google5b980c9aeebc919d.html

martes, 17 de diciembre de 2013

EL CUENTO DE HOY




EL ÚLTIMO DÍA DE SOL


Por Luis Ferrarassi (*)





    Hubo un día que el sol no asomó. Aunque el fenómeno se daba en otras partes del mundo, como en el Ártico o la Antártida, acá no era nada común.
    El primer día, todos estaban sorprendidos y confundidos. Salían a las calles, sacaban fotos, festejaban, como si fuera una gran nevada, que no asustaba ni preocupaba al ciudadano común, sino que, de algún modo, lo hacía sentir ridículamente orgulloso de ser una ciudad con algo que la distinguía. Aquel crepúsculo había cubierto toda la jornada, en una noche perpetua.
    El segundo día, comenzaron a buscarse explicaciones y a preguntarse si éramos los únicos. Al parecer, sí, lo éramos. Éramos los únicos sin sol. 
    Había en el suceso algo hechizante: nadie, aunque lo intentara, podía emerger de los dominios de la ciudad. Uno, simplemente... quería quedarse. Y cuando había quien se libraba del hechizo y llegaba a la altura del aeropuerto, una oscuridad profunda se comía las cosas y al parpadear, aparecían del otro lado de la autovía, con dirección a la ciudad.     Muchos han intentado irse en otras direcciones, pero siempre pasaba lo mismo: la oscuridad devoraba y regurgitaba. Pero nunca devolvía lo mismo que se tragaba, antes absorbía una parte de la vitalidad. Esa gente ya no era la misma.
    Pasaron más noches, más tiniebla, más oscuridad. Dos, tres, cuatro días. Al décimo, ya habituados a la soledad de siempre, pero ahora con un aditivo nada común, aparecieron las criaturas. Salieron de la nada.
    Eran del tamaño de un niño de seis años, delgadas, de grandes ojos gatunos, bocas pequeñas, sin nariz ni orejas. Sus brazos cortos terminaban en manos pequeñas que en vez de dedos parecían tener tentáculos. Sus pies eran casi siempre invisibles por la carencia de luz, pero eran similares a sus manos. Emitían sonidos agudos, como silbidos, para comunicarse entre ellos.
    No faltó el viejo que decía que provenían del milenario volcán que ahora albergaba la famosa Laguna Azul. La leyenda las ubicaba allí y ahora, vueltas una realidad, habían aparecido desde la oscuridad y se presentaron ante nosotros en cada hogar del pueblo. 
    A pesar de su tamaño, eran intimidantes a su forma. El silencio, la quietud, sus miradas, eran más poderosas que cualquier arrebato de fuerza humana. Las armas no disparaban ante ellos. Algo había de inexplicable en eso.
    Cuando nos visitaron y nos tuvieron en su poder, solos, nos arrodillábamos frente a ellos y clavábamos nuestras miradas vacuas en sus enormes ojos. Apoyaban sus manos en nuestras cabezas y nos otorgaban el horrendo poder de ver lo que vendría.
  Aquella, la premonición, era su arma ante las nuestras: la fuerza bruta. Nosotros los superábamos en número y potencia armamentista, pero ellos tenían lógica, organización, habilidad de ver lo que se aproximaba y lo que había pasado y el grandioso poder que tejer el manto de la noche perpetua sobre nuestras cabezas, abrigando el lomo de la ciudad.
    Vimos, como una vieja película antigua, que las criaturas cosechaban. Que cada noche (de las noches viejas), tomaban uno de nosotros, lo arrastraban a la laguna y lo devolvían igual a ellos. Uno menos de nuestro bando, uno más del de ellos.
    Luego de desmayarme y con una idea bastante clara de lo que me pasaría y lo que nos pasaría (me refiero a todos nosotros), desperté mientras una criatura me arrastraba por un camino de tierra y filosas piedras volcánicas, que desde la altura, dibujaban un sendero negro, donde vaya uno a saber cuándo, se posó un río de ardiente lava y vi que se sumergía en la laguna conmigo a cuestas.

Mientras leés esto, no sabrás, a ciencia cierta, si hoy es el último día de sol que tendrás. Si lo es, al menos sabrás lo que se avecina. 
Y quién te dice, quizá, quizá, podamos conocernos, tú y yo.




(*) Escritor de Río Gallegos.

Bookmark and Share

viernes, 13 de diciembre de 2013

LA NOTA DE HOY




DECIMONÓNICOS


Por Jorge Eduardo Lenard Vives






    En la segunda mitad del siglo XIX, la Argentina vivió una etapa de particular importancia, durante la que se organizó como Nación y adoptó las formas institucionales. También comenzó a consolidar su ser nacional, circunstancia que dio lugar a diversas manifestaciones culturales; entre las cuales la Literatura ocupó un papel relevante. Algunos de esos autores situaron en la Patagonia sus creaciones; recorrerlas nos puede deparar algunas sorpresas.
   Uno de los libros más interesantes del período es "Mar Austral", de Fray Mocho; seudónimo de José S. Álvarez. Esta novela persigue una clara finalidad, expuesta con precisión en el epílogo: “...escribo este relato sin pretensiones literarias, deseando que él caiga, aunque sea por casualidad, bajo los ojos de la gente ilustrada de mi país y llame su atención sobre aquellas costas lejanas, tan bellas y ricas, como injustamente desconocidas y calumniadas”.
      Lo extraño es que su autor nunca visitó la región; por lo cual debió escribir en base a lo que otra persona, u otras personas, le pintaron. Pero su arte le permitió describir imágenes vívidas como ésta: “...veía a lo lejos el mar sereno y tranquilo, teñido con la luz suave de los crepúsculos australes, que es inimitable por la dulzura y variedad de sus tonos, y nuestro cutter con sus velas recogidas, que cabeceaba blandamente sobre el ancla, saludando a otros barquichuelos diseminados en la vasta rada, desde la punta de una península que verdeaba, alzándose en anfiteatro, hasta la lejanía brumosa donde el mar y las montañas se confundían en el horizonte indefinido”.
     Quien sí estuvo en la zona fue Roberto J. Payró. Dejó un valioso testimonio, "La Australia Argentina", diario de viaje que retrata una Patagonia incorporándose, poco a poco, al resto del país. No fue la única obra que dedicó a la región. Inspirado por los escenarios naturales y humanos que encontró, escribió "Un pioneer de Tierra del Fuego", corta ficción incluida en su volumen "De violines y toneles". Allí revela, por boca del protagonista, su deslumbramiento ante el paisaje sureño: “... pasó largas horas sobre cubierta, admirando los maravillosos canales fueguinos cuya belleza – ora melancólica, ora majestuosa, ya alegre y desbordante como un paisaje tropical, ya imponente como un templo en que la Naturalez se mostrara sin velos – producía en su ánimo una impresión desconocida...”. Y finaliza su relato con una alabanza a la libertad entrevista en aquellas tierras: “Sus hijos serán, como él, fuertes pioneers fueguinos... quizá algún día me toque también contar la ruda educación que reciban, en lucha desde temprano con la naturaleza – relato que será tan sencillo como éste, porque todo es sencillo allá donde el hombre, si no es ayudado, no es estorbado ni hostigado tampoco por sus semejantes...”. 
     Pero tal vez una de las referencias más curiosas de esa época sobre la Patagonia, es la que incluye Juan Bautista Alberdi en “Pereginación de Luz del Día”; cuya parte segunda describe la colonia de Quijotania, regida por Don Quijote y sita en la Patagonia. A discurrir sobre esta rareza literaria, el escritor Donald Borsella dedica su ensayo “Alberdi y una novela patagónica”. Su lectura permite conocer en detalle el asunto; y a ella debe recurrir el lector interesado (1). Aquí sólo se transcriben algunos párrafos de la obra de Alberdi, a modo de ejemplo de la calidad de su estilo y de la visión que tenía de una zona en la cual - como Fray Mocho - nunca había estado.
      En su intento por encontrar a los viejos caballeros venidos de España a América, Luz del Día recibe la siguiente noticia sobre Alonso Quijano: “Su locura ha cambiado de tema, pero no de naturaleza. En vez de ser el Quijote de la Mancha, ha sido el Quijote de la Patagonia; es decir, que el vuelo de su fantasía no ha reconocido límites, desde que se ha visto en aquel mundo favorito de los ensayos temerarios, de los experimentos fantásticos, donde todas las utopías se ponen a la prueba, y donde los más cuerdos se vuelven un poco Don Quijotes.”
       El manchego, según Fígaro, informante de Luz del Día, fundó su colonia sobre una estancia que poseía en el sur: “El tenía unos cuantos miles de ovejas y otros tantos animales vacunos y caballares en una estancia que empezó como por un juguete, y que gracias a la paz que le daba la distancia apartada de su situación, en pocos años se volvió una especie de principado. La estancia estaba situada entre la Patagonia y la Pampa, un poco vecina del mar y más cercana de la colonia inglesa de Falkland que de Buenos Aires”.
     Si bien la obra tiene un trasfondo de ensayo social y político, su lectura resulta amena por el plástico lenguaje empleado, que tiene un sabor especial para el lector acostumbrado a los clásicos; como así también por el humor, a veces acerbo y crítico, que muestra sus páginas.
    Los últimos años de la 19na centuria no fue solamente rica para la Literatura argentina, sino para la mundial. Es una época de grandes escritores, como Dostoievsky, Chejov, Tolstoy, Maupassant, Flaubert, Zola, Victor Hugo, Stevenson, Bret Harte... Entre 1850 y 1900 se vivió una “edad de oro” literaria, en especial para el género narrativo. De esa racha artística fue conteste la Argentina, cuna de un grupo de exquisitas plumas que dieron lustre al “fin de siécle”. Fue de la mano de estos escritores decimonónicos, que la Patagonia se introdujo firmemente en el mundo de la Literatura.



(1) Borsella, Donald. Alberdi y una novela patagónica (Dirección Municipal de Cultura, Trelew, 1984). El autor de la nota agradece a la señora Margarita Borsella haberle permitido conocer esta obra del recordado escritor chubutense.

Bookmark and Share

martes, 10 de diciembre de 2013

OBRAS RECIBIDAS




Aquel horizonte... Aquí... (*)

 De Ester Faride Matar 





     En "Aquel horizonte... Aquí...", Ester Faride Matar crea escenarios que  se entrecruzan, se desdibujan y se funden. En la tierra oriental de su progenie o la patagónica que la viera nacer, crecer y madurar, la autora, de magnífica sensibilidad, descubre las fibras que sostienen su vida y nos sumerge en experiencias diversas, desde las más pueblerinas hasta las más sofisticadas. Lo hace siempre desde el lugar de una mujer que le pone el cuerpo a la vida, y que no se amilana frente a posibles contrariedades.

   A lo largo de las páginas de esta producción, Ester nos convoca a vivir la vida apasionadamente. A bucear en lo más profundo de nuestras entrañas en la búsqueda incesante del ser/esencia que nos pertenece. La alegría y el amor, la sencillez y los valores, la familia y otros lazos afectivos van conformando el mundo que ella ha elegido disfrutar y que, afanosa, desea para todos... Desde sus vivencias más tempranas hasta su consagrado sueño de visitar el suelo de sus ancestros, se manifiesta el alma pura de una mujer que lucha por sus ideales, y que opta por transitar sus días con la misma solemnidad con la que se mueven las arenas de un desierto. Ella misma lo dice "la mejor nave para emprender un viaje es un libro, un poema, una ilusión plasmada sin descuidos".

    Elías Chucair, escritor patagónico,  al referirse a la literatura de la autora de "Aquel horizonte...", en el prólogo de libro que nos convoca, expresa: "Todo lo que escribe llega muy fácilmente con una altura y profundidad de infinito; igual que cuando evoca de su pequeño terruño del sur rionegrino, a aquellos extraños y testimoniales personajes que nutrían su atención de niña aún. Así abraza un lenguaje casi coloquial que acompaña su estado emocional desde lejos y ocupando un sitio importante de su memoria".

    No conozco a Ester personalmente; sin embargo -a través de su poesía y también de su prosa lírica- he podido, como lectora, introducirme en el mundo que ella ansía compartir. 

    0 como dice la misma autora:

"Esta pequeña obra pretende regalarte un oasis en medio del desierto, con las huellas grabadas en las movedizas arenas de los días, y atesorar la extensión del universo, con luces y energías de atreverse a vivir sin maquillaje".

Olga Starzak



(*) CEN Ediciones - Centro de escritores/ras nacionales - Córdoba - 2009

Bookmark and Share

domingo, 8 de diciembre de 2013

EL CUENTO DE HOY




CAÑADÓN LAGARTO


Por Hugo Covaro (*)




En esos pocos momentos de lucidez, cuando la conciencia encendía de pronto su fósforo breve, la abuela Carmen hablaba de Cañadón Lagarto. Después, nuevamente esa enfermedad incurable la envolvía con su espesa cerrazón, aislándola del mundo en un autismo ominoso.
Había ido a la escuela en ese desolado paraje, allá por 1926, cuando Cañadón Lagarto era un próspero pueblito con 250 habitantes.

"De mi casa a la escuela había unas cinco cuadras. Nos íbamos caminando por las vías... no había peligro, el tren siempre pasaba por la tarde".

Y ahora, sus duendes desmemoriados buscaban encontrarse con los fantasmas que, penitentes, rondan los sitios baldíos de la vida donde la soledad empolla sus persistentes olvidos.
¡Ella quiere regresar, pero no puede! ¡No hay regreso posible a la nada!
Sólo en ella perduraban las casas bajas, separadas por callejuelas angostas, agrupadas a ambos lados de las vías. Y el cementerio cercano, con el pesado sueño de los muertos aromado por las minúsculas flores del tomillar nativo.

"El cementerio estaba al sur. Tenía un cerco bajo de alambre que nosotros saltábamos para ir a jugar en unas casitas pequeñas. Lo hacíamos a escondidas. Mi abuela no quería que fuéramos a ese sitio".

El jeep detuvo su marcha a metros del aljibe, que con su ojo huero parecía mirar sin ver ese mínimo cielo redondo encerrado en sus paredes. A la sombra de esos árboles doblegados por el viento, sobrevivientes a la sed en ese penoso desamparo, la voz de la abuela Carmen sonaba como un eco salido de la profunda garganta del pozo.

 "El agua para la estación la traía un tren y la depositaba en el aljibe. Los pobladores la buscaban al norte, en carros que la transportaban desde unos manantiales escondidos entre los cañadones. En ocasiones lo acompañaba al tío Ramón, cuando iba a las aguadas. Era escasa, por eso se pagaba hasta $ 1.20 el barril de 100 litros. Los únicos árboles del pueblo estaban al lado del pozo de agua". 

Ningún sonido extraño entorpecía el monótono rumor del viento en ese incendio que el coironal prende con las últimas luces del crepúsculo. De a trechos, los rieles oscuros extendían sus caprichosas paralelas, crucificadas sobre el duro sueño de los durmientes de quebracho. Por esa vía muerta, llegaba la noche asperjando su pólvora.

 "Con mi primo Lalo sabíamos jugar en la nieve. No sentíamos frío. Decían que Cañadón Lagarto era el lugar más helado que había en la Patagonia. ¡Veinte grados bajo cero sabían hacer! A nosotros nos llevaban a Comodoro en las vacaciones. En esos peladeros mucha gente se moría congelada en los inviernos". 

Como quien se aleja del sitio de un naufragio, abandonaron las ruinas del pueblo. Mientras el Land Rover hacía memoria por recordar el camino conocido en ese laberinto de sendas estrechas, nadie se animaba a voltear la cabeza. Algo parecido al miedo les posaba su mano helada, denunciando una presencia invisible. Cuando dejaron la huella de tierra y retomaron la negra lonja del asfalto, sintieron que esos fantasmas se habían quedado en la última curva del camino.
Era media noche cuando llegaron. A pesar de lo avanzado de la hora, la abuela Carmen estaba despierta y hasta parecía que los estaba esperando. En sus ojos pequeños una lejía turbia dejaba pasar briznas de un brillo antiguo, gastado de ver pasar tanta vida. Mientras la llevaban a su cama, con ese andar inseguro de los ancianos arrastrando los pies con pasitos cortos, se la escuchó decir claramente: 
- ¡Vamos Lalo, apúrate, que podemos perder el tren! 
Y en el silencio de la noche el resoplar de la vieja locomotora alborotaba el enrulado cabello de esa niña, que después de pasar las vacaciones en Comodoro regresaba a Cañadón Lagarto... 



(*) Escritor comodorense. Tomado de su libro “Mi Land Rover Azul. Relatos Patagónicos. Pequeñas historias del desierto”. Editorial Universitaria de La Plata, La Plata, 2003.

Bookmark and Share

martes, 3 de diciembre de 2013

EL POEMA DE HOY




YO QUISIERA LLEVARTE MÁS ALLÁ DEL DOLOR

Por Jorge Castañeda (*)


Yo quisiera llevarte más allá del dolor
de los estragos del tiempo
del trasiego de los días
comunes y adocenados
por la servidumbre de vivir.

Yo quisiera llevarte
más allá de las zarzas ardientes
del recuerdo.
Más allá de las suelas
ardidas del infortunio
y de las campanas que doblan
apenas compartidas.

Yo quisiera llevarte más allá
de los estropicios cotidianos
y del llanto escondido
en un rincón del traspatio
donde se sacuden las migas
de los manteles.

Al otro cielo
donde la felicidad
se conjuga
cierta y tangible
como un ramo de flores.

A donde se vive de veras.

Al espacio de la brisa
donde la libertad
está a la vuelta de la esquina.
Yo quisiera llevarte…
si tú lo quisieras.



(*) Escritor de Valcheta.


Bookmark and Share