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viernes, 15 de septiembre de 2017

LA NOTA DE HOY





REVISTAS LITERARIAS



Por Jorge Eduardo Lenard Vives





   Mucho se habló en este blog sobre la necesidad de difundir las obras de los escritores patagónicos. Ya se ha escrito sobre el papel de las librerías y de las bibliotecas en tal tarea; y se enunció el rol de los críticos y comentaristas en el asunto. Y como alguna vez se comentó la importancia de las Revistas Literarias en la región como un valioso medio para divulgar sus letras, vayan estas palabras para recordar algunas de ellas.

   La pionera de tales publicaciones, pues no se han encontrado otros antecedentes, parecería ser “Trépano Celeste”; que circuló entre enero y diciembre de 1960 en Comodoro Rivadavia. Pero antes de continuar con esta parte de la historia, es menester dedicar unas líneas a la revista “Argentina Austral”; editada entre 1929 y 1968. Su contenido, si bien general, siempre incluía algún cuento o poesía patagónica; y también artículos de crítica literaria, como los de Julián Pedrero, Germán Burkardt y Leonor María Piñeyro. Volviendo a “Trépano Celeste”, órgano de la Peña del mismo nombre, cabe acotar que se imprimieron, en forma artesanal y a fuerza de mimeógrafo, seis números. Dirigida por el escritor comodorense Eduardo Gallegos, mereció la atención de algunos historiadores del género. Tal el caso de Héctor Le Fleur, Sergio Provenzano y Fernando Alonso, que lo describen en su obra “Las revistas literarias argentinas (1893-1960)”; y de Nélida Salvador, Elena Ardissone y Miryam Cove de Nasatsky, responsables de “Revistas Literarias Argentinas (1960-1990)”; quienes lo citan como “visto pero no incorporado al trabajo”. Entre otros, fueron sus colaboradores Aurelio Salesky Ulibarri, Anita Aracena, Alina Montes, Marta González, Mirley M. Avalis, Alejandra Flavio y H. Cornaglia.

   Esta crónica debe hacer ahora un largo impasse, no porque no hayan existido revistas literarias en la región en ese lapso, que las debe haber habido; sino porque es difícil recabar datos al respecto. Se requeriría una profunda investigación sobre el particular, que la premura en finalizar estas líneas impide por el momento. Es así que un par de décadas después, el relator vuelve a la ciudad del golfo San Jorge para hablar del magazine literario decano de la Patagonia. Se trata de “Crónica Literaria”; cuyo primer número apareció en diciembre de 1983, acompañando al matutino local “Crónica”. Fue su mentora la escritora y poeta Clara Mizrahi, quien lo dirigió hasta su fallecimiento el 19 de marzo de 1997. Desde entonces, y lo sigue haciendo al día la fecha, se desempeña como coordinador semanal del suplemento Marcelino Alvarado. La “versión papel” sale con el diario los días martes. Marcelino conduce además la versión digital, “www.crónicaliteraria.com”, en un espacio web propio. Muchos escritores deben agradecer la difusión de sus obras a este espacio literario, que no sólo alberga autores regionales, sino también nacionales e internacionales. Su vigencia le otorga una destacada posición en el panorama regional. Durante treinta y cuatro años, “Crónica Literaria” ha estado apoyando la Literatura; y, como dice su responsable, “seguiremos estando”.

   Durante un tiempo se publicó en Trelew la revista cultural “Tela de Rayón”, cuyo contenido, si bien abarcaba todas las Artes, tenía una neta orientación literaria. El periódico de ese nombre fue fundado en 1997 por el poeta Jorge Spíndola, conformando, en palabras de un redactor, “una expresión de la pluralidad artística y cultural del sur del mundo”. En su segunda etapa se divulgó como suplemento cultural del diario Jornada. Dejó de aparecer a mediados de la segunda década de los 2000. En ese momento, el proyecto cultural había iniciado la publicación de obras de literatos patagónicos; y podía accederse a su información a través de la página web del diario.

   Hacia el año 2002 salió otra revista; que tuvo varios números impresos y su correspondiente portal en internet. Se trata de “El Camarote”, editada por Ignacio Artola y dirigida por Raúl Artola; que se definía como un “Espacio de literatura + arte" con el lema “la periferia es nuestro centro”. Era editada en Viedma; y difundía las expresiones de los géneros poético, narrativo y ensayístico de la región. Según dijera su director en una entrevista al suplemento “Ñ” en el año 2005, estaba orientada a la “búsqueda de una Literatura Patagónica… no por que creamos que haya una literatura específicamente patagónica, sino para averiguarlo”. Tuvo también una línea editorial que publicó varios libros de autores regionales; como “Un hombre canta”, la obra póstuma del poeta de Sierra Grande Julio Sodero (1950-2005). El magazine, que incluía ilustraciones de artistas plásticos de la zona, llegó hasta el número 15; a fines de la primera década del siglo.

  Para finalizar esta -con seguridad- incompleta nota, recordando que dicen que la caridad bien entendida empieza por casa y tomando al pie de la letra lo que Juan Luis Gallardo advierte en su poemario “Las Cosas”:

Total, a fin de cuentas, me puedo dar el gusto
de incluir un homenaje a mi gente, si es justo;

se quiere dejar un párrafo de reconocimiento para Literasur. Esta revista literaria fue creada en el año 2007, y dirigida desde entonces, por Carlos Dante Ferrari y su álter ego Eber Girado. Si bien se ofrece sólo en versión digital, varias veces ha estado a punto de ver la luz un ejemplar impreso; y, al igual que otros emprendimientos culturales, tiene un sello editorial que la identifica y que ha publicado algunos libros. Por sus páginas han pasado gran cantidad de escritores de valía. Hace escasos días, el 1º de este mes y año, Literasur cumplió, en silencioso aniversario, 10 años de vida en la red. Sus hojas virtuales se han cubierto durante esta década con las palabras de autores antiguos y modernos de gran significado en la Literatura Patagónica; con la indudable excepción de las hojas borroneadas por un servidor, que cada tanto ponen a prueba la paciencia y la amabilidad de los lectores, como en esta oportunidad.


viernes, 8 de septiembre de 2017

EL CUENTO DE HOY




MONCHI Y EL CABALLO DE PLATA


Por Silvia Alejandra García (*)





        Cuando los padres de Monchi se separaron, su mamá se fue con él a Bariloche. En la ciudad tenía una hermana, que les hizo lugar en su departamento mientras ella buscaba trabajo. 

La tía Verónica también era separada y no se había vuelto a casar. Tenía dos nenas mucho más chicas que Monchi. El padre de las nenas vivía cerca y las iba a buscar seguido. Cuando las traía de vuelta y se despedía, siempre le decía a él que le encargaba a todas esas mujeres, porque era el hombre de la casa.

Eso a Monchi le gustaba. Pero más le gustaba cuando terminaban las clases y se iba al campo a visitar a su papá. Le ponían un aviso en la radio para comunicarle qué día viajaba, su mamá y su tía lo llevaban a la terminal de ómnibus y lo saludaban con la mano mientras el micro salía. Entonces sí, se sentía grande.

El colectivo se apartaba enseguida del asfalto y entraba en la ruta de ripio, dejaba atrás los últimos barrios y avanzaba entre los potreros sin alambrar y los cerros cada vez más bajos, rematados en paredones de roca labrada por el viento. Había que pasar un par de pueblos grandes hasta llegar al parador de la ruta donde su papá lo esperaba con caballos. Entonces se palmeaban las espaldas y se alegraban los dos medio en silencio, porque su padre era hombre de pocas palabras, sobre todo desde que se había quedado viviendo solo en el puesto. 

Desde la ruta hasta la casa había sólo tres horas a caballo, pero esas tres horas le devolvían a Monchi una alegría que no sentía en ninguna otra parte ni al hacer ninguna otra cosa. No recordaba cuándo había aprendido a montar. En realidad, no imaginaba algún momento de su vida en que no lo hubiera hecho. Con el viento en la cara, entre las matas espinosas, recorría el campo sin pensar en nada, dejándose gozar.

La casa de su papá sí que era linda. Tenía el piso de cemento alisado y las paredes hechas con ladrillones de adobe. Junto a la cocina a leña estaba su cama de antes, que siempre lo esperaba. Cerca se hallaban el galpón, el corral de los caballos y las cuchas de los tres perros.

Estar allí era lo mejor que le podía pasar. Salía a la mañana, después del mate cocido, a cabalgar sin rumbo, sin límites, sin nadie más que su caballo y los tres perros, que siempre lo seguían. A veces asustaba a los guanacos, que se escapaban a velocidades increíbles. Otras veces se detenía a curiosear nidos de aves, el cadáver de algún animal o a juntar piedras. El tordillo y los perros siempre lo esperaban. 

Una mañana el sol apretó desde temprano. Raro era que el viento no se hiciera sentir. Para colmo, Monchi había salido sin gorra y en el camino no habían cruzado ni un hilo de agua para hacer beber a los animales y refrescarse un poco. Se habían alejado demasiado. Llegaba el mediodía y estaban a mucha distancia de la casa. Entonces decidió pasar por una aguada a la que nunca antes se había acercado.  A él no le daba miedo, porque se sabía cuidar solo. Quién iba a ser tan tonto de meterse al agua, sabiendo que de allí no se salía más. Quién se iba a dejar tentar por más maravillas que viera, si en el lugar todos sabían que aquello era un menuco y en el fondo estaba la  salamanca. Pensaba en eso para darse ánimos, mientras torcía el rumbo hacia la aguada. 

En poco tiempo empezó a divisarla. El agua resplandecía con furor. Era tanta la reverberación, que no se distinguía dónde acababa la superficie del bañado y dónde empezaba a ondular el aire. La visión era extrañamente poderosa. Más se acercaba a ella, más deseos sentía de avanzar. “Hasta la orilla” pensó “para que los animales tomen agua y me voy.” Siguió adelante. 

Casi llegaba a la tierra húmeda del contorno cuando vio emerger de las profundidades un caballo blanco y brillante. Salía  de las aguas con paso sereno, firme. Se detuvo en el borde de la aguada, exhibiendo su porte. Tenía las crines y la cola sin cortar. Seguro que no tenía dueño. Monchi desmontó sin pensar en lo que hacía. Quiso tocarlo. Por algún motivo, contra toda razón,  intuyó que el caballo lo esperaba y que él podría montarlo. Se fue acercando. ¿Y si no era manso? Él lo amansaba. Ese caballo reluciente, ese caballo de plata sería suyo. Y él sería domador. Se acercó más. Aunque sus perros ladraban, el caballo de plata permanecía inmóvil, a la espera. Se lo quedaría para siempre. De pronto el animal  echó a andar. Lentamente se adentraba en el agua. Monchi se apresuró a seguirlo. No quería perderlo. 

A sus espaldas, alguno de los perros empezó a aullar. Escuchó los cascos del tordillo, que escapaba. Él mantenía la vista fija en el caballo de plata y avanzaba con paso firme y sereno hacia el agua. 

Un resbalón, un pie atorado en el barro, la caída y el no poder levantarse fueron todo en un segundo. Dejó de prestar atención al animal cuando entendió que se hundía. Trató de levantarse pero, al desenterrar un pie, se le atascaba el otro. Trastabilló y cayó de bruces. Cada vez le resultaba más difícil poder salir del mallín. Los perros aullaban y ladraban, nerviosos, hasta que uno se animó a acercarse y lo agarró de un brazo. Lo lastimaba, es cierto, pero apenas  logró arrastrarlo un poco, los otros dos se le sumaron. 

Algo mordido,  sucio, transpirado y con la remera rota,  Monchi llegó a la tierra firme arrastrado por los perros, que, ni bien comprendieron que el chico estaba a salvo, le hicieron fiestas por un rato largo. Cuando se calmaron, Monchi miró hacia el agua. No había ni rastros del caballo albino, ni siquiera otras huellas que las suyas y las de sus perros, en la orilla. Su tordillo no estaba demasiado lejos. Lo alcanzó a pie y, todos juntos, regresaron a la casa.

—¡Pero mirá que sos...! —le dijo el padre—. ¡¿Cómo se te ocurrió seguir al caballo de plata?! ¿No sabés que es un peligro?

Cuando volvió a Bariloche, les contó a su madre y a sus tíos lo que le había pasado. Lo contaba a borbotones,  volvía a sentir fascinación y miedo, no podía parar de hablar.

—¡Monchi! —exclamó Verónica—. ¡Mirá si te hundías en el menuco! 

—Parece mentira, ya sos grande...— le dijo el tío.

—¡El caballo de plata!— murmuró la mamá. Cerró los ojos y lo abrazó muy fuerte, durante mucho rato, como cuando era chico.





(*) Silvia Alejandra García nació en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires. Desde muy joven  reside en San Carlos de Bariloche. Se graduó como Profesora y Licenciada en Letras en la Universidad Nacional del Comahue y cursó la Maestría en Teoría y Metodología de la Investigación Literaria en la Universidad Nacional de Rosario.  
Publicó los libros para niños Cuentos de Agua (2003), Si me patas paro arriba para (2004), editados por el Grupo de Amigos del Libro Patagónico y ¿Quién dijo que estás a salvo? (2011) de edición independiente. Uno de sus cuentos para chicos figura en la Primera Antología de escritores Rionegrinos del Plan Nacional de Lectura (2010). Publicó también un libro de microrrelatos dirigido a público adulto, En pocas palabras (1° edición 2008, Ediciones de las Tres Lagunas y 2° edición 2012, Editorial de los Cuatro Vientos).  Participó del libro de poesía Huellas (2008) del Grupo Umbrales y de la antología  infantil de escritores patagónicos Cuentos para chicos curiosos (2012, Jornada) y en la Antología ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género (2013), Macedonia Ediciones. Fue Jurado en concursos de Narrativa a nivel Municipal, Provincial, Nacional e Internacional. Ha colaborado con medios periodísticos de la región y el país. Durante cinco años fue coordinadora de Promoción de la Lectura en la Biblioteca Pública Municipal de San Carlos de Bariloche “Presidente Raúl Alfonsín”.


lunes, 4 de septiembre de 2017

EL CUENTO DE HOY



EL TREN DEL OTOÑO

Por Gladis Naranjo (*)




Ese  otoño iba a cumplir  9 años. Era un niño vivaz, curioso, imaginativo…y triste.

Conocía la soledad. Su padre, siempre atrapado en su trabajo casi ni se había enterado del tiempo pasado desde su nacimiento. Tenían escaso contacto, y su vida y éxitos escolares eran ignorados lastimosamente cuando no desdeñados al escuchar algún comentario del niño.

Su mamá, bellísima y hastiada de la vida familiar, tampoco se demoraba en él, refugiándose en las banalidades de su entorno, disfrutando de su ocio tan vacío como sus ojos.

Ninguno de los dos tenía tiempo para él…y el niño se alimentaba de sus propias fantasías, en el salón de juegos, alrededor de la gran mesa donde había armado su pista de trenes, que absorbía todas sus horas fuera de la escuela.

Con minuciosidad colocó primero las vías, que pasaban, en el rincón junto a la ventana, por debajo de un puente, y se cruzaban varias veces con los caminos para los autos. Había pintado la estación de rojo, las barreras amarillo brillante y los andenes de un maravilloso color verde uva. La locomotora era roja con los laterales color cobre, igual que los tres vagones que cargaban minúsculos tanques llenos de piedritas.
Decoró el espacio entre las vías y los caminos con la hierba que cortó del jardín de atrás, y agregó un bosque sombrío, hecho de ramitas frescas, y hasta un pequeñísimo lago que ni se notaba que era un espejo.

Y ese año (sus tiempos estaban contados de otoño en otoño, junto con su cumpleaños), ese año, por fin, pudo terminar la instalación eléctrica, con lucecitas que se encendían en los cruces, en la estación y sobre el puente cuando apretaba el botón rojo en el borde de la mesa. En ese momento el tren comenzaba a moverse, primero lentamente, con suave ronroneo, luego a mayor velocidad, haciendo brillar las puntas de las hierbas como si hubiera colocado un cristalito sobre cada una cuando el vértigo llegaba al máximo.

¡Cómo esperaba los fines de semana en que podía dedicar todo su tiempo a perfeccionar los mecanismos, a retocar con alguna  pincelada la pintura dañada o a agregar cada vez algún detalle nuevo al tren, a las señales o a la campiña, con su hierba y con su lago! ¡Cómo disfrutaba esas horas en que la casa estaba silenciosa y sólo existían en el mundo él y su tren!

Logró reducir al mínimo el ruido de la locomotora para no molestar a la mamá, que siempre dormía hasta tarde. Cuando apretaba el botón rojo y el tren comenzaba a marchar, rechinaban con suavidad las ruedas, guiñaban las luces sobre el puente, y luego el ruido se hacía más acompasado, más rítmico, en perfectas sístoles que armonizaban con las de su corazón.

La locomotora tenía un pequeño miriñaque, una cabina donde brillaban los mínimos controles y una banqueta diminuta y negra donde colocaba la figurilla de overol azul que, en sus juegos, conducía el tren. Se escuchaba el silbato y se iniciaba la marcha. La formación avanzaba con parsimonia por debajo del puente, se internaba en el bosque, pasaba junto al lago y después bostezaba cruzando la hierba para volver otra vez a la estación, y con un susurro recomenzar la aventura…

Faltaban tres días para su cumpleaños. El papá estaba en viaje de negocios (seguramente le mandaría una postal, como en años anteriores), la mamá preparaba la boda de una amiga e iba y venía con muestras de decorados, vestidos y arreglos para la fiesta. Él se refugiaba en el salón de juegos junto a la gran mesa, inventando obstáculos y soluciones para su tren, gozando en complicidad maravillosa.

Y llegó el día: el día de su noveno cumpleaños. Llegó la postal del papá, la mamá decidió al fin qué vestido llevar a la boda…y el día pasó.

Al anochecer se acercó al borde de la mesa, pulsó el botón rojo y el tren se estremeció. Apretó con fuerza los puños y respiró profundamente con los ojos fijos y húmedos. Trepó a la mesa, se mojó los pies en la hierba fresca, y justo cuando el tren empezaba a moverse, con un último impulso, alcanzó el pescante de la locomotora, se sentó en la banqueta diminuta y negra, se escuchó el silbato y comenzaron a andar, primero con un suave chirrido, luego acompasadamente, en sincronía con el corazón; pasaron debajo del puente y se internaron en el bosque sombrío…

Al día siguiente, cuando la mamá y el papá pulsaron el botón rojo para detener la marcha del tren… el tren no se detuvo.

Los padres no entendieron nunca cómo era posible que aún sin electricidad el tren continuara moviéndose a su propio ritmo, marcando sus latidos, y cruzara el puente, alcanzara el bosque, pasara junto al lago y luego, perezosamente, como bostezando sobre la hierba fresca, llegara a la estación y con un susurro recomenzara la maravilla del viaje, una y otra vez…



(*) Escritora neuquina, radicada en la provincia de Buenos Aires. Esta obra fue premiada en el concurso de cuentos de la ciudad de Azul en abril del corriente año.


lunes, 28 de agosto de 2017

LA NOTA DE HOY




PALABRAS MISTERIOSAS

Por Jorge Eduardo Lenard Vives




   Cuenta la leyenda que cuando en 1587 una expedición desembarcó en Roanoke, primer asentamiento inglés en América del Norte instalado dos años antes, halló la aldea vacía y ni un rastro de sus 107 habitantes. Sólo se encontró, grabada en un poste, la palabra “Croatoan”. Si bien con el tiempo se interpretó que se refería a una tribu indígena amiga, con la que los colonos podrían haberse refugiado para evitar los peligros de otros vecinos hostiles, la súbita desaparición de los pobladores otorgó fantasiosas acepciones al vocablo descubierto. Como las tiene también la rara leyenda “NDXOXCHWDRGHDXORVI”; escrita en la hoja de una espada medieval perteneciente al Museo Británico; cuyo sentido es aún objeto de especulaciones. Es que las palabras misteriosas han despertado la imaginación del ser humano a lo largo de la Historia; fascinación a la que no escapó la Literatura.

   Una de esas palabras misteriosas literarias es el término “Ixaxar”, en “La novela del sello negro” del galés Arthur Machen; que es otra forma de aludir a la enigmática piedra “Hexacontalytho”, tablilla donde obran los conjuros para impetrar a los entes adorados por los moradores de aquellas regiones previo a la llegada de los romanos. Son también crípticas las palabras “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, título de un cuento de Jorge Luis Borges, con marcada eufonía y vagas resonancias geográficas; que terminan siendo superchería, ficción dentro de la ficción, un fractal de la fantasía.

   Y son misteriosos los nombres ocultos de Dios, concepto presente en varias religiones y en muchas obras literarias; como en el cuento de Arthur Clarke “Los nueve mil millones de nombres de Dios”. En él, unos lamas tibetanos contratan expertos en computación para una tarea que describen así: “Los nombres del Ser Supremo, Dios, Júpiter, Jehová, Alá, etc., no son más que rótulos escritos por los hombres… entre todas las permutaciones y combinaciones posible de letras, se encuentran los verdaderos nombres de Dios”. Los informáticos trabajan varios años combinando letras, hasta cumplir el trabajo … con resultado sorprendente.

   A veces no es un solo vocablo intrigante, sino un conjunto de ellos; una frase, un mote. Por ejemplo, la extraña inscripción que Nicolás Poussin pintó sobre la tumba de su cuadro “Los pastores de Arcadia”: “Et in Arcadia ego”. Su incompleta gramática le da un obscuro significado; y así fue tomada por varios literatos como Wolfgang Goethe en su “Viaje a Italia”, Evelyn Waugh en su obra “Retorno a Brideshead” o William Faulkner en “Ruido y furia”. Esta sibilina sentencia nos lleva a otro arcano. Shugborough Hall es una mansión ubicada en Inglaterra. En el siglo XVIII su propietario, George Janson, hizo erigir en el jardín un “Monumento de los Pastores”; con una réplica esculpida del cuadro de Poussin. Pero al epígrafe "Et in Arcadia Ego", agregó un criptograma en bajorrelieve que reza “D.O.U.O.S.V.A.V.V.M”; cuya connotación no ha sido todavía descubierta y se presta para múltiples interpretaciones.

   La Literatura Patagónica, en su alcance ampliado, también tiene sus palabras misteriosas. Una de ellas es el “¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!”, que en los mares antárticos Edgard Allan Poe hace escuchar a Arthur Gordon Pym; brumosa locución reiterada por Julio Verne en “La esfinge de los hielos” y Howard Philip Lovecraft en “En las montañas de la locura”. Los anómalos sonidos se emparentan con presencias sobrenaturales, intuidas y vagas en Poe, explícitas y terribles en Lovecraft; detrás de las cuales se alza la figura de la diosa fueguina Schalgpe, según propone Roberto Payró en una nota de “La Australia Argentina”.

   El nombre mismo de la región, Patagonia, es misterioso; pues su origen permaneció recóndito mucho tiempo. Cuando Antonio Pigafetta en su “Viaje en torno al globo” dice en forma escueta “El capitán general llamó a los de este pueblo patagones”, sin hacer ninguna aclaración, inició la polémica. Se intentaron varias elucidaciones; aunque la lectura de las páginas del “Primaleón” de Francisco Vázquez, sobre el gigante Patagón y sus patagones, no dejaría dudas al respecto. El tema es, ¿por qué llamó Vázquez así a su titán?

   Pigafetta introduce otra término misterioso, “Setebos”; un demonio patagón que, junto con sus cheleules, desapareció con el tiempo de la región. Pero fue rescatado del olvido por William Shakespeare, que lo incorporó en su obra “La Tempestad” como el dios del personaje Caliban. Siglos más tarde, Robert Browning lo revive en su poema “Caliban upon Setebos”, de 1864. Sin embargo, menos conocido es que también es mencionado por Arthur Conan Doyle en la novela “A Duet, with an Occasional Chorus”, de 1899. Allí, tres lectoras de un club literario se reúnen para analizar el poema de Browning; hasta que llegan al verso “Setebos y Setebos y Setebos”. Discuten si se trata de una o varias personas y arriesgan diversas hipótesis; pero cuando en la línea siguiente descubren que es un solo Setebos, deciden cambiar de poeta.

   También hay palabras misteriosas que jamás se conocerán. Como la letra de la canción que María Reumay susurra en sueños a Emiliano Villaverde en la novela “Con los ojos del puma” de Hugo Covaro; al tiempo que le advierte: “Cada chamán tiene su propia canción… Nadie más puede cantarla, porque si eso pasa, perderás tu poderes…. cuando regreses de este viaje podrás cantarla, y serán palabras incomprensibles para los demás”. O la palabra misteriosa que en la novela “El gallo canta a la medianoche”, el doctor Karl Weisse susurra al oído de Rainaldo Sticcurani; la que sólo el Gran Maestre, el Aprendiz y tal vez el autor del libro, Carlos Dante Ferrari, conocen.

   Las palabras misteriosas tienen un sentido estético en la Literatura, pero en su origen el significado fue mágico. El pensamiento mágico, según refiere Sir James George Frazer en “La rama dorada”, lleva a confundir el significado con el significante –al decir de Ferdinand Saussure –; y surge la idea de que la mera enunciación de una palabra puede lograr el efecto que la misma denota; o que a través de un nombre se puede llegar al ser que lo porta. En algunos pueblos antiguos, cada individuo elegía un nombre secreto, su verdadero nombre; para que los enemigos no pudiesen usarlo de instrumento para transmitir sus designios.

   Es tan maravilloso el milagro del lenguaje, que los seres humanos siempre sintieron un influjo singular por todas las palabras; no sólo por las misteriosas. Porque… ¿qué es la Literatura sino la combinación mágica de voces? ¿Qué mayor magia puede haber que la de provocar sentimientos y pensamientos en otra persona, por medio de las letras, a través de la distancia y el tiempo? Eso es en realidad lo misterioso del fenómeno lingüístico. Respecto a los otros misterios… como señala Umberto Eco en “El péndulo de Foucault”, el pergamino del coronel Ardenti era, en realidad, una nota de lavandería.

miércoles, 23 de agosto de 2017

LA NOTA DE HOY









MIGUEL OYARZÁBAL

Poeta (1948 – 2017)




    Una vez conocí un poeta. Fue hace unos años, una tarde de invierno en la Feria del Libro de Gaiman, cuando Margarita Borsella me presentó a Miguel Oyarzábal. Charlamos un rato largo sobre —¿qué otra cosa podía ser?— Literatura y otros temas comunes. Luego mantuvimos un contacto esporádico.

   Tenía noticias de él porque Margarita cada tanto me comentaba sobre una obra que estaban escribiendo juntos; una novela epistolar que ojalá algún día vea a la luz, porque sería el mejor de los homenajes que se puede hacer a un escritor: que su obra perdure la muerte.

    Porque el bardo nos dejó. Cuando en este blog se publicó su poema “La otra ciudad”, figuraba una breve reseña de su vida y obra. Allí decía que Miguel era poeta, periodista y narrador oral. Nacido en Salto (Bs. As.) en 1948, se radicó en Puerto Madryn en 1979. Protagonizó espectáculos literarios y contó sus historias en el canal de televisión provincial de Chubut, en la Feria del Libro de Buenos Aires y en Colombia (2003) y México (2006). Desarrolló el proyecto de narración oral sobre recuperación de la memoria “Re-Conocernos” (100 cassettes conteniendo textos de autores patagónicos e historias de la zona, editados en 1995 por la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Puerto Madryn y distribuidos gratis en las escuelas). Publicó los poemarios “Pasillos” (1986. Premiado en la convocatoria de autores inéditos de la Dirección Provincial de Cultura ), “Y esa tinta no se borra” (1992. Primera mención del concurso del Encuentro de Escritores Patagónicos en 1989), “Noctambulario” (1994. Primer premio del concurso del Encuentro de Escritores Patagónicos en 1993), “Después” (1997. Primera mención del encuentro de Escritores Patagónicos en 1993) “La Lámpara” (2001) , “Café con cielo” (2006. Es una selección de los libros anteriores en forma de disco compacto) y “Por lo que tengo” (2011). Fue becado por el Fondo Nacional de las Artes para Perfeccionamiento en Poesía (1987) y por Fundación Futuro (1988-1995) con una beca de creación.

   Además tuvo varios reconocimientos: a su Mérito Literario, por la Biblioteca Popular Juan José Castelli (1974), a su Trayectoria en la Cultura, por la Revista Tela de Rayón, Diario “Jornada” (2007), a su Trayectoria Literaria por el II Congreso Latinoamericano de Comprensión lectora (2009), al Mérito por la actividad cultural en Literatura por la Municipalidad de Puerto Madryn (2010) y la Alta Distinción de la Municipalidad Distrital de Ahuac, Perú (2009). Integró la antología de poetas madrynenses “La cuerda de los relojes limando el tiempo” (2012) Entre 1995 y 1998 dictó talleres de narración Oral en escuelas regionales; y desde 1997 talleres de Expresión escrita, en varias localidades de la zona. Fue homenajeado en la Feria del Libro de Puerto Madryn en 2016. Faltaba el cierre de su biografía; que llegó el 19 de agosto, hace un par de días.

   Pero los poetas no mueren. Si bien ni del arte la muerte se olvida, dice el verso de un olvidable poema, los artistas siguen viviendo en sus obras; y cada vez que alguien lea una obra de Miguel, el vate va a estar allí, con los gruesos anteojos que -según sus propias palabras -  apenas mitigaban su débil visión, esa condición que compartió con otros grandes poetas, y que tal vez lo llevaba a mirar más hacia adentro para encontrar su inspiración. Va a estar allí, con su alma de bohemio, que sabía de amaneceres entre amigos; en los que la poesía surge como un lenguaje natural y se poetiza aun sin saber que se lo está haciendo.

   Como señalé más arriba, los autores adquieren la inmortalidad de sus obras. Cuando un lector lee las palabras escritas a veces muchos años atrás, como si se tratase de un ritual esotérico, el literato revive, se hace presente. Para lograr ese milagro copio abajo uno de sus tantos poemas, “Amanecidos”, que muestra la intensidad de su creación y el cual —sospecho— le habrá gustado mucho escribir. Y si cuando lo está leyendo el lector siente la presencia de un señor alto y delgado, de barba y lentes, que lo observa con una clara mirada, no se asuste: es Miguel que, conjurado por la lectura, acudió a su lado.

AMANECIDOS

Siempre aparecen a esta hora;
son los últimos vampiros, 
bebedores de la savia nocturna de la vida.
Los veo;
con los párpados gastados y sin hablar
me cuentan de esta noche,
que no es distinta a las demás.
Ellos son los que pasaron el límite de las dos, o de las cuatro,
y que aún escarban en los huecos de las luces,
en el gusto somnoliento de café con cigarrillo.
Deambulan, casi en patota, casi solos;
hasta que el sol los atrapa en mitad de la vereda;
es la hora de partir
y parten
desperdigados,
buscando un lugar donde caer
para olvidarse hasta de sí mismos
y esperar que el día se olvide de ellos.
Se van solos, sin ruidos;
no hacen falta las cruces para ahuyentarlos,
cada cual lleva la suya.




Jorge Eduardo Lenard Vives