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jueves, 16 de octubre de 2014

EL POEMA DE HOY




OTOÑO
Por Irma Hughes de Jones (*)





Adiós a mi mañana y a los días
que regalaban desmedidas horas;
otros, lentos, vinieron a mi encuentro
alargando las sombras del camino.

El dadivoso paso de los años
no pareciera acorde con mis sueños,
pero hubo veces —lo sabemos todos—
en que ofrendas quedaron en mis manos.

Atardece. Yo miro hacia el poniente,
hacia un sol que se inclina ante mis ojos.
No sabré, sin embargo, de mayores

bendiciones que aquellas ya probadas.
Vendrá la paz de los intentos altos
y una canción que apague mis nostalgias.




(*) Considerada la poeta mayor del valle del Chubut (1918-2003). Escritora, periodista y traductora, conquistó el sillón bárdico en siete ocasiones. Este soneto fue traducido al castellano por Virgilio Zampini.
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lunes, 13 de octubre de 2014

EL POEMA DE HOY




REZO PEQUEÑO


Por Daniela Della Bruna (*)




Mi reino,
mi inútil reino
de palabras 
y sutilezas, 
de acertadas visiones,
de certezas.

Mi reino, 
mi inútil reino
de verdades
que nadie escucha, 
de preguntas
nocturnas, 
infinitas.

Mi reino 
de risas,
de vientos,
de fuego y aire.

Todo mi reino por saber
caminar sobre la tierra...




(*) Del volumen titulado "Tarde de viento" - Ed. De los Cuatro Vientos, Bs. As., 2013.


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miércoles, 8 de octubre de 2014

EL CUENTO DE HOY




LA HOGUERA DE LOS CÁTAROS

Por Carlos Dante Ferrari (*)





    Siempre te obsesionó el fuego. Todavía te persigue el recuerdo de haberte quemado los dedos cuando eras un chico de seis o siete años, mientras aprendías a encender los fósforos de una caja robada al bolsillo de tu padre. Años después, ya en la adolescencia, vinieron otras rutinas más osadas. Te gustaba ir a pescar al río o alejarte a pie entre los montes, esas correrías que combinaban el deseo de una absoluta soledad con la omnipotencia de gobernar tus acciones; la satisfacción de sentarte en algún lugar tranquilo, cavar un hoyo pequeño en la tierra, juntar ramas secas y encenderlas para disfrutar del poder hipnótico de las llamas; sentir las vaharadas ardientes en las mejillas, el olor a la madera quemada, la vaga sensación de estar repitiendo un rito antiquísimo. ¿Cuántas horas de tu vida habrás dedicado a observar los leños ardiendo, esas orlas flameantes y enhiestas que se diluían en el aire?

    También tus noches han sido visitadas infinitas veces por escenas flamígeras. Son pesadillas en las que el fuego comienza a rodearte desde todos los flancos, a morderte la piel mientras corrés con desesperación, buscando una salida siempre inhallable. Y enseguida el despertar con un grito, el corazón desenfrenado, transpirando de terror y desconsuelo.

    Claro que en esas alucinaciones tu padre no es aquel oficinista que abandonó este mundo con una muerte súbita, dejándolos en la pobreza; ni tu madre la fiel ama de casa que vivió para criarte y protegerte hasta convertirse en una anciana desvalida. No. Es bien distinto el mundo donde discurren tus sobresaltos oníricos; una existencia situada en un tiempo y un paraje muy lejanos. Allí te espera una casa humilde, en una comunidad pacífica, donde tus congéneres se sienten unidos por la Divina Palabra. Tampoco allí tu nombre es Miguel. En esos viajes recurrentes a través del calendario, todos te llaman Onfroy. Onfroy, venez faire votre bénédiction, s'il vous plaît... Votre consolament, veuillez, Onfroy… Dieu vous bénisse, mon pieux bienfaiteur…

    ¿Se trata de Onofre, el santo egipcio? No, claro que no podría serlo nunca, en medio de semejante paisaje. Porque tu casa de ensueños está enclavada entre montañas, tal vez al pie de los faldeos occitanos, al sur del Languedoc, flanqueada por las cumbres de los Pirineos. Al menos eso es lo que te figuraste cuando, abrumado por la reiteración de esas escenas tan vívidas, hurgaste en los mapas, las fotos, las enciclopedias, buscando un sitio de aquellas características. No, no te ves como San Onofre, Miguel. A pesar de las llamas. A pesar de que allí, en las súplicas de la Fe, todos te llamen Onfroy…

     Y luego, al despertar, todo eso te parece tan absurdo… ¿Qué paralelismos podrían tener dos vidas tan disímiles? ¿En qué puede parecerse un campesino antiguo, medio santulón, aparentemente venerado por su entorno, con un paramédico municipal, un enfermero del dispensario, habitante anónimo de una ciudad donde nadie se fija en el otro, donde la espiritualidad ha pasado a ser una palabra en desuso y la solidaridad, una gota de agua en el desierto? Solo un voluntarismo muy pródigo podría forzar la imaginación para hallar una relación entre tu tarea de curar los cuerpos y la de un anciano sanador de almas. Nada. Esos sueños no tienen el menor sentido. Eso sí: el fuego nunca falta. Tus pesadillas siempre terminan al borde de la hoguera.

    Y esta noche te has acostado con la leve inquietud de que ese mal sueño puede asaltarte una vez más. Por eso tu resistencia a dormir. Has elegido en cambio dejar el velador encendido, poner un poco de música, disfrutar un cigarrillo y soñar, sí; pero despierto. Caer en esa dulce estación entre el sopor y la vigilia, para pensar en cosas agradables, en otros viajes más realistas, más placenteros, como el que planeás hacer al Caribe desde hace más de tres años.

   ¡Es tan excitante imaginarse en una playa tropical! Un sitio cálido, acogedor, con un morro que nazca desde los mismísimos bancos arenosos y se alce desde allí a pique, en toda su imponencia, como si quisiera alcanzar el cielo estrellado. Solo la arena suave bajo tu cuerpo en reposo, frente a esa fogata que ahora, en tu ensoñación, has querido encender; no por frío, sino simplemente para observar el juego del oleaje a través de aquellas vaharadas ardientes. Agua y fuego, juego y llamas.

     La playa y la fogata se entremezclan con visiones intermitentes, fogonazos de otros parajes, y, de pronto, sin quererlo, estás allí nuevamente, entre los fieles, orando al pie de la montaña. Sos uno más entre muchos creyentes que persisten en sostener un dogma estigmatizado por la Roma poderosa. Sin hacerle mal a nadie. Solo porque sienten la fe de otra manera. Pero de nada ha servido predicar desde la humildad y el rechazo a toda forma de violencia. Inútil ha sido explicarles que se solo se trata de otra interpretación de los mismos textos sagrados. En esa escena borrosa e inquietante, estás junto a los tuyos en medio de una turba. La ira se ha desatado sobre los fieles cátaros y hoy, finalmente, está llegando la hora del escarmiento. Allí vas avanzando ahora, al frente de tus congéneres, todos unidos, tomados por los brazos. Caminan lentamente, codo a codo, palmo a palmo. Tus mejillas perciben el ardor a medida que avanzan, el soplo quemante que arroja esa hoguera cada vez más inmensa, más cercana, la que ha empezado a cobrar vida ahora también en las ropas y en los cuerpos de los que te rodean, los que a pesar de todo siguen caminando entre gemidos de dolor, empujados por la heroica entereza de aceptar el sufrimiento. Esas llamas que abrasan tus pies y suben por tus muslos, Onfroy. La que atenazan y queman tus brazos, Miguel, las que acaban de despertarte en tu cuarto al borde del ahogo, en el dormitorio que acaba de convertirse una capilla ardiente para tu nueva inmolación, esos ocho metros cuadrados convertidos de pronto en un minúsculo infierno por la caída del cigarrillo que se desprendió de tus dedos y cayó sobre la alfombra con la fatalidad de un anatema bíblico; el rayo satánico que te ha arrojado al lago con fuego y azufre del Apocalipsis, Miguel, Michel, aunque se diga que tu nombre significa que Dios es justo. Son esas paradojas que nunca has terminado de comprender, y mucho menos en este instante, en que el sueño y la realidad vuelven a fundirse en un mismo suplicio. Pero es en vano que te preguntes qué culpas, qué sentido tiene este tormento absurdo. En algún plano atemporal donde los ciclos son eternos, una vez más las llamas se van adueñando de tus carnes para fundirte con la nada. 

     Una vez más, sí. Perforando las barreras del espacio y de los siglos, Miguel, esta noche,  finalmente, has vuelto a ser Onfroy, el cátaro en la hoguera.




(*) Este cuento integra el volumen titulado “Regiones de la desmemoria” (Ed. Literasur, 112 páginas –Bs. As., 2013 –  Impreso en Bibl. Agustín Alvarez – Trelew)
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sábado, 4 de octubre de 2014

EL CUENTO DE HOY





LOS BRAZOS ANHELANTES DEL MAR


Por Luis Ferrarassi (*)




      Nos gustaba correr a lo largo de la playa.
     A ella le encantaban los atardeceres y a mí los amaneceres. Ambos éramos amantes de los comienzos y los finales. Nuestra historia se basa en esos aspectos de la vida. Pero nosotros lo veíamos a través del ojo del mundo. Un atardecer como un final. Un amanecer como un comienzo.
    Nos habíamos imaginado vivir en esa playa hacía muchos años… o décadas, ya no lo recuerdo. Quizá, hacía siglos. Y no había nada que yo pudiera hacer para que a ella le gustara el paisaje. Ella era amante de las sierras, los ríos, los pájaros y esa tranquilidad del viento dulce acariciando la piel. Mi alma siempre había estado en las playas, la inmensidad que sólo ofrece el mar, la eternidad que sólo la lontananza brinda, el susurro espumoso de las bajas olas que estiraban sus brazos queriendo alcanzar mis pies, estirando, estirando, estirando… para alcanzarme.
    Ella se fue acostumbrando al mar. A besarme en la boca mientras aún las gotas saladas del océano resbalaban por mis labios. Estoy seguro que eso era lo único que le había gustado del mar. Lo que el mar hacía de mí. Me calmaba, me adormecía, ablandaba mi piel, endurecía mis cabellos, teñía mis ojos de un verde profundo. Ella me había dicho alguna vez que había visto una galaxia en mis ojos, miles y millones de brillitos girando en un fondo verde. Pero estoy seguro que lo había dicho sólo por obra de ese estado taciturno que brindan los atardeceres. Que se sentía un poeta de corazón abierto, que tenía visiones excéntricas de cosas triviales.
    El mar y yo, en algún momento, nos conectamos. Y ella lo hizo más tarde. Cuando vimos que influíamos en todo lo que nos rodeaba, me convencí que aquel lugar no era nuestro mundo. Que los días eran eternos. Que no había ninguna casa alrededor nuestro. Que al cabo de una semana noté que no habíamos comido ni tomado agua y no sentíamos nada al respecto. Que era el mar el que nos controlaba, más que nosotros a él.
    –Ya no sos el mismo… el mar te ha hecho lo que sos –dijo. Y no me explicó más, cuando se lo pedí y cuando se lo exigí.
    “El mar me ha hecho lo que soy”. ¿Y qué me ha hecho?
    Pero había atardeceres que no le producían ese comportamiento. Tenía días en que era feliz. Corríamos a lo largo de la playa y gritábamos nuestros deseos.
   –¡Marea alta!
   Y las aguas, pronto, se agitaban violentamente y el nivel del mar subía como brazos que alcanzaban nuestros pies.
   –¡Algas en la playa!
   La marea, al retroceder, dejó kilómetros de residuos marinos. Algas verdosas, acuosas, desplegadas por la alfombra arenosa de aquella playa que era nuestra.
   –¡Marea baja!
   Y el agua retrocedía de repente. Esos brazos se separaban de nosotros y quedaban lejos.
   Cualquier cosa que dijéramos, se hacía real.
   Pronto, cuando la soledad fue una carga muy pesada sobre nosotros, ella pensó en gaviotas, gusanos, perros y en un atardecer, mientras ella disfrutaba de su momento favorito, aparecieron rondando por allí. La necesidad de no sentirnos solos, operaba en su mente por sí misma y a medida que ella sentía esa opresión en su pecho, un animal nuevo aparecía en la playa.
   Durante un atardecer, un animal salvaje, parecido a un perro grande, nos persiguió unos cuantos metros. Ella gritaba de miedo, mientras que yo pensé en una solución.
   –¡Pozo gigante!
   De repente, en el piso se dibujó una gran grieta, que se convirtió en un pozo que se tragó al animal.
   –¡Pozo cerrado! –dijo ella y la arena de la playa se convirtió en una tumba que borró al animal.
   Sentados en la playa, en un amanecer, luego de hacer el amor, ella me confesó sus miedos.
   –Le temo a mi mente –dijo–. De lo que mi mente es capaz.
   –No temas a tu mente –le dije, tratando de tranquilizarla–. Vos tenés que controlar tu mente. Es lo único que tenemos en este lugar.
   –También le temo a este lugar. Desaparecer en él.
   La miré sin poder creer lo que me decía. Ese era el lugar que nos habíamos creado para los dos.
   –¿Por qué?
   –Porque estoy tan cansada de imaginar, que pienso cualquier cosa –dijo y produjo una dramática pausa–. Creo que… que si estoy cansada pensaré algo estúpido y eso infectará nuestro mundo.
      –No pensés eso –le dije–. Nunca podrías estar cansada de imaginar. Este lugar es lo que queremos. ¿Para qué imaginar edificios, casas, árboles, necesidades, si eso fue lo que nos cansó en primer lugar? Esto es lo que somos.
   –¿Vos a qué le tenés miedo?
   –Yo a la soledad –le dije.
   –¿A la soledad? No entiendo…
   –No, no hablo de eso. No hablo de esta soledad que justamente deseábamos. Hablo de la vida sin vos. Esa soledad sería insoportable. No podría vivir solo. Ahora mismo, pienso, imagino, que no estás conmigo, me imagino solo, en esta playa que juntos hemos forjado… te imagino como un borrón en mi mente, en mi memoria, como si fueras sólo un recuerdo difuso, alejado… –Cerré los ojos–. A eso le temo. Imaginarme solo, sin vos. Imaginar que no existís.
   De mis ojos apretados por el dolor de lo que podría ser una vida así, cayó una lágrima salada como las gotas del mar que ella solía lavar de mis labios con un beso. Al abrirlos, ella no estaba. Las olas, aquellos brazos pugnaban por aferrarse a mis tobillos. Y tras unos segundos, lo lograron. Al retroceder, la espuma del mar, produjo un sonido efervescente y tiñó el claro marrón de la arena en un marrón oscuro, como la tierra.
   Cuando me estaba por preguntar a dónde se habría ido, por qué no estaba a mi lado, lo entendí. Mi corazón dio un vuelco, temblé repetidas veces, caí sobre la arena y comencé a llorar desconsoladamente. El sol comenzó a descender, introduciéndose en el fondo del océano. La noche me había alcanzado. El atardecer. Y estaba solo. Pensé en traerla de nuevo. En pensar, imaginar, que ella estaba a mi lado otra vez, pero no funcionó. No se puede traer de vuelta algo que no existe. Por más que la mente sepa imaginar mundos, elementos, animales, flores y la inmensidad del mar, el amor perdido había dejado sin rostro aquella persona que mi corazón había amado.
   Ya no corría por el mar. Por muchas jornadas, no imaginé nada más. Sólo vagaba por ahí. Pronto, la mente que había creado gaviotas, gusanos, perros, ya no existía y se había llevado mucho más que mi amor, se había llevado todo lo que por ella había sido imaginado.
    Mi temor se había hecho real. Y el de ella igual. Temerle a ese lugar y que la hiciera desaparecer. Eso era a lo que realmente ella temía. Ahora no era más que una brisa marina.
   Ya no podía seguir viviendo así.
   Finalmente, durante un amanecer, me arrodillé frente al brazo largo del mar, miré aquella inmensidad y deseé e imaginé ser sujetado por él y ser llevado hacia las fauces del eterno y profundo mar.
   Tras de mí, no quedó nada.


(*) Escritor de Río Gallegos.


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miércoles, 1 de octubre de 2014

EL POEMA DE HOY



ANTÍTESIS

Por Magdalena Pizzio (*)



Resquebraja la luna las sombras
y en la noche obscura brilla sin luz.
No hay caminos sin cuestas azarosas
que no lleven a horizontes más bellos.

En la fronda del bosque más silencioso
milenaria vida sabe resurgir
y hasta las duras rocas del acantilado
a las aguas bravías sucumben.

Ocasos, espejos de suelo y cielo
se tornan imágenes, alma y concierto, luz  en sol.
Como al nacer los brotes llorando su rocío
nacemos una y mil veces en cada amanecer.

En el llanto del tiempo, desierto de adentro
empapan las entrañas, sonrisas nacientes
una vez más.
Salado y dulce mar hondos tus abismos
besas la orilla:
Antípodas paradoja permanente
¡Muerte y vida!



(*) Escritora de Neuquén. Este poema fue tomado de su libro “Laberinto. Entre la vida y la muerte”. (Edición del autor, Bahía Blanca, 2009).



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