google5b980c9aeebc919d.html

domingo, 19 de abril de 2015

EL CUENTO DE HOY




Encuentro Subterráneo


Por Olga Starzak





El encuentro estaba previsto para el atardecer de ese mismo día. Lo había esperado con ansias; mis años juveniles habían pasado pronto y la perspectiva de la soledad me atrapaba en pensamientos ateridos de nostalgia. Imaginaba cientos de noches de invierno en espera de amaneceres que me devolverían a la vida de los otros; la mía transcurría impávida, aguardando el milagro del amor. Provenía de una familia con estructuras del siglo pasado, que no me habían permitido ver con buenos ojos el futuro de una mujer sola. 30 años eran bien pocos para el siglo en que vivía, pero bastantes para una muchacha que todavía no había sentido más que cariño  hacia los hombres que la rodeaban.
Por intermedio de una comunidad cibernética de hombres y mujeres solos, conocí a Diego. “Humus” se hacía llamar en la pantalla; y me costó esa vida de ensueño darme cuenta del porqué.
El encuentro se concertó por mensaje de voz. Su voz era suplicante… Creí, de veras,  en su dificultad de venir por mí. Fue determinante en sus expresiones: necesitaba verme y su dirección era Francisco de Asís al 2998. No era difícil llegar: la línea 77 me dejaría en la terminal de trenes. Una sola era la que tenía destino al barrio que habitaba. Terminaba su recorrido justo en la calle en que él vivía. No había forma de equivocarse, dijo.
Y no me equivoqué.
Ni siquiera sé cómo llegué a ese particular andén; no tenía más que un metro de ancho y la máquina que me transportaría contaba con  tres vagones de dimensiones limitadas, donde solo era posible ubicarse sentada o de rodillas. Subí en el último vagón que, a modo de batea, me permitía ver lo que pasaba  alrededor. Pero todo lo que allí  pasaba era oscuridad. Es que las vías iban descendiendo por un estrecho túnel, adentrándose cada vez más al interior de la tierra.

El aire comenzó a hacerse denso.
Poco después, entre callecitas de piedras, el carro comenzó a  lentificar su marcha y paró. Descendí sin saber adónde iba. Los letreros me señalaron una calle que no era la que buscaba; las opciones eran dos y pronto, a la derecha,  apareció la señalización esperada.

Caminé sin prisa buscando los números en sus edificaciones. Con precaución por el escenario inusual, pero con renovada alegría ante la perspectiva del encuentro. A diferencia de lo habitual, los números de las viviendas no se sucedían por veredas pares o impares: es que había solo una vereda. Y la numeración era vertiginosa: del 1002 al 2004, del 3303 a 3909, 5110 al 5990…, y entonces me detuve. Retrocedí hasta la primera cuadra dispuesta a preguntar. En lo alto de una casa de varios escalones, un muchachito  estuvo dispuesto a asesorarme. Con voz de niño a pesar de su apariencia casi adulta, me contestó que el 2998 era el habitáculo contiguo al suyo. Que golpease con fuerza: su dueño debía estar esperándome. No me pareció demasiada creíble su información, tal vez por su aspecto: estaba como de guardia en la puerta de su morada, no se movió ni un ápice al contestarme. Sus brazos y piernas al descubierto exhibían innumerables tatuajes de imágenes siniestras, su rostro  estaba atravesado por piercing de grueso calibre. Su tez, nívea, contrastaba con el azabache de los cabellos. Y la indumentaria mostraba los colores más variados y furiosos. Le agradecí y me detuve en la altura buscada; mas nadie acudió. Ya temerosa, emprendí el retroceso.

Era un barrio de callecitas angostas y edificaciones altas. Cada una de los pasajes terminaba pronto y solo era posible el regreso, por el mismo lugar. Como un árbol de gran tronco desde donde nacen innumerables ramas. La luz estaba dada por faros que, ubicados en los balcones de las casas, no conocían de días y de noches. Parecían estar siempre prendidos.
Frustrada por el desencuentro inicié, sumida en la confusión, la partida. Afanosamente caminé en busca del tren que me devolvería a mi sitio: la superficie de la tierra.
Mas no llegó.
Una calle aledaña me transportó a un mundo vitalicio. En sus laterales, bultos de gritos acudían a mi paso.  Voces de niños, llantos de hombres y gemidos de dolor eran ahora los protagonistas de mi andar desesperado.

Era evidente que había equivocado mi camino: no podía estar allí el hombre que días antes, con voz trémula, y deseoso de conocerme, había invocado –en pos de una vida juntos- las palabras más tiernas y las ansias más profundas de un futuro  promisorio.
Así fui espectadora de un escenario siniestro, de dimensiones tan limitadas como los senderos circundantes pero, para colmo, techados de gruesos vidrios, circundados de paredes de espejos que multiplicaban el horror. Desde el fondo avanzaba, con paso lento y andar cansino, la figura de un hombre incompleto. Es que su cuello era el límite superior: un espectro sin cabeza que emanaba  una energía descomunal quemando todo cuanto rozaba al pasar. A medida que fui acercándome al sitio que ocupaba, como por fuerza endemoniada, comenzó a destilar fuertes bocanadas de humo por su cuello circuncidado. “Humus…” me dictó mi consciencia, y poco después, desde el tronco del hombre sin cabeza, comenzó a desarrollarse el rostro del hombre buscado.
Me desvanecí. Quién sabe por cuánto tiempo.

El tren acudía una vez al día, y a mi despertar ya había pasado. Debía encontrar una forma de protegerme hasta el siguiente día. Para entonces no sabía que nadie que hubiese ingresado allí, al submundo de la locura, podría salir con vida. No sería yo la excepción. Ya había visto demasiado.

Presa del pánico y con la imagen de Humus sin poder borrar de mi mente, conduje mis pasos por una cuesta por donde se respiraba olor a mar. Fue una verdadera sorpresa reparar en ella. Una tenue brisa  fue refrescando mi cuerpo, y el tormento del encierro cobró nuevas perspectivas. Si encontraba allí un lugar seguro donde hacer una tregua entre mi vida y esta pesadilla, pronto estaría a salvo.
Mas tampoco eso me había sido destinado.

Cuando, después de subir un interminable  sendero de acantilados que alcanzaban importante altura y hacían cada vez más lejano el sitio urbanizado, logré divisar el azul del mar y el rumor de sus olas, ya había notado que estaba siendo perseguida. Pero la luz natural me indicó también que había ascendido hacia la superficie de la tierra.
Mi única salida para escapar de la muerte que ya se olía era tratar de hacerme a la mar, y conseguir ser más fuerte que mi victimario. Así, tal vez, burlar al destino, y retroceder a nado (única manera que estimaba posible ya que no divisaba tierra en ninguno de los horizontes) hasta abordar el tren que me alejara de mi destierro.
         Vivir un mundo fantasmagórico en el interior del planeta era demasiado para mis jóvenes años y ese  intento de escapar de la soledad.

         El hombre que me seguía tenía una máscara cubriendo su rostro. No había expresividad en los rasgos allí marcados, sí la inercia y la frialdad de la nada. Me seguía a paso lento pero seguro y cuando en sus manos detecté el arma con la que me cazaría, no dudé cuál sería mi final.  Un rastrillo con asa pequeña y ocho protuberantes dientes era el arma que, incrustada en mi nuca, paralizaría mi sentir hasta que, absuelta del horror, me declamara figura fantasmal habitante del suburbio subterráneo, donde quizás Humus alentara esperanzas de poseerme.
         No estaba dispuesta a tan cruel final. E inicié el desafío de la escapatoria.
Era buena en el arte de nadar y este era el momento de poner a prueba toda mi resistencia.
No había orilla que me permitiera hacerme a la mar; sí unas rocas que me conducirían a ese océano desconocido; para ello debía sortear una suerte de dificultades. Eso intenté. Trepé por enlomadas, clavé mis manos y pies en sus superficies puntiagudas, resbalé en otras, me cubrió una y diez veces el oleaje, y cuando pude mirar hacia atrás vi que el hombre de la máscara se había detenido.  Pensando que estaba al alcance de ser blanco de sus objetivos, me tiré al agua.  Y observé la acción más esperanzadora: emprendía la retirada.
Lo que no pude ver desde allí es que había dejado a mi merced, procurando a mi regreso una batalla sin ventajas, el arma que lo acompañaba.  

Trepé las ondulaciones rocosas con más cansancio por el miedo que  agobiaba que por el estado físico que había comenzando a ser neutral. Tendría que desandar el camino transitado, contar con la ausencia del enmascarado y hacerme de un escondite seguro. Si es que lo había. Supuse que el día estaría acortándose y a primera  hora de la mañana terrenal, podría subir al tren de la vida.
Para ello debía, nuevamente, penetrar en ese suburbio subterráneo y la sola idea me espantaba. Cuando pasó un tiempo prudencial y sentí que la ausencia de mi perseguidor era real, me animé. Fue cuando avizoré el rastrillo apoyado sobre una piedra, justo en el medio del pasadizo que debía atravesar para iniciar la bajada por la senda del horror.
Era evidente que la herramienta estaba puesta para ser vista. Y pensé que si se esperaba de mí que lo tomase, lo más probable es que encerrara en sí mismo, una trampa.
Y sin tocarlo siquiera, continué.
Corrí cuanto pude. Era fácil hacerlo debido a la regularidad de la pendiente. Aún así, al primer descanso que hice, escuché un andar presuroso. Apenas se presentó una calle aledaña, me sumergí en ella buscando inocentemente, engañar al atacante.
 No había reparado hasta entonces que a ambos lados del pasillo que recorría se elevaban, cada vez más alto, las paredes de roca que venían escoltándome. Poco era lo que podía ver: el camino se develaba a medida que iba avanzado. Al mismo momento que se estrechó tanto como para impedir mi paso, sentí en la nuca el aliento del enmascarado. Y uno a uno pegarse a mi espalda los dientes del arma.
Y con mi propio grito desgarrador, me desperté sabiendo que ahora era una más en el mundo subterráneo.







Bookmark and Share
votar

jueves, 16 de abril de 2015

EL CUENTO DE HOY




EL MANUSCRITO OCULTO


Por Fernando Nelson (*)



En mayo de 1992 descubrimos con Carlos Napal unos cuantos papeles escritos y bien escondidos en el cuadro que restaurábamos; telefoneamos en el acto a su propietaria, la señora Bertrand. Ella se mostró sorprendida, y no demoró en llegar a nuestro atelier. Tomó el manuscrito entre sus manos, y refirió que había comprado la pintura en Bordeaux, en su último viaje.

Conocedora del arte y de lo antiguo, solicitó con urgencia un asiento para iniciar allí mismo la traducción. Aseguró que en la Alianza Francesa quedarían impresionados con el hallazgo.

Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, bien parecida, delgada, de estatura media, de pelo castaño corto, y de movimientos vivaces. Su rostro, anguloso y con incipientes arrugas, parecía iluminado por la noticia que acabábamos de darle. La mirada franca de sus ojos grises y su voz algo grave infundían tranquilidad a quien la contemplaba. Traía puesta una blusa blanca, y tanto su pollera ajustada al cuerpo como sus aros de pasta tenían el color de sus ojos.

Apenas se acomodó en la silla, su voz emocionada y trémula inundó nuestro ámbito de trabajo, su voz que penetraba hasta los últimos rincones, y que nosotros escuchábamos guardando un silencio sacramental. Se detuvo un par de veces porque el francés antiguo – comentó - le exigía concentración.

Yo tuve la prudencia de grabar lo que pronunció aquella tarde, y es lo que transcribo:

Queridos amigos: es imprescindible mandarles a la brevedad este aviso, pues quienes nos han secuestrado parece que no advirtieron aún que mantenemos esta correspondencia clandestina. Hemos procurado por todos los medios eludir su persecución, pero ha sido en vano. Nos fueron apresando cual animales del monte, y una vez atados, notamos bien pronto que ellos actúan tan insensible e impunemente como habíamos oído. Es verdad, por otro lado, que se amparan en el pretexto absurdo de que obran por la voluntad de su dios, y han pretendido, desde el comienzo, que abjuráramos de nuestras ideas y creencias. Respondiendo a su estilo inhumano, nos han transportado al sótano que mantienen en secreto. Con ese fin nos vendaron los ojos y nos hicieron dar vueltas en carros para desorientarnos; creemos que las vueltas eran en círculos, y terminaron bajándonos a pocos metros de donde salimos, es decir, frente a la puerta disimulada que ellos hicieron en la propia Eglise de la Magdeleine. Lo supimos debido al mareo y al repique de las campanas.

Una vez en el interior nos quitaron las vendas, y hemos quedado sorprendidos por el tamaño desmesurado de estos túneles, y por la prolija crueldad con que han equipado las diversas habitaciones, desde las que usan para ejecutar los tormentos, hasta las últimas, a las que haremos referencia más adelante.

Las cámaras de las torturas son numerosas, en razón de la cantidad de hombres y de mujeres que ingresan aquí a diario. A tal punto es así, que han terminado trayendo refuerzos de otros lados, y hemos oído que las fronteras quedaron desprotegidas para que este santuario de la maldad funcione.

No queremos aquí redactar un listado de los diversos e increíbles tormentos: ya tendrán informes de los más usados, y además, cada día aparecen con renovados suplicios, y se jactan del ingenio con que fabrican las máquinas más atroces, dándonos a entender que su dios los premiará por ese afán, lo que les puede dar a ustedes una idea del estado mental que los caracteriza. Pero no quisiéramos demorarnos en esto. Lo que sí es preciso que sepan, es que pueden seguir usando el mismo puerto para embarcar a los que no han sido apresados.

Los carceleros —cuyos jefes no conocemos— ignoran que existe una vasta red de personas que se ocupa de ir despoblando ciudades y campos, hasta que un día ya no tendrán a quien detener. En ese momento (aquí todos pensamos igual) comenzarán a volverse unos contra otros, porque ya no cabe dudas de que martirizar a alguien se ha convertido en el único y gran motivo que justifica sus vidas. Es la gran esperanza que tenemos para que muchos puedan salvarse, aunque nosotros no podremos verlos, ya que estamos en las cámaras finales, de las que nadie ha podido escapar. "




(*) Escritor chubutense, radicado en Puán, provincia de Buenos Aires. Este cuento pertenece a su libro “Carta encontrada en Plaza Irlanda”, Ediciones de las Tres Lagunas, Junín, 2011.


Bookmark and Share
votar

domingo, 12 de abril de 2015

PRIMER FESTIVAL LITERARIO ARGENTINO GALÉS


PRIMER FESTIVAL LITERARIO ARGENTINO-GALÉS

GAIMAN, 17 y 18 de ABRIL DE 2015




Bookmark and Share
votar

miércoles, 8 de abril de 2015

EL RELATO DE HOY






DON FRANCISCO


Por Camila Raquel Aloyz de Simonato




     Don Francisco, cariñosamente “Don Pancho” para nosotros, era, mirando desde atrás, un verdadero gaucho acriollado. De estatura mediana, enjuto, enhiesto, enfundado en típicas bombachas amplias, oscuras, de botones desprendidos sobre huesudos tobillos, alpargatas “bigotudas”, ancha faja alrededor de la angosta cintura, facón de plata cruzado y camisa amplia. Un gaucho baqueano sin duda; pero al darse vuelta, su alargado rostro era, inconfundiblemente, de campesino español.

     Sus facciones cinceladas por al clima patagónico, parecían talladas sobre añejo tronco. El viento huracanado, la arena, el sol y el frío, habían marcado imborrables surcos sobre su cara. Sus ojos pequeños de un azul verdoso, de mirada brillante, tierna y triste, estaban protegidos por la sombra de su tiesa y sucia boina.

     Parco, pero cortés, Don Pancho solía sentarse en un rincón de la cocina sobre un antiguo arcón “traído de laz Ezpañaz”; sobre la abovedada tapa, a guisa de almohadón, tenía un mullido cojinillo de carnero.

     Hospitalario, nos ofrecía un “amargo” y tortas fritas.

     Jamás nos atrevimos a preguntarle que había dentro del baúl, pero imaginábamos extraños tesoros: doblones de plata, una mantilla o peinetón de maja, caras de un desdichado amor… nuestras mentes infantiles levantaban vuelo como gaviotas que planean entre corriente y corriente.

     Una vez, tímidamente le preguntamos porque había venido aquí, a la Patagonia. Mirando el horizonte por encima de nuestras cabezas, dijo que “a buscar trabajo, paz y soledad”.

     Tenía Don Pancho la habilidad de hacerse entender por los animales, a los que cuidaba y quería como si fuesen niños. Su yegua “La Tostada”, junto con “Viruta”, su perro ovejero, a un simple silbido traían las gallinas y aves desde el cerro al corral, en el atardecer.

     —Falta “La Copetuda”, Viruta— le oí decir una tarde. —Vete pronto o se la comerá algún zorrino o zorro, ya. —Y Viruta salió hocico al suelo y cola en lo alto.

     Cuando recorría los potreros, mientras limpiaba los bebederos, silbaba a su yegua y a su perro; al rato éstos volvían arreando alguna oveja extraviada.

     Un día se fue Don Pancho a los campos de donde no se vuelve. Viruta aulló toda la noche, y a la madrugada había desaparecido. “La Tostada” no quiso probar más ni una brizna de alfalfa, ni se dejó poner el morrillo con avena que tanto le gustaba; vagó incierta y triste y al poco tiempo la encontramos muerta cerca de la laguna Salada.

     Cuando, con todo respeto, abrimos el viejo arcón, allí sólo habían: tres pañuelos de hilo con sus iniciales primorosamente bordadas, dos pares de medias negras, una camisa blanca y un par nuevo de alpargatas. En un rincón, dentro de un sobre amarillento, encontramos unas fotos cuyas imágenes se habían desvanecido. Ese fue el tesoro material que legó Don Pancho; pero en las noches calmas, cuando la luna pinta de plata los coirones y las matas, allí en lontananza lo veo: erguido, “Viruta” atento a sus pies, y su mano cariñosa peinando la crin de “La Tostada”.





Bookmark and Share
votar

viernes, 3 de abril de 2015

EL CUENTO DE HOY




LA CASA

Por David Aracena (*)




La idea de la casa comenzó un domingo por la mañana.
 — Está haciendo frío— dijo ella.
 Después miró el mar. Las paredes lisas, despintadas de la casa.
El hombre acercó un tronco de molle al hogar. El fuego, ardía confiado en la mañana gris, entre el hilo delgado del horizonte, el lento chillido de las gaviotas que parecían rebotar en la superficie blanda de los médanos, en la espada aguda de los olivillos.
Trató de recordar la historia que iba apareciendo en la memoria con ese aire que tienen los rostros; vistos desde un tren. Precisó el color de la cal, y las paredes recién levantadas. El orgullo de su padre.
Pero todo eso estaba lejos. Había que construir una casa nueva.
------
Por la mañana, bien temprano había venido el carpintero. Flaco, demasiado flaco, indefinido como una hilacha, con sus herramientas y una caja larga. Después supo que contenía un violín.
Supo también que el carpintero se llamaba Juan. Nada más que Juan.
Pocos sabían —el mismo Juan, casi no lo tenía en cuenta, solo de tarde en tarde, en forma confusa, aparecía la noche, los aplausos, los curiosos en torno suyo, el arco bajando, con ese movimiento lento de los juncos, sobre las cuerdas tensas, (sí, sí! era como tocar la lluvia, el lomo de las olas, un pequeño pájaro golpeando el mar. Esto era todo, pero quizás no. No lo sabía bien.)— que a veces pre­guntaban con un poco de timidez al principio, por el carpintero, para los sábados, y lo buscaban a lomo de caballo, en el sulky chico.
Y Juan desaparecía como una sombra.
Alguna vez había contado en el boliche, los días que había vivido en la cordillera. Cuando cae la nieve, el canto del gallo se escucha más lejos. El olor de la madera en los aserraderos se incorpora a la sangre, de la misma manera que la tiza se pega en las manos frente al pizarrón. Después, la madera bajo el cepillo, las virutas hurgando el aire.
Podía traer el cepillo de pa, su rostro feliz. Lo miraba a veces en el brillo de la tabla, que era pulido como el agua cuando está quieta y hay un buen sol.
Un día dejó de hacer muebles y se vino cerca del mar. Y ahora está ahí, midiendo la luz entre el ruido del taladro, los clavos, las virutas que parecen langostas saltonas.
------
La casa crecía. Se escuchaba el mar, batiendo la restinga, el viento del sur, sobre todo de noche. Por la mañana, las gaviotas copiaban un cielo bajo.
Resonaban los golpes en el campo. Altos, como si fueran banderas.
Juan, seguía amontonando clavos y cola. Las ventanas que daban al cielo eran lo más importante. Los pisos y las paredes podían pasar, pero las ventanas, no.
------
A veces, Juan dejaba las herramientas y tocaba el violín. Los chicos, primero, y luego los grandes, se acercaban confiados y se iban despacio, escuchando las notas, bailando a veces, cuando la tarde se demoraba con un lento ruido de jume, cayendo en granos redondos y verdes.
------
Las ovejas pastaban en la península, indiferentes a la vida y a la muerte, al crecimiento de las mareas.
(Ahora estoy sentado. El faro de Punta Norte volverá a prenderse a la noche. Es posible que los hijos vayan el domingo, a ese sitio crecido en el acantilado, al aire salado de las olas, al chasquido del agua. Es posible que la casa una vez terminada tenga luces para verla de lejos. Pero Juan no tiene hijos. No hay que dejar que las palabras nos cansen las manos, sabía decir su padre, que siempre estaba renaciendo de la herrumbre y el polvo).
------
Un buen día, el constructor habló con el hombre, con don Mariano, el dueño de casa.
Planteó las dificultades. Se dio el veredicto. La casa seguiría construyéndose y volvieron a escucharse los golpes, pero Juan se estaba quedando sordo. Cuando tocaba el violín, la luz no se quedaba en la carpintería.
Juan, miraba el rostro de los que llegaban a la ventana buscando aprobación, pero todos se iban sin hablar.
Las ventanas ya no tuvieron preferencia alguna.
Cuando la casa se terminó la gente tuvo que opinar que era algo nunca visto.
Pero cara, ¿no?
Pero linda, ¿no?
El mismo Juan casi no lo tenía en cuenta. Sólo de tarde, cuando las palabras tienen más memoria de lo que han vivido, algún vecino decía:
Hay una diferencia de nivel en el techo, el salón grande.
¿El que tiene ventanales amplios?
Sí, el que da al mar, y al cielo.
Y mira al faro.
Se picó la pared. Se trabajó de nuevo. Y se recomenzaba. Don Mariano, el dueño de la casa, seguía con su fe limpia como la madera recién cepillada, porque le gusta recordar el color de la costa, los pies en la restinga, el lomo rosado de los cangrejos "en el mar siempre sin cesar empezando" de Valery, o acaso el de Milhoz, donde los muertos están borrachos de lluvia, pero vivos, resplande­cientes como el dorso de los peces de mediodía.
------
Los defectos de la casa, crecían más rápido que los trabajos de reparación. A veces, se colocaban cinco ladrillos, diez, y se caían veinte.
Juan estaba sordo como una tapia. De cuando en cuando volvía a su violín y ensayaba unas notas. Entraba al viejo olor del bosque, a los altos pinos de la cordillera, cuando el sol corría arroyo abajo como una liebre blanca.
(Ahora está comenzando a crecer una melodía, estoy seguro de eso. El cepillo canta como un gallo y lo escucho saliendo de la nieve, alejando el viento del sur, sobre las olas, cerca de los médanos polvorientos. La gente vuelve a crecer y sobre todo los niños a mi alrededor. La muerte no existe).
------
Cuando no quedaron más que los cimientos, don Mariano, comenzó a formular nuevos proyectos. La casa se levantaría de todas maneras.
Cuando Juan tocaba el violín, la luz comenzaba a inundar la habitación como antes.
La casa se terminaría.
Afuera, las ovejas parían. El pasto y el verano, también.
Y el mar.





(*) Escritor de Comodoro Rivadavia. Nacido en 1914 en San Luis, llegó al Chubut en 1919. Vivió en varios lugares de la provincia antes de radicarse en Comodoro Rivadavia hacia los años ‘60. Escribió en el diario “El Patagónico” durante casi veinte años; dónde publicó la columna diaria “Las Palabras y los Días”, que firmaba con el nombre de “Juan de Punta Borjas”. También usó el seudónimo ”Marinero de Aljibe”. Sus textos se difundieron durante muchos años en diarios, revistas y antologías. En 1986, a instancias de sus amigos, publicó “Papá botas altas”. En 2009, se editó  una selección de las columnas que publicó entre 1967 y 1986 en El Patagónico, que también se llamó “Las palabras y los días”. Se casó con la poeta Anita Pescha. Murió en Comodoro Rivadavia el 10 de febrero de 1987 Es, sin dudas, uno de los principales escritores patagónicos. Obtuvo numerosos reconocimientos, como el primer premio de poesía de la Biblioteca Avellaneda de Comodoro Rivadavia, el primer premio de cuentos en el primer concurso patagónico de cuentos de la Dirección de Cultura del Chubut, el primer premio de poesía en el Concurso del Cincuentenario de Comodoro Rivadavia, primer premio en teatro, con Anita Aracena, de la Dirección de Cultura del Chubut, segundo premio en ensayo de la Dirección de Cultura del Chubut, segundo premio en ensayo en la “Semana del Arte” de Rawson, menciones especiales en el concurso Isernia de Poesía, premio F. Colombo de Buenos Aires, premio Meridiano Artístico de Rosario, primer y tercer premio en el concurso de “Vosotras”, diploma de honor de Unesco filial Brasil y primer premio del Concurso Patagónico de Poesía de 1967. El presente cuento fue tomado de su libro “Papa botas altas” (Gprocultura, Comodoro Rivadavia, 1986).
Bookmark and Share
votar