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martes, 17 de febrero de 2015

EL CUENTO DE HOY




CEREMONIA


Por Marta Perotto






    Desajusté la escafandra y entré al templo. Debí dejarla, junto con el traje espacial a un guardián de la puerta. Me sorprendieron las dimensiones internas de la cúpula. La parte hueca de la semiesfera debía de ser doble pues dejaba vislumbrar juegos de luces detrás del calado que abarcaba toda su superficie.

    En ese ambiente se podía respirar con normalidad. Estos seres tan parecidos a los humanos estaban cómodos en cualquier elemento líquido o gaseoso. Habían acondicionado, por deferencia a nosotros, los distintos edificios que frecuentaríamos y así me resultó sumamente satisfactorio volver a moverme sin el estorbo del traje espacial. Hoy, sólo yo había sido invitado a participar de esta ceremonia de la que tanto habíamos oído hablar.

    De inmediato me tomaron de la mano y, danzando, me integraron a una ronda en cuyo centro se elevaba una aguja hecha de un material desconocido, claro y luminoso. La ronda se partió en dos y cada punta ascendió por lo que parecían ser rayos de luz y que, sin embargo, eran escalones consistentes al apoyar en ellos los pies. Eran planchas de luz suspendidas que envolvían el espacio de la nave de esa especie de catedral y que cada tanto se expandían en terrazas sin barandas y de diferentes alturas desde las cuales se obtenían cambiantes visiones del enorme menhir central.

     El efecto era bello, cerebral. Parecía indicar el triunfo de la mente sobre los sentimientos.

    Me dejé llevar por la danza siguiendo una música de tintineos, de una cadencia cantarina, como de agua que percutiera sobre campanillas de cristal o como agujas tenues del mismo material que se entrechocaran y que, me parecía, tendrían la misma imagen, aguda y luminosa, de la que reverenciaban.

    Llegados a la última plataforma, la aguja se veía como el punto central de una delgada pirámide que se ensanchaba levemente en la base.

    Me extasié con el juego de las escaleras y planos luminosos por el que las largas hileras de seres, vestidos de blanco subían y bajaban.

    Se me ocurrió que un pueblo capaz de lograr esos efectos había llegado a la perfección; que la luz y el bien habían conseguido superar la lucha interna de la naturaleza humana.

     De golpe, las figuras sonrientes que me rodean, siempre danzando, me toman con fuerza de brazos y piernas y me arrojan boca abajo hacia la punta brillante. Sé que voy a morir, no obstante demoro en caer. Me es dado terminar mi pensamiento como si el tiempo se hubiera detenido, tal como le ocurriera a aquel prisionero del cuento de Borges para que en un instante entrara la obra de una vida.

    Descubro que lo que se realiza es una ceremonia de sacrificio y que la víctima soy yo. En lugar de sentir temor o de hilvanar una frase profunda que ponga un digno final a mi vida, sólo me preocupo por el efecto que mi cuerpo atravesado y mi sangre desparramada causarán entre tanta belleza aséptica.

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viernes, 13 de febrero de 2015

LA NOTA DE HOY




LAS ORILLAS DEL RIO CHUBUT


Por Jorge Eduardo Lenard Vives





     Cierta vez, un amigo me contó una anécdota de su juventud, cuando vivía en Gaiman. Como trabajaba en un banco de Rawson, viajaba todos los días de una a otra localidad a fin de cumplir sus tareas. Otros gaimenses hacían el mismo trayecto, por lo que, para mayor comodidad y economía, cada uno de ellos ponía su vehículo por turno y compartían los gastos. Un día, al iniciar la marcha, uno de los integrantes del grupo señaló a un policía parado en una esquina y le preguntó:

   —Carlos, ¿sabe cómo se llama ese agente? – y sin esperar respuesta, agregó – “Espina larga”.

   —Archie, todos sabemos que ese señor se llama Colinir.

   —Precisamente. “Colyn”: espina. “Hir”: larga.

    Estos juegos de palabras entre vocablos de las lenguas de los pueblos originales y su significado aparente en galés fueron objeto de la atención, muchos años atrás, de un sagaz observador de la realidad; que lo registró en algunas frases de una memorable obra de la que fue autor: 

   “No soy lo suficientemente crédulo como para creer en la existencia de indios galeses en el norte del continente americano, descendientes de Madoc ap Owen Gwynedd y sus acompañantes que zarparon desde Gales en el año 1170, en trece naves, de las cuales nunca jamás se supo nada. Aunque algunos suponen que llegaron a la América, estableciéndose allí. Si así fuese, estaría propenso a creer que estos tehuelches tienen alguna relación con los mismos. Hay muchos nombres en su idioma que se parecen mucho al galés, como Gaiman (angostura), Llancueco (campamento al lado de un arroyo de agua), Llancueche (nombre de un lago de las montañas), y Coetir (zona arbolada)”.

   El escritor que hace estas deducciones es William Meloch Hughes; y su libro, traducido al castellano en 1967 por Irma Hughes de Jones, se llama “A orillas del río Chubut en la Patagonia”. Se trata de un texto cuya calidad amerita incorporarlo al “corpus” literario regional. Según cuenta Llew Tegid, prologuista y biógrafo del autor, Hughes nació en 1860 en Gales. A los 21 años se fue a la Colonia del Valle del Chubut, donde pasó 44 años. De regreso en su país natal, tuvo una vida muy activa, en especial como predicador; hasta que fallece allí en 1926. La obra es póstuma; ya que si bien la había terminado antes de su muerte, se edita recién en 1927.




   Sin necesidad de ser políticamente correcto, nos brinda una versión de la historia de la colonia honesta y de primera mano; con una visión libre de anacronismos que no sólo describe los hechos, sino que indaga en sus causas y consecuencias. Sus páginas rezuman sentido común y humor. En muchos párrafos del libro, el narrador recoge anécdotas o hace reflexiones que motivan una sonrisa en el lector.  

    Por ejemplo, al referirse al multilingüismo de la colonia, cuenta lo siguiente sobre un poblador:

“Era, creo, austríaco de nacionalidad y marinero de profesión. Aprendió algo de inglés mientras anduvo por el mar y algo de galés y castellano después de llegar a la colonia. Allí se convirtió en chacarero. Muchas veces solía decir Mi wheat tyfu muy bueno (Mi trigo crece muy bien). Cuando la colonia fue visitada por la langosta, iba a casa de los vecinos y con cara triste, su lamento era Little bichos byta all my wheat, go dario nhw indeed (Los bichitos comen todo mi trigo, malditos sean)” 

   A un plástico estilo, Hughes agrega su cultura clásica; y obtiene párrafos como éste:

   “¿Me brindará alguna vez más sus sonrisas la voluble diosa Fortuna? La verdad que es bastante zorra en esto. Sonríe cálidamente a los que prosperan, sin tener en cuenta para nada los medios utilizados para ello, pero frunce el seño y vuelve prontamente la espalda a los fracasados, aunque estén animados por los mejores propósitos del mundo. Se me ocurre que la Fortuna es alguna Helena o Cleopatra divinizada, y la familia humana le rinde servil homenaje”

   Muestra de su creatividad literaria son las diversas metáforas que emplea para nombrar la muerte: “le llegó el día de descanso”, “se retiró a la región invisible para reunirse con sus muchos hermanos”, “inclinó su cabeza para reposar en el seno del Eterno”, “se unió a la mayoría, detrás del telón”, “se elevó desde la colonia terrestre a la colonia de los justos en las alturas”; y varias más.

   Sus observaciones, dueñas de una peculiar precisión científica, lo llevan a elaborar conclusiones, luego corroboradas por expertos. Por ejemplo, al explicar el origen de las lagunas al norte del valle:

   “Tiempo atrás primó la creencia de que se podría abrir otro cauce aparte del Chubut, para que las aguas fluyeran al mar. Indudablemente se podría hacer esto desde la boca del Ffos Fflat pasando de largo a Trelew hacia las lagunas de sal de Trerawson y desde allí  al mar. Hay rastros evidentes de que el río corrió por allí y ello en una época reciente.”

   Entre muchos otros aportes, también hace una valiosa colaboración al estudio de la Literatura regional, con varios comentarios del siguiente tenor:

   “… creo que el poeta de la colonia, el que sepa descender a las profundidades de sus preocupaciones, sus deseos y su heroísmo aun no ha aparecido. Pero algún día llegará, y de su gran corazón y su clara visión nos dará la interpretación del espíritu mudo, sufrido, de la vida de la Colonia. Cuando llegue, también aparecerá en la Literatura el valiente agricultor de manos callosas, el afable pastor con su perro y su caballo, el secreto encanto de su interior en su aplastante soledad y encantadores misterios.” 

   Muchas veces se siente la tentación de hacer un Canon al estilo de Harold Bloom, aunque menos polémico, sobre la Literatura Patagónica. Sin embargo, la riqueza y variedad de las letras sureñas aconsejan dejarlas libres de cortapisas y encasillamientos. Pero si algún día se redactara tal listado, sin dudas “A orillas del río Chubut en la Patagonia” debe ser incluida entre las obras que lo conformen.

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lunes, 9 de febrero de 2015

EL POEMA DE HOY




(Poema sin título)

Por Nice Lotus (Luis Gorosito Heredia) (*)



Asomada al balcón de la Bahía
ríe la única calle de Ushuaia,
y son Tierra del Fuego y el mar indio
los carceleros de esta perla rara.

Ahora es el sol de oro que azulea
el mar sereno y la feraz montaña,
y resplandece en pastizales verdes
sobre una dulce beatitud aldeana:
en el azul del cielo, las redondas
nubes pasean por las nieves blancas,
aparece el picacho del Olivia
embanderado con la enseña patria,
y un acorde tenaz de Himnos lejanos
suena en las trompas de la Catarata.

Y ahora los gigantes se enfurruñan,
se esconde el sol y se derrumba el agua,
e impelidas del viento de las cumbres,
la nieve vuela y la neblina avanza.
Y la vida se muere,
y el espejo se empaña,
y la luz de los barcos tremeluce
en girones de sombras enredada.

¡Asomada al balcón de la bahía
sufre en silencio y soledad Ushuaia!

¡Pero otra vez el sol! Triunfal asoma
como un canto a la fe y a la esperanza.
Acaricia la calle, las casitas,
la alfombra de la nieve y de las aguas,
y penetra en la cárcel, en la pústula
del corazón de la progenie humana…

¡Pobres penados, que tan lejos vienen
a saber de belleza! La campana
de la Iglesia en medio del paisaje,
con su monótona voz, a todos habla,
y se van transformando, y lentamente
les va saliendo del sepulcro el alma…

¡Dulce Argentina Austral! ¡Tierra que pudo
ser suelo negro, pero es cumbre blanca!

Tiene armonía en el boscaje inmenso,
amapolas de sangre, y lontananza,
de toldos indios y rebaños claros,
y una bahía que es una almohada
con estrellas de mar y los diamantes
de la gran Cruz del Sur. La amó la Escuadra
con sus marinos y con sus cañones
que aquí se turnan para cortejarla.

¡Y nadie más! Los otros argentinos
olvidada la tienen en el mapa,
y hundida en las auroras boreales,
en el confín de la leyenda patria,
asomada al balcón de la Bahía,
sueña en un triunfo de belleza, Ushuaia.





(*) Sacerdote salesiano, autor del libro “Penínsulas del Cielo” (Editorial Centauro, 1947). Falleció hacia el año 1975. Este poema fue transcripto por Ricardo Horacio Caletti en su libro “La Literatura de Tierra del Fuego” (Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires, 1975). Según cuenta el escritor, por consejo del padre Juan Esteban Belza consultó el libro de visitas de la Biblioteca Popular Sarmiento, de Ushuaia; y entre sus páginas halló la obra aquí reproducida, fechada el 18 de enero de 1936. Posteriormente profundizó en la historia de su autor, obteniendo la información que también se copia en esta breve reseña bio–bibliográfica.
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sábado, 7 de febrero de 2015

NUEVAS OBRAS RECIBIDAS




sin tapaduras (*)
des (a) nudando versos

de Juan José Moras




“Al esparcirnos, devolvemos al origen lo que ya fue.”

Palabras elegidas, entrelazadas, enhebradas unas con otras, formando un todo laboriosamente tejido. Sentí que dicen por ellas mismas. No necesitan alguien que las interprete, que las traduzca para otros, que se anteponga para decir lo que ya dicen.

Su autor ha diseñado un paisaje de texturas y urdimbres de tal manera que, sin intermediarios, entabla un diálogo con sus lectores para plasmarse singularmente en imágenes y situaciones.

Creo que este poemario no necesita prólogo, nada antes del decir de sus palabras. En su lugar Juan José Moras, autor que legítimamente ayuda a crecer y a promover encuentros, ha hecho un logos-en-pro de lectores, para propiciar ese contacto en procura de esparcir, compartir y extender.

Esto fue lo que me contaron sus palabras… de ellas es este espacio.

Élida Fernández



(*) ISBN  978-987-1846-72-6 - 1era. Ed. El Mono Armado – Buenos Aires, 2014.

Juan José Moras nació en la ciudad de Morón, provincia de Buenos Aires, en diciembre de 1956. Licenciado en Química de profesión, durante toda su vida ha ido escribiendo palabras y poesías que iban cayendo sobre el primer papel que encontraba. Desde hace treinta años reside en la ciudad de Puerto Madryn. Este es su primer libro. Sin tapaduras.





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martes, 3 de febrero de 2015

EL RELATO DE HOY






La negra de la isla



Por Olga Starzak





        El miedo inunda sus ojos. Por unos instantes permanece en actitud de espera... Una espera que le duele, un silencio que la atraviesa, un dolor que ya es callo en su piel negra. No ha llegado a los cuarenta años y sin embargo imagino que son viejos en su mente los recuerdos violentos, tan viejos como su vida misma, tal vez más.

        La vi en el preciso instante en el que ella corrió al encuentro con la nada; tuve la intención de socorrerla. Una fuerza que también tiene que ver con el miedo, me detuvo. Y fue en ese vértice donde me sentí tan cerca y tan lejos de su mundo. A su lado corría, aunque no con la misma desesperación, una joven que imaginé su hija. 

        Recién entonces miré hacia el interior de la vivienda de donde las dos mujeres, impávidas, habían escapado. 

        No fue la precariedad lo que insinuó lo tétrico. No. Fueron los colores, las figuras... y hasta el olor que sin sentirse, podía percibir. Ventanas sin vidrios como una costumbre de ese caribe que en la franja isleña donde me encontraba, me enfrentaba a lo más bajo de la naturaleza humana: la pérdida de la dignidad. También, enseguida después, pensé que no se puede perder lo que nunca se tuvo. Me sentí confundida; el cuadro ante mis ojos me trajo a la realidad. No había puertas en esa estructura de quién sabe qué material, y si las había estaban demasiado abiertas como para verlas desde afuera. Lo que no podía pasar desapercibida era la oscuridad que encerraban las paredes. Y en el medio de esa oscuridad, cuando mis retinas se adaptaron, los vi. Primero fueron sus ojos, cuatro luces brillantes y movedizas. Después sus cuerpos pequeños que deambulaban sin sentido dentro de la vivienda, como ignorando lo que aquellas mujeres no ignoraban. 

        Una tenue luz se infiltraba desde el fondo del rancho. En esa penumbra distinguí la silueta de un hombre. Su piel brillaba. Fue acercándose y observé sus músculos endurecidos, la cabeza rapada y los dientes níveos. Alzó una mano a la altura de los hombros y entonces vi el machete que sostenía.

        Los niños le dieron paso y mi mirada ya no volvió a captarlos. Era evidente que no eran su presa.

Las dos mujeres, alertas pero petrificadas, volvieron sus cuerpos hacia el interior de esa casa galpón, de esa cueva choza que me negaba a creer que era una vivienda. Un sitio con mesa y bancos de caño, con catres vestidos con trapos y olor a miedo en sus habitantes.

       Ahí seguía el hombre; con su arma tomada ahora con ambas manos. Emitía sonidos indescifrables, guturales, amenazantes. 

       Quise esconderme pero ya me había visto. 

       Sentí que la impotencia me unía a esas mujeres. 

        La muerte andaba por allí.

       Los vecinos, eternamente sentados en las veredas de sus casas, como esperando la buenaventura de un dios que los rescatara del húmedo calor, ni siquiera giraron sus rostros hacia la escena que me atormentaba. Solo gritaron fuerte para que sus niños se alejaran y, por curiosidad o aburrimiento, no preguntaran nada.

        No sé si fue mi presencia o el grito agudo de la mujer más joven lo que retuvo al negro. Sí sé que por unos segundos sus ojos se posaron en los míos, aún tiesa en esa vereda de barro. 

       Lo vi huir hacia el fondo de la vivienda, desapareciendo del escenario del miedo. 

       Las mujeres, quizás encontrando sosiego en la luz exterior, en el andar despreocupado de los pocos transeúntes, o el los mudos testigos de la vecindad, se calmaron; y lentamente retrocedieron. 

       Una tregua de paz las aliviaba.

       A ellas... y a mí.



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