someterme.
-¿Qué te pasa, nena?, ¿estás muda? Ya te vas a adaptar.
La otra me alertó.
-La Pocha te hizo una pregunta. Más vale que le contestés. A la Pocha nadie la deja con la palabra en la boca; ya te vas a enterar.
-Dejala Dina, no te das cuenta del cagazo que tiene. Dejala en paz.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que saqué los cigarrillos y se los alcancé.
Poco a poco me contaron las costumbres de la cárcel y las estrategias para pasarla mejor. Por ser nueva me tocaría limpiar el cuarto y lavarle la ropa a ambas por un mes. Si recibía visitas, debía darles la mitad de todo lo que me traían. Y debía procurar conseguir porros.
-Imposible –dije en un hilo de voz. ¿Quién me los va a traer? José no va a aparecer por aquí; y mi vieja y mi hermana están lejos de esas cosas.
-Bueno, ya veremos cómo arreglamos. Por ahora que sean puchos y chocolates… y revistas.

No quería pensar en quién me visitaría. Tal vez ni siquiera lo hicieran. En casa la pobreza mataba pero eran honestos. Para mi madre esto era una vergüenza y mi hermana no me lo perdonaría. En realidad prefería que no vinieran.

Pronto fui conociendo los hábitos carcelarios que -suponía- me permitirían sobrevivir. Me apropié del lenguaje, de los códigos y los lunfardos. Al lado de la mayoría me sentía diferente. Yo había terminado la escuela secundaria y hasta había empezado en la facultad, pero cuando murió el viejo las cosas cambiaron. Mi madre, que nunca había trabajado, tuvo que salir a planchar ropa y mi hermana cuidaba a un pibe en el barrio. Con lo que ganaban las dos no alcanzaba más que para comer. Desde que vivía con José les llevaba buena plata por mes, pero ahora… ahora sí que la había embarrado.
En los recreos y en los espacios comunes con las otras reclusas trataba de no hablar. Era severamente juzgada por ello. Me insultaban y maltrataban. Creían que lo hacía por desprecio, pero en realidad no era otra cosa que miedo. Una gorda que estaba presa por doble homicidio me miraba demasiado. Se comentaba que me la tenía jurada. De algún modo se iba a vengar de que fuera la protegida de La Pocha.
Con las chicas, en la celda, estaba más tranquila. Si bien ellas eran las que ponían las condiciones, yo las aceptaba a cambio de no sentirme tan sola.

Es brava la soledad ahí adentro. Es la soledad impuesta desde las bajas paredes del recinto que se ha convertido en morada, del techo mohoso y de las frazadas despidiendo un hedor ácido y penetrante. Es la soledad del abandono de los afectos; la soledad del alma arrepentida e impotente.
El tiempo se transforma durante el encierro. Es interminable y doloroso. Mientras afuera se vive apurado queriendo detener la vida, allí se sueña con que se aceleren las agujas del reloj; y parecen detenidas. A veces no se sabe si se está vivo. En las eternas noches de insomnio se lucha por imaginar el calor de los rayos del sol sobre la piel, o una caminata con los pies descalzos en la tierra recién llovida. Se recuerda la luz que se mete entre las rendijas de alguna ventana; y se desea una mano que acaricie el cuerpo sediento de afecto.


La Pocha me enseñó cómo parecer enferma para que me trasladen, cada tanto, al servicio médico. Le interesaba que me llevaran para conseguir psicofármacos.
Allí veía a otra gente, olía otros olores que, aunque igualmente inmundos, eran otros. Dormía entre sábanas menos gastadas y comía algo diferente. A mis compañeras ya no les prestaban atención; lo habían intentado demasiadas veces. Con sólo acusar desvaríos, intensos dolores de cabeza o crisis nerviosas, los daban sin restricciones. Les convenía. Te constituías en un problema menos; no comías y te pasabas la mayor parte del día durmiendo. Las pastillas circulaban en forma habitual en todos los pabellones. También había marihuana. Yo nunca había consumido. Lo hice por primera vez allí. Ayudaba a soportar el encierro, la marginación y las constantes agresiones físicas y psicológicas que propinaban algunas celadoras.

Aquella mañana fueron tres las que entraron. Dieron vuelta nuestros bolsos y desarmaron las almohadas. Era una requisa de las habituales que tenía el objetivo de humillarnos, de hacernos reaccionar. Mezclaban nuestros alimentos, el arroz con el azúcar, la polenta con los fideos. Eran tácticas que potenciaban nuestro odio y favorecían los deseos de venganza. Era también una manera de tener motivos para aislarnos en celdas de castigo.
Cuando levantaron mi colchón encontraron un paquete envuelto en diario; dijeron que contenía un pequeño cuchillo de hoja muy fina. Fui la primera sorprendida. Grité mil veces que no me pertenecía. Mientras me pateaban me exigían que me callara. La Pocha intervino dándole fuertes trompadas a una de las celadoras, pero entre las otras dos se la llevaron. A mí, aún tirada en el piso, me levantaron de los pelos y me arrastraron por un angosto pasillo. Mientras me quejaba, desafiaban:
-Te hubieras acordado antes, boluda. Ahora es tarde. Te vas a comer diez días ahí adentro.
El lugar era todo lo amplio como para que mi cuerpo, estirado en el piso, no rozara las paredes. Era fría y húmeda. Me dieron una manta y cerraron la puerta. Cuando mis ojos se acostumbraron a esa oscuridad pude comprobar que todo lo que allí había era un pozo, un pozo donde vomitar y hacer las necesidades fisiológicas.
Una rendija que no tendría más de quince centímetros dejaba pasar un halo de luz. No sé cuántas horas mis ojos se detuvieron en ella; cuando se encandilaron y dolieron, me animé a cerrarlos.
Los tres primeros días no me dieron de comer, sólo agua una vez, por la mañana. Después, por un pasador, tiraban un sucio plato con la ración diaria de comida. Y nada más.
Nada más.
El silencio se había apoderado de mi existencia. El silencio es el mayor poder del castigo. Asegura un sentimiento de muerte. Estás allí pero no estás. Estás enterrada en una tumba para sobrevivientes. El silencio total es el castigo que mayor poder ejerce sobre la mente. Y ellos lo saben.
Alguna vez se acercaba la celadora y detrás de la puerta me sacaba del sopor; preguntaba si estaba viva. Escuchar esa voz era un regalo del cielo; al menos sabía que no se habían olvidado de mí. La única compañía eran unas cuantas cucarachas que husmeaban entre mis piernas cuando el sueño me vencía, atraídas -seguramente- por el olor de mis intimidades.
Me esforcé en dejarme morir; supliqué que mi corazón se detuviera. Creí que me volvería loca.
Y no tengo más recuerdos que una puerta que, quién sabe cuándo, se abrió; una luz que dañaba mis ojos y de la sombra de una mujer que intentó pararme, mientras otra la ayudaba.
-Con esta nos pasamos, vieja.
Fueron las últimas palabras que escuché.

Estoy acostada en una cama; oigo voces difusas. Observo sondas que salen de mi boca, de la nariz, del brazo… Intento quejarme del dolor que perfora mi pecho; y no tengo fuerzas para emitir sonidos. Mi cuerpo arde debajo de las mantas. Todo sucede en cámara lenta. No puedo respirar.
A mi lado, sentada, creo ver a La Pocha.
¿Me parece, o seca lágrimas de sus ojos?



(*) De “Estigmas” - Cuentos no tan cuentos – Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2007.


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sábado, 26 de junio de 2010

EL CUENTO DE HOY






UNA TIERRA ANCHA Y BUENA



Por Oscar Camilo Vives*




Recostada en el marco de la puerta, contemplaba como la mañana se tiende sobre el valle; clara, transparente, inmensa, cincela precisa todas las cosas otorgándoles una insólita apariencia de inmediatez. Apunta a lo lejos destellante el dorso henchido del río Chubut; serpentea acariciando sensualmente los ribazos húmedos donde en apretada procesión verdecen algunos sauces; humillado el lacio ramaje, se copian en trémulas sombras sobre el espejo de las aguas enfangadas. Detrás de la casa unas jarillas animosas trepan serenas el fácil recuesto de la loma; más allá desbordando la muralla de colinas ensancha la meseta en todas direcciones su quietud primordial, inerte, cuajada en un letargo de milenios. Por único límite los inasibles confines azules del horizonte. Una paz densa, eterna fluye ascendente desde la profunda soledad sin tiempo del desierto; sobre este silencio vasto el cielo vuélcase en oleadas de azul y en el suelo pedregoso el sol se hace un millón de trozos de luz. En la hondonada contigua al río se distingue la figura de su marido; camina lentamente cabizbajo; escudriña el suelo negro y terronoso; la herramienta que empuña tintinea al chocar con las piedras y chispean los metales encendidos al sol.
Se siente cansada; mira abstraída esa tierra extraña, salvaje, sedienta, tan diferente del mundo doméstico, lejano ahora, de donde viene. Una sucesión de imágenes escapando al tiempo encadénase en su memoria; reflejan parcelas del pasado no muy lejano para ella. El caserío del pueblo natal arrebatándose, roto, disperso, por los faldeos de los cerros. Las praderas de verde alfombra donde acostumbraba a jugar de niña con sus hermanos. Corretear de la tribu infantil por las callejuelas diminutas que ascendían quebrándose en las pendientes. Vagabundeos detrás de las cercas de piedras. Frenéticos delirios de pájaros lanzados a volar sobre la frescura húmeda de los altozanos. Todos parecían muy felices en aquella época y ella también lo era. Los hombres de la aldea y entre ellos el padre y los hermanos mayores trabajaban en las minas de carbón.


Precisamente fue más tarde cuando las cosas cambiaron lentamente; el trabajo y por consiguiente el dinero escaseó y las discusiones agriaron la vida familiar. Por lo que supo adivinar los propietarios clausuraban las minas y la miseria asomó a muchos hogares. Entonces murió su madre y ella terminó casándose con Aaron. Ahora ambos estaban en este país lejano a muchas millas de su casa. Mitines y asambleas agitaron la aldea en los últimos meses, más al fin partieron. En ese momento supo repentinamente que no vería más el hogar. A su marido no pareció importarle; era impetuoso, decidido, aventurero; iniciarían los dos una nueva vida sin ser oprimidos en su religión y su lenguaje. Eso decía Aaron. A ella le costó muchas lágrimas partir.

Finalmente un día un centenar y medio embarcó. Dejaban atrás ataduras antiguas. Partían para conseguir algo y olvidar mucho; buscando fundar un mundo intacto viajaron a esta remota orilla del planeta en pos de sosiego, paz y tranquilidad. Presurosos construyeron sus casas; adobes crudos, madera y techo de ramas argamasadas con barro; luego las llenaron de mesas y sillas y vajillas y porcelanas; pusieron anaqueles en las paredes y los llenaron de libros; fabricaron tiestos y tuvieron flores; cubrieron con cristales los huecos vacíos de las ventanas y después encendieron luces detrás de los cristales.

Pronto retornaron las preocupaciones. Las cosechas fracasaban por la sequedad del cielo. En su distante país no sabían de esto y ahora la cruel realidad ennegreció el porvenir. Advertía del envejecimiento de las esperanzas y soportó en el alma las borrascas de considerar la incertidumbre del futuro. Lanzó un largo suspiro. Entró en la casa. ¡El nuevo hogar!. Echó una mirada a la habitación. Suelo de tierra apisonada, paredes enjalbegadas. Del techo de baja altura colgaba un candil; al fondo una puerta abre al dormitorio; en medio una mesa de pino desnudo y varias sillas; tiembla y gime la olla de fondo tiznado que cuelga sobre el fogón. Enroscado en un rincón duerme el perro.

Durante el almuerzo el marido permaneció callado, ella lo miraba a hurtadillas, interrogante, dudando sin atreverse a preguntar. El hombre acaricia con los dedos el vaso antes de tomar un sorbo y luego pensativo tabalea sobre la mesa. Finalmente, titubeando, con voz de tono bajo, pesaroso: “veremos, muchos quieren emigrara a otras tierras... yo no sé qué hacer”. Luego agrega: “nos reuniremos en la capilla para decidir”. Hace un silencio cargado de dudas. Es un hombre flaco, de cara angulosa; el rojo de las guedejas rizosas destaca la palidez del rostro pecoso; viste una camisa sudada y unos pantalones de color canelo; en los pies calza botines con abotonadura. Vuelve la mirada. Afuera el sol cálido, luminoso, llameante envuelve el paisaje decorándolo con un color caliente y el agrio adobo del abrasado jarillal reemplaza el olor fresco de la mañana. Los rayos solares metiéndose por la ventana cuadriculan el piso de la habitación.
Luego, por la puerta abierta ella contempló cómo su marido endomingado echó por el sendero lleno de polvo que costea el salitral y lo lleva a la casa del vecino; bracea esforzándose en apartar las ramas de los matorrales desbordantes sobre el camino. Mientras lo mira alejar crece su inquietud. ¿Es esta la decisión apropiada? Por lo menos en este país poseían un pedazo de suelo. Aunque el trabajo era duro y la vida difícil por vez primera sentía en su interior una sensación de libertad. No emigraría otra vez. Comenzaba a querer la tierra salvaje, fuerte, terrible. Nueva y virgen.

Bajo la tarde que cae tibia la luz solar se cierne sobre el valle revistiéndolo de una encalmada calidez. En un súbito impulso toma la pala y sale resuelta. El suelo arenoso de la orilla del río cede fácilmente al mordisco del afilado acero y poco a poco consigue excavar una somera zanja hasta el borde del terreno sembrado. Y entonces, de pronto, el agua, liberada, corre viva, ancha, rueda palpitante por la pendiente; se divide en arroyuelos alegres que arremolinados reptan juguetones; con inaudibles siseos apaga la sed de los terrones mudándoles en pellas de lodo; indecisa bulle y tiembla ante los obstáculos y luego venciéndolos prorrumpe en minúsculas avenidas; al final de su turbulenta carrera se esparce. Ahora, abierta, lenta, duérmese en delgada lámina espejando el sol y el cielo y las nubes; crece, se espesa y cubre tierna y protectora los brotes mustios. La mujer permanece callada ante el milagro que sus manos han generado. Ahora todo estará bien. Esta será la tierra buena y ancha de la promesa y de sus esperanzas. Las nubes altas, gruesas, apelotonadas navegan señoriales hacia el poniente y luego remansadas en algún recodo del firmamento se apiñan aborrascando el horizonte lineal; las últimas luces de la tarde ya cansada agrisan su rostro. Oye cercano el rumor de voces; reconoce el conversar caudaloso del vecino. Discute en tono alto, encendido, polémico.


Desde alguna parte llega el canto agudo de una mujer y el reír gozoso de un niño. A lo lejos un primer perro inicia el coro de ladridos. Crece la tiniebla. El valle se duerme lentamente.

Nota: Seleccionado en el Certamen Literario Provincial de la Provincia de Chubut, año 1982




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martes, 22 de junio de 2010

LA NOTA DE HOY





La lectura: una elección personal



Por Olga Starzak


A menudo me pregunto cuántos medios de comunicación, sean estos televisivos, radiales o gráficos, recomiendan –a la hora de sugerir títulos literarios- a autores de la talla de los argentinos María Esther de Miguel, Sergio Bizzio, Héctor Tizón o Sara Gallardo, o de los chilenos José Donoso o Roberto Bolaño, los mexicanos Humberto Villafuerte y Mónica Lavin o el ecuatoriano Adalberto Ortiz… La literatura oriental es también un capítulo a descubrir y a la que tenemos poco acceso, tal vez de otra manera podríamos disfrutar de la obras del japónes Yukio Mishima o del turco Nedim Gürsel.
El objetivo de esta nota -y sólo a modo de reflexión- es comprender y valorar que más allá de aquellos autores de indiscutible imaginación como Dan Brown, Wilbur Smith, Patrick Ericson, J.K. Rowling o John Grisham, existen otros que, no tan dedicados a temáticas que cautivan en general a un gran público lector (ya sea porque escriban obras de perfil histórico, político, religioso, o de ciencia ficción) se constituyen en sí mismos referentes literarios -más por sus técnicas que por sus tramas- por su modo de narrar, de descubrir una época en la historia literaria de la humanidad.
Unos ofrecen (especialmente a los editores y también al autor) alternativas comerciales y por ende un atractivo económico; otros -autores de obras literarias con un legado estético, técnicas y estilo- la posibilidad de un crecimiento personal. La literatura de ambos es pasible de análisis y críticas…
Sin embargo y lo digo con preocupación, sólo los libros que reúnen las condiciones de “vendibles” llegan a todos los estamentos sociales; son los denominados best sellers. Muchas veces simplemente como consecuencia del oportunismo de un autor que –por alguna razón- buscó para su obra un tema de permanente dolor y conflicto como lo es la última dictadura militar, las crisis políticas, el interés común por los temas de auto-ayuda, o la catarsis colectiva de la que se aprovechan psicólogos o psicoterapeutas para publicar sus temáticas de diván, logrando que lectores asiduos de encontrar lugares comunes, devoren sus textos.
El lector tiene derecho a elegir. Para ello es necesario poner a su alcance, en las vidrieras de las librerías, en los titulares de los suplementos literarios o en el índice de cualquier medio gráfico, a todos aquellos autores que atravesados por la fuerza intrínseca del talento y la creatividad, recurren a la palabra escrita con el recurso mágico e irresistible de hacernos sentir parte de sus historias: la cautivante realidad del texto literario.



miércoles, 16 de junio de 2010

LOS MICRORRELATOS DE HOY

Tres microrrelatos de Carlos Dante Ferrari








UNA FORTALEZA INEXPUGNABLE

-¿Qué dijiste?, gritó el padre, furibundo.
-Nada, contestó el chico.
-Te oí. Dijiste una palabrota. ¿De dónde la sacaste?
-Mmm… De… la escuela…
-¿Ah, sí? No vuelvas a decirla, ¿entendiste?
El chico calló tan solo un instante. Luego se atrevió a preguntar:
-¿Entonces no puedo decirla?
-¡No, por supuesto que no!
-¿Y pensarla?
Desconcertado, el padre replicó:
-Si no la te la oigo decir…
El hijo lo miró, desafiante, dio media vuelta y se retiró diciendo:
-Ahora mismo la estoy pensando…








VIDA EXTRAGALÁCTICA

El hombre resopló. Hacía muchísimo calor. Dejó a un lado sus notas y levantó la vista para atender al visitante. Otra vez el secretario de informaciones volvía a la carga.
-Sí, ¿qué sucede ahora?
-Se confirmó la noticia, señor. Están analizando cómo la difundiremos. La idea es no alarmar a la población.
-¿Pero realmente hay vida inteligente o es sólo una conjetura?
-Depende de lo que entendamos por “inteligencia”, señor. Si se refiere a la capacidad de elaborar abstracciones para emplearlas en el diseño y fabricación de objetos, eso ya está comprobado. La sonda captada proviene de allí. Por lo demás, los habitantes se trenzan en guerras con frecuencia; en la faz social diría que se comportan como verdaderos idiotas.
-¿Y ya han decidido algún nombre para el planeta?
-Sí, señor: el mismo que ellos utilizaban desde tiempos primitivos.
-¿Ah sí? ¡Qué interesante! ¿Cuál era ese nombre?
- Gaia, señor: lo llamaban Gaia.









IDENTIDAD

La miró como la primera vez. Fue una sensación rara, casi impropia de dos seres que se conocen y se aman durante más de veinte años.
Con los ojos cerrados y una recobrada serenidad en el rostro durmiente, Ana se parecía mucho más a la adolescente del primer amor que a esa mujer adulta, agobiada por los sobresaltos de una profesión de riesgo.
“Es ella”, le dijo por lo bajo al empleado de la morgue. Y volvió a cubrirle el rostro con la sábana.




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martes, 15 de junio de 2010

EL POEMA DE HOY




PLEGARIA PARA
UN TEHUELCHE


de Sandra Pien (*)


Viento galopante
privilégiame
compartiendo tu recado
tu matrón tejido
y un quillango de plumas
sobado y cosido
con venas de ñandú.
Hazme dormir
en tus orillas
consuélame
en tus bosques ermitaños.
Dale a mi espíritu
la dureza granítica
del rosado Chaltén
y brota en los espacios inmensos
ritmo elemental
de coirones.
Enderézame
maderas de calafate
con grasa caliente
para otra pelea
con mejores flechas.



(*) de Elegía Patagónica en el libro "Patagonia Rumbo Sur" - poemas - Sandra Pien - Ed. Vinciguerra, Buenos Aires, 1998


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