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martes, 22 de septiembre de 2015

EL POEMA DE HOY

                   



       MI CALENDARIO


           Por Mario Dos Santos Lopes (*)



Necesito inventar un calendario
 que se mantenga ajeno al reglamento,
 que establezca los días y los meses
y que responda sólo a lo que siento.

Quisiera que se ajuste a mis recuerdos
 a mi necesidad de días felices,
 que tengan sol, y risas, y palomas
 y una canción para las tardes grises.

Me propongo ponerle tres veranos,
 que en cada uno se repita enero
 para encontrarme, sin ningún apuro,
 con mis afectos, los que tanto quiero.

Quiero ubicar cuatro domingos por semana
 para olvidar el reloj y hallar al hijo,
buscar a Dios en cada gesto tuyo
 y así vivir en paz, porque lo elijo.

Cuatro domingos, tres veranos, té de flores,
tus ganas de vivir y la armonía
de saber que me escuchas y te entiendo
entre teoremas y alguna poesía.

Catorce amaneceres por semana,
 una agenda sin ley ni compromiso,
 una imprevista lágrima en tu rostro,
 una escena de Cinema Paradiso.

Tres veranos seguidos, si es posible,
 para encontrarte en las calles del pasado
sin tener que esperarte con urgencia,
 ni extrañarte como ahora te he extrañado.




(*) Escritor deseadense. Este poema fue tomado de la “Antología Santa Cruz. Sus escritores de fin de siglo” (Cultura Santa Cruz Ediciones, Río Gallegos, 2005).


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viernes, 18 de septiembre de 2015

LA NOTA DE HOY




DOS CLAVES HERMÉTICAS EN LA POESÍA
 DE RUBÉN DARÍO



Por Jorge Castañeda (*)



     A pesar del paso del tiempo varios poemas del gran poeta nicaragüense Rubén Darío han perdurado en el tiempo.
     La crítica especializada ha abordado en demasía varios aspectos de su obra literaria y ya casi está todo dicho sobre la vida y la trayectoria del padre del modernismo.
     Algunos han escrito con notable acierto sobre los aspectos sociales en la poética del autor de Azul, que se desprende de un puñado de poemas donde se destaca, verbigracia, “La gran cosmópolis” y su imprecación “A Roosevelt”.
     Otros han destacado la sinceridad de los poemas escritos hacia el final de su vida donde el poeta ahíto de desengaños se aferra a los verdaderos afectos como en el desgarrador poema a “Francisca Sánchez” y la búsqueda de su luz interior en “Melancolía”. Un Darío filosófico y pesimista también se adivina en las estrofas de “Lo fatal”, donde hasta es “dichosa la piedra dura porque esa ya no siente” y el vate reconoce que “no hay mayor dolor que el de una vida consciente”.
     Tampoco es la intención de redundar en este breve escolio sobre los más conocidos y perdurables poemas del gran nicaragüense como la “Canción de otoño en primavera”, los “Motivos del lobo”, la “Sonatina” o las estrofas liminares de “Cantos de vida y esperanza” porque no solamente están en todas las antologías literarias sino que ya han sido incorporadas al legado cultural de los hispanoamericanos.
     Hay también quienes advierten en Darío la innovación de las formas métricas, la renovación total de la poética del siglo pasado y en especial  la musicalidad y  la armonía tan característica que fue como un sello propio y distintivo de la poesía rubendariana.
     Mi intención es abordar un aspecto casi desconocido como sería el conocimiento y la influencia en Rubén Darío de lo que podríamos llamar algunas claves herméticas o esotéricas, tan presentes en los poetas simbolistas cuya obra seguro conocía y que luego florecerían en los artistas surrealistas.
     El tema oriental de la transmigración de las almas, o sea de las sucesivas reencarnaciones está presente en el poema “Metempsicosis” que vale la pena reproducir completo:

Yo fui un soldado que durmió en el lecho
De Cleopatra la reina. Su blancura
Y su mirada astral y omnipotente.
Eso fue todo.
¡Oh, mirada! ¡oh, blancura y oh, aquel lecho
En que estaba radiante la blancura!
¡Oh, la rosa marmórea omnipotente!
Eso fue todo.
Y crujió su espinazo por mi brazo;
Y yo, liberto, hice olvidar a Antonio
(¡Oh, el lecho y la mirada y la blancura!)
Eso fue todo.
Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre
Tuve de Galia, y la imperial becerra
Me dio un minuto audaz de su capricho.
Eso fue todo.
¿Por qué en aquel espasmo las tenazas
De mis dedos de bronce no apretaron
El cuello de la blanca reina en broma?
Eso fue todo.
Yo fui llevado a Egipto. La cadena
Tuve al pescuezo. Fui comido un día
Por los perros. Mi nombre: Rufo Galo.
Eso fue todo.

     ¿Es Metempsicosis un simple poema o en sus versos declara el poeta recuerdos de sus vidas anteriores? ¿Fue Rubén Darío alguna vez Rufo Galo?
     Otro poema altamente llamativo del genio de las letras españolas que denota un conocimiento acabado de algunos temas velados es el poema a “Parsifal” donde alude a las leyendas artúricas y al derrotero del Santo Graal. 

Violines de los ángeles divinos,
Sones de las sagradas catedrales,
Incensario en que arden nuestros males,
Sacrificio inmortal de ostras y vinos;
Túnica de los más cándidos linos,
Para cubrir a niños virginales,
Cáliz de oro, mágicos cristales,
Coros llenos de rezos y de trinos;
Bandera del cordero, azul y blanca,
Tallo de amor de donde el lino arranca,
Rosa sacra y sin par del Santo Graal:
¡Mirad que pasa el rubio caballero
Mirad que pasa, silencioso y fiero,
El loco luminoso: Parsifal.

     Seguramente quedan otras claves en el tintero usadas por Rubén Darío en su poética para un estudio posterior.  No podía ser de otra forma porque su mirada abarcó casi toda la ciencia y el conocimiento de su tiempo. A pesar de los años aún el poeta nicaragüense mantiene su vigencia y sus versos gozan de buena salud.


(*) Escritor de Valcheta.


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lunes, 14 de septiembre de 2015

EL POEMA DE HOY



Aylan

Por Carlos Ruiz




Lo mecieron las olas
mientras bebía el agua y agitaba sus brazos
Le soltaron las manos
oscuros corazones
y oscuro se hizo el mar que le cerró los ojos.
Y se durmió en la orilla con frío y en silencio.

En silencio he llorado
al ver su cuerpo inerte
como buscando abrigo
En silencio he llorado
y no tengo palabras.
Solo una angustia intensa
que me aprieta por dentro.

En silencio he llorado
y no tengo palabras

Solo tengo esperanza
de encontrarlo en el cielo.


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jueves, 10 de septiembre de 2015

EL CUENTO DE HOY




EL REGRESO

Por David Aracena (*)




    Venía escapándose de sus implacables perseguidores. Y de él mismo, también.
       Los puentes —pensó— son siempre grises. No pueden ser de otro color.
     Admitió que era posible que fueran azules, blancos o amarillos, pero el puente que conoció en su infancia tenía ese color desvaído de las nubes cuando va a llover; cualquier otra posibilidad no tenía mayor relevancia.
    Después de mucho tiempo, volvía a su casa. A medida que andaba iba reconociendo cada lugar. El camino bordeaba el río. Estaba ya cerca del puente.
     Cuando niño, de noche, escuchaba el ruido del agua contra los pilares de la estructura con olor a moho y a herrumbre.
     Recordó la primera vez que remontó la costa gredosa, de un amarillo casi blanco, y los cangrejos que pescaban con su padre, la dura caparazón.
    Ya faltaba poco para ver la baranda más alta del puente. Pasando el repecho que tenía adelante, vería la torre de la iglesia, y después los techos del pueblo.
     Aspiró la brisa que venía del río, el aroma inconfundible de los árboles.
   De chico, le había gustado saber que había del otro lado del río. "La felicidad está en la otra orilla". Esto lo había leído hacía mucho. Nadie lo espera. Sólo él sabe que está cerca de su casa. Cruzó el puente. Crujía el andamiaje de acero como antes, con ese mismo ruido que conocía.
     Llevaba días y días escapándose de sus perseguidores, estaba seguro que ninguno de ellos sabía dónde se encontraba.
     Alcanzó a ver de pronto el techo de su casa. Ahí estaría a cubierto de todo, como cuando era pequeño.
    Ahí cerca estaba la quinta. Advirtió una mancha oscura. Observó bien. Distinguió el saco inconfundible de su padre y el sombrero aludo para los días de sol.
    Vaya con papá —pensó—. En un tiempo, el padre solía usarlo siempre. Después pasó al cuarto de los trastos inservibles. Sonrió ante la idea de su padre de volver al saco olvidado.
    Ahora distinguía bien a su padre de espalda. Y con el sombrero aludo y viejo. Ya más cerca, a través del follaje, lo vio demasiado tieso. Ahora que había andado tanto del otro lado del río, sabría que había aquí en esta orilla.
     Iba a decirle a su padre:
    —Aquí estoy para siempre! —cuando alcanzó a ver el brillo inconfundible de un arma, y en tanto miraba el hueco redondo por el que ascendía un hilo delgado de humo, pudo ver que frente a él, no estaba su padre sino que era un espantapájaros.
     Cerca, los gorriones volaban confiados.
   Ahora sabría qué había en esta orilla. ¡Y esta vez para siempre!




(*) Escritor de Comodoro Rivadavia (1914 – 1987). Tomado de su obra “Papá botas altas” (G Pro Cultura, Comodoro Rivadavia, 1986).
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sábado, 5 de septiembre de 2015

EL CUENTO DE HOY




    RETORNO

                                           Por Olga Starzak




Nada alrededor me es conocido, o al menos es eso lo que me pareció en un principio. La inmensidad del mar me estremece.  Estoy tendida sobre la cima de un médano. El sol calienta impiadoso y mis ojos  hacen esfuerzo para mantenerse abiertos. ¿Son estos los médanos que en algún pliegue de mi mente recuerdo como aquellos que me protegieron del viento y acariciaron mi piel con la calidez de sus areniscas? No lo sé.
Acostada sobre mis espaldas elevo el torso tratando de encontrar otros indicios, pero no observo nada alentador. Y estoy sola. Absolutamente sola.
Es raro, nunca me gustó la soledad.
Vuela un ave en el espacio abierto de este espacio que no reconozco. Posa las patas en la superficie acuosa. La miro absorta: es el único ser viviente en este paraje de vastas dimensiones. Mete una y otra vez el pico en el agua, a un ritmo sin pausa, propagando ondas sutiles que dibujan un contorno semicircular...,  y se pierde ante mis ojos.
El sol encandila; se encuentra en el punto exacto en el que cae perpendicular al eje de la tierra.
Llevo las manos al rostro y recorro cada centímetro. Me duelen los párpados y detengo allí las yemas de los dedos. No soporto la oscuridad que yo misma me provoco y busco la luz; también me duele. Toco las mejillas que –como un áspero papel- siento en las palmas, y recuerdo mi pelo ondeado. En un acto reflejo trato de abarcarlo con ambas manos; me sorprendo, cortos mechones cubren mi cabeza. No puedo comprobar que sigan siendo negros, como creo que debieran ser...
Noto que los labios están ajados, y por primera vez en estos... ¿minutos, horas, días...? Siento la imperiosa necesidad de humedecer la lengua.
Trato de levantar mi cuerpo, ese menudo cuerpo que no sé cuándo ha adquirido formas adultas; no logro incorporarme en un primer intento;  supera mis fuerzas a pesar de la fragilidad guardada en mis recuerdos. Lo hago rodar por la costa inclinada que me llevará a la orilla del mar. Se me eriza la piel al contacto con el agua. Busco beberla con afán. Me contraigo ante el gusto tan salobre, pero no lo rechazo.
Estoy vestida con una falda blanca de largo irregular, acomodada en la cadera. Cubre mi pecho el sostén de un traje de baño, también blanco. Mis pies están descalzos. Por su tersura parece que nunca hubiesen caminado por el  terreno pedregoso de esta playa.
Trato inútilmente de recordar.

¡Paula! Sí, me llamo Paula. Evoco mi nombre para escucharme. La primera vez se escurrió  un hilo  de voz, entrecortado, pero pronto adquirió un tono grave y más nítido. ¿Era esta mi voz?  No lo sé.
Camino hasta los médanos desérticos. Y allí vuelvo a recostarme.
 
El sol se apiada de mí y al fugarse en el crepúsculo me proporciona una penumbra arrobadora. La sensación de paz me entrega al sosiego.

-Paula, Paula... ¿dónde estás?
-¡No lo sé! –grito. Y es mi propia voz la que me despierta.
Estoy tendida en el mismísimo lugar donde –quién sabe cuánto tiempo antes- el sueño me venció.
Mientras camino hacia la costa en el intento de mojar otra vez mis labios, una luz a la derecha me detiene. Parece suspendida en el aire. Es intensa; la imagino como el foco de un  viejo faro. Me devuelve una esperanza. Es allí donde pronto dirigiré mis pasos, apenas la claridad del día vuelva a acompañarme.
Un montículo de arena  hace las veces de almohada; con las nalgas improviso un espacio que se amolde a las curvas de mi cuerpo. Con la pollera cubro el pecho protegiéndolo del aire que ahora percibo más fresco.
En el horizonte, la luna se muestra con todo su esplendor; y es en las formas que dibujan su interior donde descubro un indicio más de una existencia que procuro develar; de una vida que no es esta.

Aún abrumada, y con la mirada fija en aquella luz, recuerdo una igual que –quién sabe cuándo- me sedujo, obnubilándome.


Al amanecer comienzo a transitar con lentitud hacia el rumbo elegido. Hoy hay nubes encapotando la atmósfera. No sé cuánto es el tiempo que llevo caminando pero no siento signos de cansancio.

A medida que voy avanzando, las partículas de arena dejan lugar a piedras de diferentes tamaños, todas  redondeadas.  Formas rocosas comienzan a dificultar mi paso y poco después el terreno emprende una bajada. Sigo ese camino sin sendero con la certeza de que es aquel y no otro el que debo andar. Desaparece de mi vista el océano; veo una pendiente que se extiende hundiéndose en la superficie como si una fuerza descomunal hubiese tirado de ella desde la profundidad de la tierra.

La soledad aprieta mi garganta. Poco después descubro el devastador panorama que mi memoria se niega a descifrar. Primero son restos de materiales corroídos, muros que otros muros han derribado, escombros y más escombros. A veces tapados de arena y otras al descubierto desde sus raíces. Pero siempre muestras cadavéricas de un paraje donde la vida fue protagonista. Restos arquitectónicos de una vida sin vida.

         A lo lejos diviso una esfera de color dorado; me llama la atención  porque allí  todo se ha teñido de gris. Y entre peñascos y alambres, entre moles de cemento y enrejados de hierro, me acerco lo suficiente como para ver la cúpula. ¿Es ésta la cúpula de aquel santuario donde pasaba mis horas vespertinas? Una cruz reposa sobre ella y a sus costados, los altos muros de mármol se mantienen intactos. ¡Sí, lo es!
Mi vida en esta dimensión es ahora nítida.
Más tarde, aún conmovida, camino hacia el sitio donde presumo que moraba.

Olas delirantes, olas asesinas.

         Imagino que todo sucedió en un tiempo lejano; este cataclismo necesitó de muchos años de intenso viento, de tempestades, de otras olas igualmente aniquilantes.

Lentamente me alejo. Mis pasos me devuelven a la cima del médano. La luz es ahora intensa. Se aproxima. Puedo observar ahora su forma ovalada.
          Está cada vez más cerca.
          Me enceguece.
          Me envuelve aquel mismo sopor. 



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